9. ¿Es el rey o su fantasma?

 

Muchas gentes cruzaron la gran puerta de las murallas de Tarantia entre la puesta del sol y medianoche. Eran viajeros rezagados, mercaderes que venían de tierras lejanas, con mulas cargadas de mercancías, y braceros de las granjas y de los viñedos cercanos. Ahora que Valerio dominaba las provincias centrales, nadie ponía demasiada atención en comprobar la identidad de los hombres que llegaban a la ciudad en interminable procesión. La disciplina se había relajado, tal vez por la situación, y los soldados nemedios estaban demasiado ocupados bebiendo y mirando a las hermosas muchachas campesinas como para prestar atención a los labriegos y a los viejos cubiertos de polvo.

Entre estos últimos, sin embargo, uno destacaba sobremanera: era un hombre alto cuya capa no lograba disimular las poderosas líneas de su cuerpo, tenía un aspecto altanero y agresivo. Un gran parche cubría uno de sus ojos y su gorro de cuero, inclinado hacia delante, le tapaba, en parte, el rostro. Avanzó apoyado en un gran cayado hasta la puerta y entró, junto con los demás viajeros, en la ciudad por la gran puerta flanqueada de antorchas, sin que fuera interrogado por los soldados.

En las calles bien iluminadas de Tarantia, la muchedumbre desfilaba ante las tiendas y los puestos callejeros, que exhibían sus mercancías.

Los soldados nemedios avanzaban, en grupos, entre la multitud con manifiesta arrogancia. Las mujeres procuraban no cruzarse con ellos y los hombres los miraban frunciendo el ceño. Los aquilonios eran una raza altiva y aquellos soldados eran sus enemigos ancestrales.

El gigantesco viajero parecía incomodarse especialmente cuando se cruzaba con un grupo de aquellos hombres armados pero, al igual que el resto de los peatones, se hacía a un lado cuando pasaban los nemedios. A pesar de su elevada estatura, su atuendo vulgar hacía que no llamara demasiado la atención. Pero en una ocasión, al pasar ante la tienda de un mercader de espadas y dagas, la luz que salía de la tienda iluminó su rostro y el viajero creyó notar que alguien lo miraba. Se volvió a medias y observó a un hombre vestido con un jubón pardo de bracero, que lo miraba fijamente. Luego el individuo se dio media vuelta y, con inusitada rapidez, se perdió entre la multitud. Conan se desvió por una calleja y aceleró el paso. La actitud de aquel hombre podía haber sido simple curiosidad, pero no podía correr riesgos innecesarios.

La sombra de la Torre de Hierro se levantaba entre un laberinto de callejas y casuchas que se amontonaban en confuso desorden. La Torre era, en realidad, un antiguo castillo de gruesos muros de piedra con refuerzos de hierro, de donde le venía el nombre. En épocas anteriores, más agitadas, había servido de fortaleza.

No muy lejos del edificio se veía una torre de vigilancia, tan antigua que su primitivo origen había quedado en el olvido. Una cerradura en las puertas impedía que sirviera para refugio de la multitud de mendigos que pululaban por toda la ciudad. Pero un observador atento se hubiera extrañado de ver que aquella cerradura era demasiado nueva y robusta como para corresponder a un lugar tan abandonado. En el reino de Aquilonia no había media docena de personas que conociesen el secreto de aquella torre.

En el gran candado no se apreciaba ningún ojo para introducir la llave. No obstante, Conan se acercó a ella y, tras manipular con hábiles dedos en determinados resortes, consiguió abrir la cerradura. La puerta giró silenciosamente hacia adentro y el cimmerio penetró en las sombras. Inmediatamente empujó la puerta detrás de él. Si hubiera habido luz se habría visto que la torre era tan sólo un cilindro desnudo, levantado con antiguos y recios bloques de piedra.

Tanteando con la seguridad del que está familiarizado con un lugar, el cimmerio encontró unas ranuras en una de las losas del suelo y levantó rápidamente la piedra. Se introdujo sin vacilar por la abertura y descendió por una escalera. Tal como esperaba, Conan encontró al final de la escalera un pasillo que llevaba hasta los cimientos de la Torre de Hierro, a unas tres calles de distancia.

