4. ¿De qué Infierno has salido?

 

Conan nunca recordaría nada de lo referente a aquel largo viaje en el carruaje de Xaltotun. Estaba como muerto, mientras las ruedas de bronce retumbaban al golpear las piedras en los senderos de las montañas o al aplastar las hierbas de los valles. Más tarde, al descender de las alturas, rodaron más pausadamente, atravesando los caminos que serpenteaban a través de las fértiles praderas a los pies de las murallas de Belverus.

Poco antes del amanecer, Conan sintió un débil indicio de vida. El cimmerio oyó un rumor de voces y el chillido de unas poderosas bisagras. Luego, a través de un resquicio de la capa que lo cubría, Conan pudo ver, a la luz de las antorchas, la puerta de una muralla, el rostro de los barbudos soldados y el resplandor de los cascos y de las lanzas.

—¿Cómo ha terminado la batalla, mi señor? —preguntó una voz ansiosa, en lengua nemedia.

—Muy bien —respondió—. El rey de Aquilonia ha muerto y su ejército ha sido aniquilado.

Los gritos de júbilo quedaron rápidamente ahogados por el ruido de las ruedas sobre los adoquines. Saltaron chispas de las piedras cuando Xaltotun azuzó a los caballos para atravesar la arcada, pero Conan pudo oír a uno de los centinelas, que decía:

—¡Han llegado a Belverus desde más allá de la frontera cabalgando desde la puesta del sol hasta el amanecer! ¡Y los caballos apenas si han sudado! ¡Por Mitra, creo que...!

La última parte de la frase se perdió ahogada por el ruido de los cascos de los animales y de las ruedas del carromato.

Aunque no significaban nada para él, aquellas palabras quedaron grabadas en la mente de Conan. El cimmerio era como un autómata que ve y oye..., pero es incapaz de comprender nada. Las imágenes y los sonidos desfilaban ante él sin sentido. Luego cayó otra vez en un profundo letargo y sólo se dio cuenta de que el carruaje se detenía en un patio de paredes altas. Más tarde muchas manos lo levantaron y lo trasladaron por un largo pasillo y luego por una sinuosa escalera. Susurros, pasos furtivos y sonidos entremezclados se dejaban oír a su alrededor como algo lejano.

Sin embargo, en un momento dado, despertó súbitamente y notó que estaba en plena posesión de sus facultades. Recordaba perfectamente todos los detalles de la batalla e incluso tenía una remota idea del lugar en el que se encontraba.

Conan estaba tumbado sobre un lecho forrado de terciopelo, con el mismo atuendo que el día anterior, pero con inmensas cadenas, demasiado pesadas hasta para su prodigiosa fuerza.

La habitación en la que se hallaba estaba amueblada con sombría magnificencia. De las paredes colgaban tapices negros y el suelo estaba cubierto por pesadas alfombras de color rojo oscuro. No había indicios de puertas o ventanas y una lámpara, dorada y extrañamente cincelada, colgaba del techo, esparciendo su luz por toda la estancia.

Bajo aquella luz, la figura vestida con un fino ropaje de seda que estaba sentada en un sillón de plata, semejante a un trono, parecía irreal, fantástica. Las facciones del hombre podían apreciarse con claridad, aunque la tenue iluminación le daba un aspecto fantasmagórico. Era como si un extraño halo le rodeara la cabeza, realzándola de tal forma que parecía el único elemento concreto existente en aquel salón espectral.

Era un rostro espléndido, de belleza clásica y con las facciones firmemente modeladas. Pero había algo de inquietante en la serena calma de aquel semblante: un indicio de algo superior al conocimiento humano, una seguridad tan profunda que no parecía de este mundo. Y al observar a aquel hombre, Conan descubrió en sí mismo una extraña sensación de familiaridad. Nunca lo había visto hasta entonces y, a pesar de todo, le resultaba conocido, como si aquel rostro le recordase a otra persona. Era como si los personajes de alguna pesadilla se hubiesen encarnado en un hombre concreto.

