12. El colmillo del dragón

 

Amanecía cuando Conan consiguió vadear la corriente del río Alimane siguiendo el rastro de la caravana que se dirigía hacia el suroeste. Detrás de él, en la otra orilla, el conde Trocero estaba inmóvil sobre su caballo, a la cabeza de sus soldados, sobre los que ondeaba, bajo la brisa de la mañana, el gran estandarte del leopardo carmesí. Aquellas gentes, de cabello oscuro y relucientes armaduras, permanecieron en silencio hasta que la silueta de su rey se perdió en la distancia.

Conan montaba un gran caballo negro, regalo de Trocero. No llevaba las armas de Aquilonia. Tenía puesto el arnés de los Compañeros Libres, donde se integraban hombres de todas las razas. Su casco era un sencillo bacinete, lleno de abolladuras, el cuero de sus arreos estaba desgastado y la cota de malla brillaba como la de un soldado veterano de muchas campañas. La capa roja que flotaba sobre sus hombros estaba manchada y desgarrada. Conan tenía todo el aspecto del soldado de fortuna experto en toda clase de vicisitudes, rico un día, después de un saqueo, e indigente el siguiente por la mala fortuna en una partida de dados.

Más que representar bien su papel, Conan lo sentía en realidad. Era el despertar de los viejos recuerdos, el resurgir de los días turbulentos, fieros, gloriosos, mucho antes de conseguir la corona. Días y días de mercenario errante y pendenciero, despreocupado por el mañana y sin más ambición que beber cerveza, jugar una partida, besar unos labios rojos y blandir su afilada espada por los campos de batalla de todo el mundo.

Sin darse cuenta, Conan adoptó de nuevo las viejas costumbres. Cabalgaba como los soldados, con el vaivén algo más acentuado; mientras de sus labios surgían con espontaneidad juramentos olvidados y viejas canciones que mucho tiempo atrás había entonado a coro con sus viejos camaradas en apestosas tabernas o en los polvorientos caminos que conducían al campo de batalla.

El cimmerio avanzaba por una tierra convulsionada. Los grupos de jinetes que habitualmente vigilaban las orillas del río de las incursiones de los poitanos, no se veían por ninguna parte. El largo camino blanco se extendía monótono de horizonte a horizonte. Las largas caravanas de camellos, los pesados carromatos y los rebaños de ovejas parecían haber desaparecido. Sólo de trecho en trecho se cruzaba con algunos jinetes vestidos de cuero y de metal, con rostros de halcón y ojos endurecidos, cabalgando con aire cansino. Observaban a Conan inquisitivamente, pero el arnés de guerra del solitario viajero les prometía escaso botín y muchos quebraderos de cabeza.

Las aldeas estaban desiertas, cuando no quemadas hasta los cimientos, y los campos estaban agostados. Sólo los más osados se aventuraban a cruzar por esas tierras. La población nativa estaba diezmada por las guerras civiles o por las incursiones provenientes de la otra orilla del río. En épocas de paz, estos caminos eran el paso obligado de las caravanas de mercaderes que viajaban desde Poitain a Messantia, la capital de Argos, o viceversa. Pero ahora los comerciantes consideraban más prudente dirigirse hacia el este, atravesando Poitain para luego cruzar Argos y desviarse hacia el sur. Era un camino más largo, pero infinitamente más seguro. Sólo un hombre muy valeroso, o muy imprudente, arriesgaría su vida transitando por aquel camino que cruzaba Zingara.

El mundo había entrado en una edad de hierro, de guerras y ambiciones imperiales. Era el momento propicio para que los más poderosos se levantaran sobre la ruina de los pueblos erigiéndose en sus conquistadores. ¿Por qué no podía él ser uno de ellos? Así resonaba en su oído el demonio familiar de Conan, mientras los fantasmas de su pasado sangriento y sin ley recorrían su mente. Pero el cimmerio no se desvió de su camino; siguió cabalgando, siempre hacia delante, buscando la respuesta a una pregunta que se hacía cada vez más insondable, hasta el punto de que, por momentos, le embargaba la sensación de estar dirigiéndose hacia algo inalcanzable.

