CAPITULO I

LA COSMOVISION MEDIEVAL

Una adecuada comprensión del desarrollo del conocimiento moderno requiere hacer algunos alcances sobre el universo cultural que prevalecía durante la Edad Media y con el cual el pensamiento moderno entra en tensión. Importante también es situar la evolución del tipo de conocimiento que se inaugura con los Tiempos Modernos al interior de los rasgos fundamentales de este período histórico, en la medida en que el propio conocimiento es sólo una de las dimensiones en la cual se expresará esta particular forma histórica de ser, que es la Modernidad.

Más allá de los rasgos distintivos que la Modernidad imprime al desarrollo del conocimiento, ella representa también el predominio de determinados valores, una determinada visión sobre el hombre y la naturaleza, el mundo y la historia, la emergencia de nuevos estilos de vida y la aparición de nuevas prácticas sociales.

Es importante advertir que la tarea que nos proponemos acometer en este capítulo tiene una importante dosis de arbitrariedad, propiedad consustancial a la propia empresa que nos planteamos y que, por lo tanto, difícilmente podríamos eludir. Es conveniente, sin embargo, estar advertidos sobre el carácter de nuestro análisis. Los diferentes períodos de la historia no se separan, unos de otros, en forma nítida y tajante. Aunque muchas veces podamos convenir en referirnos a un determinado evento histórico como aquel que hace la separación entre dos períodos distintos, éste pertenecerá necesariamente a un determinado dominio de la actividad histórica, sea esta económica, política o cultural, y difícilmente comprometerá el acontecer de manera muy significativa en los demás dominios.

Por otro lado, al confrontar dos períodos diferentes se efectuarán obligadamente determinadas caracterizaciones y se establecerán condiciones que permitirán hacer operativa la distinción entre ellos. Ello se traduce en que no siempre se logra destacar con la suficiente claridad el hecho de que muchas condiciones que se le atribuyen a un período anterior son las que permiten la gestación de aquellos rasgos que se señalan como característicos del período posterior y que el análisis, al no hacer la relación, coloca en oposición.

Cabe, por último, hacer mención al hecho de que estamos confrontando dos períodos históricos, aunque estamos situados al interior de uno de ellos. Por más que existan tendencias que sostienen la superación o disolución de la Modernidad, en términos globales resulta difícil sostener que hayamos salido completamente de ella. Es importante reconocer que el presente suele ser bastante ciego respecto del carácter de sus propias condiciones históricas. Es muy difícil concebir al presente como historia, la historia es el nombre que le asignamos al pasado. Y ello, por lo demás, no puede ser de otra forma en la medida en que la historia no es sino una determinada lectura, dentro de muchas lecturas posibles, del pasado a partir del presente.

La historia nos permite reconocernos, crearnos una identidad, a partir de una determinada interpretación de lo que entendemos que fuimos, pero que a la vez afirmamos que no somos. Es en este mismo sentido que consideramos importante referirnos al universo cultural que predominara en el medioevo, del cual obligadamente nacerá el pensamiento moderno, pero con el cual procurará distinguirse y entrará en oposición…

La cosmovisión medieval se caracteriza por su carácter teocéntrico, por hacer de la afirmación de la fe en Dios el elemento central en el ordenamiento del mundo. Las cosas ocupan el lugar que su relación y referencia con Dios les confiere y, de esta forma, adquieren sentido y valor.

El mundo medieval no es sólo un mundo profundamente jerarquizado, es también un mundo que se define a partir de una profunda escisión. El mundo terrenal, humano, concreto, adquiere su real significación fuera de sí, en el plano trascendental constituido por la fe. De esa misma manera, la capacidad de hacer inteligible este mundo concreto descansa en la afirmación de la fe. Sin aceptar desde el inicio la existencia de Dios, no sólo se considera que no es posible afirmar la existencia de ninguna otra entidad, sino que nada tiene sentido y, por consiguiente, todo intento de conocimiento es vano.

Estamos lejos ya de aquellas posiciones que sostenían que la Edad Media había sido un período de oscuridad y estancamiento cultural. Enumerar las grandes obras culturales que se realizaron durante ese período sería largo. Pero desde el punto de vista del desarrollo del conocimiento no puede dejar de mencionarse la importante síntesis cultural que se produce al fusionarse el pensamiento cristiano, heredero de las tradiciones judaicas, con el pensamiento clásico y, muy particularmente, con la filosofía griega.

