3. La hecatombe

 

Las huestes aquilonias estaban preparadas, formando largas líneas cerradas de lanceros y caballeros de reluciente armadura, cuando un hombre gigantesco, cubierto por una armadura negra y brillante, salió del pabellón real y se dirigió a su corcel negro. Ayudado por cuatro de sus escuderos montó su caballo, al tiempo que de las huestes surgió un rugido que hizo estremecer los montes vecinos. Todos los soldados, los caballeros con armaduras, los albarderos con cotas de malla y sencillos bacinetes y los laqueros de jubones de cuero, que llevaban grandes arcos en su mano izquierda, blandieron sus armas y aclamaron a su rey guerrero.

Las tropas del otro lado del valle ya estaban en movimiento, los caballos trotaban por la suave pendiente, en dirección al río. Sus armas relucían entre la ligera bruma del amanecer que parecía enredarse en las patas de los animales.

Los aquilonios se encaminaron sin prisa al encuentro de los nemedios. Los cascos de los caballos hacían temblar el suelo. Las banderas ondeaban bajo la brisa de la mañana y las lanzas semejaban un bosque de arbustos desnudos.

Diez caballeros de confianza, gente curtida y veterana que sabía mantener la boca cerrada, se quedaron vigilando el pabellón real, donde un escudero miraba hacia el exterior a través de la rendija de la cortina que hacía las veces de puerta. Nadie sabía, a excepción de este reducido grupo, que no era Conan quien cabalgaba sobre el enorme corcel a la cabeza de las tropas de Aquilonia.

El ejército estaba dispuesto según la formación acostumbrada: en el centro, el contingente más fuerte, con toda la caballería pesada formada por los caballeros con sus recias armaduras; en las alas, los cuerpos de caballería ligera, apoyados por alabarderos y arqueros. Estos últimos eran bosonios fornidos de las marcas occidentales, de mediana estatura, con jubones de cuero y bacinetes de hierro.

El ejército nemedio presentaba una formación similar y las dos huestes avanzaron hacia el río con los flancos ligeramente adelantados respecto al centro. En el centro de la tropa aquilonia, la gran bandera negra del león flameaba sobre la imponente silueta revestida de acero oscuro que cabalgaba sobre el negro corcel.

En la tienda, tendido sobre las pieles, Conan gruñía impaciente, y no cesaba de maldecir con extraños juramentos paganos.

—Los dos ejércitos se mueven a la par —dijo el escudero, que observaba desde la rendija de la puerta—. Escucha, señor, el toque de las trompetas. El sol, en lo alto, derrama fuego sobre los yelmos y las corazas, y las aguas del río se vuelven de color carmesí. ¡Cuando el día haya terminado estarán teñidas de rojo!

»El enemigo alcanza ya la orilla opuesta. Ahora nuestras flechas vuelan entre las huestes como nubes punzantes que ocultan el sol. ¡Bien hecho, arqueros! ¡Los bosonios llevan la mejor parte! ¡Escucha, mi señor, cómo gritan llenos de entusiasmo!

Apenas llegaba a los oídos del rey, por encima del estruendo de las trompetas y de los aceros al chocar, el fiero grito de los bosonios, mientras, todos a un tiempo, tensaban su arco y lanzaban los dardos.

—Sus arqueros tratan de atraer la atención de los nuestros mientras sus caballeros cruzan el río —siguió diciendo el escudero—. Las orillas no son demasiado abruptas y los jinetes las cruzan mientras sus monturas levantan nubes de agua. Ahora las dos formaciones de caballería se enfrentan. ¡Por Mitra que las lanzas parecen buscar cada uno de los resquicios que hay en las armaduras! Caballos y hombres se desploman, luchan y golpean hasta en el agua. El río parece de escasa profundidad y sus aguas no son rápidas, pero algunos hombres perecen al hundirse por el peso de las armaduras o pisoteados por los caballos. Nuestros caballeros de Aquilonia avanzan entre las filas del enemigo y parece que llevan ventaja. El agua llega hasta el vientre de los caballos y el ruido de las espadas es ensordecedor.

