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cinco mil kilómetros de distancia, el presidente Kennedy mostraba su famosa sonrisa. Se encontraba detrás de un grupo de micrófonos, dirigiéndose a una multitud en un estadio de fútbol. Estandartes rojos, blancos y azules ondeaban tras él: «¡Kennedy a la reelección!» «¡Otros cuatro en el sesenta y cuatro!» Gritó algo que March no entendió, y la multitud lo vitoreó.

—¿De qué está hablando?

El televisor arrojaba un brillo azul en la oscuridad del apartamento de Stuckart. La mujer tradujo:

—«Los alemanes tienen su sistema y nosotros tenemos el nuestro. Pero todos somos ciudadanos de un solo planeta. Y mientras nuestras dos naciones recuerden eso, creo sinceramente que podemos tener paz.» Fuertes aplausos preparados por parte de un público atontado.

Ella se había quitado los zapatos y yacía tendida boca abajo, delante del aparato.

—Ah. Aquí hay un asunto serio. —Esperó a que el presidente terminara de hablar, luego volvió a traducir—. Dice que tiene previsto plantear la cuestión de los derechos humanos durante su visita en otoño. —Se echó a reír y sacudió lentamente la cabeza—. Dios, Kennedy está lleno de mierda. Lo único que quiere realmente es conseguir el voto en noviembre.

—¿Derechos humanos?

—Los miles de disidentes de su pueblo encerrados en campos. Los millones de judíos que desaparecieron en la guerra. Las torturas. Las muertes. Lamento mencionarlo, pero tenemos la idea burguesa de que los seres humanos tienen derechos. ¿Dónde ha estado los últimos veinte años?

El desdén de su voz lo sobresaltó. Nunca había hablado con un americano antes, solo había encontrado a turistas ocasionales, y estos habían sido conducidos por la capital, para mostrarles solo lo que el Ministerio de Propaganda quería que vieran, como oficiales de la Cruz Roja inspeccionando un KZ. Al escucharla a ella ahora, se le ocurrió que probablemente sabía más sobre la historia reciente de su país que él mismo. Sintió que debía hacer algún tipo de defensa, pero no supo qué decir.

—Habla como un político. —Fue todo lo que pudo conseguir. Ella ni siquiera se molestó en replicar.

March miró de nuevo la figura en la pantalla. Kennedy proyectaba una imagen de vigor juvenil, a pesar de sus gafas y su calva.

—¿Ganará? —preguntó.

Ella guardó silencio. Por un momento, él pensó que había decidido no hablarle.

—Ahora sí —dijo por fin—. Parece en buena forma para tener setenta y cinco años, ¿verdad?

—Desde luego. —March se encontraba de pie a un metro de la ventana, fumando un cigarrillo, contemplando alternativamente la televisión y la plaza. El tráfico era escaso, compuesto sobre todo por gente que volvía de cenar o del cine. Una joven pareja caminaba cogida de la mano bajo la estatua de Todt. Podrían ser de la Gestapo: era difícil saberlo.

«Los millones de judíos que desaparecieron en la guerra…» Se arriesgaba a la corte marcial simplemente por hablar con ella. Sin embargo, su mente debía de ser una sala de tesoros, llena de objetos que para ella no significarían nada y que serían oro para él. Si de algún modo pudiera superar su furioso resentimiento, abrirse paso a través de la propaganda…

No. Una idea ridícula. Ya tenía suficientes problemas.

Una solemne presentadora rubia llenó la pantalla; tras ella, una imagen compuesta de Kennedy y el Führer y una sola palabra: «Distensión».

Charlotte Maguire se había servido un vaso de whisky del bar de Stuckart. Ahora lo alzó al televisor, con un saludo burlón.

—Por Joseph P. Kennedy, presidente de Estados Unidos… conciliador, antisemita, gángster e hijo de puta. Que te pudras en el infierno.

El reloj de la plaza dio las diez y media, las once menos cuarto, las once.

—Tal vez ese amigo suyo se lo ha pensado mejor —dijo ella.

March sacudió la cabeza.

—Vendrá.

Unos momentos después, un ajado Skoda azul entró en la plaza. La circundó lentamente, luego dio una segunda vuelta y aparcó frente al bloque de apartamentos. Max Jaeger emergió del lado del conductor; del otro lo hizo un hombre pequeño, vestido con chaqueta deportiva y sombrero, que llevaba un maletín de médico. Miró la cuarta planta y retrocedió, pero Jaeger lo cogió por el brazo y lo empujó hacia la entrada.

En el silencio del apartamento sonó un timbre.