—¿Quién eres? —preguntó Conan con agresividad, mientras intentaba incorporarse a pesar de las cadenas que lo inmovilizaban.

—Me llaman Xaltotun —contestó el hombre con voz fuerte y bien timbrada.

—¿Dónde estoy? —preguntó el cimmerio.

—Estás en una habitación del palacio del rey Tarascus, en Belverus.

Conan no dio muestras de sorpresa. Belverus, la capital de Nemedia, era también la ciudad más importante de esta tierra fronteriza.

—¿Y dónde está Tarascus?

—Con su ejército.

—Está bien —dijo Conan ásperamente—, si pretendes matarme, ¿por qué no lo haces de una vez?

—No te salvé de los arqueros del rey para matarte aquí, —contestó Xaltotun.

—¿Qué demonios me has hecho? —preguntó el cimmerio.

—Te dejé sin sentido. No podrías entender cómo lo hice. Si quieres, llámalo magia negra.

Conan había llegado a una conclusión y reflexionaba acerca de ella.

—Creo comprender por qué me has perdonado la vida. Amalric desea conservarme para que pueda contener a Valerio en el supuesto de que se convierta en el rey de Aquilonia. Es evidente que el barón de Tor está detrás de este asunto, con el fin de poner a Valerio en mi trono. Y creo conocer a Amalric lo suficiente como para darme cuenta que quiere hacer de Valerio un títere, como lo es Tarascus en este momento.

—Amalric no sabe nada acerca de tu captura —dijo Xaltotun—, como tampoco lo sabe Valerio. Ambos creen que has muerto en Valkia.

Conan entrecerró los ojos mientras miraba fijamente a su interlocutor.

—Sospechaba que alguien muy astuto estaba detrás de todo esto, pero creía que se trataba de Amalric. ¿Acaso éste, al igual que Tarascus y Valerio, es sólo un muñeco que danza al son que tú le tocas? ¿Quién eres tú?

—Eso no tiene importancia. Aunque te lo dijera, no me creerías. ¿Y si yo volviera a colocarte en el trono de Aquilonia?

La mirada de Conan brilló como la de un lobo hambriento.

—¿Cuál es tu precio? —preguntó.

—Que me obedezcan.

—¡Vete al infierno! ¡Tú y tu proposición! —contestó agresivamente el cimmerio—. Yo no soy un fantoche. Gané la corona con mi espada y te recuerdo que el reino aún no ha sido conquistado; una batalla no decide una guerra. Está más allá de tu poder la compra o la venta del trono de Aquilonia.

—Estás luchando contra algo más que espadas —dijo Xaltotun—. ¿Fue una espada la que te inmovilizó en tu tienda antes de la batalla? No. Fue un hijo de las tinieblas, un espíritu del espacio cósmico, cuyos dedos impregnados con el frío de los abismos siderales helaron la sangre de tus venas y la médula de tus huesos. ¡Un frío tan intenso que quemó tu carne como si fuera un hierro candente!

»¿Fue una casualidad —prosiguió Xaltotun—, que el hombre que vestía tu armadura condujera a sus jinetes hacia el estrecho desfiladero y que luego se desplomaran los riscos sobre ellos?

Conan, callado, volvió a observarlo, mientras un escalofrío recorría su cuerpo. Estaba acostumbrado a tenérselas que ver con brujos y hechiceros y, por otra parte, cualquiera podía darse cuenta de que aquel personaje no era un hombre normal. El cimmerio advirtió sin embargo que en ese personaje había algo inexplicable que lo colocaba al margen de los demás. Emanaba un extraño hálito de tiempo y espacio, una sensación de tremenda y siniestra antigüedad. Pero su obstinado espíritu se negó a dejarse dominar.

—La carga hacia el desfiladero fue algo que cualquier comandante hubiera hecho —dijo el cimmerio—. Y el derrumbe de las rocas bien pudo ser una casualidad.

