5. El habitante del foso

 

Conan permanecía inmóvil. Soportaba el peso de las cadenas y lo desesperado de su situación con el estoicismo propio de la raza bárbara de la que descendía. Estaba quieto porque, al menor movimiento, las cadenas resonaban en la quietud de las mazmorras. Conan sabía, por un instinto transmitido a través de generaciones, que no es conveniente delatar la posición cuando se está indefenso.

Sabía que en la oscuridad no acechaba ningún peligro. Y aunque Xaltotun le había asegurado que no le iba a hacer ningún daño y Conan estaba seguro de que tenía interés en conservarlo vivo, al menos de momento, las costumbres ancestrales eran más poderosas que la razón. De niño, estaba acostumbrado a quedarse quieto y callado cuando las alimañas merodeaban cerca.

Ni siquiera su aguda vista podía atravesar la intensa oscuridad. Sin embargo, al cabo de un tiempo, advirtió un débil fulgor que le permitió ver, aunque vagamente, una de las puertas enrejadas y el montón de huesos que había junto a la otra. Al principio le extrañó el resplandor, pero luego comprendió que se hallaba muy por debajo de la superficie, en las mazmorras de palacio y que, posiblemente, existiera un pozo que comunicara con el nivel del suelo. Por ahí llegaría lo que, con toda seguridad, era el débil resplandor de los rayos de la luna. Pensó que así podría llevar la cuenta de los días que permaneciese encerrado. Tal vez el sol también proyectara su luz por el pozo, si es que no lo cerraban por el día. También pensó que podía tratarse de un refinado método de tortura para que el prisionero sufriese el lento paso del tiempo.

Su mirada se posó nuevamente en los huesos que brillaban en el otro extremo de la celda. Volvió a fijarse que estaban como astillados y cuando su vista acabó por acostumbrarse a la oscuridad descubrió que estaban partidos a lo largo, como si los hubieran quebrado así para extraerles la médula. ¿Quién, que no fuese humano, podía romper los huesos de esa forma? Aquellos restos debían ser los despojos de algún horrendo festín de caníbales o tal vez fuesen obra de algún desdichado que se había vuelto loco a causa del hambre. Conan pensó entonces que tal vez con el tiempo alguien podría encontrar sus huesos de aquella forma, sujetos a unas mohosas cadenas. Sintiéndose como un lobo cogido en una trampa, el cimmerio luchó contra su propio pánico irracional.

En algún lugar hacia el oeste, las huestes nemedias se abrían paso, matando y quemando, hasta el corazón del reino del que él era soberano. El pequeño ejército de poitanos no podría resistir. Próspero podría ser capaz de defender Tarantia durante semanas, o quizás meses, pero al final, si nadie lo auxiliaba, tendría que rendirse ante la superioridad numérica del enemigo. Era probable que los barones se unieran a Próspero contra los invasores, pero en todo caso él, Conan, estaba inerme, tumbado en un oscuro calabozo, mientras otros conducían sus tropas y luchaban por su reino. El rey, encolerizado, apretó los dientes hasta hacerlos rechinar.

Unos pasos furtivos se escucharon más allá de la puerta de la celda y Conan se irguió. Forzó la vista y pudo apreciar una figura borrosa que se inclinaba al otro lado de las rejas de la puerta. Se oyó un ruido metálico, como si hubieran hecho girar una llave en la cerradura e inmediatamente la figura desapareció. Conan pensó que sería algún centinela que comprobaba si habían cerrado bien la puerta. Pero al cabo de un rato escuchó otra vez el mismo ruido, más lejano, seguido del chirrido de una puerta al abrirse, y unos pasos que se alejaban rápidamente. Después volvió a reinar el silencio.

 

Conan continuó expectante durante un tiempo que, a él le pareció muy largo pero que, a juzgar por la luz de la luna, no debió de serlo. Sin embargo, no volvió a oír ningún sonido. Finalmente cambió de postura y sus cadenas tintinearon. Luego oyó con claridad unos pasos muy ligeros por fuera de la puerta más cercana, aquella por la que había entrado al calabozo. Un instante después vio una figura que se recortaba contra la tenue luz.

—¡Mi señor Conan! —susurró alguien—. Oh, Majestad, ¿estás ahí?

—¿Quién es? —preguntó él, con voz cautelosa, mientras se volvía hacia la puerta.

