17. ¡Han matado al divino hijo de Set!
El puerto de Khemi estaba situado entre dos grandes lenguas de tierra que se adentraban en el mar. Conan rodeó la punta meridional, donde las grandes fortalezas negras se elevaban como montes construidos por el hombre, y entró en el puerto al anochecer. Los centinelas podían ver a los pescadores que llegaban, pero a esas horas no podían distinguir sus rostros. Sin ninguna dificultad, Conan avanzó entre las grandes galeras de guerra fondeadas y se detuvo ante una escalera de piedra. Saltó a tierra y amarró la lancha a una argolla de hierro, en un lugar donde había pocas barcas de pesca.
Nadie se fijó en el cimmerio cuando subió los escalones de granito, procurando no acercarse demasiado a las antorchas que brillaban a intervalos cerca de los embarcaderos.
Conan podía pasar por un corpulento pescador que regresaba a puerto después de un día de pesca. Pero de haberlo observado con más detenimiento, saltaría a la vista su paso demasiado seguro y su porte demasiado erguido y confiado para ser el de un humilde pescador. A pesar de todo, pasó con rapidez entre las sombras, sin ser descubierto.
Su aspecto físico no difería demasiado del de los guerreros estigios. Con la piel bronceada, resultaba casi tan moreno como ellos y su pelo, cortado con sencillez y sujeto con una cinta de cobre, aumentaba la semejanza. Sólo el andar, los ojos azules y sus rasgos eran diferentes. Pero la capa del pescador era un buen recurso y Conan, además, caminaba entre las sombras volviendo la cabeza cuando alguien pasaba demasiado cerca.
Aquel juego, sin embargo, era desesperadamente peligroso y Conan sabía que no podía continuar así durante mucho tiempo. Khemi no era como los puertos hybóreos, donde pululaban gentes de todas las razas. Los únicos forasteros de Estigia eran los esclavos negros y shemitas, y el cimmerio se parecía a ellos tan poco como a los propios estigios. Los extranjeros no eran bien acogidos en Estigia; se los toleraba únicamente cuando llegaban como embajadores o como comerciantes autorizados. Pero incluso éstos volvían a sus barcos cuando oscurecía y, tal como Conan había comprobado, no había en esos momentos ninguna nave hybórea en el puerto. Una extraña inquietud parecía reinar en la ciudad y corrían rumores que exaltaban los ánimos. Conan lo presentía con la sutileza del primitivo instinto que lo caracterizaba.
Si lo descubrían, su suerte sería espantosa. Lo matarían sólo por ser extranjero y haber entrado furtivamente en la ciudad; pero si lo reconocían como Amra, el capitán corsario que había recorrido sus costas, asolándolas con el acero y el fuego, entonces su sino era inimaginable. Un temblor involuntario contrajo los hombros del cimmerio. Conan no temía a los enemigos humanos, ni tampoco a la muerte, si le llegaba del acero o el fuego, pero aquella era una negra tierra de hechicería y misterioso horror. Set, la Vieja Serpiente, cuyo culto había sido proscrito hacía tiempo por las razas hybóreas, todavía acechaba en las sombras de los antiquísimos templos de Estigia, donde los ritos seguían siendo pavorosos misterios. Conan abandonó las calles que rodeaban el muelle y se internó por sombrías callejuelas, como las que formaban la mayor parte de la ciudad. No eran como las calles de las ciudades hybóreas, siempre iluminadas por el resplandor de faroles de aceite colgados en las paredes, y recorridas por gentes vestidas de vivos colores que reían y charlaban mientras paseaban, entre tiendas y comercios repletos de toda clase de mercancías.
En Khemi, los comercios cerraban al anochecer y las únicas luces de las calles eran tan sólo algunas antorchas que ardían débilmente y muy separadas entre sí. La escasa gente que deambulaba por las calles caminaba deprisa. A medida que avanzaba la noche, la gente desaparecía y aquel ambiente le resultaba al cimmerio sombrío e irreal. El silencio de los nativos, su furtivo apresuramiento, las grandes paredes que se levantaban a cada lado de las calles, todo le abrumada. Era especialmente opresivo el volumen y la dureza de líneas que caracterizaba la arquitectura de los estigios.
