CAPITULO XII

LA FILOSOFÍA ANALÍTICA

BERTRAND RUSSELL

Luego de una fuerte identificación con la filosofía hegeliana durante su juventud, Bertrand Russell (1872-1970) acusa un giro filosófico muy profundo. Su filosofía se caracterizará por ser, como él mismo lo señala, una búsqueda apasionada de la certeza desde posiciones manifiestamente escépticas. Para ello, se apoyará en una inclinación muy temprana hacia las matemáticas que culminará con la publicación de los Principia Matemática (1910, 1912, 1913), obra realizada conjuntamente con A. N. Whitehead, en la que se persigue establecer la fundamentación lógica de las matemáticas.

Ejercerá una fuerte influencia en el pensamiento de Russell su primer contacto en 1900 con Guiseppe Peano (1858-1932) y con sus indagaciones en la lógica-matemática así como, algo más tarde, su descubrimiento de la contribución en este mismo campo por parte de Frege. De vasta obra filosófica, entre sus escritos destacan Nuestro conocimiento del mundo externo (1915), Introducción a la filosofía matemática (1930), Investigación sobre el significado y la verdad (1940), Mi desarrollo filosófico (1959), etcétera.

Siguiendo la tradición inaugurada por el empirismo anglosajón, Russell sostiene la necesidad de distinguir entre aquellas entidades sobre cuya existencia estamos absolutamente seguros y aquellas de las que estamos menos seguros y cuya existencia afirmamos como resultado de una inferencia. A las primeras las llama «hard data» y las considera fundadas en la propia experiencia («knowledge by acquaintance»). A las segunda las llama «soft data» y su garantía se restringe a la inferencia que las produce («knowledge by description»).

De la misma manera, Russell asume una posición marcadamente pluralista a través de la cual se afirma que la realidad es una colección de entidades independientes y discretas. El pluralismo de Russell lo coloca contra el monismo de los dialécticos. Este pluralismo, sin embargo, al adoptar Russell la máxima propuesta por Guillermo de Occam, conocida como la navaja de Occam, que sostiene la conveniencia de no multiplicar innecesariamente las entidades («entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem») equivale a buscar siempre el mínimo de elementos posibles para proveer una prueba o explicación.

El método a través del cual es posible conocer las entidades atómicas postuladas por Russell es el análisis, vale decir, el procedimiento de progresivas desagregaciones hasta alcanzar las unidades más simples. De allí que esta opción filosófica adopte el nombre de filosofía analítica. Ella representa lo opuesto a la dialéctica hegeliana que definía la verdad como el proceso que conduce a la aprehensión de la totalidad. La filosofía analítica reivindica precisamente el proceso opuesto. Se trata, por lo demás, de la aplicación de los criterios propios del método de análisis propuesto por Descartes. Recordemos que éste planteaba la necesidad de «dividir cada una de las dificultades (…) en tantas partes como fuese posible», para luego conducir el pensamiento «comenzando por los objetos más simples (…) para ir ascendiendo (…) hasta el conocimiento de los más compuestos».

La filosofía analítica, sin embargo, se apoya fuertemente en los desarrollos de la lógica moderna y en la necesidad de determinar la forma lógica que se esconde tras las formas engañosas del lenguaje ordinario. De ello resulta que haga del análisis lógico su principal herramienta. Su tesis central puede ser resumida en el título de una conferencia rendida por Russell en Boston en 1914: «La lógica es la esencia de la filosofía».

Desde esta postura, tal como se reiterará más adelante, se adopta una posición marcadamente antimetafísica. Para Russell, «todo problema filosófico cuando se le somete al análisis y purificación necesarios, demuestra no ser realmente filosófico y tratarse de un problema lógico». No debe extrañar, por lo tanto, que los grandes temas de su filosofía sean temas directamente lógicos o deducidos de las conclusiones proporcionadas por el análisis lógico.

