21. Tambores de guerra

 

La confirmación de la guerra llegó cuando el ejército de Poitain, compuesto por diez mil soldados fuertemente armados, avanzó por los pasos montañosos del sur, entre el flamear de banderas y el relucir del acero. A la cabeza de todos, según denunciaban los espías, cabalgaba un gigantesco caballero de armadura negra, en cuya chaqueta de seda lucía el león real de Aquilonia. ¡Conan vivía! ¡El rey no había muerto! ¡Ya no había la menor duda en la mente de los hombres, fueran amigos o enemigos!

Con las nuevas de la invasión desde el sur, también llegó la noticia, que llevaron rápidos correos, del avance desde el norte de un ejército de gunderlandos, reforzados por los barones del noroeste y por los bosonios. Tarascus marchó con treinta y un mil hombres hasta Galparán, en el río Shirki, donde los gunderlandos debían cruzar para atacar las ciudades que todavía estaban en poder de los nemedios.

El Shirki era un río de corriente rápida y turbulenta, y corría hacia el sudoeste a través de desfiladeros y cañones rocosos; había en él pocos lugares por los que un ejército pudiera cruzar en aquella época de deshielo. Toda la parte situada al este del río estaba en manos de los nemedios y era lógico pensar que los gunderlandos cruzasen por Galoparán, o bien por Tanasul, que estaba más al sur. Se esperaban refuerzos de Nemedia, hasta que llegó la noticia de que el rey de Ofir estaba haciendo incursiones hostiles en la frontera meridional de Nemedia, y el empleo de más tropas por aquella zona hubiera significado exponer el territorio nemedio a una invasión por el sur.

Amalric y Valerio abandonaron Tarantia con veinticinco mil soldados dejando tras de sí, para evitar posibles revueltas durante su ausencia, una guarnición. Deseaban encontrar a Conan y derrotarle antes de que se le unieran las fuerzas rebeldes del reino.

El rey y sus poitanos habían atravesado las montañas, pero no hubo ningún enfrentamiento armado ni ataque contra ciudades o fortalezas. Conan desaparecería con la misma celeridad con que aparecía. Se decía que se encaminaba hacia el oeste atravesando un territorio abrupto y apenas poblado y que había cruzado la frontera bosonia, reclutando nuevas tropas a su paso. Amalric y Valerio, con sus huestes de nemedios, aquilonios renegados y feroces mercenarios, seguían iracundos las huellas del cimmerio, persiguiendo a un enemigo que nunca se dejaba ver.

Amalric no conseguía obtener más que vagos indicios de los movimientos de Conan. Se habían enviado partidas de exploradores que nunca regresaron, y de cuando en cuando el cuerpo de uno de ellos aparecía crucificado contra el tronco de un roble. El camino se hacía cada vez más abrupto y hostil, y los campesinos y gentes del lugar atacaban emboscados a los soldados con ímpetu salvaje y asesino. Lo único que Amalric sabía con certeza era que en algún punto al norte, tras el río Shirki, había un gran contingente de gunderlandos y bosonios del norte, y que Conan, con menor cantidad de hombres, todos ellos poitanos y bosonios del sur, estaba al sudoeste.

La inquietud comenzó a invadir su espíritu, temía que si proseguía su avance junto con Valerio por tan desolador paraje, Conan pudiera burlar su persecución y, dando un rodeo, invadir las provincias centrales que quedaban tras ellos. Amalric volvió a cruzar el río Shirki y acampó en una llanura situada a un día a caballo de Tanasul. Y allí esperó. Tarascus mantuvo su posición en Galparán temiendo que las maniobras de Conan lo obligaran a encaminarse hacia el sur y dejar paso libre, por el norte, a los gunderlandos.

 

Xaltotun llegó al campamento de Amalric en un misterioso carruaje tirado por caballos que nunca se cansaban y penetró en la tienda de Amalric. Dentro, Valerio y Amalric discutían ante un mapa desplegado sobre una mesa de campaña de rico marfil.