Conan apresuraba el trote de su negro corcel, pero la larga carretera blanca seguía perdiéndose en el horizonte. Zorathus llevaba una considerable ventaja, pero el cimmerio avanzaba incansable espoleado por la certeza de que viajaba mucho más rápido que los mercaderes, lastrados por el peso de la carga.

Poco después llegó ante el castillo del conde Valbroso, una construcción colgada de las rocas, como un nido de águila, que dominaba aquel camino.

El conde descendió de la fortaleza acompañado de alguno de sus soldados. Era un hombre delgado, de piel oscura, ojos centelleantes y nariz aguileña, como la de un ave de rapiña. Usaba una armadura negra y lo seguían treinta lanceros de oscuros bigotes, verdaderos lobos de las guerras fronterizas y tan codiciosos como su propio señor. En los últimos tiempos casi nadie cruzaba estas tierras, por lo que era imposible recaudar el impuesto de paso. Valbroso, olvidando que la situación le permitía a cambio una libertad absoluta para cometer sus desmanes en los territorios vecinos, maldecía las guerras civiles, que dejaban los caminos vacíos.

En realidad, el conde esperaba conseguir muy poco del solitario jinete que acababa de divisar desde su torre, pero cualquier cosa, por poca que fuera, le vendría bien. De un vistazo había evaluado la gastada cota de malla de; viajero y su rostro lleno de pequeñas cicatrices. Su conclusión coincidía con la de los jinetes con los que Conan se había cruzado antes: estaba ante un sujeto de bolsa vacía y espada rápida.

—¿Quién eres, bellaco? —preguntó el conde con arrogancia.

—Soy un mercenario que se dirige a Argos. El nombre poco importa.

—Pues vas en dirección equivocada. La lucha es más intensa en el sur y el saqueo puede resultar más productivo. Únete a mí y no pasarás hambre. Los caminos están vacíos. No pasan caravanas a las que desvalijar. Pero dentro de poco partiré con mi gente hacia el sur y estoy dispuesto a contratar a cualquier hombre que sepa manejar una espada.

Conan no respondió de inmediato. Sabía que si rechazaba la oferta, los soldados de Valbroso lo atacarían al instante. Pero antes de verse obligado a tomar una decisión, el conde habló de nuevo.

—Vosotros, los mercenarios —dijo—, sabéis cómo hacer hablar a la gente testaruda. He capturado a un mercader, el único, por Mitra, que he visto en una semana. El condenado es terco como un mulo. Traía consigo un cofre de hierro, cuyo secreto no hemos podido desentrañar y no he logrado convencerlo de que lo abriera. Por Ishtar, yo creía conocer todas las formas de persuasión existentes, pero me he equivocado. Tal vez tú, como veterano de los Compañeros Libres, sepas algo que yo ignoro. De todas formas, ven conmigo, algo podrás hacer.

Las palabras de Valbroso animaron a Conan. Todo parecía indicar que ese prisionero era Zorathus, el hombre que andaba buscando. Conan no conocía al mercader, pero la persona que fuese lo suficientemente osada para recorrer el camino de Zíngara en tiempos como aquellos, sería lo suficientemente obstinada como para resistir cualquier clase de tormento.

Sin dudarlo, se colocó al lado de Valbroso y ambos, seguidos de la tropa, ascendieron por el tortuoso camino que conducía a la cima del otero donde se alzaba el sombrío castillo. Como soldado debería haber cabalgado detrás del conde, pero las costumbres adquiridas en los últimos tiempos le hicieron olvidar este detalle. A Valbroso tampoco pareció importarle. Muchos años de luchas en las marcas fronterizas, habían enseñado al conde que las costumbres de sus tierras no eran las de una corte principesca. Además, conocía el espíritu libre de los mercenarios y el poder de sus espadas. Muchos reyes habían ascendido al trono apoyándose en ellas.

 

El foso del castillo estaba seco y el fondo estaba cubierto de escombros. Los cascos de los caballos resonaron sobre el puente levadizo, antes de cruzar la gran puerta de entrada. Con un gran estruendo metálico, cayó el rastrillo detrás de ellos y Conan se encontró en un patio desierto ocupado en el centro por un pozo de piedra, a cuyo alrededor crecían entre las losas unas raquíticas hierbas. Cerca de la muralla se alzaban unos barracones para la tropa. Algunas mujeres de aspecto vulgar, ataviadas con atuendos recargados y de mal gusto, los observaban desde las ventanas y puertas.

