CAPITULO XVII

LA REVOLUCIÓN ONTOLOGICA DE HEIDEGGER

MARTIN HEIDEGGER

Consideramos a Martin Heidegger (1889-1976) el más destacado de los filósofos del siglo XX y posiblemente uno de los filósofos más sobresalientes que hayan existido jamás. De allí que estimemos necesario extendernos en ciertos rasgos de su vida y pensamiento.

Nacido en Badén, Alemania, Heidegger sigue estudios secundarios en una escuela dirigida por los jesuítas. Luego estudia en la Universidad de Friburgo, donde inicia su actividad docente. De allí pasa, luego, a enseñar en la Universidad de Marburgo. Cuando Husserl se retira, y a sugerencia de éste, es llamado nuevamente a Friburgo en 1928. En la primavera de 1933, luego que los nazis llegaran al poder, es nombrado Rector.

En ese período Heidegger manifiesta simpatías hacia el nazismo. Durante el período que fuera Rector de la Universidad de Friburgo, se le acusa de haber tenido una actitud discriminatoria o, al menos, poco solidaria con Husserl, quien sufriera acciones persecutorias por sus antecedentes judíos. Heidegger ha objetado estas acusaciones. Su entusiasmo por el nazismo declina pronto y en 1935, a partir de sus desacuerdos con diversas políticas oficiales, renuncia como Rector. Luego de la guerra, Heidegger mantiene su cargo de profesor en la Universidad, desde donde imparte sus clases. Sin embargo, con el tiempo, llevará una vida cada vez más recluida, dedicada al trabajo filosófico.

La principal obra de Heidegger es Ser y tiempo, publicada en 1927. En ella se contiene lo fundamental de su ontología. Entre sus obras posteriores puede mencionarse ¿Qué es la metafísica? (1929) y ¿Qué significa pensar?, que recoge las clases dictadas por Heidegger entre 1951 y 1952. Es necesario mencionar también la recopilación de trabajos de su filosofía más tardía, fuertemente orientada hacia reflexión sobre el lenguaje, y publicada bajo el título de En el camino del lenguaje (1959).

1. La pregunta por el ser

La primera formación de Heidegger fue el tomismo, cuando se preparaba para una carrera en teología. Pero muy pronto se dedica por entero a la filosofía, formándose en la fenomenología husserliana. A diferencia de Husserl, sin embargo, los intereses de Heidegger fueron desde muy temprano metafísicos. Mientras para Husserl el objeto de estudio eran los seres, la pregunta fundamental de Heidegger será el ser. El mismo relata el impacto que le produjera en 1907 la lectura de la tesis doctoral de Brentano, «Sobre la múltiple significación del Ser en Aristóteles». Desde entonces, Heidegger inicia una reflexión profunda sobre lo afirmado por Aristóteles en la Metafísica en el sentido de que «el Ser se dice de múltiples maneras» y que «el ente se hace manifiesto en múltiples formas en relación a su ser».

La pregunta por el ser era, sin duda, muy antigua. Planteada originalmente por Aristóteles, ella había preocupado intensamente a los escolásticos medievales. Según Heidegger, todos poseemos una comprensión del ser. ¿Qué pasaría si no la tuviésemos? ¿Significaría aquello sólo que nuestro lenguaje contendría un nombre y un verbo menos? Heidegger afirma que sin una determinada comprensión del ser no habría lenguaje alguno, por cuanto revelar algo en palabras no es otra cosa que revelar su ser o algo de su ser: «nuestra esencia consiste en el poder del lenguaje. Si no fuera así, todo ente permanecería cerrado para nosotros, tanto el ente que somos nosotros mismos, como el que no somos».

Siendo ésta una pregunta muy antigua, una de las originalidades que presenta la filosofía heideggeriana es la de haber aplicado en ella el método fenomenológico. Husserl se había concentrado en alcanzar la esencia (eidos) de objetos diversos, procurando establecer una ciencia rigurosa, libre de presupuestos. Heidegger desplaza la perspectiva fenomenológica a la tarea de acometer una importante reforma de la metafísica. A través de la «reducción trascendental de la experiencia», afirma Heidegger, no sólo podemos liberarnos de las falsas preconcepciones de los científicos empíricos, sino también de aquellas de los metafísicos anteriores. La fenomenología es necesaria por cuanto los fenómenos, según Heidegger, siéndonos cercanos, no nos están dados. Al hablar de lo fenoménico, por lo tanto, se presupone que hay algo que develar: el fenómeno aparece entonces relacionado con lo que no se manifiesta directamente, con lo encubierto.