De un manotazo, el hechicero arrojó el mapa al suelo.

—Lo que no descubren vuestros rastreadores —dijo— lo averiguan mis espías, aunque sus informaciones son extrañamente confusas e imperfectas, como si una fuerza oculta se alzara contra mí.

»Conan avanza a lo largo del río Shirki con diez mil poitanos, tres mil bosonios del sur y un número de caballeros del norte y del sur que, junto con sus huestes, forman un total de cincuenta mil soldados. Un ejército de treinta mil gunderlandos y bosonios del norte se dirige al sur para unirse a él. Se han puesto en contacto por medios de comunicación secretos establecidos por esos malditos sacerdotes de Asura, que parecen estar en mi contra y a quienes arrojaré a las serpientes cuando esta guerra acabe. ¡Lo juro por Set!

»Los dos ejércitos avanzan hacia el paso de Tanasul, pero dudo que los gunderlandos lleguen a cruzar el río. Es más probable que Conan lo atraviese para unirse con ellos.

—¿Y qué sentido tiene que Conan cruce el río?—preguntó Amalric.

—Le conviene retrasar la batalla. Cuanto más espere, más fuerzas se le unirán y más precaria será nuestra situación. Los montes de la otra orilla hierven de gentes apasionadamente leales a su causa: hombres desesperados, refugiados y fugitivos de la crueldad de Valerio. De todas partes del reino acuden presurosas gentes para unirse a su ejército. A diario, destacamentos enteros de nuestras tropas caen fulminadas en las emboscadas que les tienden los habitantes de la región. La revuelta se extiende a las provincias centrales y pronto desembocará en una rebelión consumada. Las guarniciones que dejamos allí se muestran insuficientes y por el momento no cabe esperar refuerzos de Nemedia. En los desórdenes de la frontera de Ofir se nota la intervención de Pallantides, que procede de una familia de esa zona.

»Si no conseguimos alcanzar a Conan y acabar pronto con él, la rebelión se extenderá como el fuego por todas las provincias. Tendremos que regresar a Tarantia para defender lo que ya es nuestro y tal vez abrirnos camino a través de una región rebelde con el grueso de las fuerzas de Conan pisándonos los talones. Después, nos veremos obligados a soportar el asedio en la propia ciudad, con enemigos dentro y fuera de las murallas. No, no podemos esperar. Hay que aniquilar al cimmerio antes de que su ejército se vuelva invencible, antes de que las provincias centrales se levanten contra nosotros. Cuando su cabeza adorne las puertas de Tarantia en una pica, veréis qué pronto se acaban los desórdenes.

—¿Por qué no utilizas tu magia para acabar con su ejército? —preguntó Valerio en tono burlón.

Xaltotun miró al aquilonio como si en el fondo de sus sarcásticos ojos pudiera leer el significado auténtico de su mordaz comentario.

—No te preocupes —dijo al fin—. Mis artes aplastarán a Conan como a un mísero lagarto. Pero la hechicería también requiere la ayuda de las espadas, las picas y las cotas de malla.

—Si consigue pasar a la otra orilla y tomar posiciones en los montes de Goralia, resultará difícil hacérselas abandonar —dijo Amalric—. Pero si caemos sobre él en el valle, a este lado del río, lo aplastaremos. ¿A qué distancia de Tanasul se encuentra Conan?

—Al ritmo que lleva, alcanzará el paso mañana por la noche. Sus hombres son duros y él los fuerza al máximo. Tendría que estar allí al menos un día antes que los gunderlandos.

—¡Magnífico! —añadió Amalric golpeando la mesa con el puño—. Puedo llegar antes que él. Enviaré un mensajero a Tarascus con la orden de que me siga hasta Tanasul. Para cuando él llegue, le habré cortado el paso a Conan y acabado con él. Nuestros dos ejércitos unidos podrán, entonces, cruzar el río y atacar a los gunderlandos.

Xaltotun negó con la cabeza, mostrando su impaciencia.