Unos soldados con las mallas desgarradas jugaban a los dados sobre las losas. El castillo parecía más el refugio de un bandido que la morada de un noble.

Valbroso desmontó de su caballo y le hizo una señal a Conan para que lo siguiera. Traspasaron una puerta y avanzaron por un pasillo, al final del cual había una escalera de piedra, por la que bajaba un hombre de aspecto rudo vestido con cota de malla. El hombre, por su aspecto, parecía ser el capitán de la guardia del castillo.

—¡Ah, Beloso! —dijo el conde—. ¿Ha hablado por fin el prisionero?

—Es muy terco —respondió el aludido, mientras miraba a Conan con desconfianza.

Valbroso lanzó un juramento entre dientes y ascendió con pasos sonoros por la escalera de piedra, seguido por Conan y el capitán. A medida que subían se podían oír los lamentos de un hombre agonizando. La cámara de torturas del conde se encontraba por encima del patio, en lugar de estar en una mazmorra, bajo el nivel del suelo.

Al entrar en la cámara, vieron a un hombre de aspecto bestial, enjuto y velludo, vestido con ropas de cuero, royendo con voracidad la pata de un venado. A su alrededor se encontraban los aparatos de tortura: potros, ganchos, botas de hierro y toda clase de artefactos imaginables.

Un hombre desnudo estaba tendido sobre un potro. Una sola mirada le bastó a Conan para comprender que el infeliz estaba agonizando. Su piel era oscura y su rostro aquilino e inteligente; sus ojos negros, inyectados en sangre, reflejaban un sufrimiento atroz. Los labios contraídos dejaban ver las encías ennegrecidas.

—Esta es la caja —dijo Valbroso, dando un fuerte puntapié a un cofre de hierro que se hallaba en el suelo, cerca del potro.

La superficie exterior del cofre estaba decorada con unas diminutas calaveras y un dragón de cuerpo sinuoso. Pero Conan no vio ninguna asa o cerradura que sirviera para abrir la tapa. Habían intentado forzar la caja con hierros candentes, palancas y cinceles, pero todo ello no había dejado más que unas marcas insignificantes.

—Este es el tesoro de ese perro —manifestó Valbroso con creciente cólera—. Toda la gente del sur conoce a Zorathus y a su cofre de hierro, pero sólo Mitra sabe lo que esconde en su interior. Él, desde luego, no parece estar dispuesto a revelar el secreto tan celosamente guardado.

¡Zorathus! ¡Entonces era cierto!, se dijo Conan. El hombre que buscaba estaba amarrado al potro, delante de él. El corazón del cimmerio latió violentamente al inclinarse sobre el cuerpo escarnecido. Sin embargo, no dio muestra alguna de ansiedad.

—¡Afloja esas cuerdas, bellaco! —ordenó con aspereza al verdugo.

El conde y su capitán se miraron. En la emoción del momento, Conan había utilizado su altivo tono real, y el bruto había obedecido instintivamente. Este aflojó las cuerdas haciendo girar despacio la rueda del potro, para que la falta de tensión repentina no constituyera una nueva fuente de dolor para la atormentada víctima.

Conan cogió una jarra de vino que había sobre una mesa y vertió unas gotas de líquido en los labios del desventurado. Zorathus bebió con dificultad y una parte del vino resbaló sobre su pecho jadeante.

En sus enrojecidos ojos asomó una débil expresión de agradecimiento. Luego la víctima abrió la boca espumeante y comenzó a hablar en la lengua de Koth:

—Entonces, ¿esta es la muerte? ¿Ha terminado mi larga agonía? Veo que eres el rey Conan, el que murió en Valkia; yo ya debo estar entre los muertos.

—No has muerto —repuso el cimmerio—, aunque tu estado es grave. Pero no te torturarán más; yo me encargaré de ello. No puedo ofrecerte más ayuda, pero antes de que te mueras, te pido que me digas cómo se abre tu cofre de hierro.

—Mi cofre de hierro... —murmuró Zorathus, con frases entrecortadas—. El cofre forjado en las llamas infernales que brotan de los montes de Khrosha, el metal que ninguna herramienta puede cortar. ¡Cuántos tesoros ha llevado en su seno, de un lado al otro del mundo! ¡Pero el tesoro que ahora guarda no es como los anteriores...!

