8. Tenues rescoldos

 

La campiña que rodeaba Tarantia había escapado del terrible saqueo del que fueran víctimas las provincias del este. Se apreciaban las secuelas de la marcha de un ejército conquistador en las cercas rotas y en los campos hollados por las cabalgaduras, pero la antorcha y la espada no habían llevado a cabo allí su temible tarea.

Tan sólo se veía una mancha negra en el paisaje, unos restos calcinados de lo que había sido, según recordaba Conan, la mansión de uno de sus partidarios más fervientes.

El rey continuó su marcha, sin atreverse a acercarse abiertamente a la hacienda de Galannus, que se encontraba a sólo dos leguas de la ciudad. Avanzó a través de un denso bosque hasta que encontró la cabaña de un guarda entre los árboles. Desmontó y, después de atar el caballo, se acercó hasta la puerta para preguntar a su morador acerca de la suerte que había corrido Servius Galannus, su fiel súbdito.

Conan sabía que debía obrar con prudencia, pues sin duda tenía que haber tropas enemigas merodeando por los alrededores. Pero al acercarse más a la cabaña vio que se abría la puerta y que salía un hombre robusto, vestido de seda, encaminándose hacia un sendero que se internaba serpenteando en el bosque.

—¡Servius! —dijo el cimmerio, con voz cautelosa.

Al escucharlo, el hacendado giró en redondo y lanzó una exclamación contenida. Echó mano a la corta espada de caza que tenía en la cintura y retrocedió ante aquella figura ataviada con la cota de malla de los nemedios, que no se distinguía bien entre las luces del alba.

—¿Quién eres? —preguntó Servius—. ¿Qué pretendes? ¡Por Mitra!

El hacendado aspiró ruidosamente, como si no diera crédito a lo que veía.

—¡Apártate, espíritu! ¿Por qué vuelves de los negros abismos de la muerte? Te fui fiel cuando vivías...

—Y espero que lo sigas siendo —contestó Conan—. Deja de temblar, Servius, soy un hombre de carne y hueso.

Con el rostro cubierto de sudor, Servius se acercó a Conan y lo miró con atención. Cuando se hubo convencido de que el cimmerio decía la verdad, dobló una rodilla y se despojó del gorro que llevaba puesto.

—¡Majestad! ¡Esto es... realmente un milagro! La gran campana de la fortaleza ha doblado al conocerse la noticia de tu muerte, hace ya unos días. Se dijo que habías perdido la vida en Valkia, mi señor, aplastado bajo un alud de piedras granito.

—Era otro hombre ataviado con mi armadura —contestó Conan—. Pero ya hablaremos más tarde... ¿Tienes todavía algo de carne en tu despensa?

—Debes perdonarme, mi señor —dijo Servius, mientras se ponía en pie rápidamente—. Veo que llevas sobre tu malla el polvo de los caminos y, ni siquiera te he ofrecido alimento y descanso. ¡Por Mitra! Ahora me doy cuenta de que estás vivo, mi señor, pero juro que cuando me volví y te vi con esa armadura grisácea, mi señor, la sangre se me heló en las venas. No resulta grato encontrarse entre dos luces con el hombre al que uno creía muerto desde hacía tiempo.

—Haz que el guarda se encargue de mi caballo, que está atado detrás de aquellos robles —dijo Conan.

El patricio condujo al cimmerio hacia la cabaña. A pesar de haberse recobrado del susto, el hombre estaba nervioso.

—Enviare a un criado desde mi casa —dijo—. El guarda está en su puesto, pero no se puede confiar en todo el mundo. Creo que es más prudente que sólo yo conozca tu presencia en este lugar.

Cuando ya estaban cerca de la casa del hacendado, cuyos blancos muros asomaban entre los árboles, Servius se dirigió hacia un sendero que atravesaba un pequeño encinar cuyas ramas se entrecruzaban y formaban una especie de bóveda. Servius aceleró el paso sin hablar, mientras daba muestras de una gran agitación. Cuando anochecía, el hombre hizo entrar a Conan por una puerta trasera que daba acceso a un pasillo estrecho y apenas iluminado. Lo recorrieron, siempre en silencio, y Servius llevó al rey a una espaciosa estancia con un alto techo cruzado por vigas de roble y paredes revestidas de ricas maderas.

