CAPITULO V

EL UNIVERSO MECÁNICO DE LA FÍSICA Y EL EMPIRISMO

ISAAC NEWTON

En 1687, Isaac Newton (1642-1727) publica sus Principia (Principios matemáticos de filosofía natural), obra que convulsionará el ambiente intelectual de su época y que ejercerá una poderosa influencia en el mundo de las ideas por más de dos siglos. Con Newton culmina la idea de un universo mecánico que científicos anteriores como Kepler y Galileo habían contribuido a forjar de manera bastante más restringida. A partir de Newton un vasto número de fenómenos, tanto terrestres como celestiales se someten a la explicación que ofrecen un número reducido de categorías y principios. La base de estas explicaciones reside en el análisis del movimiento y la sujeción de éste a leyes universales rígidas.

Apoyándose en los conceptos dinámicos de Galileo, Newton disuelve por completo la concepción orgánica de Aristóteles. Mediante el principio de la inercia, por ejemplo, invalida el planteamiento aristotélico de que la naturaleza del movimiento es circular y confirma a Galileo que había sostenido que el movimiento es naturalmente lineal, recto. Introduciendo los conceptos de masa y fuerza, logra demostrar las causas que subyacen la afirmación de Kepler sobre el carácter elíptico de las órbitas del planeta.

Los Principia están constituidos por tres libros. En el primero se establecen las leyes del movimiento y los principios generales de la mecánica. En el segundo, se inicia la explicación de los fenómenos naturales, abordando los problemas relativos al movimiento de los fluidos y a las órbitas de los planetas. En el tercero, sin duda el más espectacular, Newton procede entre otros temas, al cálculo de la masa del Sol y de los planetas, a la explicación de la forma achatada de la Tierra, a dar cuenta del fenómeno de las mareas, de las irregularidades en el movimiento de la Luna y de la inclinación del eje de la Tierra.

Todo el universo parece regirse por el mismo tipo de relaciones causales, desde los objetos pequeños que integran nuestro medio cotidiano a los planetas y astros. Se integran, en un mismo dominio explicativo, fenómenos que previamente se consideraban profundamente diferentes. La síntesis newtoniana los somete a todos ellos a las mismas leyes universales y los hace compartir un mismo concepto de tiempo y de espacio.

En el universo mecánico de Newton, los fenómenos se desarrollan al interior del tiempo y del espacio de dicho universo y, por lo tanto, ambas dimensiones que están dadas para el conjunto de los fenómenos, son absolutas. Los fenómenos se localizan dentro de ese universo de acuerdo a sus posiciones espaciales y temporales. De esta forma, es posible, por ejemplo, establecer que un fenómeno es anterior o posterior a otro, o que ambos son simultáneos. La causalidad es la relación fundamental dentro de este universo mecánico, lo que permite establecer conexiones necesarias entre una determinada condición y su resultado.

Newton proporciona una clave para descifrar lo que se consideraba que eran grandes misterios del universo. El conocimiento científico aparece siendo capaz de generar leyes sobre el comportamiento de los fenómenos naturales, a partir de conocimientos sólidos y seguros. Pero estos mismos conocimientos no sólo proporcionan explicaciones de los fenómenos, sino que abren simultáneamente múltiples posibilidades prácticas, ligadas a la acción de los hombres y fundadas en un notable incremento en el control y dominio sobre la naturaleza.

El sistema newtoniano ejercería un fuerte impacto en la filosofía, tal como con anterioridad lo ejercieran los desarrollos científicos realizados por Copérnico, Kepler y Galileo. Así sucederá también en el futuro cada vez que se registre un avance científico cualitativo. En la medida en que la filosofía moderna le confiere especial importancia al problema del conocimiento, no resulta extraño que los grandes avances en la ciencia generen importante influencia en la reflexión epistemológica. A ello contribuye también el hecho de que el progreso científico no es gradual, ni lineal, sino, por el contrario, suele llevarse a cabo a través de grandes saltos, de profundos quiebres en las concepciones científicas preestablecidas, poniendo en tela de juicio no sólo los supuestos en los que éstas descansaban, sino que también el propio carácter del proceso de conocimiento.

La ciencia al desarrollarse suele modificar su propio concepto, el carácter mismo del quehacer científico, lo que sin duda afecta a la reflexión filosófica en lo que se refiere a su preocupación sobre la naturaleza del conocimiento.