 

La campana de la fortaleza, que sólo sonaba a medianoche o por la muerte de un rey, comenzó a redoblar. En la habitación tenuemente iluminada de la Torre de Hierro se abrió una puerta y entró un hombre. El interior del edificio, tan adusto como el exterior, tenía paredes de piedras rústicamente talladas y las losas del suelo estaban desgastadas por los pies de muchas generaciones. Hacia arriba, las bóvedas no alcanzaban a verse a la luz de las antorchas que ardían en sus hornacinas, debido a la enorme altura de los muros de granito.

El hombre que había entrado en la Torre, alto y fornido, estaba vestido con un ajustado traje de seda negra. Cubría su cabeza con una capucha negra con dos orificios para los ojos. De sus hombros colgaba una ancha capa también negra. Empuñaba una pesada hacha que, por su forma especial, no parecía una herramienta de trabajo ni tampoco un arma.

Cuando avanzaba por el pasillo salió a su encuentro un anciano muy encorvado por el peso de su pica y de un enorme farol que sostenía con la otra mano.

—Amigo verdugo —dijo con aspereza el anciano—, no llegas tan pronto como tu antecesor. Acaba de dar la medianoche y unos enmascarados se encuentran ya en la celda de la señora esperándote.

—El sonido de la campana aún no ha cesado. Será mejor que te dediques a tus asuntos, viejo, y yo me dedicaré a los míos. Al fin y al cabo, creo que mi oficio es más agradable que el tuyo, siempre recorriendo pasillos y espiando en los calabozos. Yo, en cambio, sólo me dedico a cortar cabezas, como la de esta noche, que es la más hermosa de Tarantia.

El anciano se alejó murmurando y cojeando y el verdugo reanudó su marcha. Dobló por otro pasillo y pasó ante una puerta que estaba entreabierta. Al pasar lanzó una mirada distraída y notó que algo le llamaba la atención, pero cuando quiso reaccionar ya era demasiado tarde.

Vio un gran cuerpo que se le venía encima y un brazo robusto se enroscó en su cuello y ahogó su voz antes de que pudiera pronunciar una sola palabra. Comprobó aterrorizado que su propia fuerza nada podía contra la del atacante y sintió en un costado, sin verla, la punta de una daga.

—¡Perro nemedio! —dijo, con voz ciega de odio el desconocido—. ¡Ya no volverás a cortar más cabezas aquilonias!

Eso fue lo último que oyó el verdugo de Tarantia.

 

En un oscuro calabozo, iluminado tan sólo por una antorcha, tres hombres de pie rodeaban a una mujer joven que, de rodillas sobre las losas de piedra, los miraba con gesto atemorizado.

Vestía una ligera túnica sobre la que caían en cascada sus rubios cabellos. Tenía las manos atadas a la espalda y, a pesar de las circunstancias en las que se encontraba y de la palidez de su rostro, conservaba toda su belleza.

Los tres hombres estaban cubiertos por antifaces y capas. Un trabajo como el que los ocupaba ahora, aconsejaba llevar aquellas máscaras aunque estuviesen en un país conquistado. A pesar del disfraz, la mujer había reconocido perfectamente a los tres hombres, pero lo que ella supiera ya no perjudicaría a nadie después de aquella noche.

—Nuestro compasivo soberano te ofrece una última oportunidad, condesa —dijo el más alto de los tres hombres, que hablaba aquilonio sin acento extranjero—. Tengo el encargo de decirte que si estás dispuesta a someter tu altivo y rebelde espíritu, él te abrirá sus brazos de buen grado. De lo contrario...

El personaje señaló, significativamente, hacia un bloque de madera que había en el centro de la celda, en el que se apreciaban numerosas manchas rojizas, casi negras y también mellas hechas por un instrumento cortante y pesado.