—Un buen plan si no tuviéramos un hombre de la categoría de Conan como adversario. Pero tus veinticinco mil hombres no bastarán para destruir a sus dieciocho mil soldados antes de la llegada de los gunderlandos. Lucharán con la desesperación de una pantera herida. Además, supón que aparecen los gunderlandos en medio del fragor de la batalla. Quedarías entre dos fuegos y te derrotarían antes de que Tarascus pudiera llegar en tu ayuda. Cuando alcance Tanasul, será demasiado tarde para auxiliarte.

»Tendrás que lanzar a todas tus tropas contra Conan —repuso el aqueronio—. Envía un emisario a Tarascus con la orden de que se reúna aquí con nosotros. Esperamos su llegada. Una vez juntos, marcharemos en masa hacia Tanasul.

—Pero mientras aguardamos —protestó Amalric—, Conan cruzará el río y llegará junto a los gunderlandos.

—Conan no cruzará el río —respondió Xaltotun.

Amalric levantó la cabeza y, mirando los enigmáticos ojos oscuros del hechicero, pregunto:

—¿Qué quieres decir?

—Supón que se desata una lluvia torrencial en el norte, en el nacimiento del río Shirki, y que su caudal baja tan crecido que su travesía por Tanasul resulta imposible. ¿No podríamos, entonces, actuar a nuestro antojo y congregar el grueso de nuestras fuerzas para sorprender a Conan en este lado del río y aniquilarlo? Y que después, cuando el río haya crecido, lo que calculo que ocurrirá al siguiente día, podremos atravesar sus aguas y destruir a los gunderlandos. Si seguimos esta táctica, habremos concentrado toda nuestra potencia contra cada uno de los contingentes enemigos de menor poderío.

Valerio soltó una carcajada ante la perspectiva, siempre estimulante, de la destrucción de alguien, ya fuera amigo o enemigo, y con gesto brusco pasó una mano inquieta por entre sus rubios y desordenados cabellos. Amalric continuó observando al aqueronio con una mezcla de temor y admiración.

—Si sorprendemos a Conan en el valle del Shirki, con las abruptas montañas a su derecha y el río crecido a su izquierda —admitió—, nuestras fuerzas podrán aniquilarle. Pero ¿crees... estás seguro... de que esas lluvias se producirán?

—Voy a mi tienda —repuso Xaltotun, poniéndose en pie—. La práctica de la nigromancia requiere algo más que el mero gesto de una mano. Envía un emisario a Tarascus y no dejes que nadie se acerque a mi tienda.

Esta última orden resultaba innecesaria. Ningún miembro de aquel ejército habría aceptado aproximarse al misterioso pabellón negro, con las cortinas de la entrada siempre echadas, ni ante la promesa de una buena recompensa. Nadie más que Xaltotun penetraba en él y sin embargo solían escucharse distintas voces en su interior. Sus tenues paredes vibraban sin el más leve soplo de brisa y una música sobrenatural parecía emanar perpetuamente de la tienda. Tras su rica seda se percibía en la oscuridad de ciertas noches el oscilar de los cirios y el trasiego sin fin de sombras informes y siniestras.

Aquella noche, tumbado en su lecho de campaña, Amalric escuchaba el rítmico redoble de un tambor en el interior de la tienda de Xaltotun. Su sonido retumbaba en la tenebrosa oscuridad y de cuando en cuando parecía confundirse con las vibraciones de una voz gutural, similar al croar de un anfibio. Amalric sintió un escalofrío; sabía que aquella voz no pertenecía a Xaltotun. El resonar del tambor fue aumentando de intensidad hasta convertirse en un lejano trueno y, antes del alba, Amalric pudo ver desde su tienda cómo el horizonte norte se teñía con el rojo resplandor de unos relámpagos. En el resto del cielo, las estrellas brillaban con una luz blanquecina. Pero el constante fulgor de los relámpagos iluminaba el firmamento como el destello carmesí de una fogata en el filo de un acerado cuchillo.