1. La teoría de los tipos lógicos

Siguiendo de cerca el tipo de pensamiento desarrollado por Frege, Russell considera que todas las matemáticas puras tradicionales representan proposiciones sobre los números naturales. A su vez, toda teoría de los números naturales puede derivarse, según Russell, de un pequeño número de ideas y proposiciones primitivas. En la medida en que ellas puedan definirse y demostrarse por referencia a las otras, así también lo pueden todas las matemáticas puras. Las ideas primitivas son sólo tres: la idea de 0, de número y de sucesor. A su vez, ellas son definibles en términos de las nociones de clase, de pertenencia a una clase y de similitud, las que concibe como nociones lógicas puras. Es interesante señalar que ya Peano había presentado gran parte de las matemáticas tradicionales como un sistema organizado deductivamente, derivado por entero de cinco axiomas sobre el concepto de número.

Estimamos conveniente mostrar cómo procede Russell a definir uno de sus términos primitivos, la idea de número:

«Muchos filósofos, cuando procuran definir el número, se ponen a definir la pluralidad, que es algo completamente diferente. Número es lo que caracteriza a los números, así como hombre es lo que caracteriza a los hombres. Una pluralidad no es una instancia del número, sino de un número particular. Un trío de hombres, por ejemplo, es una instancia del número 3, y el número 3 es una instancia del número; pero el trío no es una instancia del número. (…)

»El número es la manera de juntar ciertas colecciones; vale decir, aquellas que poseen un número dado de términos. Podemos suponer que todas las parejas están en un mismo paquete, todos los tríos en otro, y así sucesivamente. De esta manera obtenemos varios paquetes de colecciones y cada paquete consiste en la totalidad de las colecciones que poseen un cierto número de términos. Cada paquete es una clase cuyos miembros son colecciones, vale decir, clases; por lo tanto, cada uno es una clase de clases. (…)

»Dos clases son llamadas “similares” cuando existe entre ellas una relación de uno a uno, que correlaciona cada término de una clase con un término de la otra. (…)

»Podemos, por lo tanto, hacer uso de la noción de “similaridad” para decidir cuando dos colecciones pertenecen a un mismo paquete. (…) Queremos que un paquete contenga la clase que no tiene miembros: éste corresponderá al número 0. Luego un paquete de todas las clases que poseen un solo miembro: éste corresponderá al número 1, (…) y así sucesivamente. Dada ahora cualquier colección, podemos definir el paquete a que pertenece, correspondiendo a la clase de todas aquellas colecciones que son “similares” a ella. (…)

»Tendemos a pensar que la clase de las parejas, por ejemplo, es algo diferente del número 2. Pero no existe duda sobre la clase de las parejas: ella es indubitable y no hay dificultad en definirla, mientras que el número 2, en cualquier otro sentido, es una entidad metafísica (…) que será siempre elusiva. En consecuencia, establecemos la siguiente definición:

»El número de una clase es la clase de todas las clases que son similares a ella. (…)

»A través de este recurso algo extraño, la definición ofrecida asegura un carácter claro a indubitable y no es difícil demostrar que los números así definidos poseen todas las propiedades que esperamos de ellos[15]».

Al definir el número como «la clase de todas las clases», Russell sostiene que el número es una clase. Pues bien, si se consideran las clases cabe reconocer que hay algunas clases que son miembros de sí mismas. Por ejemplo, precisamente la clase de todas las clases que, al ser clase, es miembro de la clase de todas las clases. Otras clases, sin embargo, no son miembros de sí mismas. Por ejemplo, la clase de todos los hombres que, al no ser ella misma un hombre, no es miembro de sí misma. Ello permite dividir el conjunto de todas las clases en dos clases (a y b): a) la clase de las clases que son miembros de sí mismas, y b) la clase de las clases que no son miembros de sí mismas.

Habiendo efectuado esta distinción, cabe preguntarse si b, la clase de las clases que no son miembros de sí mismas, es o no es miembro de sí misma. La respuesta a esta pregunta da lugar a la célebre paradoja de Russell. Cualquier forma como se responda genera una contradicción. Si se responde que es miembro de sí misma, por ser b la clase de las clases que no son miembros de sí mismas, debe concluirse que no es miembro de sí misma. A la inversa, si se contesta que no es miembro de sí misma, pertenece a la clase a, aquella clase de las clases que son miembros de sí mismas y, por lo tanto, es miembro de sí misma.