Para Heidegger, la historia de la humanidad es la historia del asombro frente al ser, para luego olvidarlo y posteriormente volver a asombrarnos. Sin embargo, a veces estamos tan inmersos en los acontecimientos del mundo, que no sólo dejamos de asombrarnos por el ser, sino que ni siquiera nos asombramos de nuestra falta de asombro. Es el olvido del ser (Seinsvergessenheit). ¿Qué puede asombrarnos con respecto al ser? ¿Cuál es la pregunta por el ser? El hecho de que haya algo; de que algo efectivamente sea. La pregunta por el ser es precisamente: «¿por qué el ser y no más bien la nada?». Es importante establecer que esta pregunta no es sobre el ser de las cosas o de los eventos particulares. No se trata de preguntarse ¿por qué hay inundaciones? A la inversa, dado que hay objetos y eventos, nos preguntamos por qué cualquier cosa es.

Aunque se trate de una pregunta que los positivistas rechazaran, Heidegger sostiene que ella ha estado presente a lo largo de toda la historia, atravesando las más diversas culturas. Para responder a esta pregunta, primero se recurrió a los mitos; en el cristianismo se apuntó a la bondad de Dios para proveer una explicación; los metafísicos, desde Aristóteles a Hegel, han dado diferentes respuestas. Se trata, en consecuencia, de una pregunta que es parte fundamental del desarrollo de la cultura.

Según Heidegger, sólo la fenomenología, como método, abre la posibilidad de responder de manera concreta a la pregunta por el sentido del ser. La metafísica, particularmente la tradición aristotélico-tomista, se refería al ser como el más alto género, el más universal y, por lo tanto, el más vacío de los conceptos. De allí que errara en sus respuestas. Por responder de manera abstracta, la filosofía llega a postular la identidad del ser y la nada, como lo reconociera Hegel, con lo que se obstruye la pregunta misma por el ser. La metafísica ha errado el camino al pretender dilucidar la pregunta por el ser, porque ha procurado dar una explicación que no está en condiciones de dar: determinar las condiciones de constitución del ser.

La respuesta ofrecida por Heidegger busca eludir una resolución abstracta (metafísica, tradicional) y procura situarse en el plano de lo concreto. Para estos efectos, la fenomenología representa una herramienta de gran utilidad. El camino escogido para responder de manera concreta a la pregunta por el ser es el del Dasein. En su respuesta, Heidegger se inspira en la propuesta realizada por Dilthey. Sin embargo, la posición asumida por Heidegger implica un importante desplazamiento. Mientras Dilthey enfrentaba el problema desde la epistemología, Heidegger lo hace desde la ontología.

2. La perspectiva del Dasein

No es fácil traducir el vocablo alemán Dasein. El alude al ser en cuanto existente (al ser ahí). De allí que Julián Marías proponga traducirlo por lo existente. Pero ¿cuál es el significado que Heidegger le otorga al concepto? Para Heidegger, el Dasein apunta al particular modo de ser que es el humano. Los hombres se han preguntado innumerables veces por lo que los distingue del resto de las creaturas y han ofrecido múltiples respuestas. El Dasein da cuenta de la manera como Heidegger contesta dicha pregunta.

Para Heidegger, ser un hombre es tener un mundo. Hay, sin duda, en esta afirmación un apoyo en «el mundo circundante de la vida» del que hablara Husserl. Ambos filósofos comparten también la idea de que el mundo de los científicos y de muchos hombres legos, es sólo uno dentro de muchos mundos posibles y, por lo demás, uno que se basa en los presupuestos del dualismo cartesiano. Coinciden, además, en afirmar que este mundo particular que resulta del cartesianismo es deshumanizante.

Lo que propone Heidegger, por lo tanto, es «dejar de lado» los anteojos cartesianos (en términos generales, los anteojos del dualismo) y «mirar» a nuestro mundo y a nosotros mismos «directamente», frescamente. Se trata de realizar una mirada sin presupuestos metafísicos, tal como lo postula la fenomenología.