—Pero no fue así. En primer lugar, tú habrías sospechado que se trataba de una encerrona y nunca te hubieras internado por aquella garganta. Tampoco habrías cruzado el río hasta haber estado seguro de cómo se iba desarrollando la batalla. La sugestión hipnótica no te habría afectado, aun en medio de la locura de la batalla, al punto de llevarte hasta la boca de la trampa, como hizo ese pobre estúpido que pusiste en tu lugar.

—Entonces, si todo respondía a un plan preconcebido —dijo escépticamente el cimmerio—, ¿por qué el «hijo de las tinieblas» no me dio muerte en mi pabellón?

—Porque quería tenerte vivo. No hace falta mucha perspicacia para adivinar que Pallantides enviaría a otro hombre con tu armadura. Yo deseaba que estuvieras vivo e ileso, así podrías entrar en los planes que tengo trazados. Tú tienes una fuerza vital que vale mucho más que la ambición o la astucia de mis aliados. Eres un mal enemigo, pero podrías ser un excelente vasallo.

Ante aquellas palabras, Conan escupió al suelo, iracundo. Ignorando el comportamiento del cimmerio, Xaltotun tomó una bola de cristal que había en una mesa cercana y la colocó ante él. No estaba apoyada en ninguna parte y, sin embargo, la esfera flotaba en el aire, inmóvil y firme como si se encontrara sobre un pedestal de hierro. Conan lanzó un gruñido ante aquella demostración de hechicería, pero, a pesar de todo, se sintió impresionado.

—¿Te gustaría saber lo que ocurre en Aquilonia? —preguntó el mago.

Aunque Conan no contestó, la rigidez repentina de sus facciones delataba su interés.

Xaltotun observó las veladas profundidades de la esfera y dijo:

—Ahora es la noche del día siguiente a la batalla de Valkia. Anoche, el contingente principal del ejército nemedio acampó en Valkia, mientras escuadrones de jinetes hostigaban a los aquilonios que huían. Al amanecer, el ejército levantó el campamento y avanzó hacia el oeste a través de las montañas. Próspero, con sus diez mil poitanos, estaba a bastantes leguas de distancia del campo de batalla cuando, en las primeras horas del amanecer, encontró a los sobrevivientes que huían. Había marchado durante toda la noche con la esperanza de alcanzar el lugar de combate antes de que éste se iniciara. Incapaz de reunir los restos del desorganizado ejército, regresó a Tarántida.

»Ahora cabalga sin descanso y, tras reemplazar sus monturas agotadas por otros caballos que encuentra en el camino, se acerca a Tarantia.

»Veo a sus exhaustos caballeros con armadura gris y pendones polvorientos avanzando a través de la llanura. También veo las calles de Tarantia. Ha llegado la noticia de la derrota y la muerte del rey Conan, y la ciudad es un torbellino; el pueblo está enloquecido y atemorizado. Se oyen gritos lamentándose por la muerte del rey, y no hay nadie que los defienda de los nemedios. Gigantescas sombras se alzan sobre Aquilonia desde el este y el cielo aparece cubierto de negro por bandadas de buitres.

Conan maldijo.

—No son más que palabras —contestó—. El más necio de los mendigos puede profetizar otro tanto. Si me dices que ves todo eso en el cristal de una esfera, eres un maldito farsante. Próspero sabrá defender Tarantia y los barones se unirán a él en la defensa. El conde Trocero de Poitain gobierna el reino en mi ausencia y hará que los perros nemedios huyan ladrando con el rabo entre las piernas. ¿Qué son cincuenta mil nemedios? Aquilonia acabará con ellos. No volverán nunca jamás a Belverus. En Valkia no fue vencida Aquilonia, sino únicamente Conan, su rey.