Esta misma paradoja había aparecido, bajo otras formas, varias veces en la historia de la filosofía. Una de sus versiones era la de Epiménides de Creta que afirmaba: «Ningún cretense dice nunca la verdad». Dado que el propio Epiménides es cretense, no es posible determinar si lo que afirma es verdadero o falso sin caer en una contradicción. Si miente, confirma que es verdad lo que dice. Si lo que dice es cierto, el mismo hecho que lo sea lo desmiente.

¿Qué habría hecho Hegel frente a esta situación? Russell considera que Hegel muy posiblemente habría considerado que ella confirmaba su posición de que existen contradicciones reales, reforzando su planteamiento. Para Russell, en cambio, esta situación pone de manifiesto la existencia de un problema que exige de una solución, sin la cual queda comprometida la posibilidad misma de conferirle fundamento lógico a las matemáticas. La solución propuesta por Russell a este problema descansa en la noción de una jerarquía de los tipos.

Tal solución consiste en afirmar que existen distintos tipos de proposiciones. Primero, la proposición que contiene la aserción simple de algo («s»). Luego, podemos reconocer un segundo nivel en el cual se efectúa una aserción sobre «s» («s es verdadero»). Podemos luego reconocer un tercer nivel, en el que se efectúa una aserción sobre la aserción que se refería a «s» («s es verdadero es verdadero»). Y así sucesivamente, al infinito.

Según Russell, se producen paradojas cuando no se distinguen estos niveles. Por lo tanto, la proposición que hace una aserción sobre una clase de aserciones no se incluye en esa clase de aserciones. La regla es la siguiente: «lo que comprende toda una colección no es de la colección». Desde esta perspectiva, el problema de la relación finito-infinito queda colocada sobre otras bases. Russell afirma que el que una clase compuesta de individuos pertenezca a un tipo lógico diferente del de una clase compuesta de clases de individuos, es simple sentido común. Desgraciadamente, señala, casi toda la filosofía consiste en un intento por olvidarlo.

Esta solución representa para Russell la expresión paradigmática de cómo es preciso disolver a través de la lógica los problemas aparentes que la filosofía se precipita por resolver a través de la metafísica.

2. La teoría de las descripciones

El problema básico que suscita el planteamiento de Russell en torno a este punto es la pregunta por el objeto de nuestro pensamiento cuando afirmamos que:

—no existen las ilusiones,

—no hay cuadrados redondos, o

—no existe el actual rey de Francia.

Para encarar este problema, Russell se planteó aquél más general de las frases denotativas o descripciones, del tipo:

—un hombre,

—algún hombre,

—todo hombre,

—todos los hombres,

—el actual rey de España,

—el actual rey de Francia,

—el centro de la masa del sistema solar en el primer instante del siglo XX,

—el cuadrado redondo.

Para entonces, existían fundamentalmente dos posiciones explicativas para estas frases denotativas. Por un lado, la de Alexis Meinong (1853-1921) que sostenía que tales frases apuntaban a objetos que, si bien no subsisten, son objetos. El problema que resulta de esta posición es que choca con el principio de contradicción de la lógica en la medida, por ejemplo, que implica sostener que el actual rey de Francia existe y no existe. Para Russell esta violación del principio de contradicción es inaceptable.

La otra posición era la de Frege que, como se vio, distinguía en la frase denotativa sentido y referencia. Según Russell, esa posición no presenta problemas cuando se afirma, por ejemplo, «el actual rey de España es alto». Pero cuando se afirma que «el actual rey de Francia es alto», se debe reconocer que siendo una afirmación con sentido (al igual que la anterior y por paridad de forma), no posee referencia. De ello se debe concluir que se trata de una afirmación carente de significado. Pero no es así: se trata de una afirmación falsa.