En el hogar ardía un buen fuego y sobre un aparador de caoba se veían algunas bandejas con alimentos humeantes, que sin duda estaban dispuestos para la cena. Servius corrió el cerrojo de la puerta y apagó la vela del candelabro que iluminaba el salón. Todavía se podía ver gracias a las llamas de la chimenea.

—Perdóname, mi señor —dijo Servius, disculpándose—. Corren tiempos peligrosos y los espías acechan por todas partes; temo que alguien pueda mirar por las ventanas y reconocerte. Estos platos acaban de salir del horno; eran mi cena para cuando volviese de hablar con el guarda. Si te dignas a aceptar mi convite, señor...

—La luz y la comida me parecen suficientes.

Conan se sentó sin más ceremonias y extrajo su puñal. Empezó a comer vorazmente una pierna de venado y de cuando en cuando tomaba un largo trago de vino de los viñedos de Servius. Conan parecía ajeno a los peligros que pudiera correr, pero Servius se movía inquieto en su asiento, junto al fuego, jugueteando nervioso con la pesada cadena de oro que colgaba de su cuello. Miraba sin cesar hacia las ventanas e inclinaba la cabeza hacia la puerta como si esperase oír algún ruido extraño.

—No voy a molestarte durante mucho tiempo con mi presencia, Servius —dijo Conan súbitamente—. Al amanecer estaré lejos de tu hacienda.

—Pero, mi señor... —empezó a decir el hacendado, si bien Conan no lo dejó terminar.

—Conozco muy bien tu lealtad y tu valor, pero Valerio ha usurpado mi trono y el hecho de que me hayas proporcionado albergue puede significar tu muerte si me descubre contigo.

—No soy tan fuerte como para poder desafiarlo abiertamente —dijo Servius—. Los cincuenta soldados con los que cuento no son más que en manojo de espigas en un sembrado. ¿Has visto las ruinas de la hacienda de Emilius Scavonus?

Conan asintió mientras fruncía el ceño con manifiesto disgusto.

—Era uno de los nobles más poderosos de la provincia —dijo Servius—. Se negó a prestar apoyo a Valerio, y los nemedios quemaron su hacienda con él dentro. Después de esto, los demás comprendimos la inutilidad de toda resistencia, sobre todo porque el pueblo de Tarantia se ha negado a luchar. Nos sometimos, y el usurpador nos perdonó la vida a costa de unos impuestos que serán la ruina de muchos. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? Todos creímos que habías muerto, señor. Muchos barones perecieron y otros han sido encarcelados. El ejército ha sido derrotado y sus sobrevivientes dispersados. Tú, señor, no tienes heredero al trono y por consiguiente no había nadie a quien pudiéramos reconocer como jefe.

—¿No estaba, acaso, el conde Trocero de Poitain?

Servius extendió las manos como disculpándose y contestó:

—Es verdad que el general Próspero se hallaba en el campo con un pequeño ejército y al retirarse ante Amalric, exhortó a las gentes a que se uniesen a su bandera. Pero pensaban que tú, mi señor, habías muerto y recordaron las guerras civiles y cómo Trocero y sus poitanos asolaron estas provincias tal como Amalric lo hace ahora. Los barones, por su lado, desconfiaban de Trocero. Algunos hombres, esbirros de Valerio posiblemente, aseguraban que el conde de Poitain pretendía apropiarse de la corona en su propio beneficio. Surgieron entonces las viejas rencillas y los antiguos bandos...

Si hubiéramos tenido un solo hombre con sangre dinástica en las venas, le habríamos coronado, le habríamos seguido contra Nemedia. Pero no había ni un solo personaje de sangre real.