Vio entonces a una muchacha que se aferraba con sus finas manos a los barrotes de la puerta. Su figura esbelta estaba cubierta por un vestido de seda que se ajustaba en la cintura, y en su pecho relucían algunas joyas. A pesar de la oscuridad podían apreciarse sus grandes ojos, su piel, blanca como el alabastro, y su negra cabellera, sedosa y espesa.

—¡Ahí van las llaves! —dijo la muchacha, y le arrojó tres objetos metálicos.

—¿Qué broma es ésta? Hablas en nemedio y yo no tengo amigos entre las gentes de esta raza. ¿Qué nueva artimaña intenta tu amo? ¿Te ha enviado para burlarse todavía más de mí?

—No se trata de una broma —respondió la chica, y tembló con tal fuerza que las joyas de su pecho y las pulseras tintinearon débilmente—. ¡Lo juro por Mitra! Les he robado las llaves a los carceleros negros, después de emborracharlos. Cada uno guarda una sola llave que abre únicamente una cerradura, pero al carcelero al que le rompiste la cabeza se lo llevaron para curarlo, y por eso no pude quitarle la llave. A los demás sí. Por favor, mi señor, no lo dudes. Más allá de estas mazmorras hay unos pozos que son la antesala del infierno.

Impresionado, Conan probó las llaves, con recelo, esperando que ninguna abriese y que entonces se oyera una risa burlona. Pero se estremeció al comprobar que una, en efecto, abría los grilletes que lo sujetaban. Instantes después pudo erguirse en toda su estatura sintiendo un enorme placer ante aquella relativa libertad. Rápidamente se acercó a la puerta enrejada, pasó su brazo derecho entre los barrotes y rodeó la breve cintura de la muchacha, inmovilizándola.

La joven levantó la vista y se encaró con la mirada de Conan.

—¿Quién eres, muchacha? ¿Por qué haces esto?

—Soy Zenobia —murmuró con el aliento contenido, como si estuviera atemorizada—. Una simple doncella del harén del rey.

—No veo la razón para que me traigas estas llaves, a no ser que se trate de una maldita trampa.

Ella inclinó la cabeza, y cuando la levantó, el cimmerio vio que sus pestañas humedecidas por las lágrimas brillaban como diminutas perlas.

—Te he dicho, mi señor, que sólo soy una de las muchachas del harén del rey. Pero mi rey nunca me ha mirado siquiera, y tal vez no lo haga nunca. Para él valgo menos que uno de los perros que roen los huesos en los banquetes del gran salón. Pero no soy una muñeca de trapo; soy una mujer de carne y hueso; respiro, odio y amo. Y yo, mi señor, te he amado desde el día en que te vi desfilando por las calles de Belverus, al frente de tus caballeros, cuando hace algunos años visitaste al rey Numa. Entonces el corazón me latió con tal fuerza que temí que se me saliera del pecho.

La muchacha se ruborizó, pero sus ojos no parpadearon. Conan no contestó. A pesar de su dureza y de su naturaleza salvaje, estaba impresionado, como lo estaría cualquier hombre ante una mujer que desnuda su alma.

La muchacha volvió la cabeza y con sus labios rozó los dedos de Conan, que aprisionaban los barrotes. Cuando volvió a mirar al cimmerio, el terror se reflejaba en los ojos de la doncella.

—¡Deprisa! —susurró—. Ya es más de medianoche. ¡Tienes que huir!

—¿Qué van a hacerte cuando descubran que has robado estas llaves? —preguntó Conan.

—Nunca lo sabrán. Si por la mañana los carceleros recuerdan a la persona que les dio vino, no se atreverán a admitir que les robaron las llaves mientras estaban borrachos. La única llave que no pude conseguir fue la de esta puerta, de modo que debes intentar huir a través de los pozos de la prisión. No sé qué peligros pueden amenazarte más allá de aquella puerta enrejada, pero serán mayores si permaneces en esta celda. Además, el rey Tarascus ha regresado...

—¿Cómo? ¿Tarascus?

—Sí. Ha vuelto con gran sigilo. Y no hace mucho que bajó a estos calabozos, pero volvió a salir pálido y tembloroso, como si hubiera corrido un gran riesgo. Lo oí murmurar a su escudero, Arideus, que a pesar de lo que diga Xaltotun, es necesario que tú mueras.