¿Cuál es la solución ofrecida por Russell? Este procura demostrar que gracias al análisis lógico, cabe la posibilidad de descomponer las frases denotativas en dos o más proposiciones (basándose en la aplicación a la lógica de las funciones matemáticas) a través de lo cual se comprueba que las frases denotativas en realidad no denotan. Se trata, como puede apreciarse, de la aplicación del análisis lógico. Tómese el ejemplo «el autor de Waverley fue un hombre». Siguiendo el procedimiento propuesto por Russell, ello se convierte en «una y sólo una entidad escribió Waverley, y esa entidad fue un hombre».

Volviendo a examinar las proposiciones del tipo «el actual rey de Francia no es alto», Russell establece la necesidad de determinar la ocurrencia primaria o secundaria de la frase denotativa. Ello obedece a que en la proposición anterior existen dos posibilidades lógicas de significado: a) «el actual rey de Francia es (no alto)», y b) «no (el actual rey de Francia es alto)». La primera es falsa, la segunda verdadera.

A partir de lo anterior, Russell examina aquellas proposiciones de existencia que desde Platón y Aristóteles, pasando por Anselmo, Descartes y Kant, han preocupado a los metafísicos. La proposición más característica a este respecto era la de «Dios existe», asociada como se ha visto, al célebre argumento ontológico. Pero para el caso de la argumentación de Russell, se trata de una proposición equivalente a «el autor de Waverley existe». Por lo tanto, ella se analiza (se descompone) en: «1) al menos una persona escribió Waverley, 2) a lo máximo una persona escribió Waverley».

De la misma manera, la proposición «el cuadrado redondo no existe» se convierte en «no hay entidad alguna que sea a un tiempo redonda y cuadrada». Con ellos, según Russell, se afirma lo mismo que en la proposición de existencia (el contenido conceptual es el mismo) pero desaparece el problema que generaba el verbo existir, dado que se consideraba falsamente que sostener «x existe» era equivalente a afirmar «el león ruge». Mientras que el rugir puede considerarse como una propiedad del león, el existir, según Russell, no puede considerarse como una propiedad del autor de Waverley.

La teoría de las descripciones pone de manifiesto, para Russell, que aunque gramaticalmente ciertas proposiciones parezcan semejantes, no lo son desde el punto de vista de su forma lógica. Ello le permite concluir que:

«la existencia, en el sentido que se le adscribe a entidades individuales, queda excluida de la lista de fundamentales. El argumento ontológico y buena parte de sus refutaciones demuestran depender de errores de gramática[16]».

3. Crítica a la metafísica

El enfoque adoptado por Russell lo conduce a criticar y clarificar el uso acrítico de nociones consideradas normalmente como fundamentales en la filosofía. Entre ellas, las nociones de mente, materia, conciencia, conocimiento, experiencia, causalidad, voluntad, tiempo, etcétera. Todas ellas son acusadas de ser inexactas, aproximadas, esencialmente infectadas de vaguedad e incapaces de formar parte de una ciencia rigurosa.

Parte importante de los problemas asociados con estas nociones han sido, según Russell, el resultado de la gravitación que ejercía sobre la lógica tradicional la matriz sujeto-predicado, en la medida en que conducía a la metafísica de la substancia, al atributo. Esta misma restricción lógica llevaba a los filósofos a negar o equivocar la realidad del tiempo y el espacio. Ello porque las relaciones espaciales (por ejemplo, arriba o abajo) y las relaciones temporales (antes y después) son transitivas y no permiten su reducción a relaciones sujeto-predicado.

Sin embargo, según Russell el mayor de los ofensores entre los filósofos es Hegel. Resulta interesante transcribir una de la crítica específica que Russell dirige a Hegel:

«El argumento de Hegel (…) depende por entero en confundir el “es” de predicación, como en “Sócrates es mortal”, con el “es” de identidad, como en “Sócrates es el filósofo que bebió la cicuta”. Debido a esta confusión, él cree que Sócrates y mortal deben ser idénticos. Viendo que son diferentes, él no infiere, como otros probablemente lo habrían hecho, que hay un error en alguna parte, sino que ello exhibe “identidad en la diferencia”. Por otro lado, “Sócrates” es particular; “mortal” es universal. Por lo tanto, sostiene, en la medida en que Sócrates es mortal se deduce que el particular es el universal, tomando al “es” sólo como expresivo de identidad. Pero decir que “el particular es el universal” es afirmar una contradicción. Nuevamente Hegel no sospecha que pueda existir un error, sino que procede a establecer la “síntesis” del particular y del universal en el individuo, definido como universal concreto.

