7. El velo rasgado
El cimmerio sabía muy bien que la única posibilidad de escapar residía en la rapidez de su huida. Ni siquiera pensó en ocultarse en algún lugar próximo a Belverus hasta que cesara la caza. Estaba seguro de que el temible aliado de Tarascus acabaría por encontrarlo. Además, su temperamento no era propenso a esconderse para eludir a sus enemigos. La lucha abierta o la persecución estaban mucho más en consonancia con su forma de ser. Sabía que llevaba una gran ventaja a sus perseguidores y que éstos, en una carrera insensata, intentarían alcanzarlo antes de llegar a la frontera.
Zenobia había sabido elegir al proporcionarle aquel caballo blanco. Su velocidad, potencia y resistencia, resultaban evidentes. La muchacha entendía de armas, de caballos y también de hombres, se dijo Conan sonriendo.
El cimmerio avanzó hacia el oeste a una velocidad asombrosa. Atravesaba tierras apacibles, pueblos dormidos y mansiones de campo de blancas paredes.
Cuando el último poblado quedó atrás, Conan abandonó el camino que se desviaba hacia el noroeste, hacia los lejanos desfiladeros. Seguir por él significaba pasar por delante de fortalezas protegidas por hombres armados que no lo dejarían cruzar sin antes interrogarlo. En cambio, por las zonas pantanosas de la frontera, estaba seguro de que no se encontraría con patrullas.
Aquella carretera que conducía a Belverus era la única que cruzaba la frontera en veinticinco leguas al norte y al sur.
Atravesó una serie de desfiladeros a través de las montañas a cuyos lados se extendía una amplia zona de bosques salvajes, casi deshabitados. El cimmerio mantuvo su dirección hacia el oeste, intentando cruzar la frontera por la parte más abrupta de los montes, al sur de los desfiladeros. Era el camino más corto y más seguro para un fugitivo, aunque resultase mucho más duro de atravesar. Un hombre solo podía cruzarlo, pero para un ejército era impracticable.
Al amanecer, sin embargo, todavía no había llegado a los montes. Constituían un bastión rocoso, largo y plano, que se extendía como una línea azul por el horizonte.
El alba pareció encender un fuego dorado sobre la estepa de hierbas resecas. Una algarabía de graznidos interrumpió el silencio cuando una bandada de gansos salvajes levantó vuelo desde un pantano cercano. Ante un bosquecillo de arbustos, Conan se detuvo y desensilló su caballo. Los flancos del animal estaban empapados y las crines se le pegaban a la sudorosa piel. El cimmerio había hecho galopar implacablemente al corcel durante las largas horas que habían precedido al amanecer.
Mientras el caballo pastaba, el cimmerio se tumbó sobre la hierba y miró hacia el norte. Podía divisar la carretera que había dejado atrás y que ahora parecía una serpenteante cinta blanca. No había ninguna mancha oscura que se moviera por ese camino y tampoco en el castillo parecían haber advertido la presencia del solitario viajero.
Una hora más tarde, la tierra todavía parecía desierta, El único signo de vida era el brillo metálico de los lejanos bastiones de la fortaleza y el vuelo de un cuervo que describía círculos en el cielo, como buscando algo. Conan ensilló el corcel y avanzó hacia el oeste con un paso menos apresurado.
Cuando alcanzaba el punto más alto de la colina, escuchó un ronco graznido sobre su cabeza. Levantó la vista y vio al cuervo, que volaba por encima de él. El ave continuó planeando sobre su cabeza, lanzando estridentes graznidos, a pesar de los intentos de Conan para espantarlo.
Durante varias horas el pájaro siguió allí.
El cimmerio estaba tan furioso que hubiera dado la mitad de su reino por tener al alcance de sus manos a aquel maldito cuello negro.
—¡Por todos los demonios del Infierno! —Conan gritaba, iracundo, mientras agitaba el puño hacia el molesto cuervo— ¿Por qué razón me torturas con tus malditos graznidos? ¡Márchate de una vez, ave condenada, vete a picotear al huerto de algún granjero!