 

Tarascus llegó al día siguiente con la caída del sol. Lo acompañaban sus huestes, fatigadas y polvorientas a causa de la dura marcha. Los infantes avanzaban rezagados con respecto a la caballería. Acamparon en la planicie próxima al campamento de Amalric y de madrugada todo el ejército emprendió el camino hacia el oeste.

Su marcha era precedida por una avanzadilla de batidores como punta de lanza y Amalric esperaba impaciente su regreso para que le contaran la desesperación de los poitanos, inmovilizados por la furiosa crecida. Sin embargo, las nuevas que trajeron fueron mal recibidas: Conan había atravesado el río.

—¿Cómo? —exclamó Amalric—. ¿Que ha logrado atravesar la corriente a pesar de la riada?

—No hubo tal riada —repusieron los exploradores sorprendidos—. El ejército enemigo llegó anoche a Tanasul e inmediatamente después atravesó el río.

—¿Que no ha habido crecida? —exclamó Xaltotun, mostrando asombro por vez primera ante Amalric—. ¡Es imposible! ¡Anoche y anteanoche llovió torrencialmente en la cabeza del río Shirki!

—Es muy posible, mi señor —repuso el soldado—. Las aguas bajaban cenagosas y los habitantes de Tanasul afirmaban que el caudal había crecido un par de palmos desde ayer, pero no lo suficiente para impedir que Conan lo cruzara.

¡Las malas artes de Xaltotun habían fracasado! Este pensamiento martilleaba el cerebro de Amalric. Su antiguo temor ante este hombre misterioso había aumentado desde aquella noche en Belverus en que presenció cómo una momia descamada y apergaminada se metamorfoseaba en un ser viviente. Y la muerte de Orastes había transformado su temor latente en verdadero espanto. En lo más profundo de su corazón albergaba la terrible convicción de que aquel hombre —o demonio— era invencible. Pero ahora poseía una prueba irrefutable de su fracaso.

Sin embargo, el nemedio pensó que hasta al más poderoso de los nigromantes podía fallar alguna vez. En cualquier caso, no se atrevía a oponerse al aqueronio... todavía. Orastes había muerto entre horribles dolores, sólo Mitra sabe gracias a qué innombrables hechizos, y Amalric era consciente de que su espada no podría triunfar allí donde la magia negra del sacerdote renegado había fracasado. Cualquiera que fuese el abominable plan que Xaltotun urdía en su mente, pertenecía al futuro y resultaba imposible de predecir. Conan y sus secuaces formaban parte del presente y constituían una amenaza frente a la cual muy bien pudieran necesitarse las malas artes del hechicero antes de que el combate hubiera concluido.

 

Llegaron a Tanasul, un pequeño poblado fortificado que se alzaba frente a un saliente rocoso que a modo de puente natural permitía el paso de una orilla a otra, salvo en momentos de grandes crecidas. Los rastreadores informaron que Conan había tomado posiciones en los montes de Goralia, cuyas estribaciones se alzaban a escasas leguas del río. Poco antes de la caída del sol, los gunderlandos habían llegado a su campamento.

Amalric miró a Xaltotun, que permanecía impasible y enigmático bajo la luz temblorosa de las antorchas. Cayó la noche.

—¿Y qué hacemos ahora? Tu magia ha fracasado. Conan se nos enfrenta con un ejército casi tan poderoso como el nuestro, desde una posición más favorable. Podemos elegir entre dos opciones a cual más problemática: acampar aquí y esperar su ataque, o regresar a Tarantia y aguardar refuerzos.

—Si esperamos, estamos perdidos —respondió Xaltotun—. Atravesad el río y acampad en la llanura. Atacaremos al alba.

—¡Pero su posición es demasiado fuerte! —exclamó Amalric.

—¡Estúpido! —un arrebato de pasión rompió la calma aparente del brujo—. ¿Es que ya no te acuerdas de Valkia? ¿Y sólo porque algún oscuro designio ha impedido la crecida me juzgas impotente? Pretendía que fueran tus armas las que acabaran con nuestros enemigos; pero no temas, será mi magia la que extermine a sus huestes. Conan ha caído en una trampa y ésta será la última puesta de sol que vean sus ojos. ¡Cruzad el río!