El Dasein, por tanto, es el modo de ser que es característicamente humano. Pero ¿en qué consiste dicho modo de ser? En completa oposición a lo afirmado por el dualismo, Heidegger responde que el Dasein es ser-en-el-mundo. Se trata éste de un fenómeno unitario, de un dato primario, que requiere ser visto como un todo y no descompuesto en partes que luego se juntan. El ser humano (el Dasein) es siempre un ser-en-el-mundo. Ésta es su estructura primaria, siendo todo lo demás derivativo de ella. Ello no impide, luego de afirmada esta estructura primaria, reconocer en ella diversas dimensiones particulares.

No hay, para el ser humano, un ser y un mundo, un ser que accede a un mundo o un mundo en el que emerge un ser. Lo característico del ser humano es que no existe un ser sin un mundo y no hay un mundo que no se defina en relación de un ser para el cual dicho mundo es su mundo. El no comprender lo anterior representa, según Heidegger, el error fundamental del dualismo.

Antes de entrar en el examen de algunas de las dimensiones constitutivas de la estructura del Dasein, es importante establecer que el Dasein y sólo el Dasein existe. Otros seres son, pero no existen. Sólo el ser humano alcanza a vislumbrar su ser y accede al problema o la pregunta por el ser. En ese vislumbrar su ser, el Dasein comprende que su ser es incierto, que está amenazado, que es finito e incompleto: en pocas palabras, tiene incertidumbre. De allí que pueda afirmarse con Heidegger que en el ser del Dasein le va su ser. En la forma de ser que es el Dasein, el ser no está asegurado, el Dasein tiene que hacerse cargo de él, sin lo cual lo pierde, «se le va». El Dasein no puede dejar estar su ser, sin que ello comprometa su propio ser.

¿Qué implica la existencia? En primer lugar, a diferencia de otros modos de ser, el Dasein se comporta hacia las cosas en su mundo. El Dasein no sólo reacciona, sino que responde de acuerdo con la percepción de sí mismo y de lo que interactúa con él. El Dasein tiene disposiciones, actitudes, hacia el mundo y tales disposiciones, tales estados de ánimo, afectan su respuesta. En segundo lugar, el Dasein es un modo de elegir, de enfrentar posibilidades que pueden abrirse o cerrarse. No puede evitar el tener a su ser en este modo de ser. El evitar o rechazar escoger son obligadamente formas de escoger. En tercer lugar, esta forma particular de ser implica tratar de comprender su mundo. Pero no sólo las entidades que forman parte de él. También busca entender su propio ser.

No es posible interrogar a una planta sobre su actitud con respecto al suelo en el que ella crece. Ésta sólo reacciona al suelo de acuerdo a su naturaleza y a la del suelo. Pero podemos interrogar al Dasein sobre su ser. En la medida en que el Dasein se interroga sobre el ser, el ser tendrá algo que decirnos: responderá a nuestra interrogación y no sólo reaccionará a ella; entrará en diálogo con nosotros.

Uno de los rasgos más sobresalientes del Dasein, de nuestro ser-en-el-mundo, es el hecho de que estamos arrojados en él. Nos descubrimos en un mundo que no hemos escogido, que puede agradarnos y desagradarnos, y ese hecho, ese estado deyecto, no lo podemos modificar. Corresponde a la facticidad del Dasein. Este rasgo define nuestro modo de ser. Es importante destacar que el planteamiento propuesto por Heidegger implica la negación de un principio originario de constitución de nuestro ser, tal como procuraba fundarlo la metafísica tradicional.

El Dasein no puede retroceder más allá del estado deyecto (arrojado). No se crea a sí mismo, ni tampoco al mundo en el que se encuentra. Sólo debe responsabilizarse del ser que encuentra como suyo. En este sentido es que no hay principio de constitución. Al descubrirnos arrojados en el mundo, somos-en-el-mundo de una manera radicalmente distinta a como, por ejemplo, el agua puede estar en un vaso o los zapatos en su caja.

Desde esta perspectiva, Heidegger reitera que los seres humanos estamos en el mundo en modalidades que nos son propias. El Dasein define el modo como encontramos las cosas en el mundo. Las cosas están para nosotros disponibles, a la mano. El estado como estamos en el mundo es el de la preocupación (de la inquietud) en relación a nuestro ser y sus formas de inserción en este mundo en el que se descubre arrojado. Esta forma de ser-en-el-mundo implica proyectarse, por lo tanto, a enfrentar un futuro que consiste en alternativas y posibilidades. Por último, estamos también arrojados a entender el mundo en que nos hallamos. Examinaremos, a continuación, estos rasgos.