Excepto en los pisos superiores, muy pocas luces brillaban en las casas. Conan sabia que la mayor parte de la gente dormía en las terrazas, bajo las estrellas, entre las palmeras que se levantaban en los jardines. En alguna parte sonó una música extraña. A veces, un carruaje retumbaba sobre las losas de piedra y entonces, al pasar, Conan podía ver brevemente el aquilino rostro de un noble de alta estatura envuelto en su capa de seda y con una cinta de oro con el emblema de la serpiente sujetándole su larga cabellera. Delante iba el conductor, un negro semi-desnudo, que dominaba a los impetuosos corceles estigios.
Pero los que caminaban por las calles a aquellas horas, eran gente del pueblo, esclavos, humildes mercaderes, artesanos y prostitutas.
El cimmerio se dirigía hacia el templo de Set, donde sabía que tal vez podría encontrar al sacerdote que buscaba. Creía ser capaz de reconocer a Thutothmes, a pesar de que la última vez tan sólo lo divisó en la oscuridad de una calleja de Messantia. Estaba seguro de que aquel hombre había sido el sacerdote de Set. Sólo los componentes del Anillo Negro poseían el poder de matar con el contacto de la mano. Únicamente un hombre como aquel habría osado desafiar a Toth-Amon, conocido en Occidente como un personaje del que se desprendía una aureola mítica y aterradora.
Para entonces, la calle se había hecho más ancha, y Conan había llegado hasta el sector de la ciudad donde se levantaban los templos. Los grandes edificios recortaban sus voluminosas siluetas contra la luz de las estrellas y tenían un aspecto tétrico, increíblemente amenazador.
De repente, el cimmerio escuchó el grito ahogado de una mujer, que se oía desde el otro lado de la calle. Quien había gritado era una cortesana que llevaba un adorno de plumas, como el resto de las de su oficio. La mujer se apretaba contra la pared, observando espantada algo que Conan no alcanzaba a ver. Al escuchar aquel grito, las pocas personas que había en la calle se detuvieron de repente y en ese momento el bárbaro escuchó un roce siniestro sobre las piedras, y luego, detrás de la esquina, surgió una odiosa cabeza en forma de cuña. Detrás de ella, anillo tras anillo, apareció el reluciente cuerpo lleno de escamas de un reptil.
El cimmerio retrocedió instintivamente y recordó las historias que había escuchado acerca de las serpientes sagradas de Estigia. Cientos de estos monstruosos reptiles moraban en los templos de Set, y cuando tenían hambre, se les dejaba que reptasen por las calles, al acecho de cualquier presa. Sus espantosos festines humanos estaban considerados como un sacrificio voluntario al escamoso dios de los estigios.
Los escasos viandantes que había cerca de allí, hombres y mujeres, cayeron de rodillas, resignados a su triste suerte. La gran serpiente elegiría a cualquiera de ellos, lo envolvería entre sus gruesos anillos, lo estrujaría y al final lo engulliría. Los demás quedarían vivos: tal era la voluntad de los dioses.
Pero no era esa la voluntad de Conan. La serpiente reptó hacia él, seguramente atraída por el único ser humano que seguía en pie. El cimmerio aferró el puñal por debajo de su manto y deseó en su fuero interno que el reptil pasara por su lado sin detenerse. Pero la serpiente se paró justamente delante de él y se irguió bajo la fluctuante luz de una antorcha, con la lengua bífida entrando y saliendo de su boca, y sus ojos reluciendo con maligna crueldad. Su cuello se arqueó levemente hacia atrás pero, antes de que pudiera atacar, Conan sacó el puñal de debajo de la capa y con increíble rapidez atacó al reptil. La ancha hoja se hundió profundamente en el cuello del ofidio. Conan extrajo el puñal de su cuerpo y se echó rápidamente hacia atrás, para evitar los coletazos del enorme tronco que se enroscaba y desenroscaba frenéticamente, azotando el empedrado, en los últimos estertores de su agonía.
Mientras el bárbaro contemplaba la escena, con morbosa fascinación, el único sonido que se escuchaba en la calle era el chasquido del cuerpo golpeando sobre las losas.
Inmediatamente, de entre los atónitos espectadores surgió un potente grito:
—¡Sacrílego! ¡Ha matado al sagrado hijo de Set! ¡Matadlo, matadlo!