—¿Y qué dice Xaltotun? —preguntó Conan.

La joven se estremeció y contestó en un susurro:

—¡No pronuncies ese nombre! A veces, los demonios acuden al conjuro de ciertos nombres. Los esclavos dicen que está recluido en su alcoba, con la puerta cerrada con llave, entregado al sueño del loto negro. Estoy segura de que hasta Tarascus le teme. De lo contrario ya te habría hecho matar. Lo cierto es que el rey ha estado aquí esta noche y sólo Mitra sabe lo que habrá venido a hacer.

—Me pregunto si habrá sido Tarascus quien hace un rato estuvo manipulando en la puerta —musitó Conan, pensativo.

—¡Toma esta daga! —dijo la muchacha, mientras le tendía un arma por entre los barrotes.

Conan tocó aquella forma familiar y asió con fuerza la empuñadura.

—Márchate por aquella puerta, toma la izquierda y sigue junto a las celdas hasta que encuentres una escalera de piedra. Por tu vida, no te apartes del pasillo al que dan las celdas. Sube luego la escalera y abre la puerta del rellano superior. Una de las llaves abrirá y, si Mitra lo quiere, allí estaré yo esperándote.

Luego la muchacha se alejó con un rumor de pasos ligeros.

 

Conan se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta del otro extremo del calabozo. Todavía pensaba que aquello podía ser una diabólica trampa que le tendía Tarascus. Pero a Conan, ir a caer directamente en la red le parecía menos espantoso que esperar sentado lo que le tenía deparado el destino. El cimmerio miró el arma que le había entregado la muchacha y, sonriendo de manera siniestra, pensó que, fuese quien fuese la joven, demostraba saber muy bien lo que era un arma. No se trataba de un estilete de fina empuñadura propio de un asesinato de alcoba, sino que era un puñal grande, el arma de un guerrero, con una hoja ancha de treinta centímetros de largo y punta afilada.

Conan quiso probar las llaves en la cerradura de la puerta más alejada y resultó que estaba abierta. Sin embargo, recordaba muy bien que uno de los negros la había cerrado con llave. Eso significaba que la figura furtiva que había llegado después, no era un carcelero comprobando si la puerta estaba cerrada, sino alguien que la había abierto. Todo resultaba más que sospechoso, pero a pesar de todo, Conan no vaciló un instante, empujó las rejas y salió del calabozo.

Tal como había pensado, la puerta no daba directamente a un pasillo. A derecha e izquierda había una pared en la que desembocaban numerosos pasadizos. Pero no podía divisar lo que había más allá. No alcanzaba a ver si había una pared y ni siquiera si había techo. La luz de la luna se filtraba únicamente a través de las rejas de las puertas de las celdas, por lo que estaba casi a oscuras. Una vista menos aguda que la suya apenas hubiera distinguido una mancha grisácea delante de cada una de las entradas de los calabozos.

Se encaminó hacia la izquierda rápida y silenciosamente. Lanzó una mirada al interior de las mazmorras y advirtió que todas estaban vacías, aunque cerradas con llave. En algunas brillaba el blanco fulgor de unos huesos descarnados. Aquellos calabozos eran sin duda un vestigio de épocas más sombrías construidos cuando Belverus era sólo una fortaleza y no una ciudad. Pero resultaba evidente que habían sido mucho más utilizados de lo que nadie hubiera podido suponer. Por fin Conan vio la escalera de empinados peldaños y comprendió que era la que le había indicado la muchacha. En ese instante el cimmerio tuvo la sensación de que en el enorme recinto se movía algo voluminoso y furtivo cuyas pisadas no eran humanas y, sin dudarlo, giró bruscamente y se agazapó entre las sombras de los escalones interiores.

Echó un vistazo hacia la hilera de celdas y no vio nada sospechoso, pero tenía la certeza de que un ser corpulento se desplazaba por allí con mayor rapidez y agilidad que la de un hombre. Al fin vio a la criatura. Avanzaba tan furtivamente que aparecía y desaparecía, como si fuera un producto de su imaginación.