A pesar de que continuaba inmovilizado sobre el lecho, Conan sentía que su sangre corría alborotada por las venas, y exclamó:

—¡Por Crom!

—Los flancos se están cerrando —dijo el escudero—. Los infantes armados con picas y espadas luchan cuerpo a cuerpo entre la corriente, y detrás de ellos los arqueros continúan disparando sus dardos mortíferos.

»¡Por Mitra, los ballesteros nemedios nada tienen que hacer frente a nuestros arqueros bosonios que afinan la puntería para clavar sus flechas en el corazón de las filas enemigas! El centro enemigo no avanza un solo paso y sus flancos siguen cediendo poco a poco.

—¡Por Crom, Ymir y Mitra! ¡Ojalá quisieran los dioses que yo pudiera llegar hasta el campo de batalla, aunque muriera al dar el primer mandoble!

 

La batalla se prolongó a lo largo del caluroso día. El valle parecía vibrar con los ataques y contraataques, el fragor de los escudos hendidos y el chasquido de las lanzas quebradas. Pero las huestes de Aquilonia se mantuvieron firmes. Sólo en una ocasión se vieron obligadas a retroceder para abandonar la orilla, pero un contraataque encabezado por el jinete del poderoso corcel negro, les hizo recuperar el terreno perdido. Resistieron en la margen opuesta como si estuvieran en un baluarte y al fin el escudero le dio a Conan la noticia de que los nemedios retrocedían, abandonando las orillas del río.

—¡Sus flancos están desorganizados —dijo el escudero—, sus caballeros no resisten el empuje de los nuestros! ¿Qué es esto? ¡Tu estandarte avanza rápidamente, señor! ¡Por Mitra, Valannus ataca con ímpetu seguido de un grupo reducido de hombres!

—¡Necio —gritó Conan—, eso puede ser una artimaña! ¡Ha debido mantener su posición!

—Nuestros caballeros siguen avanzando bajo una lluvia de flechas. No vacilan. Están ascendiendo por la pendiente de la otra orilla. Pallantides ha lanzado sus flancos a través del río para apoyar a Valannus y a sus jinetes. No puede hacer otra cosa. El estandarte del león se interna entre las filas enemigas. Los caballeros de Nemedia intentan resistir, pero están desconcertados. ¡Retroceden! Su flanco izquierdo huye y nuestros lanceros, a la carrera, los aniquilan. Veo a Valannus, que cabalga y golpea como si estuviera enloquecido. Nuestros hombres ya no hacen caso de Pallantides. Siguen a Valannus creyendo que él es el rey.

»¡Valannus ha reunido cinco mil jinetes y renueva su ofensiva! ¡El cuerpo principal de los nemedios es un verdadero caos! Su flanco se ha protegido entre los riscos, pero allí hay una estrecha hondonada, como una enorme grieta en la pared que se abre detrás de las filas nemedias. ¡Por Mitra, Valannus ha visto su oportunidad y la aprovecha! Arremete contra el flanco y conduce a sus jinetes hacia el desfiladero. ¡Se han separado del núcleo de la batalla, se abren camino a través de una fila de lanceros y cargan hacia el desfiladero!

—¡Es una emboscada! —gritó Conan intentando levantarse.

—¡No, no! —dijo, feliz, el escudero—. Todas las tropas nemedias están a la vista. Parece que han olvidado el desfiladero. Tal vez no esperaban verse empujados hacia atrás. ¡Qué torpe ha sido Tarascus al cometer un error como ese! Veo las lanzas y los pendones más allá de la boca del desfiladero, más allá de las líneas nemedias. Van a embestir desde la retaguardia para aplastarlas. Pero... ¡Por Mitra! ¿Qué es eso?

A lo lejos, por encima del estruendo de la batalla, se oyó un profundo rugido que se hacía cada vez más intenso.

—¡Los riscos se estremecen! —gritó el escudero—. ¡Dioses! ¿Qué ocurre? ¡Las rocas se desmoronan, tiembla la tierra, los taludes se derrumban en el estrecho desfiladero, los caballos caen aplastados con sus jinetes!

Mientras el escudero hablaba, un rugido espantoso surgía de la tierra, como si se estremeciera violentamente. Por encima del estrépito de las armas se escuchaban gritos de un pavor indescriptible.