—Dime cómo se abre —le urgió Conan—. A ti no puede hacerte más daño y a mí me puedes ayudar.

—Sí, tú eres Conan —musitó el kothio—. Te he visto sentado en tu trono, en el gran salón del palacio de Tarantia, con la corona ciñendo tus sienes y el cetro en la mano. Pero estás muerto, perdiste la vida en Valkia y por ello sé que mi fin ha llegado.

—¿Qué dice este perro? —preguntó Valbroso, con impaciencia, porque desconocía la lengua de Koth—. ¿Va a decir cómo se abre el cofre?

Zorathus volvió sus ojos hacia el que había hablado, como si aquella voz le hubiera dado a su cuerpo una chispa de vida.

—Sólo al conde se lo diré —dijo el moribundo en zingario—. ¡La muerte ya está junto a mí! ¡Acércate, Valbroso!

El conde obedeció, con el rostro contraído por la codicia. El hosco capitán también se acercó a los dos hombres.

—Presiona las siete calaveras del borde, una después de la otra —explicó Zorathus jadeando—. Aprieta después la cabeza del dragón que hay en la tapa y por último la esfera que tiene el dragón entre las garras. Sólo así se abrirá la tapa del cofre.

—¡Rápido, la caja! —dijo Valbroso.

Conan la levantó y la puso sobre una mesa. El conde lo apartó de un empujón.

—¡Déjame abrirla a mí! —gritó a su vez el capitán, avanzando hacia la mesa.

El conde lo empujó, asimismo, con los ojos desorbitados por la codicia.

—¡Nadie más que yo lo abrirá!

Conan llevó su mano derecha instintivamente a la empuñadura de la espada, pero en ese momento miró a Zorathus. El moribundo tenía los ojos fijos en Valbroso, y lo observaba con estremecedora intensidad. Y vio también que sus labios se retorcían en una sonrisa amenazadora. Comprendió que el mercader había revelado el secreto, cuando supo que ya no tenía salvación. Conan retiró la mano de la empuñadura de su espada y se quedó observando atentamente a Valbroso.

En el contorno del cofre había siete calaveras cinceladas, unidas entre sí por las ramas entrelazadas de una extraña planta. Un dragón exhibía sus formas sinuosas entre barrocos arabescos. El conde Valbroso oprimió las siete calaveras, nervioso y torpe, y al apretar con el pulgar la cabeza del dragón, soltó un juramento y retiró la mano con rapidez, dando muestras de dolor e irritación.

—¡Me he pinchado el dedo con una punta mal tallada!

Sin detenerse, el conde apretó la esfera de oro que sostenía el dragón entre sus garras y la tapa se abrió bruscamente. Todos quedaron deslumbrados por una llama dorada. Parecía que el cofre estuviera lleno de un fuego fulgurante y vivo que rebosaba el borde de la caja y se extendía por el aire, formando reflejos temblorosos. Cada uno de los presentes reaccionó de distinta forma: el capitán Beloso lanzó una exclamación, el conde contuvo el aliento y Conan permaneció mudo, sobrecogido por el extraño fulgor que surgía del cofre.

—¡Por Mitra, qué joya! —dijo Valbroso, y metió la mano en el cofre para sacar la gema.

Toda la habitación se llenó del resplandor rojizo que emanaba de la joya. Bajo su luz, el rostro de Valbroso parecía el de un cadáver. De pronto Zorathus, moribundo sobre el potro, lanzó una carcajada escalofriante.

—¡Insensato! —gritó luego—. ¡La joya es tuya! ¡Y con ella te he dado la muerte! ¡Mira la cabeza del dragón, Valbroso, y mira el arañazo de tu dedo!

Los tres hombres se volvieron para observar lo que decía Zorathus. De la boca abierta del dragón sobresalía una pequeña punta brillante.

—¡Es el colmillo del dragón! —chilló Zorathus con dificultad—. ¡Y contiene el veneno del escorpión negro de Estigia! ¡Has sido un necio al abrir la caja con las manos desnudas, Valbroso! ¡Eres un hombre muerto, igual que yo!