Las piedras silbaron alrededor del cimmerio y los estigios, enardecidos, se precipitaron sobre él chillando histéricamente, mientras otros salían de las casas y se sumaban a los gritos. Conan maldijo y echó a correr por la callejuela más oscura que encontró. Escuchó detrás el rumor de unos pies desnudos y el eco de los vengativos gritos de sus perseguidores. Entonces, su mano izquierda notó que la pared se acababa y dobló bruscamente por otra calleja, todavía más estrecha. A los lados se levantaban altas paredes de piedra, y mientras avanzaba, el cimmerio vio una estrecha franja de estrellas. Supuso que aquellos elevados muros podrían pertenecer a dos templos. Atrás quedaba el vociferante grupo que pasaba de largo sin haber visto el callejón; sus gritos se debilitaron y terminaron por perderse a lo lejos.
Conan vio de repente un fulgor que se acercaba. El cimmerio se detuvo, se pegó a la pared y empuñó la daga. Era un hombre que llevaba una antorcha en la mano y cuando se acercó, el cimmerio pudo distinguir su rostro ovalado y oscuro. Algunos pasos más y el hombre lo descubriría. Conan se preparó para saltar sobre el individuo, pero éste se detuvo ante una puerta, manipuló en ella durante unos segundos y la abrió. Luego su elevada silueta desapareció en el interior del edificio y la oscuridad reinó de nuevo en el callejón.
Conan se quedó intrigado con aquel siniestro personaje que entraba en aquel templo por una calle lateral. Sin duda era un sacerdote que regresaba de alguna ceremonia relacionada con su ministerio.
El bárbaro se acercó a la puerta y pensó que si un hombre entraba por allí con una antorcha, tal vez otros podrían seguirlo más tarde. Volver por donde había venido suponía cavar su propia tumba. En cualquier momento podían regresar sus perseguidores. Más allá terminaba el callejón, y Conan se sintió atrapado entre aquellas paredes lisas que no podía escalar.
Entonces se acercó a la pesada puerta de bronce y comprobó que no estaba cerrada por dentro. Empujó y la puerta se abrió. El cimmerio asomó la cabeza y contempló el interior de una gran sala cuadrada, de paredes de piedra negra. Una antorcha ardía en una hornacina poco profunda, que había en la pared. La sala estaba vacía. Conan atravesó el vano de la puerta y luego la cerró a sus espaldas. Las sandalias del cimmerio no hicieron ruido cuando cruzó las losas de mármol negro. Vio una puerta de madera de teca entreabierta y por ella se deslizó el bárbaro con el puñal en la mano. Entonces se encontró ante un recinto sombrío, cuyos elevados techos no eran más que una enorme mancha negra sobre su cabeza. Por todas partes se abrían al amplio y silencioso salón unas puertas oscuras, en forma de arco. La habitación estaba tenuemente iluminada por unas extrañas lámparas de bronce, que expandían una suave y oscilante luz. En el lado opuesto del salón había una amplia escalera de mármol, también negro, sin barandilla y que ascendía hasta perderse en la oscuridad. A cierta altura, recorriendo todas las paredes, sobresalían unas galerías como si fuesen anaqueles de piedra.
Conan sintió un escalofrío. Se encontraba en el templo de alguna deidad estigia... o en el mismísimo templo de Set. Y el recinto no estaba vacío. En el centro de la sala se levantaba un altar de piedra, macizo y sombrío, sin tallas ni adornos de ninguna clase. Encima del altar estaba una de las serpientes sagradas, con sus escamas tornasoladas reluciendo bajo la luz de la lámpara.
El reptil estaba inmóvil. Conan recordó entonces las leyendas que contaban que los sacerdotes solían mantener drogados a aquellos animales. El cimmerio retrocedió para salir de la habitación, pero sintió los pasos de alguien que se acercaba y se escondió rápidamente detrás de una cortina de terciopelo.
De uno de los oscuros arcos surgió una silueta elevada, la de un hombre que usaba tan sólo un taparrabo de seda y se cubría con una capa que le colgaba de los hombros. Tenía el rostro y la cabeza cubiertos con una monstruosa máscara, mitad salvaje, mitad humana, de cuya parte superior nacía una cimera de plumas de avestruz.