—¡Los riscos se han desmoronado! —gritó el escudero palideciendo—. Las rocas han caído a la garganta y se han aplastado a parte de nuestras tropas. La bandera del león tiembla entre las piedras que caen. ¡Ha desaparecido! ¡Los nemedios lanzan gritos de triunfo! ¡El alud ha aniquilado a más de cinco mil de nuestros caballeros más valientes!

Hasta los oídos de Conan llegó un rumor que fue subiendo hasta hacerse violento y frenético.

¡El rey ha muerto! ¡El rey ha muerto! —se oía gritar—. ¡Huyamos! ¡Huyamos! ¡El rey ha muerto!

—¡Perros, cobardes! —exclamó Conan—. ¡Ah, Crom, si yo pudiera levantarme, si pudiera arrastrarme aunque sólo fuera hasta el río con la espada entre los dientes! Dime, muchacho, ¿huyen definitivamente esos condenados?

—Sí, mi señor —dijo, sollozando, el escudero—. Retroceden hacia el río, aterrados. Pallantides trata de impedir la huida, pero... cae y los caballos pasan por encima de él, aplastándolo. Todos —caballeros, arqueros y alabarderos— corren hacia el río mezclados en un torrente de confusión. Los nemedios los siguen de cerca, abatiéndolos como el segador que corta las espigas de trigo.

—Pero... al menos resistirán cuando estén en esta orilla del río —dijo el rey, que había conseguido incorporarse sobre un codo con un inmenso esfuerzo.

—¡No! ¡No pueden hacerlo! Están perdidos, desorganizados totalmente ¡Ah, dioses, por qué he de vivir para ver esto!

El escudero, recordando sus obligaciones, dio órdenes a los centinelas que continuaban vigilando, impasibles, el pabellón de campaña.

—¡Conseguid rápidamente un caballo y ayudadme a subir al rey en él! ¡No debemos permanecer aquí por más tiempo!

Pero antes de que hubieran podido llevar a cabo su tarea, la desbandada de tropas estaba sobre ellos. Caballeros, arqueros e infantes huían entre las tiendas, caían tropezando entre las cuerdas y las vituallas. Entre los fugitivos cabalgaban los nemedios golpeando a izquierda y derecha. Rotas las cuerdas, los pabellones se desplomaban. El fuego se inició en un centenar de sitios al mismo tiempo y algunos nemedios saqueaban el campamento. Los centinelas que vigilaban la tienda de Conan murieron en sus puestos al repeler la embestida de los enemigos. Sus cuerpos caídos eran pisoteados por los caballos.

El escudero había cerrado a tiempo la entrada de la tienda y, en la confusión de la batalla, los enemigos no se dieron cuenta de que en aquel pabellón había un ocupante. Los que escapaban y sus perseguidores pasaron de largo llenando el valle con sus gritos atronadores. Entonces el escudero vio un grupo de caballeros que se acercaban hasta el pabellón real sabiendo perfectamente a quién pertenecía.

—Llega el rey de Nemedia con cuatro acompañantes y un escudero —dijo el joven a Conan—. Vienen a pedir vuestra rendición, mi señor.

—¡Que se rinda el demonio! —contestó Conan, rechinando los dientes.

El rey de Aquilonia había conseguido sentarse sobre su lecho. Luego, con un esfuerzo supremo, se irguió, tambaleándose como un borracho. El escudero se apresuró a ayudarle, pero Conan lo apartó.

—¡Dame ese arco! —dijo el cimmerio, señalando una de las armas que colgaban de un poste de la tienda.

—¡Pero Majestad, la batalla ya se ha perdido! ¡El enemigo respetará la sangre real del soberano derrotado!

—Yo no tengo sangre real. Soy un bárbaro, hijo de un herrero.

Conan colocó una flecha en el arco y avanzó, vacilante, hacia la puerta del pabellón. Tan formidable era su aspecto, con un leve calzón de cuero y una camisa sin mangas que ponían al descubierto la colosal potencia de sus músculos y el pecho, que el escudero retrocedió, asustado más por la presencia de su rey que por la amenaza de todas las huestes nemedias.