Y al decir esto, una espuma sanguinolenta empapó sus labios y expiró.

Valbroso, que comenzaba a tambalearse, exclamó:

—¡Ah, Mitra, estoy ardiendo! ¡Un fuego líquido recorre mis venas! ¡Mis articulaciones se hinchan y estallan!

El conde giró vertiginosamente sobre sí mismo y luego se desplomó. Durante unos instantes, atroces convulsiones retorcieron sus miembros hasta que quedó inmóvil como un hombre congelado, con los ojos vidriosos muy abiertos, mirando hacia arriba, y los labios contraídos en un rictus angustioso.

—¡Ha muerto! —murmuró Conan, mientras se inclinaba a recoger la gema que había rodado por el suelo, estaba cerca de la mano rígida del conde Valbroso, y parecía una burbuja de agua en la que se refleja el sol poniente.

—¡Muerto! —musitó Beloso, con un brillo de locura en su mirada.

A continuación, el capitán actuó con rapidez. Sorprendió a Conan cuando éste estaba con los ojos y la mente deslumbrados por el resplandor de la gran gema, sin darse cuenta de las intenciones de Beloso. Hasta que algo se estrelló fuertemente sobre su cabeza. El brillo de la joya creció con un fulgor rojo que lo cegó, y luego, a consecuencia del golpe, cayó al suelo de rodillas.

Pudo escuchar el ruido de unos pasos precipitados y un estertor agónico, semejante al mugido de un buey. Conan, aún consciente, estaba aturdido, pero comprendió que Beloso había levantado el cofre y lo había lanzado contra su cabeza. Sólo el casco le había salvado el cráneo. El cimmerio se puso en pie, tambaleándose, y desenvainó su espada mientras luchaba por ver a través del velo borroso que cubría sus ojos. Entonces se dio cuenta de que la puerta estaba abierta y que alguien descendía presuroso por la escalera. El verdugo agonizaba sobre el suelo, con una gran herida abierta en el pecho. El Corazón de Arimán había desaparecido.

Conan salió de la habitación con la espada en la mano y el rostro cubierto de la sangre que resbalaba bajo su casco. Corrió escaleras abajo tambaleándose como un borracho. Abajo, en el patio, se escuchó primero un sonido de acero, unos gritos, y luego el frenético resonar de los cascos de caballos. Cuando salió fuera, vio a los soldados del castillo moviéndose confundidos de un sitio a otro mientras las mujeres chillaban. La puerta trasera de la fortaleza estaba abierta. Junto a ella, yacía un soldado en el suelo con la cabeza abierta. Los caballos piafaban y relinchaban sueltos por el patio; entre ellos, Conan divisó su corcel negro.

—¡Está loco! —chillaba una mujer, retorciéndose las manos—. ¡Salió de la torre como un perro enloquecido, golpeando con la espada a diestro y siniestro! ¡Beloso está loco!

—¿Hacia dónde fue? —rugió Conan.

Todos se volvieron a mirar al forastero que tenía el rostro cubierto de sangre y empuñaba una espada.

—¡Salió por la poterna! —dijo la mujer.

—Pero, ¿quién es este hombre? —preguntó otra, confusamente.

—¡Beloso ha matado al conde! —gritó Conan, al tiempo que corría hacia su caballo, mientras los soldados avanzaban hacia él.

Las palabras de Conan surtieron el efecto deseado, sumiendo a aquella gente en un fuerte griterío y una gran confusión. Lo único que retenía a aquellos hombres junto al conde Valbroso era el temor a su espada. ¡Y ahora se habían librado de él!

Nadie cerró las puertas, nadie intentó hacerlo prisionero, y ni siquiera intentaron perseguir al fugitivo para vengar a su señor.

Las armas resonaron en el patio mientras las mujeres seguían gritando. Entre tanto alboroto, nadie se había dado cuenta de que Conan salía al galope por la poterna y que descendía, rápidamente, por la cuesta del castillo. Ante él se extendía la amplia llanura y más allá el camino de caravanas, que se bifurcaba, hacia el sur y hacia el oeste.

A lo lejos, un jinete inclinado sobre su montura corría velozmente. La llanura temblaba a la vista de Conan. El cimmerio se tambaleó sobre su silla y tuvo que aferrarse a las crines del caballo. La sangre cubría su cota de malla, pero, a pesar de todo, Conan espoleó al caballo, que se lanzó a una frenética carrera.