—Lo mejor será que no hable —dijo March.

Ella se encogió de hombros.

—Como quiera.

Él se dirigió al vestíbulo y atendió el interfono.

—Hola, Max.

Pulsó un interruptor y abrió la puerta. El pasillo estaba vacío. Un minuto después, un suave ping señaló la llegada del ascensor, y el hombrecito apareció. Recorrió rápidamente el corredor y entró en el vestíbulo de Stuckart sin decir palabra. Tenía unos cincuenta años y llevaba consigo, como el mal aliento, el hedor de las callejuelas, de los tratos furtivos y las cuentas triples, de los naipes guardados tras el sonido de una amenaza en las escaleras. Jaeger lo seguía de cerca.

Cuando el hombre vio que March no estaba solo, se acurrucó en una esquina.

—¿Quién es la mujer? —le preguntó a Jaeger—. Nunca dijo nada de una mujer. ¿Quién es?

—Cállate, Willi —ordenó Max. Le dio un empujoncito hacia el estudio.

—No te preocupes por ella, Willi —dijo March—. Mira esto.

Encendió la lámpara y apuntó con ella hacia arriba.

Willi Stiefel reconoció la caja fuerte de una mirada.

—Inglesa. Un centímetro y medio de grosor, acero templado. Buen mecanismo. Código de ocho cifras. Seis, si tienen suerte. —Se volvió hacia March—. Se lo suplico, Herr Sturmbannführer. Será la guillotina para mí la próxima vez.

—Será la guillotina para ti ahora si no sigues adelante —dijo Jaeger.

—Quince minutos, Herr Sturmbannführer. Después me marcho. ¿De acuerdo?

March asintió.

—De acuerdo.

Stiefel dirigió a la mujer una última mirada nerviosa. Entonces se quitó el sombrero y la chaqueta, abrió su maletín y sacó un par de guantes de goma y un estetoscopio.

March acercó a Jaeger a la ventana.

—¿Necesitó mucha persuasión? —susurró.

—¿Tú qué crees? Pero entonces le dije que todavía estaba sometido al «cuarenta y dos». Vio la luz.

El párrafo cuarenta y dos del Código Penal del Reich declaraba que «todos los criminales habituales y ofensores de la moralidad» eran susceptibles de ser arrestados bajo sospecha de que pudieran cometer algún delito. El nacionalsocialismo enseñaba que la criminalidad se llevaba en la sangre: algo con lo que nacías, como el talento musical o el pelo rubio. Por tanto, el carácter del criminal, más que su crimen, determinaba la sentencia. Un gángster que robaba unos pocos marcos después de una pelea a puñetazos podía ser condenado a muerte, sobre la base de «haber mostrado una inclinación hacia el crimen tan enraizada que le impedía poder convertirse en un miembro útil de la comunidad». Pero al día siguiente, en el mismo tribunal, un leal miembro del Partido que hubiera disparado a su esposa por insultarle podía ser puesto en libertad para mantener la paz.

Stiefel no podía permitirse otro arresto. Había cumplido recientemente nueve años en Spandau por robar un banco. No tenía más remedio que cooperar con la Polizei, no importaba lo que le pidieran que fuera, informante, agente provocador o revienta cajas. Ahora dirigía un negocio de reparación de relojes en Wedding, y juraba que se mantenía en el buen camino: una protesta de inocencia que era difícil de creer viéndolo ahora. Había colocado el estetoscopio contra la puerta de la caja fuerte y giraba el dial un dígito cada vez. Tenía los ojos cerrados y prestaba atención al clic que anunciaba que los cilindros de la cerradura encajaban en su sitio.

«Vamos, Willi.» March se frotó las manos. Tenía los dedos aturdidos de aprehensión.

—Cristo —susurró Jaeger—. Espero que sepas lo que estás haciendo.

—Te lo explicaré más tarde.

—No, gracias. Ya te lo he dicho: no quiero saberlo.

Stiefel se enderezó y dejó escapar un largo suspiro.

—Uno —dijo. Se refería al primer dígito de la combinación.

Como Stiefel, Jaeger no dejaba de mirar a la mujer. Ella estaba sentada en una de las sillas doradas, con las manos cruzadas sobre el regazo.

—¡Una extranjera, por el amor de Dios!

—Seis.

Y así continuó, un dígito cada pocos minutos, hasta que, a las 11.35, Stiefel preguntó a March:

—El dueño, ¿cuándo nació?

—¿Por qué?