Con paso vacilante, Conan apartó de un golpe la cortina que daba acceso al pabellón y salió al exterior, colocándose bajo el dosel de la entrada. El rey de Nemedia y sus acompañantes habían descendido de los caballos y se detuvieron asombrados al contemplar la extraña y poderosa figura que se enfrentaba a ellos.

—¡Aquí estoy, chacales! —rugió el cimmerio—. ¡Soy el rey! ¡Morid, perros!

Levantó repentinamente el arco y soltó la cuerda. La flecha se clavó en el pecho del caballero que estaba más cerca de Tarascus.

—¡Maldita sea mi mano insegura! —dijo Conan—. ¡Venid y apresadme si podéis!

El cimmerio retrocedió lentamente y, después de apoyarse contra un poste de la tienda, alzó su enorme espada con las dos manos.

—¡Por Mitra! ¡Es el rey! —dijo Tarascus estupefacto. Pero se rió a carcajadas al comprender el engaño y agregó—: ¡El otro era alguien que ocupaba su lugar, con su armadura puesta! ¡Soldados, cortadle la cabeza!

Los tres soldados, jinetes con el emblema de la guardia real nemedia, se lanzaron hacia Conan y uno de ellos abatió al escudero con una maza de combate. Los otros dos no tuvieron tanta suerte. Al primero, que se acercó levantando la espada, Conan le respondió con un violento mandoble que le cercenó un brazo tras haberle cortado la cota de malla. El escudero cayó hacia atrás, su compañero tropezó con él y, antes de que pudiera recobrarse, la gran espada ya había terminado su trabajo.

Conan, que había avanzado unos pasos, volvió a retroceder y se recostó contra el poste. Los grandes músculos de sus piernas temblaban, su pecho se movía espasmódicamente y el sudor empapaba su rostro y su cuello. Pero sus ojos llameaban llenos de energía salvaje.

—¿Por qué te quedas tan lejos, perro de Belverus? Yo no puedo ir hasta ti. ¡Ven y lucha!

Tarascus vaciló, miró a los demás hombres de su escolta y a su escudero, un individuo de aire melancólico con cota de malla, y dio un paso hacia delante. Era un hombre más bajo y con menos fuerza que el gigantesco Conan, pero llevaba una armadura completa y era conocido en todas las naciones de Occidente como un hombre diestro con la espada. Sin embargo, el escudero lo cogió por un brazo y le dijo cautelosamente:

—No, Majestad, no juegues así con tu vida. Ordenaré a los arqueros que derriben a ese bárbaro como se abate a una fiera salvaje.

Ninguno de los presentes se había dado cuenta del carromato que se acercaba al lugar donde se encontraban, hasta que estuvo justo a su lado. Pero Conan, que sí lo había visto al mirar por encima de los hombres que se le enfrentaban, sintió un escalofrío. Había algo extraño en la aparición repentina de aquel carruaje arrastrado por caballos negros, pero fue sobre todo su ocupante quien atrajo la atención del cimmerio.

Era un hombre alto y de espléndida constitución física. Vestía una larga túnica de seda, sin adorno ni bordado alguno, y en la cabeza llevaba un tocado shemita que le ocultaba el rostro, aunque podía apreciarse el brillo magnético de su mirada. Las manos que llevaban las riendas eran blancas, pero fuertes.

Conan observó al extranjero y al instante sus primitivos instintos lo alertaron. De aquella figura velada emanaba un hálito amenazador, tan perceptible como el ondular de las hierbas altas al paso de una víbora.

—¡Te saludo, Xaltotun! —dijo Tarascus—. He aquí al rey de Aquilonia, que no murió en el alud, como creímos al principio.

—Ya lo sabía —dijo el otro, sin molestarse en decir cómo se había enterado—. Y bien, ¿qué piensas hacer con él?

—Diré a los arqueros que lo maten —dijo el nemedio—. Mientras esté vivo, será un peligro para nosotros.

—Hasta un perro puede ser útil a veces —explicó Xaltotun—. ¡Cogedlo vivo!