»Éste es un ejemplo de cómo, por falta de rigor desde el inicio, vastos sistemas de filosofía están construidos en confusiones estúpidas y triviales, las que, sólo por el hecho increíble de no ser intencionales, uno estaría tentado de caracterizar como simples juegos de palabras[17]».

El análisis posterior de Russell lo lleva a cuestionar los dos términos que conforman la matriz ontológica básica de la lógica tradicional: los conceptos de sujeto y objeto. Según su enfoque, es posible prescindir de ambos. Del sujeto por cuanto representa una ficción lógica creada por el lenguaje. Del objeto, en cuanto predicado, por cuanto no es otra cosa que una colección de cualidades.

Al estar el proyecto filosófico de Russell orientado hacia la búsqueda de la certeza, éste debe reconocer que su concepción no logra conferirle un fundamento sólido a la teoría del conocimiento. El proyecto de Russell, como sucediera en su época con el de Hume, termina en una nueva forma de escepticismo. Ello es compensado, en parte, por la reorientación del interés de Russell hacia la ética y la política, desde la cual se transforma en un combativo pacifista y en un apasionado defensor de la tolerancia como principio fundamental de la convivencia humana.

LA PRIMERA FILOSOFÍA DE WITTGENSTEIN

Ludwig Wittgenstein (1889-1951) es uno de los filósofos más atractivos del siglo XX. Uno de sus rasgos más sobresalientes reside en el hecho de habernos legado no una, sino dos concepciones filosóficas diferentes. No se trata, como en muchos otros pensadores, de reconocer algunas transformaciones importantes durante su desarrollo intelectual y, por lo tanto, de reconocer orientaciones distintas al interior de su filosofía. En el caso de Wittgenstein, se trata de dos concepciones filosóficas claramente diferenciables, dentro de las cuales la segunda se desarrolla en manifiesta crítica y oposición con la primera.

Nacido en Viena, Wittgenstein participa de aquella destacada generación de artistas, científicos e intelectuales que les correspondió vivir el derrumbe del imperio austro-húngaro y cuyas obras influirían tan poderosamente en la cultura del siglo XX. Desde los comienzos de este siglo hasta fines de la Primera Guerra Mundial, emerge en Viena, a espaldas de la cultura oficial cortesana y de los espacios públicos consagrados por el Imperio, una generación de intelectuales que asumen todo el desgarramiento interno de ese mundo social, las restricciones e hipocresía de la moral predominante y que invoca exigencias de integridad y autenticidad desde las cuales orientar tanto la existencia individual como la vida social. Mientras resuena en los salones y parques la música segura de la monarquía más antigua de la Europa, una generación vive esa misma época como una experiencia de profundo desgarramiento ético a partir del cual inventarán buena parte de la forma como miraremos el mundo en lo que resta del siglo.

No siempre se vincula a Wittgenstein con sus raíces austríacas y se le hace partícipe de la generación intelectual recientemente aludida. Ello es un error y compromete una cabal comprensión de su pensamiento. La omisión, sin embargo, se explica por el hecho de que gran parte de su obra filosófica Wittgenstein la realiza en Inglaterra, a través de sus actividades académicas en Cambridge, y fuertemente ligado a las orientaciones logicistas de la filosofía analítica. Luego de haber terminado sus estudios de ingeniería, Wittgenstein se traslada a Inglaterra y se dedica al estudio de la filosofía bajo la tutela de Russell.