Lo atravesaron bajo el resplandor de las antorchas. Los cascos de los caballos resonaban sobre el puente de piedra y levantaban salpicaduras de agua a su paso por los bajíos. El reflejo de las teas sobre los escudos y las corazas arrancaba destellos rojos a las tenebrosas aguas. El puente era amplio, a pesar de lo cual no lograron acampar en la otra orilla hasta pasada la medianoche. A lo lejos percibían el tenue parpadeo de unas lejanas hogueras. Conan se había hecho fuerte en los montes de Goralia, entre cuyas rocas se habían refugiado, en más de una ocasión, los reyes aquilonios.

Amalric abandonó su tienda y deambuló, inquieto, por el campamento. Del negro pabellón de Xaltotun surgía un resplandor sobrenatural y de cuando en cuando se dejaba oír un grito diabólico que rompía la quietud de la noche. El quedo y mortecino redoble de un tambor surcaba el aire como un zumbido.

Con la intuición agudizada por la noche y las circunstancias, Amalric presentía que Xaltotun tenía enfrente algo más que una mera fuerza física. Las dudas sobre el poder real del hechicero atormentaban su mente. Al mirar la luz de las hogueras que brillaban en lo alto, su rostro se ensombreció. Se encontraba junto con sus hombres en un territorio hostil. Escondidos en los montes acechaban los muchos miles de seres cuyos corazones, despojados de toda esperanza, no albergaban sino un odio frenético hacia sus invasores, una terrible sed de venganza. La derrota significaría el exterminio, la retirada a través de unas tierras llenas de enemigos sedientos de sangre. Y al amanecer, él, Amalric, tendría que lanzar a sus huestes contra el más feroz combatiente de todo Occidente, a quien respaldaban sus desesperadas hordas. Si Xaltotun fracasaba en esta ocasión...

De entre las sombras surgieron media docena de soldados. La luz de las hogueras arrancaba destellos a sus corazas y cascos. Entre todos arrastraban una figura enjuta recubierta de harapos.

—Señor —dijo uno de los soldados tras presentar el saludo de rigor—, este hombre ha llegado a los puestos de avanzada con la pretensión de hablar con el rey Valerio. Es aquilonio.

Aquel individuo tenía el aspecto de un lobo al que las trampas del bosque hubieran marcado con numerosas cicatrices. Las viejas heridas que mostraba en muñecas y tobillos indicaban que alguna vez había llevado grilletes. Un gran costurón —la marca de un hierro candente— desfiguraba su rostro. Los ojos del hombre refulgían entre la maraña de su pelo, mientras permanecía agazapado ante Amalric.

—¿Quién eres, perro asqueroso? —preguntó el nemedio.

—Me llaman Tiberias —contestó el hombre y sus dientes rechinaron en un espasmo involuntario—. He venido a enseñaros cómo vencer a Conan.

—Un traidor, ¿eh? —respondió secamente el barón.

—Se rumorea que tienes oro —musitó el hombre estremeciéndose bajo los harapos—. ¡Dame algo, señor! ¡Dame oro y te enseñaré cómo derrotar al rey! —Sus ojos miraban desorbitados y sus manos se extendían como garras temblorosas, con las palmas hacia arriba en gesto de súplica.

Amalric se encogió de hombros con disgusto, Pero no había un instrumento, por repugnante que fuese, que no estuviera dispuesto a utilizar.

—Si es cierto lo que dices, te irás con más oro del que eres capaz de acarrear —dijo—. Pero si mientes o compruebo que eres un espía, te haré crucificar cabeza abajo. Traedlo aquí.

En la tienda de Valerio, el barón señaló al hombre que se arrodillaba ante ellos temblando, mientras trataba de cubrirse con sus andrajos.