Conan descendía por la ladera opuesta del altozano, cuando le pareció oír, detrás suyo, un lejano rumor. Se dio vuelta en su silla y distinguió otro punto negro que se destacaba en el azul del cielo. En tierra, muy lejos, creyó divisar el brillo del sol al reflejarse en un metal. Aquello sólo podía significar una cosa: allí había hombres armados. Y no cabalgaban por la carretera, que ya estaba más allá del horizonte, fuera del alcance de su vista, sino que seguramente lo estaban siguiendo.
En el rostro del cimmerio apareció una sombra de preocupación y luego se estremeció cuando miró al cuervo que seguía volando encima de él.
—De modo que eras algo más que un ave estúpida, ¿no es eso? Esos jinetes no pueden verte, pero sí puede hacerlo otro pájaro. Tú me sigues a mí, el pájaro te sigue a ti y ellos siguen al pájaro. ¿Serás tan sólo un cuervo adiestrado para esa tarea o tal vez un diablo con forma de pájaro? ¿No serás el mismo Xaltotun, por casualidad?
El ave lanzó un graznido que sonó como una burla.
El cimmerio no malgastó saliva en hablar con su emplumado perseguidor. Se concentró hoscamente en el camino. No había permitido descansar a su caballo, de modo que no quería galopar con demasiada rapidez. Pero sus enemigos no tardarían en acortar distancia, porque habrían cambiado de cabalgaduras en el castillo que habían dejado atrás y sus caballos estarían más descansados que el suyo. El camino se hizo más escarpado, entre un paisaje de colinas que, poco a poco, se fueron transformando en laderas de montañas cubiertas de árboles. Allí hubiera sido fácil despistara sus perseguidores, pensó Conan, si no hubiera sido por el maldito cuervo que graznaba sin cesar sobre su cabeza. No podía ver a sus enemigos en ese terreno accidentado, pero estaba seguro de que lo seguían sin vacilar, guiados por sus aliados aéreos. Aquel ave negra se convirtió para el cimmerio en un íncubo infernal que parecía delatarlo desde las insondables profundidades del Averno. Las piedras que le arrojó, acompañadas de toda clase de maldiciones, no dieron en el blanco a pesar de que en su juventud Conan había abatido de esta forma halcones en pleno vuelo.
El caballo del cimmerio estaba cada vez más agotado. Conan reconoció la gravedad de la situación en la que se encontraba, advirtiendo, además, la mano de un hado inexorable detrás de aquellas circunstancias adversas. Sabía que no podía escapar y se sentía tan cautivo como lo había estado en los calabozos de Belverus.
Pero no era un hijo de Oriente, de los que aceptan pasivamente lo inevitable. Si no podía escapar, al menos enviaría a algunos de sus enemigos al infierno. Entonces se volvió hacia un bosquecillo de alerces que estaba oculto detrás de una loma y buscó un sitio para refugiarse.
En ese instante escuchó un chillido agudo y extraño, que parecía proceder de una garganta humana. Inmediatamente el cimmerio se internó entre los matorrales y descubrió el origen de aquellos extraños gritos. En un pequeño claro, frente a él, cuatro soldados con cota de malla nemedia pasaban un lazo corredizo por el cuello de una anciana con vestidos de campesina. Junto a ella había un haz de leña atado con una cuerda, como si fuera esa la ocupación de la anciana, cuando fue sorprendida por el grupo de soldados.
Conan sintió que la ira lo invadía mientras observaba en silencio cómo aquellos cobardes arrastraban a la anciana hacia un árbol cuyas ramas bajas servirían, sin duda, de improvisada horca. El cimmerio había cruzado la frontera hacía poco menos de una hora; se encontraba, por lo tanto, en su propio territorio y a punto de contemplar el intento de un asesinato de uno de sus súbditos.
La anciana luchaba con una energía y una fuerza sorprendentes a pesar de su edad. De pronto alzó la cabeza y volvió a lanzar el extraño y penetrante chillido que Conan había escuchado poco antes. El grito recibió como respuesta otro graznido burlón del cuervo que volaba sobre los árboles, los soldados se echaron a reír groseramente y uno de ellos golpeó a la vieja en la boca.