Conan sabía que los sacerdotes estigios se colocaban máscaras para realizar determinados ritos y el cimmerio deseó que el sacerdote no lo hubiera visto. Pero algo lo puso sobre aviso, porque el sacerdote se volvió de repente, apartándose de la dirección de la escalera hacia la que se dirigía, y avanzó directamente hasta la cortina de terciopelo. Al apartar la tela, una mano salió rápidamente de entre las sombras y aterrándolo por la garganta, ahogó el grito que el estigio iba a lanzar. Luego el puñal se hundió profundamente en el cuerpo del sacerdote.
Lo que hizo el cimmerio a continuación era lo que la lógica aconsejaba en semejantes circunstancias. Arrancó la máscara del cadáver y se la colocó sobre el rostro. Cubrió luego el cuerpo con el manto del pescador, lo escondió detrás de las cortinas y se echó sobre los hombros la capa del sacerdote. El azar le había proporcionado un excelente disfraz. Los habitantes de Khemi podían estar buscando a un sacrílego que había osado dar muerte a la serpiente sagrada, pero, ¿quién hubiera soñado con encontrarlo debajo de la máscara de un sacerdote?
El bárbaro avanzó sin pudor directamente hacia una de las puertas de la arcada. No había dado una docena de pasos cuando se volvió rápidamente, justo en el momento en que escuchó pasos a sus espaldas.
De la gran escalera descendía un grupo de siluetas enmascaradas y ataviadas exactamente igual que Conan. El cimmerio vaciló, pero enseguida se quedó quieto, confiando en su disfraz. No obstante, un sudor frío le perló la frente y las palmas de las manos. No se pronunció una sola palabra; los sacerdotes bajaron como fantasmas y como fantasmas pasaron delante de él en dirección a una de las negras arcadas.
El que encabezaba la comitiva empuñaba un báculo de ébano coronado por una calavera blanca. Conan pensó que aquello no era sino una de las procesiones rituales del siniestro culto estigio, que muy pocos de los no iniciados habían podido presenciar jamás. El último de los sacerdotes miró al pasar al inmóvil cimmerio, como si esperase que también se uniera a la comitiva. El hecho de no hacerlo hubiera levantado sospechas, de modo que Conan se colocó detrás del último sacerdote y acomodó su paso al de la comitiva.
Avanzaron todos por un largo pasillo de techo abovedado y en sombras. Conan advirtió con inquietud que la calavera brillaba con fulgor fosforescente y sintió un pánico irracional que lo impulsaba a sacar su puñal y acuchillar a diestro y siniestro a todas aquellas siluetas fantasmagóricas, para luego huir desesperadamente del sombrío templo estigio. Con grandes esfuerzos logró dominar su primitivo impulso, que desde lo más hondo de su ser lo asaltaba con imágenes de un horror insospechado. Por fin Conan pudo suspirar de alivio cuando vio que pasaban a través de una gran puerta con arco de medio punto, tres veces más alta que un hombre. Iban a salir al exterior.
El cimmerio estaba esperando la oportunidad propicia para escabullirse por alguna callejuela oscura. Avanzaron en procesión, mientras la gente con la que se cruzaban volvía la cabeza y huía de ellos. La sombría comitiva se mantenía separada de las paredes, y el hecho de que uno de los sacerdotes hubiera echado a correr por una calle lateral habría suscitado recelos entre los sacerdotes y transeúntes. Por lo demás, una persecución en aquellas circunstancias podría perjudicarlo más que beneficiarle.
Llegaron hasta una puerta baja, que se encontraba en la muralla del sur, y la atravesaron. Detrás de ellos aparecieron numerosas cabañas de adobe y frondosas palmeras. Conan pensó que era la ocasión propicia para abandonar la silenciosa comitiva de los sacerdotes.
Pero en el momento en que la puerta de la muralla quedó atrás, los acompañantes de Conan interrumpieron el silencio. Murmuraban entre ellos, excitados, abandonaban el paso mesurado y ceremonioso, y hasta el propio sacerdote que los encabezaba se colocó bajo el brazo, sin contemplaciones, el siniestro báculo de la calavera. Luego el grupo se deshizo, y todos se dirigieron corriendo hacia un mismo punto determinado. Conan corrió también con ellos porque entre los murmullos escuchó una palabra que lo alteró profundamente: «¡Thutothmes!» «¡Thutothmes!»