Un elemento decisivo en el planteamiento de Heidegger es su cuestionamiento del enfoque cognitivista propuesto por Descartes. En este enfoque, como fuera apreciado en su oportunidad, se funda la matriz esencial del dualismo. La epistemología cartesiana se configuraba postulando sujetos pensantes (res cogitans) contemplando objetos (res extensa). Tales objetos se definían por ser substancias que estaban presentes frente al sujeto (de alguna forma «a la vista» del sujeto), y que eran consideradas directamente inteligibles por él. La relación fundamental entre sujeto y objeto es la de conocimiento de elementos presentes. Recordemos, por ejemplo, que Descartes definía la claridad (uno de los dos criterios fundamentales de la intuición verdadera) como aquello presente y manifiesto a un espíritu atento.

Heidegger objeta radicalmente este enfoque. Lo primario no son ni sujetos, ni objetos; ni presencia, ni conocimiento. Descartes le ha conferido a su particular forma de relación con el mundo (fundada en la indagación filosófica), el status de la relación ontológica constitutiva de la relación ser y mundo.

Para Heidegger, la relación originaria no es una relación cognitiva entre sujetos y objetos presentes, sino una relación de disponibilidad, de encontrarse con los objetos a-la-mano (no «a la vista»). Nuestra relación primaria con el mundo no es de conocimiento, sino de uso. El conocimiento es derivativo del uso. La disponibilidad implica que nos relacionamos con las cosas en cuanto las usamos o tenemos la posibilidad de hacer uso de ellas. Este tipo de relación, de trato, es el más cercano y nos remite a un tipo de preocupación (inquietud) que manipula las cosas y las utiliza.

Se trata, por lo tanto, de cosas de las que estamos equipados, que se relacionan con nosotros en calidad de utensilios, de instrumentos, en las que reconocemos potencialidades para nosotros y, en consecuencia, que nos remiten al trabajo que estamos obligados a emprender, a esta forma de «curarnos de» que nos impone nuestra particular modalidad de ser (Dasein). Nos encontramos con las cosas como «cosas dotadas de valor». Eso es, por ejemplo, un martillo, una mesa, un cenicero, un zapato, un árbol, una roca, una montaña, etcétera. Desde esta perspectiva, no es extraño que la concepción de Heidegger represente la primera posibilidad de iniciar una reflexión filosófica seria sobre el problema de la técnica y la tecnología.

Heidegger insiste en que los objetos y las propiedades (la matriz predicativa) no son inherentes al mundo. Ellos sólo emergen cuando se produce un quiebre en el uso que hacemos de las cosas. Mientras ellas estén a-la-mano, no nos percatamos necesariamente de su presencia y nos concentramos en aquello que estamos resolviendo a través de su uso. El significado le está conferido por la inserción en el tipo de actividad en la que hacemos uso de ellas.

Así, por ejemplo, cuando estamos caminando por la calle, hablando por teléfono, escribiendo a máquina, o leyendo un libro, normalmente nuestra atención no está dirigida a la calle, el teléfono, la máquina o el libro que tenemos en las manos. Todas estas cosas emergerán en nuestra conciencia al producirse un quiebre: al tropezarnos en nuestro caminar, al interrumpirse la comunicación telefónica, al acabarse la cinta de la máquina o al descubrir que el libro que leemos estaba mal compaginado. La relación sujeto-objeto es derivativa y representa una alternativa particular dentro del conjunto de las formas posibles de ser-en-el-mundo. La relación primaria de ser-en-el-mundo no es la matriz ontológica sujeto-objeto.

Según Heidegger, lo que hace humano al hombre no es la inteligencia, sino la voluntad. De todos los modos de ser-en-el-mundo que permite el Dasein, el entendimiento no es sino uno. Éste no posee el status privilegiado que el sesgo intelectualista de los filósofos le confieren y a través del cual se llega incluso a postular la ecuación entre pensamiento y ser humano. Otro error de los filósofos es el hecho de identificar pensamiento con conocimiento abstracto (con entendimiento teórico). El «tratar» con el mundo y el tener una actitud hacia él son también formas de entenderlo. Dentro de todas las actividades posibles, el entendimiento teórico, la descripción, o la observación, son sólo algunas de ellas y el significado que quién describe u observa le confiere a lo descrito sólo tiene sentido dentro del quehacer específico de la descripción.