Ya en la temprana Edad Media, Agustín (354-430) había acometido la gran tarea de vincular el cristianismo con la tradición filosófica platónica. Situándose desde la figura griega de la polis, desarrolla el ideal trascendente del cristianismo a través de una nueva figura: la ciudad de Dios. Más adelante, Tomás de Aquino (1225-1274) integra en la escolástica, el pensamiento cristiano con la tradición filosófica aristotélica. Tampoco puede desconocerse que el medioevo y, muy directamente la acción cultural de la Iglesia, será también la cuna del pensamiento científico moderno, el que difícilmente puede concebirse al margen de las contribuciones de pensadores como Roger Bacon (1214-1294) o Guillermo de Occam (1298-1349).

Es importante examinar algunas implicancias que resultan del hecho de hacer de la fe en Dios el fundamento y condición del conocimiento. En la medida en que se concibe que Dios es la totalidad, lo infinito, la unidad de lo real y el ser verdadero, es evidente que el papel que pueda asignársele a la razón, como a cualquier otra modalidad de conocimiento, se halla necesariamente subordinada al acto originario de la fe y, por consiguiente, a una verdad revelada. De igual manera es en la referencia a Dios que los problemas de la totalidad, de lo infinito, de la unidad, de la verdad, etcétera, son resueltos.

A través de la fe se alcanza un estado de fundamental sabiduría sobre todo lo existente, cuyas implicancias el pensamiento teológico deduce. En la medida en que por cualquier modalidad de conocimiento se llegue a conclusiones que contradicen las verdades teológicas, son éstas últimas, por cuanto son expresiones del acto originario de la fe, las que tienen primacía.

En estrecha relación con la teología, la Edad Media desarrolla una perspectiva ontológica y, por lo tanto, un pensamiento metafísico, orientado a la elaboración racional de una doctrina del ser. Si bien la razón no puede contradecir la verdad revelada, nada impide que ella no pueda aportar, por ejemplo, fundamentos propiamente racionales que confirmen la existencia de Dios, que a través de sus medios demuestre lo que la fe ya ha establecido.

El pensamiento medieval está lejos de desconfiar de la razón. Muy por el contrario, recurre permanentemente a ella en la seguridad de que la fe, lejos de verse amenazada, saldrá siempre robustecida. Son célebres, en este sentido, las cinco demostraciones racionales de la existencia de Dios, propuestas por Tomás de Aquino.

Sin embargo, es quizás el famoso argumento ontológico elaborado por Anselmo (1035-1109) el que puede permitirnos darnos cuenta del tipo de razonamiento que prevalece en la Edad Media. Ha sido habitual considerar que el argumento de Anselmo representa un intento de probar racionalmente la existencia de Dios. Como apreciaremos, se trata casi de lo contrario. Al examinarlo se comprueban las dificultades, que desde una perspectiva medieval, se levantan al procurarse negar la existencia de Dios. El argumento representa la respuesta elaborada por Anselmo frente a la afirmación que pueda hacer un insensato de que Dios no existe. Si alguien cometiera la insensatez de afirmar tal cosa, lo que el argumento de Anselmo procura demostrar es precisamiento lo absurdo de tal afirmación.

El argumento, en pocas palabras, se reduce a lo siguiente. Si aceptamos que Dios es aquello de lo cual nada mayor puede ser pensado (quo maius cogitari nequit), lo que según Anselmo difícilmente alguien podría discutir, no es posible pensar en Dios y negar su existencia. Pues bien, eso es precisamente lo que el insensato está haciendo al sostener que Dios no existe. Y al afirmarlo, no puede sino contradecirse. Pues, si Dios no existe más que en nuestra mente y no en la realidad, ello equivale a afirmar que Dios no es lo mayor que puede concebirse, dado que existir en la realidad es algo mayor que existir sólo en la mente. La existencia en la realidad sería un atributo del cual tal concepto de Dios carecería y, por lo tanto, sería pensable un concepto de Dios mayor que el invocado, un concepto que además de los atributos del concepto anterior tuviese el de existencia real. Por consiguiente, el concepto de Dios que invoca el insensato para negar su existencia no corresponde con aquello que, según Anselmo, estamos de acuerdo que Dios representa: aquello de lo cual nada mayor puede ser pensado.