—Dice que sabe algo que nos será de utilidad mañana. Necesitaremos todo tipo de ayuda por si el plan de Xaltotun resulta tan poco eficaz como el anterior. ¡Habla, perro!

El cuerpo del hombre se estremeció sacudido por extrañas convulsiones. Las palabras acudieron en tropel a su boca:

—Conan ha acampado a la entrada del valle de los Leones, que se abre en forma de abanico, flanqueado por escarpadas montañas. Si lo atacáis mañana, tendréis que avanzar directamente por el valle, porque vuestros hombres no lograrán subir a las montañas desde allí. Pero si el rey Valerio se digna aceptar mis servicios, yo lo guiaré por entre esas montañas y le mostraré la forma de sorprender al rey Conan desde la retaguardia. De seguir mi plan, habrá que ponerse en camino de inmediato. El viaje a caballo es largo; hay que recorrer varias leguas hacia el oeste y otras tantas hacia el norte. Después, cambiando de rumbo con dirección este, llegaremos a la parte baja del valle de los Leones, como lo hicieron los gunderlandos.

Amalric vaciló mientras se acariciaba la barbilla. En aquellos tiempos caóticos no era raro encontrar hombres capaces de vender su propia alma a cambio de un puñado de monedas de oro.

—Supongo que sabes que si tratas de engañamos, morirás —dijo Valerio.

El hombre sufrió un nuevo escalofrío, pero sus ojos permanecieron inmutables.

—¡Si os traiciono, matadme!

—Conan no se atreverá a dividir sus fuerzas —comentó Amalric—. Necesitará a todos sus hombres para rechazar nuestro ataque. No puede prescindir de ninguno para tendemos una emboscada en las montañas. Además, este desgraciado sabe que su pellejo depende de que nos conduzca al punto prometido. ¿Acaso un perro como él sacrificaría su propia vida por una causa ajena? ¡Absurdo! No. Valerio, creo que este hombre es sincero.

—Y el mayor de los traidores, capaz de vender a su libertador —dijo, riendo, Valerio—. Está bien. Seguiré a este perro. ¿Con cuántos soldados podré contar, Amalric?

—Cinco mil serán suficientes —respondió el nemedio—. Un ataque sorpresa por la retaguardia sembrará la confusión entre sus hombres, y eso bastará. Esperaré tu ataque hacia el mediodía.

—Tendrás noticias mías —repuso Valerio.

Cuando Amalric regresó a su tienda, descubrió con alivio que Xaltotun continuaba en su pabellón, a juzgar por los gritos escalofriantes que de cuando en cuando salían de su interior. Cuando, poco después, escuchó el resonar de las armas y el tintineo de las espuelas en la noche, sonrió con maldad. Valerio iba a servirle doblemente en sus propósitos. El barón sabía que Conan era como un león herido, que ataca y hiere aun en su agonía. Cuando Valerio atacase desde la retaguardia, la desesperada respuesta del cimmerio podría ocasionar la muerte de su enemigo antes de sucumbir él mismo. Tanto mejor. Amalric se dijo que bien podría prescindir de Valerio, una vez que éste hubiera preparado el camino para la victoria nemedia.

 

Los cinco mil jinetes que acompañaban a Valerio eran, en su mayor parte, aquilonios renegados y endurecidos. Bajo la serena luz de las estrellas, abandonaron el campamento y se encaminaron hacia el oeste, en dirección a los grandes macizos rocosos cuya imponente mole destacaba majestuosa contra el firmamento. Valerio cabalgaba a la cabeza y junto a él Tiberias, unido a los dos jinetes que le escoltaban por sendas correas de cuero sujetas a sus muñecas. Otros los seguían de cerca con las espadas desenvainadas.

—Si nos juegas una mala pasada, serás hombre muerto al instante —dijo Valerio—. No conozco cada uno de los senderos de estas montañas, pero sé lo suficiente como para estar seguro del rumbo que deberemos tomar hasta llegar al valle de los Leones. Procura no equivocarte de camino.