Es posible imaginar, en consecuencia, el impacto que ejercería el desarrollo de la ciencia newtoniana. Para muchos, lo realizado por Newton pareciera dar cuenta de un proceso de conocimiento de carácter, muy diferente de aquél caracterizado por la filosofía cartesiana. Newton aparece comprometido en la tarea de escrutar los fenómenos naturales, infiriendo de ellos proposiciones que son nuevamente confrontadas con los fenómenos y generando de esta manera sólidas leyes universales. Todo ello resultaba, obviamente muy distinto de lo planteado por Descartes, que descartaba la posibilidad de fundar la verdad en los sentidos, que desconfiaba del papel que pudiera caberle a la experiencia en la generación del conocimiento y que se orientaba hacia la detección de verdades innatas.

Un antecedente no menos importante, pero de orden diverso, es el hecho de que la doctrina cartesiana de las ideas innatas estaba sirviendo a los planteamientos de pensadores dogmáticos, de mentalidad escolástica. En la medida en que Descartes afirmaba que las ideas innatas eran anteriores a la experiencia, aceptaba que ellas debían haber sido implantadas por Dios en los hombres. Apoyándose en esta afirmación, se había desarrollado la concepción de que, al ser las ideas innatas de origen divino, ellas se hallaban por sobre la crítica, con lo que se producía el efecto de detener toda indagación sobre lo que se consideraba innato.

De esta forma se llegaba a distorsionar la postura promovida por Descartes procediéndose a transformar aquellas ideas innatas en máximas generales o premisas mayores desde las cuales se elaboraban sistemas metafísicos. El contraste con el trayecto de conocimiento propuesto por Newton era sin lugar a dudas manifiesto.

Es en este contexto que debe situarse el pensamiento empirista de Locke (1632-1704) y su crítica al dogmatismo a través del cuestionamiento de la doctrina cartesiana de las ideas innatas. Situándose desde la defensa del tipo de conocimiento desarrollado por Newton, Locke sostendrá que la mente es una tabula rasa en la que escribe la experiencia, siendo ésta la única fuente del conocimiento verdadero.

Frente a esta postura reaccionará Leibniz (1646-1716). Este sostendrá la necesidad de distinguir el hecho de que el conocimiento se inicia desde la experiencia, concediéndole un argumento importante al empirismo, en la discusión sobre el carácter y fundamento del conocimiento. De allí la importancia que Leibniz le confiere al problema no sólo de reconocer determinadas verdades universales sino de aceptar su existencia, lo que Locke no pone en duda. La importancia de la mente, para Leibniz, reside en que lo real es racional, lo que permite aprehender conscientemente este orden universal. La afirmación de verdades universales se apoya por consiguiente en la afirmación del carácter racional de lo real. El fundamento de la verdad es racional, no empírico. Ello se manifiesta en el célebre principio de razón, postulado por Leibniz. Este afirma que una de las consecuencias que resultan del desarrollo del pensamiento científico es que pone en evidencia, no sólo el fundamento empírico asociado a las leyes científicas, como sostiene el empirismo, sino que «Todo tiene una razón» («omne ens habet rationem») o, en otras palabras, que «Nada es sin razón». La afirmación de este principio es una de las contribuciones más sobresalientes de Leibniz.

DAVID HUME

El gran mérito de Hume (1711-1776) fue el haber llevado el empirismo anterior a sus conclusiones lógicas. Así como Locke había procurado demostrar el fundamento empírico de las relaciones causales y leyes universales propuestas por Newton, demostrando la imposibilidad de dar cuenta adecuadamente de ellas desde el racionalismo cartesiano, Hume sustentando como Locke una posición empirista frente al conocimiento, procurará demostrar que desde esa misma posición la invocación de relaciones causales y de afirmación de leyes universales carece de todo fundamento.

Esta doble perspectiva que, por un lado, afirma que el conocimiento no tiene otro origen y fundamento que no sea la experiencia y que, por otro lado, niega la posibilidad de sustentar en ella la existencia de relaciones causales universales, hace que la concepción desarrollada por Hume sea profundamente escéptica. El escepticismo que en Descartes representaba un primer momento necesario de su método, momento que muy rápidamente se superaba, en Hume representa y se confunde con el sentido más profundo de su filosofía.