—Podría ahorrarnos tiempo. Creo que la combinación es la fecha de su cumpleaños. Hasta ahora, tengo uno-seis-uno-uno-uno-nueve. Dieciséis del once de mil novecientos…

March comprobó sus notas sobre Stuckart, sacadas del Wer Ist’s?

—Mil novecientos dos.

—Cero, dos. —Stiefel probó la combinación, y entonces sonrió—. Normalmente es el cumpleaños del dueño, o el cumpleaños del Führer, o el Día del Despertar Nacional. —Abrió la puerta.

La caja era pequeña: un cubo de quince centímetros que no contenía ningún billete de banco ni joyas; solo había papeles… papeles viejos en su mayoría. March los apiló sobre la mesa y empezó a revisarlos.

—Me gustaría mucho marcharme ahora, Herr Sturmbannführer.

March lo ignoró. Atados con lazo rojo había los títulos de propiedad de una finca en Wiesbaden, el hogar familiar, por su aspecto. Había certificados de acciones bursátiles. Hoesch, Siemens, Thyssen: las compañías eran las usuales, pero las sumas invertidas parecían astronómicas. Papeles de seguros. Un toque humano: una fotografía de Maria Dymarski, ligera de ropa, en una pose típica de los años cincuenta.

De repente, desde la ventana, Jaeger dio un grito de alarma:

—¡Aquí vienen, jodido, jodido idiota!

Un BMW gris sin marcas externas rodeaba la plaza, veloz, seguido de un camión del ejército. Los vehículos se detuvieron, bloqueando la calle. Un hombre con un abrigo de cuero saltó del coche. Descorrieron la portezuela trasera del camión y de allí empezaron a saltar tropas de la SS con rifles automáticos.

—¡Vamos! ¡Vamos! —chilló Jaeger. Empujó a Charlie y a Stiefel hacia la puerta.

Con dedos temblorosos, March terminó de revisar los papeles. Un sobre azul, sin marcas. Había algo pesado dentro. La solapa del sobre estaba abierta. Vio una cabecera en letras doradas: «Zaugg & Cie, Bankiers». Se lo metió en el bolsillo.

El timbre de la puerta de abajo empezó a sonar con largos y urgentes estallidos.

—¡Deben saber que estamos aquí!

—¿Y ahora qué? —preguntó Jaeger. Stiefel se había puesto gris. La mujer permaneció inmóvil. No parecía saber qué estaba sucediendo.

—El sótano —gritó March—. Puede que lo pasen por alto. Llama el ascensor.

Los otros tres corrieron al pasillo. March empezó a meter los papeles en la caja fuerte, la cerró de golpe, giró el dial y colocó el espejo en su sitio. No había tiempo para hacer nada con el sello roto de la puerta del apartamento. Los demás retenían el ascensor para él. Entró como pudo y empezaron a bajar.

Tercera planta, segunda…

March rezó para que no se detuviera en la planta baja. No lo hizo. La puerta se abrió ante un sótano vacío. Por encima de sus cabezas pudieron oír los tacones de las tropas de asalto sobre el suelo de mármol.

—¡Por aquí! —Los condujo hacia el refugio antibombas. La rejilla del conducto de aire estaba donde la había dejado, contra la pared.

Stiefel no necesitó que le dijeran nada. Corrió hacia el conducto, alzó el maletín por encima de su cabeza y lo arrojó dentro. Se agarró a los ladrillos, intentó auparse, buscando en el muro asidero para sus pies. Gritó por encima del hombro.

—¡Ayúdenme!

March y Jaeger le cogieron las piernas y empujaron. El hombrecito metió la cabeza en el agujero y desapareció.

El roce de las botas sobre el suelo de hormigón se sentía cada vez más cerca. Los SS habían encontrado la entrada al sótano. Un hombre gritaba.

March se volvió hacia Charlie.

—Ahora usted.

—Voy a decirle una cosa —dijo, señalando a Jaeger—. Él no lo conseguirá nunca.

Jaeger se llevó las manos a la cintura. Era cierto. Estaba demasiado gordo.

—Me quedaré. Salid vosotros dos.

—No. —Aquello se estaba convirtiendo en una farsa. March se sacó el sobre del bolsillo y se lo colocó a Charlie en la mano—. Coja esto. Puede que nos registren.

—¿Y usted? —Tenía sus estúpidos zapatos en una mano, y se había subido ya a la silla.

—Espere noticias mías. No se lo diga a nadie. —La agarró por debajo de las rodillas y la aupó. Era tan liviana que él podría haber brincado.

Los SS entraron en el sótano. Escucharon a lo largo del pasillo el chasquido de las puertas al abrirse.

March colocó la rejilla en su sitio y alejó la silla de una patada.