El hombre inclinó la cabeza y sus dientes castañetearon mientras aseguraba al barón su lealtad, con los ojos estúpidamente clavados en el estandarte que ondeaba contra el cielo con la serpiente dorada de la antigua dinastía.

Rodeando las estribaciones montañosas que bloqueaban el valle de los Leones, la comitiva se encaminó hacia el oeste; tras cabalgar durante una hora, giraron hacia el norte, a través de abruptas montañas por senderos confusos y tortuosos. El amanecer los sorprendió a un par de leguas al noroeste de la posición de Conan; allí el guía dobló hacia el este y los condujo por un laberinto de gargantas y desfiladeros. Valerio afirmó con la cabeza, juzgando su posición con respecto a los picos que se destacaban contra el cielo en la lejanía. En ningún momento había perdido el norte, y sabía que el renegado los conducía en buena dirección.

Pero casi de improviso, una neblina gris procedente del norte cayó sobre ellos, velando crestas y valles y ocultando el sol; el mundo se convirtió en un vacío gris donde la visibilidad se limitaba a unos cuantos palmos a la redonda. El avance se hizo penoso. Valerio lanzó una maldición. Había dejado de ver los picos que le servían de orientación y ahora tenía que fiarse totalmente de su traicionero guía. La serpiente dorada pendía fláccida en la atmósfera sin viento.

Hasta el mismo Tiberias parecía desconcertado. Se detuvo y miró a su alrededor dubitativo.

—¿Acaso te has perdido, perro? —preguntó con aspereza el barón.

—¡Escuchad!

Más adelante, en algún lugar indeterminado, comenzó a escucharse una tenue vibración, el lejano redoble de unos tambores.

—¡Los tambores de Conan! —exclamó el aquilonio.

—Si estamos lo bastante cerca para oír los tambores —musitó Valerio—, ¿por qué no se escuchan los gritos y el estruendo de las armas? La batalla tiene que haber comenzado.

—En los desfiladeros el viento juega malas pasadas —repuso Tiberias, reanudando el castañetear de dientes que delataba su prolongada estancia en húmedos y lóbregos calabozos—. ¡Escuchad! —Hasta ellos llegaba un rumor sordo y confuso.

—¡Están luchando en el valle! —exclamó Tiberias—. El sonido del tambor procede de las montañas. ¡Apresurémonos!

Partió a galope hacia el lugar de donde provenía el redoble de los tambores, con la seguridad del que conoce bien el terreno que pisa. Valerio lo siguió, lanzando imprecaciones contra la niebla, hasta que advirtió que podría servirle para ocultar su avance. Conan no lo vería llegar y lo sorprendería por la retaguardia antes de que el sol del mediodía disipara la neblina.

De momento era incapaz de distinguir si eran taludes, bosquecillos o desfiladeros lo que iba dejando atrás a su paso por la montaña. Los tambores redoblaban sin cesar, aumentando de intensidad a medida que avanzaban. Pero ninguna otra señal parecía indicar que la batalla hubiera comenzado. Valerio ignoraba por completo hacia dónde se dirigían. Se estremeció al distinguir las imponentes paredes de roca grisácea que flanqueaban su paso y comprendió que cabalgaban por una estrecha garganta. Pero el guía no daba muestras de inquietud, y Valerio dejó escapar un suspiro de alivio al observar que las paredes se ensanchaban y se perdían en la niebla. El desfiladero quedaba atrás. Habían atravesado el punto más vulnerable a una posible emboscada.

Tiberias se detuvo de nuevo. Los tambores se oían cada vez más cerca y Valerio no conseguía determinar la dirección del sonido. Tan pronto parecía venir de atrás como de enfrente, de la izquierda, como de la derecha. El rey se revolvió inquieto en su cabalgadura, con la armadura reluciente por la humedad, y los jirones de niebla borrando el contorno de su silueta. Tras él, largas hileras de jinetes se perdían en la distancia, ofreciendo una imagen fantasmagórica entre la niebla.

—¿Por qué te detienes, perro? —preguntó Valerio con apremio.

