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Josh metió en su mochila la pareja de pistolas semiautomáticas que había adquirido aquel día. Esperaba que no hubiera motivos para usarlas, pero estaba dispuesto a hacerlo si hacía falta.

El teléfono sonó cuando se disponía a cruzar la puerta.

—Tengo una noticia estupenda —anunció Aaron—. Hemos encontrado el escondite de los Guardianes.

Josh no se sorprendió, aunque le habría gustado hacerlo. No tuvo que preguntarle a Aaron cómo lo había conseguido.

En el transcurso de la hora previa, había sentido que pensaba con una claridad nueva. Y gracias a dicha claridad había adquirido una habilidad para discernir patrones que hasta entonces se le habían escapado. Había esperado aquella llamada.

—Es una gran noticia —admitió—. Supongo que eso significa que no habrá intercambio de rehenes mañana por la noche.

—No me sentía cómodo con la idea del intercambio. Ahora nos podemos olvidar de ello. Se me ha ocurrido un nuevo plan. Mientras los Guardianes están en Seforis a la espera del intercambio, nosotros atacaremos su cuartel general para capturar a su líder.

Josh guardó silencio. No le interesaba el ardid de Aaron; tenía su propio plan, aunque Aaron también habría de desempeñar un papel significativo en él.

—Josh, ¿sigues ahí?

—Es que estaba admirando tu astucia —mintió Josh—. En fin, ¿en qué consiste tu nuevo plan?

—Te recogeré mañana a las tres y nos iremos a Nazaret —explicó Aaron—. Debemos estar allí a las seis y media como muy tarde.

—¿Y si nos encontramos frente a la basílica de la Anunciación a las seis? —propuso Josh.

—Quiero que vengas conmigo. Podemos discutir ciertos detalles importantes en el trayecto.

Josh procuró suprimir toda inflexión de su voz.

—Eso no me viene bien. Voy a visitar varios enclaves espirituales de camino a Nazaret y prefiero estar solo.

—Pero...

—Aaron —lo interrumpió—, ¿sabías que Nazaret significa «guardián» en hebreo y en árabe?

—Claro que sí. —Aaron suspiró y accedió de mala gana—: Vale, nos encontraremos mañana a las seis de la tarde frente a la basílica.

—No te olvides de ir bien armado. Yo no tengo armas. Cuento contigo para que me protejas.

Josh colgó y miró su reloj. Eran las cinco y media. Tenía treinta minutos para llegar a su destino. Aferró sus bolsas y se dirigió a la Ciudad Vieja.

Josh precisó menos de quince minutos para recorrer la distancia que lo separaba de la puerta de Jaffa. Se dirigió al barrio cristiano para encontrar la tienda de suvenires La Espada de Dios, que constituía el acceso al antiguo escondite de los Guardianes.

—Soy de la seguridad israelí —le dijo a la mujer tras la caja registradora—. Tengo que registrar las habitaciones de abajo.

—Los sacerdotes no están —repuso ella—. Los únicos que han venido hoy eran policías.

—Voy a bajar de todas formas. ¿Cuánto puede esperar para cerrar la tienda?

La mujer miró al reloj situado en la pared.

—Veinte minutos.

—Entonces volveré antes.

Josh extrajo su linterna y se dirigió escaleras abajo. Atravesó rápidamente la sede hasta llegar a la puerta que conducía a los túneles bajo la Ciudad Vieja.

El pasaje era frío y tenebroso. Josh recorrió una larga distancia por el túnel principal. Penetró en uno de los pasadizos más pequeños, que desembocaba en la amplia losa de piedra que le había bloqueado el paso en su última visita. Entonces no había comprendido lo que había al otro lado. Ahora debía rendirle homenaje y presentarle sus respetos. Era una de las últimas cosas que debía hacer para prepararse.

Cuando Josh llegó a la antigua roca, se puso una kipá, se hincó de rodillas y recitó el kadish, la plegaria tradicional judía por los muertos. Josh la leyó para alguien que no la había oído desde hacía casi dos mil años. Mientras hablaba, lo embargaron la emoción y el significado del acto; pero asimismo se produjo un efecto más profundo: una aguda sensación de paz y de fe que parecía llenarlo con cada palabra.

—Que Dios recuerde a su sirviente, Yehoshua ben Yosef —dijo Josh mientras besaba la piedra—. Que se hagan buenas acciones y obras de caridad en su nombre.