El Dasein puede llevar a cabo lo que hace de diferentes maneras y todas están caracterizadas por estar involucrado, comprometido, inquieto, interesado, preocupado. Preocupación (inquietud) implica cuidado y éste establece «significaciones» en su relación con los entes que forman su mundo y, por tanto, los carga de valores. El Dasein siente que está desamparado y que mantiene un vínculo de dependencia con el ser de los entes que le hacen frente en el mundo que le es propio. La manera en la que el Dasein existe es ser amenazado. De igual forma, es propio del Dasein la perspectiva de futuro, el vivir hacia adelante. Porque ello es parte del modo de ser que es el Dasein, éste no posee una naturaleza.

El Dasein siempre se encuentra en estados de ánimo que lo colocan «ante el “que es” de su ahí». De allí, que esté siempre expuesto a la caída del ser. Cuando ello sucede acude muchas veces al recurso de esquivar la caída a través del «uno», del uso del término reflexivo «se». Con ello el Dasein se abandona a la influencia o a la guía de algo que está fuera de él. Afirmará entonces expresiones del tipo «cuando a uno le pasa que…», o «se afirma que…», etcétera. De esta manera el Dasein pierde su ser; cede sus posibilidades al «uno». De allí que Heidegger advierta contra lo que llama «las habladurías», «la avidez por novedades» y la «ambigüedad». En todas estas conductas, el Dasein deja de responsabilizarse de sí mismo.

La conducta responsable y auténtica frente al ser genera angustia. Por ello, el Dasein opta muchas veces por lo que Heidegger define como «la precipitación descendente», «la tentación de tranquilidad», «el extrañamiento», «el enredo de sí mismo». Con ello el Dasein prefiere no hacer frente a sus posibilidades; renuncia a la posibilidad de «ser él mismo»; permite que el «uno» se apodere de su ser, se enajena, inventa un «uno» como ser superior al que se subordina y somete sus posibilidades.

Si la caída es falta de autenticidad, la autenticidad es vivir en y con la angustia, en el pleno entendimiento de nuestra indeterminación, de nuestra libertad. Es aceptar y no tratar de escapar del modo de ser que es el Dasein. Pero ¿qué nos trae de la falta de autenticidad a la autenticidad? El conocimiento de que vamos a morir: la muerte. De allí que Heidegger pueda afirmar que el tiempo es el horizonte del ser.

¿En qué se apoya la autenticidad? En el lenguaje, aunque no en toda forma de lenguaje. Para Heidegger, el lenguaje no es sólo una herramienta, una de las muchas que el hombre posee. El lenguaje abre la posibilidad de pararse en el campo abierto de lo existente. A través de él se hace posible el modo característico de ser que es el Dasein. Le permite al hombre tomar distancia, sorprenderse por el ser. Al permitir el distanciamiento, el lenguaje crea un mundo humano, un mundo donde el ser se entrega y se sostiene.

Señala Heidegger, «el ser de los hombres está fundado en el lenguaje. Pero ello sólo se hace actual a través de la conversación…». Conversar implica que más allá de oír, podemos escuchar. Heidegger afirma que somos una conversación. Hay y ha habido sólo una conversación y el tema central de dicha conversación es el ser. La conversación (el lenguaje) hace humanos a los seres humanos. Somos el lenguaje y «el lenguaje es la casa del ser».

Heidegger sostiene que todas las formas de nuestro quehacer, a través de las cuales hacemos inteligible el mundo y nuestras vidas, no pueden hacerse completamente explícitas. No existe una perspectiva neutral que permita liberarnos del todo de nuestras preconcepciones y desde la cual podamos observar nuestras creencias como cosas. Por el contrario, siempre estamos operando dentro de los marcos que tales preconcepciones nos proveen. Esta situación lleva a Heidegger a apoyarse en el concepto del círculo hermenéutico, sosteniendo que de él no es posible salir del todo y dentro del cual se lleva a cabo el arte del entendimiento. La posibilidad de un entendimiento objetivo completo está cerrada para el Dasein.

La perspectiva heideggeriana conduce a poner en tela de juicio una visión del conocimiento centrada en el individuo. Ello por dos razones: en primer lugar, porque el mundo del Dasein es un mundo socialmente poblado. Existimos socialmente y socialmente conocemos. Es más, sólo podemos conocer porque el conocer es una actividad social; en segundo lugar, porque a la vez que vivimos en un mundo socialmente poblado, vivimos también en una tradición. Es en el trasfondo de esa tradición que conferimos significado. Ello reitera la importancia del círculo hermenéutico.