De entre las obras de Wittgenstein, merecen ser destacadas particularmente dos de ellas, pues contienen la expresión más acabada de cada una de sus concepciones filosóficas respectivamente. La primera de ellas es el Tractatus Logico-Philosophicus, publicado en 1922, luego de varios y vanos esfuerzos realizados por Wittgenstein para encontrar un editor. Al final, gracias a una gestión personal de Russell, el libro logra publicarse con un prólogo del mismo Russell. Es importante destacar que dicho prólogo no satisfizo a Wittgenstein por la interpretación que en él se hacía del contenido del texto.

La segunda obra de importancia de Wittgenstein son sus Investigaciones Filosóficas, publicada postumamente en 1953 y sobre la cual nos referiremos en otro capítulo. En la medida en que lo que ahora nos interesa es la primera filosofía de Wittgenstein, nos concentraremos en el análisis del Tractatus.

Escrito en buena parte durante la Primera Guerra, —mientras Wittgenstein servía en el ejército austríaco llevaba en su mochila el Tractatus—, éste posee una estructura aforística, basada en lo que Wittgenstein llama el cálculo proposicional. Se trata de ceñirse lo más fielmente al tipo de lenguaje formalizado de las matemáticas de manera que pueda manifestarse en lo que se afirma la forma lógica de las aserciones. Desde un punto de vista formal, el Tractatus está constituido por siete proposiciones, las que suelen desagregarse en proposiciones subordinadas que analizan el contenido conceptual de las anteriores, las que dan lugar a nuevas proposiciones subordinadas, y así sucesivamente. La proposición con la que se abre el texto es la siguiente: «1. El mundo es todo lo que es el caso».

El objetivo del Tractatus es establecer los límites del lenguaje, los límites de lo que puede decirse con significado. En este sentido, su objetivo es comparable con el que Kant emprendiera en su época al proponerse establecer los límites del conocimiento. Según Wittgenstein, el Tractatus representa la culminación de la opción filosófica fundada por la lógica, lo que se expresa en el hecho de que dice todo cuanto a la filosofía le es posible decir. Una vez dicho, la filosofía no tendría nada más que decir: su tarea está cumplida.

Interpretado desde la tradición filosófica analítica, la lectura del Tractatus privilegia su orientación lógica y el dominio que queda delimitado por lo que puede ser dicho. Apoyándose en algunas afirmaciones del propio Wittgenstein, se ha descubierto la posibilidad de hacer una lectura completamente diferente de esta obra. Una lectura que, en vez de privilegiar la lógica, privilegia la ética y desde la cual se remite a Wittgenstein a sus raíces austríacas. En efecto, el mismo Wittgenstein, en carta a von Ficker, escribe:

«El punto central de mi libro es ético (…) Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él más todo lo que no he escrito. Y es esa segunda parte precisamente lo que es importante. Mi libro traza los límites de la esfera de lo ético desde dentro, por así decirlo, y estoy convencido de que ésta es la única manera rigurosa de trazar esos límites[18]».

Veremos enseguida cómo, dentro del contexto de la obra, esta afirmación se hace perfectamente comprensible.

Antes de entrar en el análisis de su contenido, es importante señalar que el Tractatus tiene un curioso desenlace. A partir de lo que en él se afirma, debe reconocerse que lo que dice demuestra quedar fuera de los límites de lo decible. De allí que Wittgenstein deba sostener que una vez que se asciende en la lectura de su obra, se ha subido como en una escalera que, una vez que se llega arriba, es necesario arrojar. La posición asumida en el Tractatus se vuelca contra sí misma.

Entrando a examinar el contenido de esta obra, es importante destacar que para Wittgenstein el lenguaje es una figura (Abbildung) de la realidad. Entre lenguaje y realidad existe una relación de similitud estructural, de correspondencia. Evidentemente lenguaje y realidad son dos planos diferentes. Pero si el lenguaje logra dar cuenta de lo real es debido al hecho de que, de una u otra forma, «mapea» lo real, logra establecer una correspondencia entre el plano de lo real y el plano lingüístico. De allí que pueda hablarse de una similitud estructural.

