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En lo más profundo de la red de túneles que se extendían bajo la Ciudad Vieja, Josh y Aaron cavilaban ante la amplia losa de piedra que les bloqueaba el paso. Josh reparó en una pequeña abertura a la derecha de la roca, donde el suelo se encontraba con la piedra, pero parecía demasiado pequeña para que alguien pudiera arrastrarse por ella.
—No es posible que los Guardianes hayan escapado por aquí —afirmó Aaron—. Esta roca no se ha movido desde hace décadas, puede que siglos.
Josh apretó las manos contra la piedra, procurando en vano que cediera. Pero lo acometió una extraña sensación, una especie de certidumbre en sus células que le decía que había algo muy especial al otro lado. Una voz en lo profundo de su ser le susurraba: es aquí. ¿Qué significaba eso? ¿Tenía algo que ver con los Guardianes? Josh buscó una respuesta en su alma. No. El mensaje significaba otra cosa.
—Aaron —repuso suavemente Josh—, no perdamos el tiempo aquí. Debemos concentrarnos en encontrar la ruta de escape de los Guardianes. Esta no es.
Aaron observó a Josh con curiosidad durante un instante y después asintió. En el ecuador del túnel les salieron al encuentro tres agentes de seguridad empuñando picos y palanquetas.
Josh alzó la mano para detenerlos.
—Podéis regresar. Hemos cambiado de planes. ¿Habéis tenido suerte buscando la ruta de escape?
.—No —respondió uno de los hombres—, pero hemos encontrado esto. —Le entregó a Aaron algo que parecía un libro de oraciones, probablemente abandonado por accidente en la urgencia de los Guardianes por evacuar el lugar.
—Déjame ver eso —dijo Josh. Abrió la gastada cubierta de cuero y comprobó que se trataba de una Biblia, solo que faltaba el Antiguo Testamento al completo, así como la mayor parte del Nuevo. El libro solo contenía las obras de Pablo y una pequeña porción de las de Lucas.
—Por aquí —exclamó un excitado agente de policía desde algún punto más profundo—. Hay otra salida.
Josh, Aaron y los demás regresaron al túnel principal y siguieron las voces hasta llegar ante otro angosto pasadizo que se desviaba hacia la izquierda para desembocar en una segunda escalera. En lo alto de la misma había otra gruesa puerta de madera, que en esta ocasión no conducía a un callejón sin salida, sino a una capilla pequeña y de aspecto familiar. Se hallaban en la iglesia del Santo Sepulcro.
—Es fácil comprender por qué los Guardianes no llamaban la atención en este lugar —señaló Aaron, aludiendo a los ropajes sacerdotales de los fanáticos—. ¿Pero cómo sacarían a los rehenes sin que los vieran?
—A lo mejor no los retenían en esta guarida —propuso Josh.
—O quizá ya los habían matado. —En cuanto habló, Aaron se percató del significado de sus palabras para Josh.
»Sé que Danielle te importa —dijo, mientras le ponía la mano en el hombro—. Y odio darte malas noticias..., pero me sorprendería que siguiera viva.
El corazón de Josh le decía que Aaron se equivocaba.
Uno de los guardias de seguridad se acercó a ellos para anunciarles que tenían a varias empleadas del comercio escaleras arriba, listas para que las entrevistasen. Aaron y Josh volvieron sobre sus pasos hasta la tienda, donde hallaron a tres mujeres asustadas, detenidas por una pareja de oficiales.
Aaron se dirigió a las tres mujeres, sin perder el tiempo con cortesías.
—¿Qué saben de los sacerdotes que se reunían en las estancias de abajo?
—Yo no sé nada —respondió una de las mujeres con voz temblorosa—. Veía que los hombres santos iban y venían; pero como son los dueños de la tienda, supuse que tenían derecho a estar aquí. Desaparecían tras las cortinas y yo no les hacía preguntas. A veces los veía salir y a veces no. Nunca hablaban con ninguna de nosotras.
—¿Alguna de ustedes ha estado abajo alguna vez? —preguntó Aaron.
—Estaba prohibido meterse tras las cortinas —repuso la mujer más anciana—. Nos decían que solo estaban autorizados los sacerdotes.
—¿Han advertido si alguien acompañaba hace poco a los sacerdotes?
La mujer más joven levantó la cabeza.
—Recuerdo que esta semana, cuando yo estaba trabajando, trajeron a alguien que parecía enfermo. Puede que fuese otro sacerdote. No estaba segura, pero pensé que los hombres santos iban a ayudarle.
Josh intervino en el interrogatorio.
—¿Han visto si traían a alguien más, tal vez una mujer?
—Aquí vienen muchas jóvenes, pero todas a comprar.
Las demás asintieron al unísono.
Aaron formuló varias preguntas más, pero era evidente que aquellas mujeres no sabían nada de lo que sucedía bajo ellas. Al cabo de un rato, las dejó marchar.
La policía prosiguió su rutina, reuniendo pruebas e interrogando a los propietarios de los establecimientos adyacentes. Cuando sonó el teléfono, Josh lo descolgó, esperando que Giuseppe estuviera al otro lado de la línea.
—Quiero el manuscrito —exigió una voz profunda—. Nada de trucos, falsificaciones ni emboscadas. Observamos todos sus movimientos, como ahora ya saben, pero voy a ofrecerles una última oportunidad. Todavía tenemos a los rehenes. El lunes haremos un intercambio. Usted nos da el manuscrito y nosotros le entregamos a uno de sus amigos. Pasadas veinticuatro horas, si nos satisface lo que hemos recibido, le daremos a otro rehén. En cuanto al tercero, diríjase a la iglesia de Santa María Magdalena, en el monte de los Olivos. Le he dejado un pequeño premio de consolación bajo el banco número trece. Obedezca las instrucciones y mañana tendrá noticias nuestras con las señas del cambio.
La línea se cortó.