Conan no pudo soportar por más tiempo aquel vil espectáculo y saltó de su caballo. Los cuatro hombres giraron en redondo ante el inesperado ruido y enseguida desenvainaron sus espadas, mientras miraban agresivamente al gigante que se les enfrentaba, con la espada en la mano y el rostro contraído por la ira.
El cimmerio lanzó una risa amenazadora y sus ojos relucieron como trozos de pedernal.
—¡Perros! ¿Acaso los chacales nemedios se dedican ahora a hacer de verdugos de mis súbditos? Tendríais que conseguir primero la cabeza de su rey ¡Aquí me tenéis! ¡A ver si sois capaces de pasar ese lazo corredizo por mi cuello!
Los soldados miraron indecisos al cimmerio cuando éste avanzó hacia ellos.
—Pero, ¿quién es este loco? Usa uniforme nemedio, pero habla con el acento de los aquilonios.
—No importa. Démosle unas cuchilladas y luego lo colgaremos junto con la vieja.
El último que había hablado se adelantó hacia Conan levantando la espada. Pero antes de que pudiera golpear, la hoja del rey se abatió con fulminante rapidez sobre el casco del impetuoso soldado, aplastando al mismo tiempo el metal y el cráneo. El hombre cayó sin que su boca profiriera ni un lamento y los otros tres curtidos guerreros rodearon como lobos hambrientos al cimmerio. Un instante después, el estrépito metálico de las espadas ahogaba los graznidos agoreros del cuervo que vigilaba el lugar del combate.
Conan no profería ninguna exclamación. Con los labios curvados en una sonrisa siniestra, asestaba mandobles a derecha e izquierda, con una rapidez inusitada para el peso de su recia espada. Su agilidad, que contrastaba con el considerable volumen de su cuerpo, le permitía mantenerse en constante movimiento, de modo que resultaba un blanco difícil para sus contendientes, que golpeaban al aire o que chocaban contra la enorme espada del cimmerio. Pero cuando él atacaba, lo hacía con una fuerza devastadora.
Ya habían caído dos de los tres soldados, y el que quedaba sangraba por media docena de heridas y se batía en franca retirada, parando como podía las estocadas de Conan. En ese momento, la cota de malla de uno de los caídos se enredó en un pie de Conan y éste cayó al suelo, sobre el cuerpo del muerto.
El nemedio, en el frenesí de la lucha, se abalanzó sobre el rey y, al tiempo que lanzaba un grito de triunfo, levantó su espada con las dos manos sobre el hombro derecho y afirmó las piernas para asestar mejor el golpe. Entonces, por encima del rey, algo saltó en el aire, algo grande y peludo, que fue a caer encima del soldado, cuyo grito triunfal se convirtió en un estertor agónico.
Conan se puso en pie y vio al hombre que hacía un momento lo estaba amenazando. Estaba muerto, con el cuello desgarrado. Un gran lobo gris se hallaba junto al cadáver, con la cabeza baja, como si estuviera olfateando la sangre que formaba un charco alrededor del soldado.
La anciana comenzó a hablar y entonces, el rey, se volvió hacia ella. A pesar del andrajoso vestido, sus facciones regulares y ascéticas y sus chispeantes ojos negros, no eran los de una campesina. Llamó al lobo, que acudió mansamente y se puso a su lado como si fuera un perro faldero. El lobo frotó su cabeza contra las rodillas de la anciana y miró a Conan con grandes ojos mansos. La mujer acarició con aire ausente el cuello del animal y ambos contemplaron al rey de Aquilonia, que sintió cierto desasosiego ante aquella mirada, a pesar de que en ella no había la menor hostilidad.
—Cuenta la gente que el rey Conan murió bajo un alud de piedras, cuando los montes se desplomaron en Valkia —dijo la anciana, con voz fuerte y resonante.
—Así dicen —respondió con aspereza el cimmerio.
Conan no tenía ganas de hablar. Pensaba que los soldados que lo perseguían se acercaban cada vez más. El cuervo seguía graznando por encima de la arboleda y el bárbaro lanzó una furiosa mirada hacia arriba, mientras hacía rechinar los dientes con ira mal contenida.