—Aquilonia está perdida —dijo Xaltotun, impasible—. La espada, la lanza y la antorcha la conquistarán. Pero si esto fallara, entrarán en acción otros poderes surgidos de las profundidades del tiempo. Del mismo modo que en Valkia se derrumbaron los taludes, así se desplomarán las ciudades amuralladas y los ríos desbordarán su cauce para anegar provincias enteras, si fuera necesario.

»Pero es mejor que prevalezcan el acero y las cuerdas de los arcos, sin que intervengan las artes. Demasiados hechizos pueden poner en movimiento fuerzas que hagan temblar los cimientos del propio universo.

—¿De qué infierno has salido, condenado? —dijo Conan mirando fijamente a Xaltotun, estremecido al percibir en el brujo algo increíblemente ancestral y maligno.

Xaltotun levantó la vista como si escuchara susurros procedentes del más allá. Parecía haber olvidado a su prisionero. Luego sacudió ligeramente la cabeza, con impaciencia y observó imperturbable a Conan.

—Ya te dije que no me creerías. ¡Basta! Me he cansado de hablar contigo. Resulta más fácil destruir una ciudad amurallada que tratar de convencer a un bárbaro sin cerebro como tú.

—Si tuviera las manos libres, puedes estar seguro que pronto haría de ti un cadáver sin cerebro.

—No lo dudo... siempre que yo fuera tan necio como para darte esa oportunidad.

Xaltotun dio unas palmadas para llamar a los esclavos. Había cambiado de actitud. Ahora había impaciencia en su tono de voz, y también preocupación. Conan sabía que el cambio no tenía nada que ver con él.

—Piensas en lo que te he dicho —dijo Xaltotun—. Tendrás mucho tiempo para ello, bárbaro. Además, todavía no he decidido lo que voy a hacer contigo, todo depende de las circunstancias. Pero has de tener bien claro que si me decido a incluirte en mis planes, será mejor que te sometas a mi voluntad sin resistencia.

Conan maldijo a su interlocutor. Entonces se alzaron las cortinas que cubrían una puerta y aparecieron cuatro gigantescos negros que vestían únicamente un taparrabo de seda sostenido por un cinturón del que colgaba una llave.

Xaltotun señaló brevemente a Conan y luego se volvió, desentendiéndose por completo del asunto. Cogió luego una cajita de jade verde tallado y extrajo de ella un puñado de polvo negro, lo esparció sobre un brasero colocado sobre un trípode de oro y al momento la esfera de cristal, que Xaltotun parecía haber olvidado, cayó súbitamente al suelo, como si la hubieran despojado de su invisible apoyo.

Para entonces, los negros habían levantado a Conan, al que las gruesas cadenas le impedían caminar, sacándolo del salón. Al volver la vista atrás, antes de que se cerrara la maciza puerta de madera, Conan pudo ver a Xaltotun sentado en una especie de trono, con los brazos cruzados y observando una tenue nubecilla de humo que ascendía, curvándose, desde el brasero. Conan sintió que se le ponían los pelos de punta. En Estigia —aquel antiguo y perverso reino que existía muy lejos, hacia el sur— el cimmerio había conocido aquel polvillo oscuro. Era el polen del loto negro, que producía monstruosos sueños y podía provocar la muerte. Y el bárbaro sabía que sólo los malignos hechiceros del Anillo Negro, el más alto escalón de la magia, buscaban voluntariamente las enloquecedoras pesadillas de ese loto, para reavivar sus poderes nigrománticos.

El Anillo Negro era una farsa o, como mucho, una fábula para la mayoría de las gentes de Occidente. Pero Conan conocía su estremecedora realidad y había visto a sus devotos, practicando abominables hechicerías bajo las oscuras bóvedas de Estigia y de Sabatea.

Miró hacia la extraña puerta, reforzada con herrajes de oro, y se estremeció al pensar en lo que pudiera esconderse detrás de ella.