Como puede apreciarse, a partir de la ontología heideggeriana, el núcleo central de toda la filosofía moderna, el dualismo, que se ha reforzado con la prioridad otorgada a la matriz sujeto-objeto, es puesto en duda muy radicalmente. Ello implica una profunda revolución ontológica.

HANS-GEORG GADAMER

Discípulo de Heidegger, Hans-Georg Gadamer, nacido en 1900, desplaza el interés de la investigación sobre el sentido del ser, a la exploración hermenéutica del ser histórico, con especial referencia al papel que le cabe a la tradición del lenguaje. Su obra principal es Verdad y Método, publicada en 1960.

Gadamer desarrolla una concepción hermenéutica desde las premisas de la filosofía heideggeriana, profundizando su desplazamiento de la distinción sujeto-objeto, ya iniciada por Dilthey. Pero a diferencia de éste, la hermenéutica gadameriana reconoce un claro sustrato ontológico. Siguiendo a Heidegger, Gadamer sostiene que el ser del hombre reside en su comprender y, por lo tanto, que el hombre, en el modo fundamental de ser suyo que es el comprender, no sólo se enfrenta a la historia y al devenir histórico, sino que pertenece ontológicamente (corresponde a su ser) a él.

Heidegger proporciona una concepción de la comprensión que permite concebir el conocimiento histórico como un conocimiento que efectivamente puede aspirar a una validez universal. Para Gadamer, en el conocimiento histórico, la tarea de la conciencia no es simplemente conocer o enterarse de cosas pretéritas, más o menos importantes para ella, sino ganar su propia identidad.

La autoconquista de la conciencia es su compromiso en el ser. Una conciencia tal, es una conciencia que sabe de su mediación histórica y que, además, recibe su ser de esta historia, como historia. Se trata, en el decir del propio Gadamer, de una conciencia histórico-efectual, o una conciencia expuesta a los efectos de la historia. Dado que esta conciencia construye sus rasgos en la historia y está destinada también a descifrarlos, a enfrentarse con su propia producción histórica, es al mismo tiempo una conciencia hermenéutica. La conciencia es una conciencia del sentido.

Por su parte, el sentido es el testimonio del compromiso histórico de la conciencia, que ella debe recoger y asumir en vista de su reintegración. La conciencia de la que nos habla Gadamer es, por lo tanto, muy diferente de aquella adiestrada por Descartes o aquella exaltada por Hegel.

Para Gadamer, el advenimiento de la historia a la luz de la conciencia representa una disminución de la luminosidad imperante. La conciencia sufre cierto ensombrecimiento, pues ella sabe ya su relatividad, su condicionamiento histórico. Se trata de una conciencia mediada, mediatizada temporal e históricamente. Esta mediación moviliza lo que se puede denominar el «residuo» del sentido, la «opacidad» última del sentido para la conciencia. Ello se manifiesta, por ejemplo, como la inminencia de la plenitud del sentido y de un sentido pleno que no acaba de perfeccionarse.

Mientras la conciencia desplegada por Hegel es infinita, la conciencia gadameriana tiene una filiación que, a este respecto, la remite a Kant y a Heidegger y, por lo tanto, a una ontología de la finitud. La historicidad es el dato que no se puede rebatir y, para la conciencia, significa su finitud y su distancia respecto del sentido.

Para Gadamer, es propio de la conciencia su pasividad esencial. La posible actividad de la conciencia es delegada, entregada a algo que la opera: la historia. El sentido le es dado, como algo ya producido, pero no le está dado de manera total.

Gadamer distingue la tradición, por un lado, que concibe como la reserva del sentido general, y, por otro lado, lo que llama la transmisión de sentido que acompaña a la comunicación. Ambas están en estrecha relación, vinculando un presente que todavía no se ha asumido enteramente en su producción de sentido, y el pasado, que remite a la tradición que retiene y suelta de continuo el sentido histórico total.

La concepción gadameriana le confiere una especial valoración al presente, como punto de partida del esfuerzo hermenéutico. El presente es valorado en cuanto conlleva una red de supuestos —prejuicios, preopiniones, etcétera—, que guía, aun sin que se lo sepa, el programa de la comprensión.