El guía parecía estar escuchando el desconcertante tambor cuando, de súbito y volviéndose lentamente en su silla, se encaró con Valerio, mostrando en su rostro una terrible e indescriptible sonrisa.

—La niebla se desvanece, Valerio —dijo con un nuevo tono en su voz, mientras su dedo huesudo señalaba hacia adelante—. ¡Mira allá!

El tambor había dejado de sonar y la niebla desaparecía lentamente. Ante sus ojos, las cumbres rocosas se recortaban altas y espectrales contra el gris del cielo. El velo de niebla se aclaraba en desgarrones cada vez más dispersos.

Valerio se alzó repentinamente en sus estribos y un grito escapó de sus labios, coreado al instante por el resto de los jinetes. No se hallaban en un valle abierto y despejado, sino entre las altas e inexpugnables paredes de un angosto desfiladero sin salida. Las rocas les cerraban el paso por todas partes, excepto por el camino, por el que habían venido.

—¡Perro! —exclamó Valerio, y con el guantelete de hierro asestó un golpe brutal en la boca de Tiberias—. ¡Nos has tendido una trampa!

Tiberias escupió un cuajaron de sangre, y una espantosa carcajada sacudió su cuerpo.

—¡Una trampa que librará al mundo de una bestia inmunda! ¡Mira allá, perro!

Valerio soltó una nueva imprecación, más furioso que amedrentado.

El desfiladero estaba bloqueado por una banda de hombres, de aspecto temible y fiero, que permanecían inmóviles y en silencio, como estatuas. Eran centenares, vestidos con harapos y armados con lanzas. Arriba, en las alturas, asomaban más figuras, miles de ellas salvajes, feroces, enflaquecidas; rostros marcados por el hambre, el fuego y el acero.

—¡Una trampa de Conan! —exclamó Valerio.

—Conan no sabe nada —contestó Tiberias entre carcajadas.

»Este plan ha sido producto de la mente de unos hombres desesperados, unos hombres a los que tú has destrozado y convertido en animales. Amalric tenía razón. Conan no dividiría a su ejército. Nosotros somos la escoria que lo sigue, los lobos que acechan escondidos entre los riscos, los hombres sin hogar y sin esperanza. Trazamos este plan, y los sacerdotes de Asura nos asistieron con la niebla. ¡Contempla a esos hombres, Valerio! ¡Todos ellos llevan tu marca, sobre su cuerpo o bajo su alma!

»¡Y mírame a mí ahora! ¿No me reconoces? ¿No reconoces esta cicatriz marcada al fuego? ¿No ves en ella la mano de tu verdugo? En un tiempo sí me reconocías. Entonces yo era el señor de Amilus, el hombre a cuyos hijos asesinaste, y a cuya hija deshonraron y mataron tus mercenarios. Dijiste que no sería capaz de sacrificar mi vida por traicionarte. ¡Por todos los dioses, si tuviera mil vidas, las daría a cambio de tu perdición!

»¡Y ahora la tengo entre mis manos! ¡Mira a esos hombres, seres muertos en vida por tu ambición de rey! ¡Ha llegado la hora de su venganza! Este desfiladero será tu tumba. ¡Trata de retroceder por el desfiladero: las lanzas te cerrarán el paso y miles de piedras lloverán desde lo alto para aplastarte! ¡Perro! ¡Te esperaré en el infierno!

Echando hacia atrás la cabeza, rompió a reír con aterradoras carcajadas que se fundieron con el retumbar de las rocas al despeñarse. Valerio se inclinó hacia Tiberias y atravesó su cuerpo de lado a lado con su espada. El hombre cayó a tierra sin dejar de reír entre el borboteo de la sangre que manaba de su garganta.

El redoble de los tambores se reanudó y el desfiladero quedó envuelto en un estruendo atronador. Los peñascos se desplomaban con estrépito y los gritos de espanto y agonía de los jinetes se fundían con el silbar de las flechas que llovían desde lo alto.