El palacio del rey Tarascus era un lugar sombrío, donde parecía evitarse la luz natural. De modo que Conan no podía decir si en ese momento era de día o de noche. El espíritu de las sombras dominaba el edificio, un espíritu que, sin ninguna duda, estaba encarnado en aquel extranjero, en Xaltotun.

Los negros llevaron a Conan por un sinuoso corredor tenuemente iluminado. Luego descendieron por unas escaleras de piedra en espiral que parecían no acabar nunca. La antorcha que llevaba uno de los negros proyectaba sombras espectrales sobre las paredes. Era como si cuatro oscuros demonios estuvieran bajando al infierno con el cuerpo de un condenado.

Llegaron al final de la escalera y avanzaron por un pasillo al que se abrían unas puertas en forma de arco, con escaleras por las que se ascendía a un nivel superior. Al final del pasillo había una pared con numerosas puertas enrejadas colocadas a intervalos regulares.

Tras detenerse frente a una de aquellas puertas, uno de los esclavos negros cogió la llave que colgaba de su cinto y abrió la cerradura. Entraron en una pequeña mazmorra con recias paredes de piedra, al fondo de la cual había otra puerta enrejada. Conan no sabía lo que podría haber más allá de aquella puerta, pero estaba seguro de que no era otro pasillo. La luz de la antorcha se filtraba entre los barrotes y permitía entrever un gran recinto en el que resonaba el eco.

En una esquina del calabozo, al lado de la puerta por la que habían entrado, había un gran montón de cadenas oxidadas entre cuyos eslabones destacaba la tétrica blancura de un esqueleto. Conan lo miró con atención y se dio cuenta de que la mayoría de los huesos estaban astillados y rotos. El cráneo, caído en el suelo, estaba aplastado, como si hubiese recibido un terrible golpe salvaje.

El esqueleto se desmoronó cuando uno de los esclavos lo empujó con el pie, amontonando los restos en un rincón. Luego aseguró las cadenas de Conan a los grilletes, mientras sus compañeros comprobaban que la puerta del fondo estaba debidamente cerrada.

Los tres miraron a Conan con gesto enigmático. El resplandor de la antorcha se reflejaba en su piel, tersa y oscura, y sólo después de unos segundos, el que tenía la llave de la entrada, dijo:

—¡Este es ahora tu palacio, blanco perro real! Nadie más que nuestro amo y nosotros conocemos el lugar en el que te encuentras. Todo el palacio duerme y nosotros sabremos guardar el secreto. Puede que nunca más salgas de aquí y que en este lugar vivas y mueras. ¡Toma, a ver si os hacéis amigos...!

Al pronunciar las últimas palabras, el negro dio una patada al destrozado cráneo, que rebotó sobre las losas de granito, produciendo un sonido lúgubre.

Conan no se dignó contestar a la macabra broma, y el negro, irritado ante aquel altivo silencio, murmuró una maldición, se agachó y escupió en la cara del rey cautivo. Fue una idea muy poco afortunada: Conan estaba sentado en el suelo con las cadenas asiéndole la cintura, los tobillos y las muñecas, y sujeto por ellas a la argolla de la pared. No podía moverse ni separarse de a pared más de un paso. Pero en cambio, las cadenas de las muñecas eran más largas y, antes de que el negro se hubiese apartado, el cimmerio golpeó al esclavo en la cabeza con una vuelta de la cadena. El hombre cayó como un buey en el matadero.

Los dos esclavos quedaron estupefactos mirando a su compañero, pero no se atrevieron a contraatacar ni fueron tan insensatos como para colocarse al alcance de las cadenas, que Conan todavía blandía enfurecido. Murmurando palabras ininteligibles en su lengua gutural, los negros levantaron a su compañero y se lo llevaron como si fuera una pieza de caza. Utilizaron la llave de la víctima para cerrar la puerta, pero no la sacaron de la cadena dorada que la unía al cinturón. Luego se alejaron con la antorcha por el corredor y, mientras se perdían, la oscuridad fue apoderándose de las celdas, como si se tratara de un ser animado.