»Los barones que tan lealmente te sirvieron como rey, mi señor, no seguirían a ninguno de ellos. Cada uno se considera a sí mismo tan apto para el mando como los demás y todos temen las ambiciones de los otros. Cuando se corta la cuerda del haz, las ramas se esparcen. Así ocurrió en Aquilonia.

»Los mercaderes y el pueblo llano temían la anarquía y la vuelta del feudalismo con los barones dictando cada uno por su parte sus propias e injustas leyes. Ellos creían que cualquier rey era mejor que ninguno, incluso Valerio, que, al menos, tenía sangre de la antigua dinastía. De modo que nadie se le opuso cuando, a la cabeza de sus huestes y con la bandera del dragón rojo de Nemedia ondeando al viento, entró en la ciudad.

»El pueblo abrió espontáneamente las puertas y se arrodilló ante su nuevo señor. Decían que era mejor ser gobernados por Valerio que por el conde Trocero y aseguraban, y en esto tenían razón, que los barones no se unirían al Conde pero sí aceptarían a Valerio. Añadían que ceder a las pretensiones del nuevo señor evitaría el desastre de una nueva guerra civil y, a la vez, se evitaría la furia de los nemedios. Próspero se marchó hacia el sur con sus diez mil jinetes y la caballería nemedia entró en la ciudad pocas horas después. Y se quedaron allí para asistir a la coronación de Valerio.

—Es decir, que el humo de la vieja hechicera me mostró la verdad —dijo Conan, sintiendo un escalofrío por la espalda—. Dime, ¿fue Amalric quien coronó a Valerio?

—Sí. Lo hizo en el salón del trono, cuando la sangre de la matanza apenas se había secado en sus manos.

—Y, ¿es feliz el pueblo bajo ese... benévolo gobierno? —preguntó Conan; con ironía.

—Valerio vive como un príncipe extranjero en un país conquistado. Su corte está constituida por nemedios, casi exclusivamente. Las tropas de palacio son de la misma nacionalidad y la fortaleza está ocupada por gran cantidad de tropas de Nemedia. Sí, al fin ha llegado la hora del Dragón.

»Los nemedios andan por las calles como si fueran los amos de la ciudad. Ultrajan a las mujeres y saquean los comercios, sin que Valerio preste demasiada atención a esos desmanes. En realidad, el nuevo rey no es más que un títere, un figurón de los invasores. Los hombres sensatos ya lo preveían y el pueblo comienza a experimentarlo en su propia carne.

»Amalric ha salido con un fuerte contingente hacia las provincias exteriores para someter a algunos barones que todavía se oponen a los nuevos señores. Pero no hay unidad entre los barones; sus mutuos recelos pueden más que su temor a Amalric, que los aniquilará uno a uno. Muchos castillos y poblaciones han entendido así la situación y han preferido someterse sin oponer resistencia. Los que resisten sufrirán una terrible suerte y, además, las filas de los nemedios se incrementan con los aquilonios que, por miedo o por ambición, se convierten en traidores a su país. Esto ocurre en todas las guerras.

Conan contemplaba el reflejo de las llamas sobre las maderas de roble que recubrían las paredes y asentía con gesto sombrío.

—Aquilonia tiene, al fin, un rey. Eso era lo que el pueblo quería con tal de que la anarquía no se hiciera dueña de Aquilonia —dijo Servius—. Pero Valerio no protege a sus súbditos contra sus aliados, y cientos de personas que no han podido pagar el tributo impuesto han sido vendidas a los mercaderes de esclavos de Koth.

Conan sacudió la cabeza como si hubiese recibido una quemadura. Lanzó un juramento y apretó los poderosos puños con gesto de impotencia.

—Así es —continuó Servius—. Hombres blancos venden a otros hombres y mujeres de su misma raza, como en la época del feudalismo. En los palacios de Shem y de Turan estas gentes llevarán una vida de verdaderos esclavos.