Cerca de allí, el caballo blanco pastaba con la cabeza baja. La anciana miró al corcel, luego al cuervo y después lanzó el mismo grito estridente de antes, con una imperceptible variación. Un momento después, se cernió sobre el cielo una poderosa sombra de grandes alas que se abatió sobre el cuervo con una velocidad estremecedora. El agudo graznido del pajarraco quedó silenciado al instante por el feroz ataque de una enorme águila.
—¡Por Crom! —dijo Conan—. ¿Eres acaso hechicera?
—Me llamo Zelata y la gente del valle asegura que soy bruja. Dime, ¿ese hijo de las tinieblas guiaba a algunos soldados detrás de tu rastro?
—Así es. Y no creo que tarden mucho en llegar hasta aquí.
—Coge tu caballo y sígueme, rey Conan.
Sin hacer comentario alguno, el cimmerio se alejó en busca del caballo. Cuando regresó, vio descender al águila hasta posarse en el hombro de Zelata.
La extraña anciana abrió la marcha, con el enorme lobo trotando a su lado y el águila revoloteando por encima. Atravesaron densos bosquecillos, salvaron taludes y al fin llegaron, después de recorrer un estrecho sendero que había al borde de un precipicio, hasta una singular construcción de piedra, mitad choza, mitad cueva, bajo un gran risco perdido entre los desfiladeros. El águila se remontó hasta la cima del talud y permaneció allí, inmóvil, como un centinela alerta.
Siempre en silencio, Zelata llevó el caballo a una cueva cercana que parecía servir de establo. Había apilado un montón de forraje y muy cerca borboteaba un minúsculo arroyuelo.
En la cabaña, la anciana hizo sentar al rey en un rústico banco cubierto de pieles de animales y ella tomó asiento en un taburete bajo delante del hogar. Encendió el fuego para preparar lo que parecía ser una comida frugal. El lobo se tendió a su lado, delante de la chimenea y reclinó la cabeza sobre las patas delanteras. Al poco tiempo el animal dormitaba y sus orejas se estremecían como si se sintiera inquieto por algún sueño desapacible.
—¿No temes entrar en la choza de una bruja? —preguntó la vieja, interrumpiendo el silencio.
La única respuesta de su huésped fue un encogimiento de hombros. La anciana le entregó una escudilla de madera llena de frutos secos, queso y pan de centeno. También le dio una jarra de espumosa cerveza, hecha con cebada de los valles.
—Para mí es más placentero el silencio de los montes que el rumor de las ciudades —prosiguió la anciana—. Los cachorros de los seres salvajes son mejores que los hijos de los hombres. Hoy mis hijos se encontraban lejos de mí —dijo mientras acariciaba la cabeza del lobo adormecido—. De lo contrario, no hubiese tenido necesidad de tu espada, rey Conan. Pero vinieron cuando los llamé.
—¿Qué tenían contra ti aquellos perros nemedios?
—Algunos soldados del ejército invasor merodean por todo el país, desde la frontera hasta Tarantia. Los malvados habitantes de los valles les dijeron que yo guardaba un gran tesoro para distraer su atención y evitar así el saqueo. Me encontraron y me exigieron el tesoro. Mi respuesta negativa los encolerizó. Pero ni los soldados ni los hombres que te persiguen, y ni siquiera los cuervos, podrán encontrarte aquí.
El cimmerio movió negativamente la cabeza y, mientras engullía con voracidad, dijo:
—Me marcho hacia Tarantia.
—Vas a meter la cabeza en la boca del león, rey Conan. Será mejor que busques refugio en el extranjero; tu reino ha perdido su espíritu de lucha.
—¿Qué estás diciendo? Se han perdido muchas batallas y sin embargo luego se han ganado muchas guerras. Un reino no se pierde por el simple hecho de sufrir una derrota.
—Entonces, ¿piensas ir a Tarantia?
—Así es. Próspero sabrá defenderla frente a las tropas de Amaine.
—¿Estás seguro, rey Conan?
—¡Por todos los infiernos, mujer! ¿Cómo podría ser de otra manera?