Detrás, el humo comenzaba a subir en el castillo, donde el cuerpo del conde yacía al lado de su víctima. El sol se estaba poniendo y proyectaba sus rayos rojizos sobre las dos figuras negras que cabalgaban velozmente.

El caballo que montaba Conan no estaba descansado, pero tampoco el de Beloso. Sin embargo, el enorme corcel del cimmerio respondía de manera admirable y parecía sacar fuerzas de sus grandes reservas de vitalidad. Conan no se paró a pensar la razón que impulsó al capitán zingario a huir de aquella manera. Tal vez lo dominaba un pánico al que no era del todo ajeno, posiblemente, la fulgurante joya. El sol acababa de ponerse y la carretera parecía una cinta blanca en el crepúsculo fantasmagórico que se confundía con el resplandor rojizo del horizonte.

Cuando estaban entrando en el bosque, el perseguidor había dado alcance al perseguido y ahora los dos jinetes corrían casi paralelos. Un salvaje grito salió de la boca de Conan cuando levantó su espada. Hacia él se volvió un rostro sumamente pálido. Beloso respondió como un eco al grito furioso del cimmerio, mientras levantaba la espada en el aire. Entonces el exhausto caballo de Conan tropezó y cayó al suelo, arrojando al jinete por encima de la silla. El cimmerio se golpeó en la cabeza contra una piedra al caer, y una oscuridad mucho más profunda que la noche se abatió sobre el rey de Aquilonia.

 

Conan no sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, pero su primera sensación al recuperar el conocimiento fue la de que alguien lo estaba arrastrando sobre unas piedras y luego entre matorrales. Notó que lo dejaban tirado en el suelo sin contemplaciones y tal vez los golpes terminaron por devolverle plenamente los sentidos.

Su casco había desaparecido y la cabeza le dolía terriblemente. Sentía náuseas y tenía la sangre reseca y pegada al cabello. Pero la vitalidad de su poderoso organismo no lo había abandonado y comenzó a tener conciencia del lugar exacto en el que se hallaba.

Una luna grande y amarillenta brillaba entre las ramas de los árboles, y el cimmerio se dio cuenta de que ya era más de medianoche. Conan había estado sin conocimiento durante varias horas, pero ahora, a pesar de los golpes de la caída y de los que previamente le había asestado Beloso en el castillo, tenía la mente más despejada que durante la alocada carrera a la caza del fugitivo.

No estaba cerca de la carretera y ni siquiera alcanzaba a verla por ninguna parte. Estaba tirado sobre la hierba, en un pequeño bosquecillo, junto a unos matorrales y bajo las densas ramas de los árboles. Tenía la cara y las manos cubiertas de arañazos, como si lo hubieran arrastrado por unos zarzales. Se incorporó y miró a su alrededor. Entonces se estremeció violentamente. Algo se estaba inclinando sobre él.

Por un momento dudó de sus propios sentidos y pensó que todo era fruto del delirio. Pensó que no podía ser real aquel extraño ser grisáceo que permanecía en cuclillas y lo miraba fijamente con ojos que no parpadeaban ni parecían humanos.

El cimmerio observó la aparición esperando que se desvaneciera como el producto de un sueño. De repente, un escalofrío le recorrió la espalda. Recordó historias sombrías que casi había olvidado y que se referían a seres que vagaban por los bosques deshabitados situados al pie de los montes que separan las zonas limítrofes de Zíngara y Argos. Vampiros, los llamaba la gente. Eran comedores de carne humana, hijos de las tinieblas, descendientes de la unión maldita entre una raza perdida y los demonios del infierno. La gente decía que en alguna parte de aquellos antiguos bosques se levantaban las ruinas de una ciudad antiquísima y maldita. Y entre las tumbas habitaban esas sombras, que tenían forma vagamente humana. Conan sintió un profundo estremecimiento.

Observó la cabeza deforme que se inclinaba sobre él y con todo cuidado alargó la mano hacia su daga. Gritando de una manera terrible, el monstruo se arrojó sobre su garganta.