Con Tomás de Aquino y la escolástica se consume la síntesis entre la noción cristiana de Dios y la filosofía aristotélica. A partir de ella, la teología cristiana asume las categorías aristotélicas como su matriz explicativa fundamental. Preeminencia alcanzan, por ejemplo, los conceptos de naturaleza, la distinción entre potencia y acto, la concepción aristotélica del ser, la intencionalidad como rasgo de todo movimiento, de todo proceso, etcétera. Para Tomás de Aquino, el movimiento representará la reducción de algo de la potencialidad a la actualidad, en un sentido que, consiguientemente, requiere estar presente en la naturaleza de aquello que se mueve. Pero, es más, todos los movimientos del universo representan las formas como las cosas se orientan hacia Dios a través de la realización de su naturaleza. La concepción del movimiento de Aristóteles es situada dentro de una perspectiva coherente con los ideales cristianos de la Edad Media.

De la misma manera se procede con la asimilación de la lógica aristotélica. Al hacer del silogismo la operación lógica por excelencia, que supone la deducción de conclusiones de principios fundamentales (premisas mayores), ello permitía una adecuada apropiación para un tipo de pensamiento que le confería a la razón un papel subordinado a la verdad revelada y a los dogmas teológicos. Para el pensamiento medieval la verdad se sitúa, por sobre todo, antes que se inicie la acción de la razón. Esta última sólo puede extenderla a dominios en los que ella no se manifiesta directamente.

El papel de la fe y del pensamiento teológico al interior del conocimiento no es asegurado espontáneamente. Se requiere, por el contrario, someterse a la vigilancia y autoridad de la Iglesia, la que debe velar por la concordancia entre el conocimiento y el dogma. El pensamiento se desarrolla cautelado no sólo por su concordancia con la autoridad intelectual de las Escrituras y de determinados textos consagrados, sino, muy directamente, por la autoridad institucional de la Iglesia, quedando sujeto a sus sanciones.

Al respecto, es importante considerar que más allá de los límites que la fe y los dogmas le fijan al conocimiento se encuentran tanto la ignorancia, como la herejía y el mal. Transgredir los límites autorizados por la Iglesia, traspasar el ámbito permitido por la fe y su interpretación teológica eclesial implica, además de caer en el error, caer en el pecado. Para el pensamiento medieval lo verdadero y lo bueno, el conocimiento y la ética, representan una unidad: «ens bonum verum enum converturur».

Todo lo anterior permite reconocer al pensamiento medieval no sólo cautelado por diversos tipos de autoridades, sino fuertemente referido al pasado, a tradiciones de pensamiento y estructuras conceptuales consolidadas previamente, anteriores a la propia actividad de conocimiento. Desde esta perspectiva, el interés por la naturaleza, por ejemplo, es fundamentalmente contemplativo, motivado en lo esencial por descubrir en ella la presencia de Dios. Lo natural implica reconocer en las cosas su referencia con el Creador.

El universo medieval es un universo de absolutos, constituido por un eje fundamental entre Dios, el Creador, y el hombre, su principal creatura. De allí que se sustente en una imagen cerrada del universo físico que, dado el lugar privilegiado que se le asigna al hombre, define a la Tierra como su centro. La sociedad medieval es esencialmente estamentaria, de muy escasa movilidad social. Los lugares que los hombres ocupan en la estructura están definidos desde antes de su nacimiento y en concordancia con el orden natural de las cosas. De allí que se trate de una sociedad marcadamente estática, recelosa del cambio y en la que, nuevamente, los intentos de subvertir el orden establecido conllevan una poderosa condena ética. El principal sentido de esta vida, se halla fuera de ella, en un más allá, en procurar la salvación en la otra vida, luego de la muerte. La figura del monje, las vocaciones contemplativas, la oración, dan cuenta de los más elevados ideales de la cultura medieval.

Lo anterior no implica necesariamente negar o desconocer el desarrollo histórico. Por el contrario. La Edad Media reconoce la presencia de dos tipos de concepciones sobre la historia, muchas veces articuladas entre sí. Por un lado, un tipo de visión cíclica desde la que se afirma que las sociedades pasan sucesivamente por períodos de auge y de decadencia y, por otro lado, una visión que concibe la historia como un proceso de creciente perfeccionamiento impulsado por la Divina Providencia. Ello supone que, en último término, no son los hombres quienes promueven la superación histórica, sino sólo como manifestación de la Divina Providencia.

Esto no significa negar o desconocer el carácter ejemplar e históricamente gravitante de determinados hombres. Pero es sólo en razón y gracias a la Divina Providencia que las acciones ejemplares de algunos logran incidir en la historia y contrarrestar las acciones no menos numerosas a través de las cuales el Mal se encarna en la Tierra.