Zelata movió negativamente la cabeza y dijo:
—Yo pienso de otra forma. Voy a rasgar el velo del tiempo para que puedas ver tu capital.
Conan no se dio perfecta cuenta de lo que la anciana arrojaba al fuego, pero una humareda verde se esparció por el interior de la choza al tiempo que el lobo gemía en sueños. Y mientras el cimmerio observaba, las paredes y el techo de la cabaña parecieron agrandarse primero y desvanecerse después hasta confundirse con la inmensidad del infinito. El humo comenzó a girar y todo se volvió borroso; algunas formas se movieron y se desvanecieron en la masa caliginosa, hasta que se destacaron con asombrosa claridad.
El cimmerio pudo ver las torres y las calles de Tarantia, donde la muchedumbre corría y gritaba. Pudo ver también los estandartes de guerra de Nemedia que avanzaban inexorablemente hacia el oeste, por entre el humo y las llamas de las tierras saqueadas. En la plaza principal, las turbas gritaban que el rey había muerto, que los barones querían repartirse entre ellos las tierras y que el gobierno de un rey, aunque fuese Valerio, era preferible al desorden y la anarquía.
Próspero, con su reluciente armadura, avanzó a caballo entre las gentes intentando imponer la calma y pidiendo confianza en el conde Trocero. Próspero pedía a las gentes de Tarantia que acudieran a las murallas de la ciudad para ayudar a sus tropas, pero la multitud se volvió contra él, aullando de miedo, bajo los efectos de una furia irracional. Lo acusaron de ser el matarife de Trocero y un asesino más sanguinario que el mismo Amalric. Luego arrojaron inmundicias y piedras contra los caballeros y los soldados de Próspero.
La escena se volvió borrosa, como si pasara el tiempo, y a continuación Conan vio a Próspero y a sus tropas que salían hacia el sur por las puertas de las murallas, mientras a sus espaldas rugía el populacho de la ciudad.
—¡Necios! ¡Estúpidos! —dijo Conan— ¡Cómo no han sido capaces de confiar en Próspero...! Mira, Zelata, si esto es una trampa...
—Esto ya ha sucedido. Ocurrió cuando las huestes de Amalric estaban a la vista de los sitiados. Desde las murallas, las gentes veían las llamas del saqueo. Al anochecer, los nemedios entraron en Tarantia, sin encontrar la más mínima oposición. ¡Mira lo que está ocurriendo ahora mismo en el gran salón del palacio real de Tarantia!
De repente Conan divisó claramente la gran sala del trono del palacio. Valerio estaba delante del estrado real, ataviado con vestidos de armiño; Amalric, todavía con la armadura cubierta de polvo y de sangre, colocaba sobre los rubios cabellos de Valerio un reluciente aro cubierto de pedrería: ¡la corona de Aquilonia!
El pueblo vitoreaba jubilosamente y largas filas de guerreros nemedios contemplaban la escena con rostro impasible mientras los nobles, que en su día se habían opuesto a Conan, eran los primeros en arrodillarse ante el nuevo rey.
El cimmerio apretó los puños, las venas de sus sienes se hincharon y su rostro se congestionó.
—¡Por Crom! ¡Un nemedio coronando como rey de Aquilonia a ese renegado y en el mismo palacio real, en el salón del trono de Tarantia!
Como disipado por aquel estallido de violencia, el humo desapareció y entonces Conan pudo ver los negros ojos de Zelata que lo miraban fijamente entre los tenues jirones de neblina que aún flotaban en el aire.
—Ya lo has visto, rey Conan. Tu propio pueblo ha entregado la libertad por la que tú luchaste con tanto sudor y con tanta sangre. Ellos mismos se han rendido a quienes sólo quieren esclavizarlos y asesinarlos. Han demostrado no creer en su propio destino. ¿Acaso podrías confiar en ellos para recuperar tu reino?
—Pero ellos —contestó Conan, sin dejarse convencer— creen que yo estoy muerto. No tengo heredero y las gentes no pueden ser gobernadas por el recuerdo de un hombre. ¿Qué importa que los nemedios hayan tomado Tarantia? Aún quedan las provincias, los barones y los campesinos. Valerio ha conseguido una gloria efímera.