Albiona se estremeció y empalideció aún más. Era demasiado joven y no se resignaba a morir, quería seguir viviendo. Valerio también era joven y, además, apuesto. «Muchas mujeres lo aman», pensaba Albiona, luchando consigo misma para conservar la vida. Pero no se sentía con fuerzas suficientes para pronunciar la palabra que la liberaría de la temible hoja del verdugo. No podía razonar con claridad; sólo sabía que, cuando se imaginaba en los brazos de Valerio, se estremecía con un horror más grande que el que le producía la idea de la muerte. Entonces movió negativamente la cabeza, empujada por un impulso más irresistible que el de la vida.

—¡En ese caso, no hay nada más que hablar! —dijo otro de los presentes, con voz impaciente y fuerte acento nemedio. Luego continuó—: ¿Dónde está el verdugo?

Como al conjuro de esta frase, se abrió en silencio la puerta del calabozo y apareció un hombre vestido de negro, como una sombra del inframundo.

Albiona lanzó un grito sordo e involuntario al ver la espantosa figura. A través de los orificios de la capucha, los ojos relucían como brasas azules y, al posarse su mirada en cada uno de los tres hombres, sintieron un escalofrío en la espalda.

Entonces, el más alto de los individuos asió rudamente a la muchacha y la empujó hacia el bloque de madera. La joven, dominada por el terror, gritó y forcejeó, pero el hombre la obligó a arrodillarse y le colocó la cabeza sobre el ensangrentado madero.

—¿Qué estás esperando, verdugo? —dijo, irritado, el aquilonio—. ¡Vamos, cumple con tu obligación!

Por toda respuesta, en el calabozo retumbó una carcajada ronca y amenazadora. Todos los que estaban en la celda se quedaron helados de espanto, mirando a la silueta gigantesca y encapuchada.

—¿Qué significa esa necia risa? —preguntó el hombre, sin poder esconder su inquietud.

—El verdugo se quitó en ese momento la capucha y la arrojó al suelo. Mientras levantaba el hacha, gritó con voz atronadora:

—¿Me conocéis, malditos?

El silencio estremecedor que siguió, quedó roto por una exclamación:

—¡El rey! —dijo la prisionera, soltándose del guardián—. ¡Por Mitra, es el rey!

Los tres hombres estaban inmóviles como estatuas. Entonces el aquilonio habló, pero con la voz del que duda de sus propios sentidos.

—¡El rey Conan! ¿Es el rey, o su fantasma? ¿Qué juego infernal es éste?

—Un juego infernal para unos hombres del infierno —respondió Conan repitiendo la carcajada espectral—. Venid, acercaos, amigos, vosotros tenéis vuestras espadas y yo el hacha. Y creo que esta herramienta de carnicero es el arma adecuada para la tarea que tengo por delante, ¡mis traidores vasallos!

—¡A él! —dijo el aquilonio, mientras desenvainaba su espada—. ¡Es Conan y debemos matarlo o morir en el intento!

Entonces, como hombres que despiertan de un sueño, los otros dos sacaron sus armas y se abalanzaron sobre el cimmerio.

El hacha del verdugo no estaba hecha para una lucha como aquélla, pero el rey manejaba la pesada herramienta como si fuese una daga y la rapidez de sus movimientos, cambiando constantemente de lugar, evitaba que los tres enemigos lo atacasen al mismo tiempo.

De un golpe, Conan desvió la espada de uno de sus oponentes y la gran hoja del hacha se hundió en el pecho del hombre, antes de que pudiera esquivarla. El otro nemedio se lanzó a fondo con su arma y, cuando intentaba retroceder, recibió un hachazo mortal. El aquilonio entonces se vio arrinconado contra una esquina de la celda, parando desesperadamente los golpes que recibía sin cesar.

El aquilonio parecía paralizado por el terror. Conan alargó su musculoso brazo y, de un tirón, le arrancó el antifaz, descubriendo el pálido rostro de uno de los nobles de su corte palaciega.

—¡Perro, ya me parecía conocer tu voz! ¡Maldito traidor, hasta este arma indigna es demasiado honrosa para tu cabeza! ¡No, debes morir como mueren los ladrones!