»Además, la unidad con la que soñaban muchos de nuestros compatriotas dista mucho de ser completa. Gunderland, en el norte, y Poitain, en el sur, no han sido conquistadas todavía y también en el oeste quedan provincias sin someter; los barones de las regiones fronterizas están apoyados por los arqueros bosonios. Pero estas provincias periféricas no constituyen una verdadera amenaza para Valerio. Siempre han de permanecer a la defensiva y pueden considerarse afortunadas si no pierden su independencia. Aquí, en cambio, Valerio y sus tropas campan por sus respetos.

—Que se aprovechen mientras puedan —dijo Conan, repentinamente—. Les queda poco tiempo. El pueblo se sublevará cuando sepa que estoy vivo. Debemos reconquistar Tarantia antes de que regresen Amalric y sus tropas. Barreremos a esos perros de nuestro reino.

Servius permaneció callado. El chasquido de los leños que crepitaban se dejaba oír en el silencio casi absoluto de la habitación.

—Y bien —dijo impaciente, el cimmerio—, ¿por qué te quedas con la cabeza inclinada contemplando el fuego? ¿Acaso dudas de lo que he dicho?

Servius eludió la mirada del rey y contestó:

—Todo lo que pueda hacer un ser humano, lo harás tú, mi señor. He cabalgado detrás de ti en la batalla y sé que no hay mortal que se resista a tu espada.

—¿Entonces?

El fiel aquilonio se envolvió aún más en su jubón, como si, a pesar de estar junto al fuego, sintiera frío.

—La gente asegura que tu derrota se debió a la hechicería —dijo, al fin.

—¿Qué importa eso?

—No hay mortal que pueda luchar contra los poderes sobrenaturales. ¿Quién es ese hombre del velo que se reúne a medianoche con Valerio y con sus aliados, y que aparece y desaparece misteriosamente? La gente dice que es un gran hechicero que murió hace miles de años y que ha vuelto a la vida para destronar al rey de Aquilonia y restaurar la dinastía de Valerio.

—Y aunque así fuera, ¿es ese un factor decisivo? Yo he escapado de las mazmorras embrujadas de Belverus y de la trampa diabólica que me tendieron en el desfiladero. Si el pueblo se subleva...

Servius negó con la cabeza y añadió:

—Tus partidarios más poderosos, los del este y de las provincias centrales, han muerto, mi señor. Y los que no han muerto, han tenido que huir o están encarcelados. Gunderland está muy lejos al norte, y Poitain también, pero al sur. Los bosonios se han retirado a sus marcas, en el oeste. Se necesitaría mucho tiempo para reunir estas fuerzas tan dispersas y, antes de que se hubiera conseguido, Amalric las habría aniquilado aisladamente.

—Pero un alzamiento inmediato de las provincias del centro inclinaría la balanza a nuestro favor —respondió Conan—. Podríamos apoderamos de Tarantia y contener a Amalric hasta que vinieran tropas de Gunderland y de Poitain a ayudamos.

Servius dudó y, cuando se decidió a contestar, hablaba en susurros.

—La gente asegura que has muerto maldito, mi señor. Dicen que ese misterioso extranjero lanzó un hechizo para matarte y aniquilar tu ejército. La gran campana dobló en tu memoria: todos te creen muerto. Y no creo que se levantaran las provincias del centro aunque te supieran vivo. No osarían hacerlo. La hechicería te derrotó en Valkia, y la hechicería difundió la noticia en Tarantia. Esta misma noche, a pesar de la distancia, todos lo comentaban a gritos por las calles.

»Poco tiempo después, un sacerdote nemedio utilizó la magia negra a plena luz del día en las calles de Tarantia, para dar muerte a las gentes que aún eran leales a tu memoria. Yo mismo pude verlo; los hombres armados caían como moscas y morían de una manera que nadie acertaba a comprender. Un sacerdote muy delgado decía, entre grandes carcajadas: “Y yo soy Altaro, sólo un acólito de Orastes que, a su vez, lo es del que lleva el velo. El poder no es mío, sino que obra a través de mi persona”.