—Eres obstinado, como corresponde a un guerrero. No puedo mostrarte el futuro. Únicamente soy capaz de hacer que veas una parte del pasado, a través de huecos abiertos en el velo del tiempo por poderes insondables. ¿Deseas, entonces, contemplar el pasado para tener una orientación sobre el futuro?
—Sí, lo deseo.
Conan se sentó y el humo verde volvió a girar en espiral. Las imágenes aparecieron delante de él, aunque esta vez más lejanas y sin un significado concreto. El cimmerio vio unas paredes negras y altas que albergaban pedestales con estatuas de dioses de aspecto bestial, inhumano. Moviéndose en la semioscuridad, se veían hombres negros y enjutos, vestidos sólo con taparrabos de seda roja. Llevaban a hombros, a lo largo de un pasillo, un sarcófago de jade verde. Pero antes de que Conan pudiera apreciar más detalles, cambió la escena.
Apareció una caverna húmeda y sombría de la que emanaba una intangible sensación de horror. Sobre un altar de piedra negra se alzaba un curioso recipiente de oro en forma de concha. Entraron en la cueva unos hombres negros, parecidos a los que transportaban el sarcófago de la momia y cogieron el recipiente de oro. Al momento la escena se volvió borrosa y Conan no pudo precisar lo que había ocurrido. Divisó tan sólo, en medio de las tinieblas, una bola de fuego. Luego el humo volvió a arremolinarse, y enseguida se desvaneció.
—¿Qué significa todo esto? Comprendo lo que vi acerca de Tarantia, pero ¿qué quiere decir esta visión de unos ladrones de Zamora que parecen estar profanando un templo estigio de Set? Y en cuanto a esa caverna, nunca he visto nada parecido en ninguno de mis viajes, aunque reconozco que es un templo de Estigia. Si has podido enseñarme todo eso, que para mí no son sino visiones inconexas, que poco o nada me dicen ¿por qué no puedas enseñarme lo que va a acontecer en el futuro?
—Estos hechos están gobernados por leyes inmutables —dijo Zelata—. Es probable que no lo comprendas, por que ni yo misma puedo entenderlo, aunque he buscado la sabiduría en el silencio de las alturas durante más años de los que puedo recordar. No puedo salvarte, aunque lo haría si estuviera a mi alcance. Es uno mismo quien debe buscar su propia salvación. A pesar de todo, tal vez la verdad llegue a mí en sueños esta noche y por la mañana pueda darte la clave del enigma.
—¿Qué enigma? —preguntó el rey de Aquilonia, sin comprender.
—El misterio con el que te enfrentas y a causa del cual has perdido tu reino.
La anciana tendió unas pieles de oveja en el suelo, junto a la chimenea y dijo escuetamente:
—Duerme.
Sin pronunciar una sola palabra, Conan se tumbó en el improvisado lecho y se sumergió en un sueño profundo, pero inquieto: veía espectros que se movían en silencio y sombras monstruosas que se arrastraban por el suelo.
El cimmerio abrió los ojos en la helada blancura del amanecer y vio a Zelata arrodillada junto al hogar. Conan no se había despertado una sola vez durante toda la noche, pero el ruido del lobo, al entrar en la cueva, debió interrumpir su sueño.
El animal estaba cerca del fuego, secándose el hirsuto pelaje, húmedo de rocío.
La sangre brillaba en su piel, y cerca de la paletilla había un corte profundo.
Zelata asintió con la cabeza como si estuviera leyendo los pensamientos de su invitado.
—Sí, ha estado cazando antes del amanecer, y fue una caza encarnizada. El hombre que perseguía al rey ya no volverá a perseguir a nadie.
El cimmerio miró al lobo con extraña fascinación y vio que el animal se acercaba a tomar el alimento que la anciana le ofrecía.
—Cuando recupere el trono, no olvidaré esto —dijo Conan, escuetamente—. Te has ganado mi amistad y ¡por Crom!, no recuerdo haber dormido nunca tan a merced de una persona como lo hice esta noche. Pero ¿qué ha sido de la predicción o del consejo que me ibas a dar esta mañana?