Entre las principales obras de Hume hay que destacar el Tratado sobre la naturaleza humana (1739), obra escrita siendo muy joven. Más adelante ella es reelaborada para asegurar una mejor y más clara comprensión, dando lugar a la Investigación sobre el entendimiento humano (1748).

Tal como lo fuera para sus más destacados predecesores, el propósito que se plantea Hume es el de liberar el conocimiento de todos aquellos falsos problemas que acechan el entendimiento humano. Para tal efecto, Hume plantea la necesidad de apoyarse en el razonamiento justo y riguroso que, según sostiene, es el único remedio efectivo, adecuado para todas las personas y todas las disposiciones, y el único capaz de subvertir la filosofía ininteligible y la jerga metafísica, las que, al mezclarse con la superstición popular, llegan a ser prácticamente impenetrables a los pensadores descuidados y alcanzan un aire de ciencia y de sabiduría.

Según Hume, la mente esta constituida por percepciones y éstas se dividen en dos categorías; las impresiones que son aquéllas más vivas e inmediatas y las ideas, que son más débiles y difusas y que emergen al reflexionar sobre aquello que no está presente. Desde esta perspectiva, para Hume todo el poder creativo de la mente se reduce a la facultad de componer, transponer, aumentar o disminuir los materiales proporcionados por los sentidos y la experiencia. Puede apreciarse con claridad cuan tributaria es la concepción de Hume del dualismo filosófico previamente instituido. Pero, a diferencia de lo planteado por Descartes, la mente sólo se limita a trabajar con los materiales de los sentidos y la experiencia, único fundamento del conocimiento.

La verdad, por lo tanto, remite a ellos y de manera particular a las impresiones, en la medida en que las ideas son derivaciones de éstas. De allí que Hume sostenga que cuando tengamos sospechas de que un término filosófico es empleado sin significado, aunque su uso sea frecuente, sólo necesitamos indagar, ¿sobre qué impresión se ha derivado tal idea? Si no podemos asignarla a ninguna, ello debe confirmar nuestra sospecha de que se trata de un término vacío.

Para Hume, este procedimiento permite zanjar disputas sobre la realidad y la naturaleza de las ideas. Todas las ideas simples son copias en la memoria de impresiones simples y las ideas complejas son combinaciones de otras simples. Por consiguiente un término posee un significado o sentido sólo si existe una impresión o combinación de impresiones de la cual es una copia.

Hume no pone en duda la existencia del mundo exterior. Acepta que éste existe y que los sentidos y la experiencia dan cuenta de él. Pero una cosa es dar cuenta de él y otra diferente demostrar su existencia. Según Hume, esto último es una tarea imposible. Escapa a la capacidad de conocimiento de los hombres el demostrar la existencia del mundo exterior.

Los elementos primarios del conocimiento, por lo tanto, no son objetos reales, cuya existencia es indemostrable, sino las impresiones que los hombres tienen de ellos. En este sentido es importante distinguir el concepto de experiencia del concepto de realidad objetiva. El primero siempre compromete al hombre, se trata de su experiencia en un mundo objetivo. Pero Hume sostiene que no es posible establecer relación alguna entre las impresiones, fruto de los sentidos y la experiencia, y los objetos que constituyen el mundo exterior. De allí que para Hume, sean impresiones por igual aquellas que supuestamente representan objetos físicos y los estados de ánimo, las pasiones, que la experiencia genera.

Las ideas no fluyen en la mente o en nuestras conversaciones en forma arbitraria. Ellas están sujetas a determinados principios de asociación que Hume estima importante examinar. Siguiendo el planteamiento propuesto por Locke, sostiene que habría sólo tres tipos de relación entre las ideas: 1) contigüidad, 2) semejanza, y 3) causa y efecto. Aquellas ideas de carácter abstracto o general como «justicia» por ejemplo, resultan de la aplicación del principio de semejanza. Estos conceptos generales resultan, por lo tanto, ser siempre el producto de elaboraciones a partir de casos particulares.

Adoptando esta posición, Hume rechaza la existencia de universales reales y, por lo tanto, asume una postura claramente nominalista. Los términos que aluden a ideas aparentemente universales son siempre el producto de asociaciones efectuadas desde situaciones particulares. Sólo existe la realidad del hombre, la universalidad que el hombre designa no posee realidad.