La tesis central del libro es que «lo que puede ser dicho, puede ser dicho con toda claridad y sobre lo que no se puede hablar se debe guardar silencio». Lo que interesa, por lo tanto, es determinar qué es lo que puede ser dicho. Ello implica determinar qué es lo real y cuál es la relación que el lenguaje mantiene con lo real. Tal como se señaló anteriormente, el Tractatus se inicia afirmando que «el mundo es todo lo que es el caso» y lo que es el caso son los hechos. De ahí que el mundo sea «la totalidad de los hechos, no de las cosas».

A su vez, «lo que es el caso, el hecho, es la existencia de hechos atómicos». Un hecho atómico es aquel que no consta a su vez de hechos, que resulta no desagregable en otros y que, por lo tanto, representa el límite del análisis. Un hecho atómico es una combinación simple de cosas u objetos. La diversidad de los hechos depende de las posibles combinaciones diferentes de objetos.

El lenguaje, por tanto, es una figura o modelo de los hechos. A través del lenguaje se nombran objetos y se figuran (hacen figuras) de hechos. Para figurar un hecho, los objetos han de ser nombrados. Es importante destacar que en el Tractatus Wittgenstein aparece suscribiendo lo que más tarde él mismo llamará «una teoría nominalista del lenguaje» («a name theory of language»).

El lenguaje consta de proposiciones y las proposiciones que figuran hechos atómicos son proposiciones elementales. Decir que una proposición elemental es el modelo o la figura de un hecho atómico equivale a decir que el hecho atómico existe. De ahí que toda proposición sea un enunciado susceptible de verdad o de falsedad. Una proposición elemental es verdadera si el hecho atómico del que viene a ser su figura existe. De no existir, es falsa. Lo que hace que la figuración lingüística sea una figura de lo figurado es la similitud estructural. Tal similitud estructural puede reconocerse en la forma lógica de lo que se afirma. El lenguaje ordinario adopta formas aparentes a través de las cuales se disfraza su forma lógica. De allí la necesidad del análisis lógico.

Es importante distinguir entre lo que puede ser dicho y lo que sólo puede ser mostrado. La proposición nada puede decir acerca de su forma lógica. Ella sólo puede ser mostrada. La filosofía debe analizar de tal manera la forma lógica de forma que ella resalte de manera inmediata. Que algo carezca de sentido no equivale a que sea incomprensible, sino que no es verdadero ni falso. Ello implica que no es ninguna figura, que no figura nada y, en consecuencia, que no dice nada.

Toda proposición que no sea una proposición elemental es una función veritativa: proposiciones cuyo valor de verdad depende del valor de verdad de las proposiciones elementales. Por lo tanto, todas las funciones veritativas constan de proposiciones elementales. La verdad de éstas debe decidirse por vía empírica. Esta afirmación de Wittgenstein dará lugar a la particular interpretación que, de su filosofía, harán los representantes del Círculo de Viena.

El valor de verdad de todas las funciones veritativas debe decidirse empíricamente, a menos que se trate de tautologías o de contradicciones. Las tautologías son aquellas funciones veritativas a las que no puede corresponder el valor de verdad «falso». Son verdaderas por necesidad lógica. Tómese el ejemplo «llueve o no llueve». Una función veritativa que sólo puede ser falsa es una contradicción. Por ejemplo, «llueve y no llueve». Tanto las tautologías como las contradicciones nada dicen acerca de la realidad.

Que los hechos atómicos tienen una determinada estructura lógica, no se debe a necesidad lógica alguna. Por lo tanto, ello no es lógicamente demostrable, sino tan sólo constatable. La estructura lógica del lenguaje nos muestra la estructura lógica de la realidad.

Todo lo que puede ser pensado puede ser formulado lingüísticamente. Por lo tanto, el viejo problema de encontrar las condiciones y límites del pensamiento (Kant), se convierte en dar con las condiciones y límites de lo que puede ser pensado. La investigación de la estructura lógica del pensamiento y del conocimiento se identifica con la de la estructura lógica del lenguaje. Esta afirmación representa un importante giro en la reflexión filosófica, en la medida en que significa el paso de la epistemología a la filosofía del lenguaje.