El cimmerio oyó el sonido de las puertas que se iban abriendo una a una. Luego el ser desconocido abrió la que Conan acababa de abandonar. Vio una gran sombra que penetraba por el recuadro débilmente iluminado y que luego desaparecía en el interior del calabozo. El sudor empapó el rostro y las manos de Conan. Ahora comprendía por qué Tarascus había llegado tan silenciosamente hasta su puerta y luego se había marchado con gran rapidez. El rey había abierto la puerta y luego, en alguna otra parte de aquellos infernales pozos, había abierto la jaula que retenía a aquella perversa monstruosidad.

La cosa salió de la mazmorra y avanzó por el corredor con la cabeza deforme cerca del suelo. Ya no prestaba atención a los calabozos, sino que estaba olfateando algo: el rastro de Conan. Entonces el cimmerio pudo verlo con mayor claridad. La grisácea luminosidad encuadraba un gigantesco cuerpo antropomórfico, más voluminoso que el de un hombre. Caminaba sobre dos patas, pero muy inclinado hacia adelante. Estaba cubierto de pelo grisáceo y espeso y era como la espantosa parodia de un ser humano arrastrando los brazos por el suelo.

Conan comprendió al fin, el porqué de aquellos huesos rotos del calabozo. Se trataba de un hombre-mono gris, uno de esos horrendos comedores de hombres, habitante de los bosques que cubren las montañosas costas orientales del mar de Vilayet. Aunque para muchos eran sólo monstruos legendarios, constituían una terrible realidad que había inspirado las figuras de los ogros de los mitos hybóreos.

El antropoide avanzó velozmente, como si, al fin, hubiera descubierto la presencia del cimmerio. Su cuerpo, parecido a un barril, se movía con sorprendente ligereza sobre sus piernas deformes pero poderosas. Conan miró rápidamente hacia las escaleras pero comprendió que el mono caería sobre sus espaldas antes de que hubiera tenido tiempo de alcanzar la distante puerta. No había otra alternativa: el cimmerio decidió enfrentarse con el corpulento hombre-mono.

Conan salió a la luz, al cuadrado más próximo iluminado por la luna. Sabía que la bestia podía ver mejor que él en la oscuridad. En ese momento, el mono lo vio por primera vez. Sus colmillos brillaron en la penumbra, pero no profirió sonido alguno. Criaturas del silencio y de la noche, los monos de Vilayet eran prácticamente mudos. Pero en su rostro repugnante y brutal aparecía una expresión de maligno gozo.

Conan permaneció inmóvil, mientras observaba sin pestañear al monstruo que se acercaba a él. Sabía que se estaba jugando la vida a un solo golpe, pues no habría ocasión de un segundo. Si quería salir victorioso de ese combate desigual debía de asestarle un solo tajo mortal. Miró la musculosa nuca, el velludo vientre y su poderoso pecho. Debía acertarle en el corazón, aun corriendo el riesgo de que la hoja fuese desviada por las enormes costillas. Así, sus posibilidades eran mayores que si atacaba un punto que no fuese vital. Con plena conciencia de su interioridad, Conan se dijo que debía enfrentarse cara a cara al monstruoso simio, asestar el golpe mortal y confiar luego en la fuerza de su organismo para sobrevivir al terrible abrazo del hombre-mono.

Cuando éste estaba a punto de alcanzarlo agitando sus colosales brazos, el cimmerio se abalanzó sobre él y le asestó una cuchillada con toda la fuerza desesperada de que era capaz. Conan sintió que la daga se hundía hasta la empuñadura en el pecho y al instante soltó el arma, bajó la cabeza y tensó el cuerpo, que se convirtió en una masa compacta de músculos en tensión. Al mismo tiempo golpeó el vientre del monstruo con su rodilla.

Durante unos instantes interminables, el cimmerio se sintió sacudido por la furia de un terremoto. Luego quedó libre y se encontró tendido en el suelo. A su lado, el monstruo agonizaba con los ojos en blanco y la empuñadura de la daga sobresaliéndole del pecho. Su desesperado intento había dado resultado.

Conan temblaba y jadeaba después de la breve lucha. Sentía como si le hubieran dislocado las articulaciones, y la sangre manaba por las heridas provocadas por las garras del monstruo. Si el abrazo bestial hubiera durado unos instantes más, habría sido descuartizado por el simio. Pero la fortaleza del cimmerio había resistido la potencia de aquel ser de pesadilla, que ya no era más que un colosal montón de músculos sobre el suelo de granito.