El aquilonio lanzó un alarido y cayó de rodillas cuando vio que el hacha describió un enorme arco mortal.

—¡Quédate ahí para siempre! —dijo el cimmerio y, asqueado, arrojó el hacha a un rincón—. ¡Vamos, condesa!

Conan cortó las cuerdas que retenían las muñecas de la joven, la levantó en brazos como si fuera una niña y salió de la celda. La muchacha sollozaba con fuerza, aferrada al cuello del cimmerio.

—Cálmate —dijo el rey—. Aún no hemos salido de ésta. Si pudiéramos llegar hasta el calabozo al que se abre la puerta secreta del pasadizo... ¡Maldición, han escuchado el ruido a pesar de estas gruesas paredes!

Así era, pasillo abajo se oía el rumor metálico de unas armas y los gritos y los pasos precipitados resonando bajo las arcadas. Una figura encorvada llegó cojeando, y con el farol que sostenía iluminó el rostro de Conan y de la muchacha. El cimmerio lanzó una maldición y soltó a la joven. El viejo guardián giró en redondo y, abandonando el farol y la pica, corrió por el pasillo mientras daba gritos de alarma con su voz cascada. Otras voces le contestaron.

Conan se volvió rápidamente y, llevando de la mano a la joven, corrió en dirección opuesta. Le habían cortado el camino hasta el calabozo de la cerradura secreta que daba a la puerta falsa por la que había entrado a la Torre. Pero conocía perfectamente aquel sombrío edificio: antes de ser rey, había sido prisionero, allí mismo.

El cimmerio giró por un pasadizo lateral y fue a salir a un ancho pasillo que corría en dirección paralela a aquel por el cual había llegado. Estaba desierto. Dio unos cuantos pasos más y luego se desvió por otro pasadizo lateral que lo condujo al corredor que había dejado atrás, estaba en un lugar estratégico. Un poco más allá se veía una puerta con un gran cerrojo, delante de la cual un barbudo nemedio montaba guardia. El soldado estaba de espaldas a Conan, mirando en dirección opuesta hacia donde se escuchaban el tumulto y las carreras de los soldados.

Conan no vaciló un momento. Dejó a la muchacha y corrió hacia el centinela, rápida y silenciosamente, con la espada en la mano. El soldado se volvió en el momento en el que Conan se abalanzaba sobre él y en su semblante se reflejaron el asombro y el temor. Antes de que pudiera usar su arma, el cimmerio golpeó con su espada sobre el casco del centinela, con una fuerza que hubiera tumbado a un oso. Casco y cráneo cedieron a la vez y el soldado se desplomó sin ni siquiera dejar escapar un suspiro.

Un instante después, Conan descorrió el cerrojo, demasiado pesado para un hombre normal, y llamó a Albiona, que corrió hacia él. La cogió sin miramientos y cruzaron la puerta, internándose en la oscuridad.

Llegaron a una calleja estrecha sumida en impenetrables sombras y flanqueada de un lado por la Torre, y por la parte posterior por unos edificios de piedra oscura. Conan avanzó tanteando, buscando una ventana o una puerta.

Detrás suyo se abrió con estrépito la puerta por la que surgieron numerosos soldados, uno de los cuales llevaba una antorcha. Gritaron confusamente sin poder ver demasiado, ya que la luz de la antorcha sólo desvanecía las tinieblas en unos pocos pasos a la redonda. Luego echaron a correr por la calleja en dirección opuesta a la que habían seguido Conan y su compañera.

—No tardarán en darse cuenta de su error —dijo él apresurando el paso—. Si encontrara un hueco en esta pared infernal... ¡Maldición, los soldados de la ronda!

Ante ellos se divisaba un tenue resplandor, justo en el lugar en el que la calleja se hacía un poco más ancha. Conan vio unas figuras, que se acercaban. Eran los soldados de la ronda nocturna que acudían a los ruidos que se habían oído poco antes.

—¿Quién va? —preguntó una voz.

