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El Maestro aguardaba con paciente contemplación en una lóbrega guarida subterránea. Aunque el nerviosismo de sus seguidores aumentaba a cada nuevo desarrollo y revelación de la profecía, él deseaba saborear la deliciosa anticipación de los sucesos que estaban a punto de producirse. Era una posición que solo podía disfrutar el que tenía la mano más alta. El Maestro aspiró una honda bocanada bajo la máscara de serpiente, inhalando moléculas milenarias. El lugar despedía un aroma húmedo que denotaba toda su antigüedad. Resultaba tonificante.

Al cabo de unos minutos de silencio, se propuso ajustarse la túnica negra, empleando el tiempo preciso para igualar hasta la arruga imaginaria más menuda antes de acabar. Al fin, observó a su sirviente.

—Maestro —dijo el coloso, al tiempo que efectuaba una reverencia.

El Maestro le indicó que se irguiera.

—Has hecho un buen trabajo. El siguiente grupo procederá con más sigilo.

—Gracias, Maestro. Tuve muchas ocasiones de matarlo, pero no lo hice, porque me lo habías ordenado. ¿Por qué lo quieres vivo?

El Maestro inhaló profundamente, pero en esta ocasión para serenarse. El gigantón era valioso, aunque su estupidez resultara casi absurda.

—Debe estar vivo para conducirnos hasta la reliquia. Cuando la tengamos, ya no tendrá razones para vivir.

Despacio, como si asimilara un concepto esotérico y trascendental, el gigantón asintió con su enorme cabeza.

—Gracias, Maestro —respondió—. Ya lo entiendo.

El Maestro encontraba paradójico que un cráneo tan formidable albergase un cerebro tan pequeño. Pero bien mirado, la inteligencia y la independencia de juicio no eran necesariamente los atributos más deseables en un devoto. La convicción inquebrantable y la fuerza bruta eran todo cuanto hacía falta. El Maestro se esforzaba para infundir un delicado equilibrio a sus seguidores, con la combinación precisa de dependencia y libre albedrío, con objeto de avivar las llamas de su fe. En cuanto al músculo, aquel tipo estaba muy capacitado.

—Quiero que vayas a la puerta del Estiércol —ordenó el Maestro—. Allí te encontrarás con algunos de nuestros hermanos. Tengo un plan que nos ayudará a obtener ese antiguo documento. Me parece que te gustará. Hay una joven muy cautivadora de por medio.

—¿Esa mujer es de los nuestros? —aventuró el sirviente, obviamente impresionado por su propio razonamiento deductivo.

—No, técnicamente no. —El Maestro sonrió—. Todavía.