Aceptando los dos principios de asociación antes mencionados (contigüidad y semejanza), Hume se detiene a examinar el tercero, aquél, por lo demás tan fundamental para la ciencia: la relación de causa y efecto. En esta relación nuevamente aparece comprometido el criterio de la universalidad. No se trata, como en el caso anterior de una universalidad inherente a las ideas propiamente tales, sino a un tipo de relación que podría establecerse entre ellos.

Se trata de un tipo de relación que supone que entre dos situaciones hay una «necesidad causal», una conexión necesaria de manera tal que cabe afirmar que siempre que se produzca la primera situación, (causa), cabe esperarse la segunda (efecto). Es un tipo de relación frecuentemente planteada por las ciencias físicas y, en general, por todas las ciencias empíricas. En estas relaciones lo que se compromete son cuestiones de hecho (empíricas). De ellas está plagada la concepción mecánica del universo, la ciencia de Galileo y Newton.

En cada caso que se afirma la validez universal, fundada en una necesidad causal, se ha procedido del examen de situaciones obligadamente particulares, que comprenden «algunos» casos, a la afirmación de un principio de validez universal, capaz de regir a «todos» los casos que se hayan registrado y que se registren en el futuro. Pues bien, según Hume, no hay nada que permita sustentar la idea de conexión necesaria exigida por tales medidas universales. Todos los acontecimientos se nos presentan sueltos y separados. No se presentan con conexión entre ellos. Podrán aparecer juntos, pero no aparecen conectados, no hay nada que nos permita establecer entre ellos una conexión necesaria y, por consiguiente, una relación universal.

De la misma manera, no hay nada que nos permita afirmar que aquello que hemos percibido en un determinado tipo de relación en los casos particulares que hemos observado no puedan en el futuro presentársenos a la observación en un tipo de relación contraria. La experiencia está fundada siempre en situaciones particulares, presentes o pasadas, y de tales situaciones particulares no es posible establecer leyes universales capaces de regir el futuro. Sobre el futuro no hay nada que podamos afirmar pues trasciende la experiencia.

Si aceptamos, como Hume, que la única fuente y fundamento del conocimiento es la experiencia, no hay donde sustentar la afirmación de ley universal alguna. Esto es conocido como el célebre «problema de la inducción» planteado por Hume. A través de él se afirma el conocimiento fundado en la experiencia, conocimiento inductivo, que es siempre un conocimiento particular y de él no puede generarse ninguna ley universal. La ciencia se apoya en generalizaciones empíricas.

¿Significa lo anterior que no es posible establecer relaciones universales entre las ideas? Efectivamente, cuando ellas comprometen cuestiones de hecho (matters of fact). No es el caso, sin embargo cuando se trata de relaciones puramente conceptuales, aquellas que son intuitivamente o demostrativamente ciertas. Es lo que sucede, según Hume, con la ciencia de la geometría, el álgebra y la aritmética. Pero en tales casos, la validez de las relaciones universales que afirman resultan de sus propios presupuestos conceptuales y tratándose de derivaciones legítimas, ellas no aportan conocimiento sobre lo real. Las matemáticas sólo pueden explicitar lo que está contenido en sus presupuestos. No generan más conocimiento del que ya eran portadoras desde el inicio. Por lo tanto, todo conocimiento demostrativo es sólo un conocimiento sobre las consecuencias de los nombres.

Hume estaba consciente de que a pesar de su argumento sobre la imposibilidad de generar inductivamente leyes universales, las ciencias las afirman, los hombres hacen uso de ellas, y, por lo tanto, ellas algo deben expresar. Según Hume, las relaciones de causalidad desarrolladas por la ciencia, sólo expresan una secuencia repetida de impresiones particulares, más una «expectativa» de que la secuencia se repetirá en el futuro. Estas leyes universales, en consecuencia, son el resultado de la conveniencia práctica que obtenemos del extrapolar nuestras observaciones particulares.

De esta extrapolación obtenemos una mayor eficacia en nuestro actuar, pero no el conocimiento que le atribuimos. Como puede apreciarse, Hume proporciona una explicación psicológica tras el hecho de que afirmamos la validez de leyes universales. Pero tal explicación remite a nosotros, los hombres, a nuestra manera de ser, no a los objetos que tales relaciones procuran explicar. Su fundamento yace en la imaginación humana y no en la racionalidad del universo.