A las palabras de Conan siguió un prolongado silencio, que sólo fue roto por el crepitar de las ramas al quemarse.
—Vé en busca del corazón de tu reino —dijo, por fin, la hechicera—. Allí reside tu victoria o tu derrota. Luchas contra poderes sobrenaturales y no conseguirás el trono si antes no hallas el corazón de tu reino.
—¿Te refieres, tal vez, a la ciudad de Tarantia?
Zelata negó con la cabeza y contestó:
—Yo no soy más que un oráculo a través del cual hablan los dioses, que sellarían mis labios si hablara demasiado. Repito que debes encontrar el corazón de tu reino. No puedo decirte más, son los dioses los que hablan por mi boca, rey Conan.
El alba seguía blanqueando los picos de las montañas cuando Conan emprendió la marcha, a caballo, hacia el oeste. Miró hacia atrás y vio a Zelata de pie ante la puerta de su choza, impasible como siempre, y con el enorme lobo a su lado.
Durante todo el día, Conan avanzó por aquella zona montañosa, evitando caminos y pueblos. Cuando anochecía comenzó a descender hasta que los extensos llanos de Aquilonia aparecieron ante sus ojos. En otros tiempos, al pie de esas montañas y en su vertiente occidental, había numerosos pueblos y granjas, ya que durante medio siglo aproximadamente la mayor parte de las incursiones fronterizas habían sido realizadas por los propios aquilonios. Pero ahora, donde en otro tiempo se alzaran poblaciones y granjas, sólo había cenizas.
El cimmerio cabalgaba lentamente. No parecía temer que lo descubrieran, aunque corría peligro de ser visto.
Los nemedios se habían vengado de antiguos agravios en su avance hacia el oeste, y Valerio no había hecho nada por contener a sus aliados. Le importaba muy poco ganarse el aprecio de los habitantes del reino. Una amplia llanura desolada se extendía hacia el oeste.
Conan lanzaba una maldición cada vez que descubría los negros campos que antes habían sido ricas plantaciones o cuando se encontraba con los restos calcinados de alguna granja. El cimmerio avanzaba a través de una tierra desierta y arrasada, como un espectro llegado de un pasado remoto.
La rapidez con la que el ejército enemigo había atravesado las tierras demostraba la escasa o nula resistencia que había encontrado. Pero si Conan hubiera estado al frente de sus aquilonios, el ejército invasor habría tenido que ganar cada palmo de terreno pagando su avance con la sangre de muchas víctimas.
Una inmensa amargura abrumaba su espíritu: él era, en realidad, un aventurero solitario y no el descendiente de una dinastía. La sangre azul de la que Valerio se jactaba impresionaba más al pueblo que el recuerdo de Conan y la libertad y el poderío que él había conferido a su reino.
El cimmerio comprobó que nadie lo perseguía por aquellas montañas. Esperaba cruzarse con algunos destacamentos de nemedios, pero no encontró a nadie. Quedaban algunos soldados rezagados, dedicados a saquear los restos de lo que había sido arrasado, pero no se preocupaban de él. Conan llevaba la cota de malla nemedia y los soldados lo tomaban por uno de ellos.
Los ríos y las hondonadas abundaban en esa vertiente occidental de los montes en los que se hallaba, y allí tendría más oportunidades de ocultarse de posibles enemigos. Así, pues, el cimmerio cabalgó por la tierra devastada y tan sólo se detuvo para dar descanso a su caballo y para comer frugalmente parte de los alimentos que Zelata le había proporcionado. Luego reanudó la marcha.
Una mañana, escondido entre los juncos de un río, divisó a lo lejos, sobre la ondulada llanura moteada de espesas arboledas, las torres azules y doradas de Tarantia. Conan ya no se encontraba en una tierra desértica, sino en una zona rebosante de vida salvaje. Su avance, a partir de entonces, fue lento y cauteloso, a través de caminos poco frecuentados y de bosques. Ya anochecía cuando llegó a la hacienda de Servius Galannus.