Según Wittgenstein no cabe discutir la existencia de algo sobre la sola y única base de la lógica del lenguaje. Ello implica intentar decir algo que no puede ser dicho. El argumento ontológico, por lo tanto, se extralimita en lo que puede hacer el lenguaje. De la misma manera, nada puede decirse del mundo como un todo y por consiguiente de aquella Totalidad, como la invocada por Hegel. Afirma Wittgenstein que en la medida en que el mundo es la totalidad de los hechos, se incurre en una paradoja (referencia a Russell) al afirmar que el conjunto de todos los hechos (el mundo) es un hecho. Por otro lado, hablar de la totalidad del mundo equivale a trazar una línea de demarcación cuyo lado de allá no puede ser pensado. Y si una de las zonas demarcadas no puede ser pensada, difícilmente puede trazarse la línea en cuestión.

Este argumento, como puede apreciarse, invierte por completo aquel ofrecido por Hegel sobre la separación entre lo finito y lo infinito. No hay, en consecuencia, lugar para un pensamiento acerca del mundo como un todo. El motivo por el cual no es posible satisfacer el deseo metafísico del conocimiento del mundo como un todo es la estructura lógica del lenguaje.

Lo místico representa todo aquello acerca de lo cual carece de sentido manifestarse. Es algo que no puede ser descrito, ni pensado, porque desborda las posibilidades lógicas del lenguaje. Siguiendo la concepción de Tolstoy sobre la novela, lo místico pertenece al ámbito de lo que se puede mostrar, pero no decir.

A medida en que se avanza en la lectura del Tractatus, los temas propiamente lógicos son progresivamente sustituidos por temas éticos. Sin embargo, gran parte de los problemas éticos que se plantea Wittgenstein deben ser colocados fuera de los límites de lo decible. Apoyado en su concepción, Wittgenstein debe concluir en la afirmación de «la imposibilidad de las proposiciones éticas», o bien, «la ética es inexpresable».

Lo mismo sucede con la pregunta sobre el sentido del mundo: «el sentido del mundo queda fuera del mundo», o bien, «lo místico es que el mundo exista». Igual suerte corre la pregunta por el significado de la vida. Recordemos que Frege señalaba ya en su oportunidad que se trataba de un tipo de enunciado que no merecía formar parte de un lenguaje riguroso. La conclusión de Wittgenstein es la misma: «la solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema». Pero a diferencia de Frege, ello no deja satisfecho a Wittgenstein. Inmediatamente después de haber afirmado lo anterior, Wittgenstein se pregunta:

«¿No es ésta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida, después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?»[19].

Las preguntas sobre el sentido del mundo, de la vida, las profundas interrogaciones éticas, apuntan hacia aquello que resulta más significativo para el hombre. No es sino con resignación que Wittgenstein debe concluir el Tractatus con la proposición siguiente: «7. Aquello de lo cual no se puede hablar hay que callarlo». No es sino a través del reconocimiento del profundo desgarramiento ético de Wittgenstein que puede reconocerse que una lectura de su obra desde una perspectiva exclusivamente lógica, como lo hiciera Russell en el prólogo a su primera edición, prescinde de una dimensión fundamental de su pensamiento. Lo más importante del Tractatus se halla, como nos lo advierte el propio Wittgenstein, en lo que se debe callar, en un dominio al que el lenguaje no puede acceder, en el dominio del silencio.

Es interesante el hecho de que, luego de la publicación de esta obra, Wittgenstein decide abandonar la filosofía. De vuelta en Austria, se dedica a la enseñanza de los niños, incursiona en la arquitectura, se interesa por la jardinería. Consideraba que el Tractatus decía todo lo que le era posible decir a la filosofía y había llegado a la conclusión de que ello distaba mucho en contribuir a resolver los problemas más profundos que se plantean los hombres. Afortunadamente para la filosofía, el retiro de Wittgenstein no será definitivo.