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Josh Cohan experimentaba un enaltecimiento espiritual. Había visitado innumerables enclaves en más de una treintena de países, pero Masada era incomparable. Se alzaba como una isla en el firmamento, una fortaleza emplazada en lo alto de una meseta montañosa en el desierto que mantuviera una vigilancia perpetua sobre el mar Muerto, situado a unos cuatrocientos metros más abajo. Josh se alejó de la muchedumbre hasta un antiguo saliente de piedra y observó desde allí el cielo despejado, insondable y azul. Bajó la mirada hasta el mar Muerto y cayó en la cuenta de que estaba contemplando la misma vista que los guerreros judíos que se habían enfrentado al poder de Roma casi dos milenios atrás. El paisaje no había cambiado.

Cerró los ojos y escuchó el murmullo del viento. Se permitió sumirse en el momento, pero el sonido, en lugar de sosegarlo, aumentó de volumen cada vez más, convirtiéndose primero en el ominoso siseo de una serpiente para devenir a continuación en un crescendo vocal. A la manera de un coro griego, un millar de voces salmodiaba:

Desde el principio hasta el final: libertad, compasión, tolerancia, sacrificio...

En su imaginación, Josh divisó un cordero arrastrado por un torrente de sangre. Se alzaron llamas de la tierra, que bañaron las nubes con un rojo intenso y fulgurante.

Las voces incorpóreas reverberaron en los oídos de Josh. Cuando abrió los ojos, vio la sombra de incontables personas en el suelo. Uno... uno... uno... uno... salmodiaban.

Pero cuando levantó la vista para comprobar quién arrojaba aquellas sombras, no había sino cielo y el sonido murmurante de unas alas invisibles.

Josh había visitado Masada en tres ocasiones anteriormente y aquellas voces siempre le habían susurrado. Pero nunca había experimentado nada semejante. Él era un hombre de ciencia y, aunque amaba las historias que albergaba aquel desierto, lo habían adiestrado para discernir la verdad en las reliquias y los huesos. Sencillamente, su imaginación le había jugado una mala pasada a causa del poder histórico de aquel lugar. Las voces no eran reales, desde luego.

Pero, ¿y si lo fueran? Aunque no fueran sino el producto de su imaginación, ¿acaso encerraban algún significado que trascendía el perímetro de seguridad del pasado remoto?

Josh se dirigió hacia el norte en dirección a Jerusalén siguiendo la carretera 90, controlada por los israelíes. A su derecha se hallaba el intenso azul del mar Muerto y, al otro lado de este, las montañas de Jordania, que iluminaba el sol de media tarde. A su izquierda, el desierto de Judea se desplegaba en una expansión de colinas y cuevas tan extensa que podía ocultar los manuscritos del mar Muerto durante casi dos milenios. Josh se preguntó qué secretos continuaban sepultados allí en la actualidad.

Pero él se había tomado una excedencia del servicio activo como arqueólogo. Este año sabático era exactamente lo que necesitaba: un tonificante descanso de la política del departamento del museo universitario. Israel lo atraía no solo como estudioso, sino también como hombre, pues era judío en el sentido cultural, aunque no fuera practicante, y había llegado el momento de responder a aquella llamada. Se había sentido transformado en cuanto había aterrizado en el aeropuerto de Tel Aviv. Al contemplar el cielo azul y oler el aire, Josh había sentido que pisaba suelo sagrado. Este era su lugar. Algo lo vinculaba a la misma tierra.

Sus pensamientos regresaron a la solemne majestad de Masada, y sintió que caminaba entre sus antiguos moradores. La energía de aquel lugar era innegable, incluso a tantos kilómetros de distancia.

En su ensoñación, apenas registró la imagen de la cueva frente a él. Sin embargo, bastó para desatar un torrente de sueños recordados: visiones acumuladas durante años que Josh carecía de habilidad para explicar.

Se tambalea por el desierto, mientras el siseo amenazador aumenta de intensidad y la serpiente voladora escupe y lo persigue, acercándose cada vez más. Y, entonces, la arena que lo rodea se inflama con un fuego ultraterreno y las llamas se extienden hacia delante a ambos lados, a modo de protección, alumbrando la senda que atraviésala blancura deslumbrante del mediodía. Él recorre ese camino para dirigirse a las colinas, pero la tierra parece haberse trastocado, pues de algún modo el cielo está bajo sus pies y la roca maciza se cierne sobre él. Y justo delante, suspendida de las hebras flamígeras, se encuentra la abertura de una cueva tenebrosa y fría, cuyo labio se arquea para descender hacia el firmamento de un modo abrupto.

La cabeza le daba vueltas y la sangre le bombeaba en los tímpanos. Josh apretó el pedal del freno y el Land Rover derrapó hasta salirse de la carretera. Por fortuna, no había otros coches en las inmediaciones y el vehículo patinó hasta detenerse sin otra consecuencia que el sonido de la gravilla aplastada bajo los neumáticos. Josh inhaló una profunda bocanada y trató de serenarse apoyando las manos en el volante. Pero como al cabo de un minuto seguía mareado, abrió la puerta y salió a trompicones en busca de apoyo.