Gadamer critica a la hermenéutica de los románticos (como la de Schleiermacher) por cuanto ella tiende a reducir todo pasado al presente del intérprete, con lo que se olvida y oculta su esencial historicidad. La hermenéutica filológica, centrada en la interpretación de lo textos, supone la completa contemporaneidad del intérprete y del texto. Éste es un objeto plenamente presente y portador de sentido pleno, el que puede ser captado luego de eludirse determinados obstáculos. Entre estos obstáculos, destaca «el círculo hermenéutico», el carácter circular de la comprensión, que para los románticos representa un defecto que puede superarse en una ecuación mística con el individuo creador o con la época.

Para Gadamer el círculo hermenéutico representa un factor positivo. El describe y se inscribe en el espacio de la distancia temporal. El sentido de un texto no pertenece exclusivamente a él, ni tampoco a la conciencia que lo comprende o que intenta comprenderlo: «copertenece» a ambos. El sentido es la copertenencia de la obra y la conciencia hermenéutica en el seno de la tradición.

El sentido no acaba nunca; se reorganiza una y otra vez; se vuelve a tejer de distinto modo. Todo ello en virtud de la movilidad de la distancia temporal, que la conciencia asume, aunque no para reducirla, sino sólo como la demora irremisible de su plenitud.

Es así como Gadamer describe el fenómeno de la comprensión:

«Quien quiere comprender un texto realiza siempre un proyectar, esboza el proyecto de un sentido del todo, tan pronto como se muestra un primer sentido en el texto. Éste se muestra, por otra parte, sólo porque el texto se lee ya con ciertas expectaciones de un sentido determinado. El comprender de lo que ahí está consiste en la elaboración de un tal proyecto previo que (…) es constantemente revisado en el curso de aquella elaboración, lo que se da con la creciente penetración en el sentido[22]».

Este proceso se realiza hasta que se logra fijar unívocamente la unidad del sentido.

Es sólo la experiencia del fracaso (la existencia de un quiebre, en términos heideggerianos), proporcionada por el texto mismo —sea que no arroje sentido alguno, sea que su sentido es incompatible con nuestra previa expectación—, la que nos impulsa a detenernos y a atender a la posibilidad de un uso lingüístico distinto. Ello implica reconocer que nuestras preopiniones determinan nuestra comprensión. Comprender implica proyectar mantos de sentido, fundados en nuestras preopiniones, sobre aquello que procuramos comprender.

Simultáneamente, la comprensión exige una condición de alteridad y apertura hacia el texto. No podemos sujetarnos ciegamente a nuestra propia preopinión sobre la cosa cuando procuramos comprender la opinión del otro. Comprender exige estar abierto a la opinión del otro o del texto. Tal apertura implica que la otra opinión sea puesta en relación con el todo de las opiniones propias, o que uno se relacione con aquélla.

Las opiniones son una móvil multiplicidad de posibilidades. El estar sensible a la alteridad del texto implica percatarse de la parcialidad propia. Ello le permite al texto la posibilidad de desplegar su verdad temática contra nuestras preopiniones. Fiel a la tradición hermenéutica, Gadamer reitera que todo acto de comprensión implica necesariamente la fusión de dos horizontes: el del intérprete y el del texto. La comprensión no es posible sin ambos.

Lo anterior implica reconocer lo que Gadamer llama la esencial prejuicialidad de todo comprender. El prejuicio es condición del entendimiento. De allí que Gadamer se oponga a lo que califica como el prejuicio fundamental de la Ilustración: el prejuicio contra los prejuicios. De la misma forma, Gadamer rechaza la descalificación de la tradición en la tarea del conocimiento y el vano intento del pensamiento moderno de fundar, de la nada, un punto de partida autovalidante. Sin la tradición todo intento de conocimiento es imposible. Es más, para Gadamer, el punto de partida de toda comprensión son los prejuicios. Los prejuicios del individuo, mucho más que juicios suyos, son la realidad histórica de su ser.

La autoridad, la tradición y los prejuicios, los fantasmas del pensamiento filosófico moderno, aquellos que desde sus más tempranos orígenes éste se propuso desterrar de la experiencia del conocimiento, hacen nuevamente su aparición. Se comienza a sospechar que el conocimiento no puede prescindir de ellos. Es más, pareciera que sin ellos el conocimiento no es posible.