Conan no pudo evitar que sus dientes rechinaran al escuchar el odiado acento nemedio.

—Sígueme de cerca —le dijo Conan a la joven—. Debemos abrirnos paso como sea, antes de que regresen los centinelas de la prisión y nos pillen en medio.

El cimmerio desenvainó la espada y corrió directamente hacia los recién llegados. Contaba con la ventaja que le proporcionaba la sorpresa y, además, los soldados estaban deslumbrados por el resplandor de su propia antorcha. Conan cayó sobre ellos antes de que se dieran cuenta y arremetió con la furia de un león herido.

Su única posibilidad estaba en pasar entre ellos antes de que pudieran recuperarse de la sorpresa. Pero eran una docena de soldados, veteranos de las guerras fronterizas y con un aguzado instinto de lucha. A pesar de todo, cayeron tres antes de que se dieran cuenta de que era un solo hombre el que los atacaba. La reacción de los restantes fue más violenta y el estrépito metálico del acero se hizo ensordecedor; las chispas saltaban cuando la espada de Conan aplastaba corazas y bacinetes. En la semioscuridad, el cimmerio podía ver mejor que sus enemigos y su veloz figura resultaba un blanco muy poco preciso.

Pero de pronto, a espaldas de Conan resonaron las voces de los centinelas de la prisión que volvían a la carrera por la calleja al escuchar el fragor de la lucha. Además, los integrantes de la ronda seguían enfrentándose a Conan. En pocos momentos estarían encima los otros soldados y la desesperación le hizo redoblar los golpes con la energía de un herrero que machaca sobre el yunque.

Súbitamente la situación cambió. A espaldas de los soldados de la ronda surgió una veintena de siluetas oscuras y enseguida se oyeron golpes certeros que acabaron con los pocos enemigos que quedaban. La calleja aparecía sembrada de soldados nemedios, unos muertos y otros retorciéndose en el suelo. Un hombre cubierto con una capa corrió hacia Conan y con voz apremiante dijo:

—¡Por aquí Majestad, deprisa!

Al mismo tiempo que lanzaba un juramento de sorpresa, Conan cogió en sus brazos a Albiona y siguió a su desconocido salvador. No tenía tiempo para dudar: treinta soldados de la prisión les pisaban los talones.

Rodeado de misteriosas figuras, el cimmerio corrió calle abajo llevando a la condesa en sus brazos como si fuese una niña. De sus nuevos amigos sólo sabía que usaban capas y capuchones y su natural recelo lo ponía alerta, pero era evidente que habían matado a sus enemigos y que le habían proporcionado la única posibilidad de escapatoria.

Como si adivinase sus dudas, el jefe de sus salvadores le tocó levemente el brazo y dijo:

—No temas, mi señor, todos somos leales súbditos tuyos.

Para el cimmerio, aquella voz no resultaba familiar, pero su acento era el de un aquilonio de las provincias de la región central de Tarantia.

Inmediatamente detrás de los guardias lanzaban gritos de venganza, mientras perseguían a las oscuras siluetas que corrían hacia la luz de la lejana calle. Pero los hombres de los capuchones se detuvieron súbitamente ante lo que parecía una pared lisa, y el cimmerio vio que abrían una puerta disimulada. Conan entró y la puerta se cerró a espaldas del grupo con el chasquido de un cerrojo. Los guías se movían con la rapidez que proporciona el conocimiento del lugar. Estaban atravesando una especie de túnel, y Conan notó que el cuerpo de Albiona temblaba en sus brazos. Entonces, a lo lejos, apareció una abertura hacia la que se dirigieron.

Cruzaron una serie de patios poco iluminados, callejas y sinuosos pasadizos en los que reinaba el silencio más absoluto, sin que se advirtiera la presencia de ninguna persona. Por último el grupo salió a un amplio salón iluminado, cuya situación Conan no podía precisar con exactitud: habían cambiado demasiadas veces de dirección mientras recorrían la sinuosa ruta que, en su huida precipitada, los había llevado hasta ese lugar.