La argumentación que lleva al plantemiento del «problema de la inducción» encierra una paradoja, de la que Hume estuvo consciente. Es conveniente destacar que el pensamiento de Hume se caracteriza no sólo por la simplicidad de su análisis y la profundidad de los problemas abordados, sino también por la gran honestidad con la que ellos son examinados. Pocos pensadores dejan de manera tan marcada esta impresión; pocos en el curso de su razonamiento, logran levantar frente a sus argumentos, problemas y contraargumentos, desde los cuales el razonamiento tiene que volver a desenvolverse.

De esta manera, el escepticismo humeano no sólo se dirige a las concepciones dogmáticas que procura refutar, sino que se vuelve hacia sí mismo, generando una actitud de gran rigor y modestia frente a lo que se afirma.

Volviendo al tema anunciado de la paradoja, cabe reconocer que la conclusión a la que llega Hume con respecto a la inducción apunta a que la repetición de acontecimientos particulares genera o «causa» una anticipación de lo que ocurrirá en el futuro. Tal anticipación es equivocadamente tomada como una conexión necesaria entre los acontecimientos considerados. Pues bien, aplicando el mismo argumento, es posible preguntarse si ¿existe una conexión necesaria entre la repetición de argumentos particulares y las anticipaciones o bien sólo existe a este mismo respecto una anticipación?

En consecuencia, el argumento que sostiene que no es posible justificar racionalmente la inferencia inductiva, descansa, a su vez, en inferencias inductivas con respecto a la naturaleza humana y la forma como la mente funciona. La crítica general a la ciencia no se aplica, por lo tanto, a la psicología, y Hume, sin embargo, no entrega fundamentos que permitan eximirla.

Desde las posiciones escépticas asumidas por Hume, es fácil anticipar que sólo cabe rechazar cualquier intento por demostrar la existencia de Dios. Cualquier argumento ontológico que se esgrima para proveer esta prueba es rechazado por su incapacidad de proveer aquello que se propone. Su naturaleza demostrativa sólo lo conduce a extraer las consecuencias de lo que está inicialmente supuesto. Cualquier prueba de causalidad se ve obligadamente descartada por negarse precisamente la posibilidad de relaciones causales. Hume le concede mayor atención, sin embargo, al examen del argumento que sostiene que el universo de lo existente requiere de un creador que lo haya diseñado: lo existente sería la obra de la inteligencia de un ser superior.

No es del caso examinar en detalle la crítica que desarrolla Hume frente a este argumento. Lo que interesa es destacar cómo Hume percibe en él la manifestación de un racionalismo extremo que ve necesario remitir a la capacidad de la mente la existencia de lo real. Lo existente remite a una conciencia que así lo diseñó. Para Hume éste es un planteamiento que no tiene fundamento, en la medida en que la razón no puede ser afirmada como el único principio de lo existente. Hume menciona a este respecto principios tales como el instinto, la generación y la vegetación.

En síntesis, para Hume la existencia de Dios no puede ser ni racional ni empíricamente demostrada, pues lo que es puramente racional no demuestra sino lo que supone y lo empírico está obligadamente sometido a lo particular, y de lo particular no es posible inferir a Dios.

Si se ha considerado conveniente hacer algún alcance a la crítica que Hume dirige al intento de demostrar la existencia de Dios a través del argumento del diseño, es por cuanto, desde la misma posición desarrollada a la indicada crítica, Hume desarrollará su concepción sobre el comportamiento humano. En efecto, uno de los puntos centrales afirmados por Hume es aquel de restringir el papel de la razón en lo que son las cuestiones sociales o históricas.

No se trata de invocar la irracionalidad en el comportamiento humano. Por el contrario, se trata de afirmar que no todas las instituciones sociales, las costumbres, hábitos y valores, las estructuras en las que los hombres actúan son necesariamente el resultado de la conciencia o de la razón, de alguien que así las diseñó y luego las ejecutó. Muchas de ellas son sólo el resultado de tipos de comportamiento que han perdurado por cuanto han resultado ser más eficientes que otros y cuya vigencia escapa al propósito y la intención de los hombres.

Este mismo argumento, por su parte, inclina a Hume hacia la prudencia frente al propósito de los hombres de declarar obsoleto lo existente y pretender el diseño racional de nuevas instituciones y formas de comportamiento. Para Hume el papel de la razón en la historia es mucho más restringido del que suele atribuírsele. Tómese en consideración que Hume muere muy poco antes de la revolución francesa y, por consiguiente, del primer gran intento en la historia de abolir el orden social existente y de construir, bajo la inspiración de la razón, una nueva sociedad.