Conan levantó el brazo derecho en un reflejo instintivo de protección y los agudos colmillos se clavaron en su cota de malla. El metal se hundió en la piel del cimmerio. Unas garras remotamente humanas se aferraron al cuello de Conan, que consiguió eludir las tenazas del vampiro de un violento empujón. Sacó rápidamente su daga mientras el ser de la noche se abalanzó de nuevo sobre él y ambos rodaron sobre la hierba en un abrazo feroz. Los músculos que animaban el cuerpo grisáceo y putrefacto de la bestia, duros y resistentes como el acero, eran superiores a la fuerza de cualquier mortal. Pero la voluminosa masa muscular de Conan no era menos potente y su cota de malla lo protegía de los afilados colmillos y de las largas uñas. Una y otra vez levantó Conan su daga y la hundió en el cuerpo de su horrible enemigo, pero la terrible vitalidad del monstruo parecía sobrehumana y la piel del rey de Aquilonia se estremecía cada vez que tocaba aquella carne fría y pegajosa. Toda su infinita repugnancia se descargaba en cada uno de los golpes que asestaba al enemigo hasta que por fin notó la convulsión del engendro bestial, justo en el momento en que la hoja alcanzó su corazón. Inmediatamente se quedó inmóvil.

El cimmerio, dominado por las náuseas, se puso de pie con aire incierto y, sosteniendo todavía su puñal en la mano, intentó pensar.

No había perdido su ancestral sentido de la orientación, pero no sabía exactamente dónde estaba la carretera porque ignoraba hacia dónde lo había arrastrado el vampiro. Conan miró hacia las oscuras y silenciosas frondas que lo rodeaban por todas partes y sintió que un sudor frío le perlaba la frente. Se encontraba sin caballo y perdido en la profundidad de un bosque desconocido y maldito. A sus pies, aquel ser de pesadilla, no era sino una prueba siniestra de los horrores ocultos en aquella espesura. Si hubiera podido hacerlo, habría contenido la respiración. Haciendo un doloroso esfuerzo aguzó sus sentidos para escuchar el posible chasquido de una rama o el furtivo deslizarse de unos pasos.

Al oír un rumor, el cimmerio se sobresaltó violentamente. En el aire tranquilo de la noche escuchó el relincho asustado de un caballo. ¡Su caballo! Seguramente habría lobos en aquel bosque, o tal vez, los vampiros no hicieran distinción entre animales y seres humanos.

Lleno de inquietud avanzó hacia el lugar de donde provenía el relincho, sintiendo que su ira apagaba cualquier resto de temor. Si mataban a su caballo, su última esperanza de perseguir a Beloso y de recuperar el Corazón de Arimán, se desvanecería. Entre aterrado y furioso, volvió a relinchar el caballo en algún lugar, no demasiado alejado.

Conan vio por fin la blanca carretera y salió de la espesura. Divisó al caballo que, con las orejas caídas y los ojos y los dientes reluciendo bajo los rayos de la luna, retrocedía lentamente. Tenía delante una sombra gris que se bamboleaba lentamente sobre el camino. Luego, otras sombras avanzaron hacia Conan. Eran grises y furtivas, y lo rodeaban por todas partes. Un hediondo olor a carroña llenaba el aire de la noche.

Un brillo metálico atrajo la mirada del cimmerio: era su espada, que había quedado en el lugar en el que Conan se había caído del caballo. Con un juramento desesperado, el rey de Aquilonia se abalanzó sobre su arma, la empuñó y, comenzó a describir sobre su cabeza mortíferos molinetes. Babeantes colmillos chasquearon en el silencio de la noche, mientras afiladas garras avanzaban amenazadoramente hacia él, pero Conan consiguió abrirse paso hasta su caballo. Cuando estuvo cerca de él, saltó sobre la silla y entonces los monstruos volvieron a rodearlo.

Su espada trazaba fieros arcos, se alzaba y se batía esparciendo sangre negruzca y hundiendo cráneos infrahumanos. El caballo retrocedió espantado, coceando y, aprovechando un hueco, el cimmerio espoleó al corcel y salieron al galope. Los horrendos seres los persiguieron durante un rato, pero luego quedaron atrás y cuando llegó a lo alto de un cerro boscoso, Conan vio ante él un vasto conjunto de colinas desnudas que se extendían hasta el horizonte.