Conan se rió hoscamente y contestó:

—¡Venid a intentadlo! Si no fuera porque mis piernas me traicionan, os destrozaría. ¡Pero no conseguiréis cogerme con vida, malditos!

—Me temo que dice la verdad —dijo Tarascus—. Ese hombre es un bárbaro, tan fiero irracional como un tigre herido. Voy a llamar a los arqueros.

—Observa lo que voy a hacer y adquiere sabiduría —dijo Xaltotun.

El sacerdote de Set introdujo una mano bajo su túnica; cuando la hubo sacado, en su mano brillaba una esfera reluciente. De repente la arrojó contra Conan, y el cimmerio, con gesto desdeñoso, quiso golpearla de plano con la espada para desviarla, pero en el momento en que el cristal y el acero chocaron, se produjo una explosión, surgió una llama blanca y cegadora y Conan cayó sin sentido al suelo.

—¿Ha muerto? —preguntó Tarascus, que parecía estar convencido de que así era.

—No, sólo ha perdido el conocimiento; se recuperara dentro de algún tiempo. Dile a tus hombres que lo aten fuerte de pies y manos y que lo suban a mi carruaje.

Tarascus dio una orden y los hombres de la escolta colocaron el pesado cuerpo del cimmerio sobre el rústico vehículo, gruñendo por el peso de la carga. Xaltotun cubrió el cuerpo con un manto de terciopelo, ocultándolo así a las miradas de los demás. Luego volvió a tomar las riendas.

—Me encamino a Belberus —dijo—. Puedes decirle a Amalric que estaré con él si me necesita. Pero con Conan eliminado y su ejército destrozado, unas pocas lanzas bastarán para consolidar nuestra victoria. Próspero no puede traer más de diez mil hombres al campo de batalla, y sin duda se retirará a Tarantia cuando se entere de los resultados de la batalla. No le digas nada a Amalric ni a Valerio; es mejor que crean que Conan murió en el alud.

Luego el sacerdote miró fijamente al soldado de la guardia, que no pudo evitar que un escalofrío de miedo le paralizara el cuerpo ante una mirada tan penetrante.

—¿Qué llevas en la cintura? —preguntó Xaltotun.

—Bueno... es mi cinturón, señor —balbució el asustado guardia.

—¡Mientes! —afirmó Xaltotun lanzando una carcajada—. ¡Es una serpiente venenosa! ¡Qué necio eres... mira que llevar una víbora en la cintura!

Con los ojos desorbitados de espanto, el soldado miró hacia abajo y, donde debía estar la hebilla, descubrió, horrorizado, la cabeza de una serpiente. Vio los ojos malignos del ofidio y sus rezumantes colmillos, oyó un siseo y sintió el frío contacto del reptil en su cuerpo.

Él soldado gritó espantado y, al intentar quitarse el animal de la cintura, sintió que los colmillos se le clavaban en la mano. Se irguió un momento y luego cayó al suelo. Tarascus lo miró con un gesto inexpresivo. El soldado sólo llevaba un cinturón y una hebilla, que le ceñían las ropas a la cintura; la punta de la hebilla estaba clavada en la palma de la mano del hombre. Entonces Xaltotun fijó su hipnótica mirada en el escudero de Tarascus, que palideció intensamente y comenzó a temblar. Pero el rey intercedió a su favor y dijo:

—No; podemos confiar en él.

El hechicero agitó las riendas e hizo dar vuelta a los caballos.

—Procura que nadie se entere de lo que ha ocurrido aquí —le hizo Xaltotun a Tarascus—. Si me necesitas, dile a Altaro, el sirviente de Orastes, que me mande llamar, tal como acordamos. Yo estaré en tu palacio de Belverus.

Tarascus levantó la mano para saludar, pero, en cuanto el brujo se hubo alejado, su expresión dejó traslucir su contrariedad.

—¿Por qué le habrá perdonado la vida al cimmerio? —preguntó el asustado escudero.

—Eso es precisamente lo que yo me estaba preguntando —repuso Tarascus.

El sol poniente lamió los riscos con una llamarada de color escarlata, mientras el carruaje se perdía entre las sombras azuladas que avanzaban desde el este. El sordo fragor de la batalla se iba apagando a lo lejos.