—Está bien —dijo Conan, con aspereza—, pero ¿no es mejor morir con honor que vivir en la infamia? ¿Es acaso peor la muerte que la opresión, la esclavitud o la aniquilación?

—Cuando se teme a la brujería, todos los razonamientos sobran —dijo Servius—. Los nemedios tienen bajo su mando justamente las zonas más extensas, pobladas y ricas de Aquilonia, y su poder, en todos los aspectos, es muy superior al nuestro. Sacrificarían inútilmente a tus súbditos, según mi parecer, señor. Siento decirlo, pero es lo cierto: Majestad, eres un rey sin reino.

Conan se limitó a observar las llamas de la chimenea, sin responder. Uno de los leños que ardían restalló y las cenizas cayeron al fondo del hogar. Era como si se hubiera hundido un trono.

—¿Dónde están los miembros de mi corte? —preguntó Conan, por fin.

—Pallantides resultó gravemente herido en Valkia y su familia pagó por él un fuerte rescate. Ahora descansa en su castillo de Attalus. Podrá considerarse afortunado si algún día puede volver a montar a caballo. Publius, el canciller, escapó disfrazado y nadie sabe dónde está. El consejo ha sido disuelto y muchos de tus súbditos más leales han sido ejecutados. Esta noche, por ejemplo, la condesa Albiona va a morir bajo el hacha del verdugo.

Conan se estremeció y tal fue la mirada de ira que dirigió a Servius, que el patricio se echó hacia atrás.

—¿Por qué la matan?

—Porque no ha querido ser la amante de Valerio. Sus tierras le fueron arrebatadas, sus partidarios son ahora esclavos y a medianoche, en la Torre del Hierro, caerá su cabeza. Sé prudente, mi señor. Para mí siempre serás el rey, pero deberías huir antes de que te descubran. En estos días nadie se encuentra a salvo. Los espías y los confidentes están en todas partes y la menor palabra de desacuerdo es considerada una traición o una rebelión. Si te das a conocer a tus súbditos, acabarás siendo capturado y ejecutado.

»Mis caballos, mis hombres de confianza y yo mismo estamos a tu disposición. Antes de que amanezca podremos estar lejos de Tarantia, cerca de la frontera. Si no puedo ayudarte a recuperar el reino, al menos permíteme marchar contigo al exilio.

Conan negó con la cabeza. Servius lo miró inquieto al verlo tan pensativo, contemplando el fuego con la cabeza apoyada en una mano, mientras sus ojos brillaban como los de un lobo. En ese momento, más que nunca, Servius se dio cuenta de la personalidad singular del rey. Aquel gran armazón corporal bajo la cota de malla era, a la vez demasiado rudo y flexible, para un hombre civilizado. La llama elemental de lo primitivo ardía en aquellos ojos ardientes. Conan parecía estar volviendo a su antiguo ser y nadie podía predecir cuál iba a ser su reacción. Un solo paso separaba al rey de Aquilonia del bárbaro saqueador de los montes de Cimmeria.

—Si es necesario, me marcharé a Poitain, pero iré solo. Pero antes tengo una última obligación que cumplir como rey de Aquilonia.

—¿Qué quieres decir, mi señor?

—Esta noche voy aira Tarantia a buscar a Albiona. Según parece, he fracasado ante mis leales súbditos, pero si a ella le cortan la cabeza, prefiero que corten también la mía.

—¡Eso es una locura!

—Hay secretos de la Torre que muy pocos conocen. De todas formas, me convertiría en el mayor de los cobardes si dejara morir a Albiona por haberme sido leal. Puedo ser un rey sin reino, pero nunca seré un hombre sin honor.

—¡Eso será el fin de nuestras esperanzas!

—Si fracaso, sólo yo caeré —contestó el rey—. Tú ya has arriesgado bastante. Esta noche actuaré solo, pero quiero que me hagas un favor: consígueme un parche para el ojo, un cayado y un ropaje como el que usan los peregrinos.