El sol abrasador le parecía pesado, como si le oprimiera el cráneo, y se dobló por la cintura, con la cabeza en vilo y los codos apoyados en las rodillas. Josh temió que fuese a vomitar, pero, por el contrario, el mareo se retiró con la misma brusquedad con la que le había sobrevenido. Respirando con mayor facilidad, abrió los ojos y contempló el despliegue del desierto entre sus rodillas.

Era exactamente como lo había visto todas aquellas noches: el cielo bajo sus pies, las colinas en lo alto... y el peculiar contorno de la abertura. No había visto nada parecido en Israel, ni en ningún otro lugar del mundo.

Lentamente, con una creciente trepidación, Josh sacó su mochila del coche y emprendió el ascenso hacia la caverna. Al cabo de unos minutos, el sudor y el polvo se habían mezclado en vetas de fango que le bajaban por la nuca. En sus sueños se había acercado hasta ese punto. Había llegado al límite de la caverna, pero nunca había accedido a ella. A medida que se aproximaba a la boca arqueada, se preguntaba si de veras podría entrar. Siempre se había despertado antes de dar ese paso. ¿Qué ocurriría ahora?

Las terminaciones nerviosas de Josh se encresparon cuando traspuso el umbral. Algo lo estaba esperando en aquel lugar; lo sabía con certeza, al igual que lo había sabido en todos aquellos sueños interrumpidos. Encendió la linterna y la enfocó hacia delante, adentrándose en lo desconocido. A medida que avanzaba su nerviosismo se desvanecía para transformarse en una sensación de tranquilidad que rara vez había experimentado anteriormente. Aunque su curiosidad continuaba en alerta roja, su cuerpo estaba increíblemente relajado.

Cuando se adentró en la cueva atisbo proyecciones de roca que descollaban a ambos lados, dispuestas a derribar a los intrusos desprevenidos. Pero Josh no iba a tropezar allí. Proyectó el haz de luz sobre la pared que se alzaba frente a él y reveló una serie de ilustraciones desvaídas. Siguió acercándose y observó unas letras que identificó como arameas y, debajo de estas, una línea quebrada. Sostuvo la linterna a seis o siete centímetros de la inscripción, pero comprendió que sería imposible traducirla. Algunos trazos de las letras habían desaparecido por completo, mientras que otros caracteres se habían desvanecido a causa del paso del tiempo y el deterioro. Así pues, Josh escrutó la línea interrumpida. Parecía señalar hacia abajo.

Me está diciendo que excave.

No se trataba de un pensamiento; era una certidumbre.

Josh se hincó de rodillas al pie de la pared y examinó el suelo justo debajo de las marcas. Era casi tan sólido como la roca, demasiado duro para excavar, pero sabía que tenía que intentarlo. Extrajo una pequeña pala de su mochila y procedió a inspeccionar la resistente superficie. Al cabo de largos minutos, había penetrado veinticinco centímetros en el terreno. En ese punto reparó en el extremo superior de un objeto enterrado. Josh alargó la mano y tocó algo parecido a la arcilla. Cuando lo examinó con mayor atención, reconoció de inmediato que se trataba de una reliquia de una época remota.

En todas las versiones del sueño había sabido que algo lo estaba esperando en la caverna, pero nunca había conseguido entrar. Ahora Josh estaba seguro de que estaba destinado a encontrar aquel objeto.

Trabajó febrilmente, perdiendo por completo la noción del tiempo. Mientras sacaba más tierra, no pudo evitar acordarse de la última excavación en la que había participado, la misma que lo había alentado a tomarse aquel año sabático. No se había tratado de un proyecto suyo; de hecho, ni siquiera era un experto en ese campo, pero cuando un superior te solicita una ayuda especial, no puedes rechazar su petición amablemente. Josh sabía que así era la política del departamento, antes incluso de dirigirse a México.

Durante más de un mes se había esforzado bajo el inclemente sol del Yucatán, tamizando la tierra en busca de vestigios o reliquias. Era un componente ordinario de la labor de cualquier arqueólogo: muchas horas y pocos descubrimientos. La excitación y el misterio de la exploración hacían que la búsqueda resultase gratificante aunque no reportase ningún resultado.

Josh tenía la reputación de ejecutar meticulosamente hasta las tareas más insignificantes, de modo que a menudo le asignaban dichas tareas. Pero un día, de improviso, desenterró la punta de una piedra que era distinta de las otras. Excavando con mayor cuidado aún, descubrió una estatua de un dios maya desconocido. Cuando surgió de la tierra le dio un vuelco el corazón; aquello le daba sentido a su existencia. Josh envolvió con delicadeza la reliquia de quince centímetros y se dirigió a Coughlin, el director de la excavación, un personaje huraño con un cargo vitalicio.

—Cough —dijo, incapaz de disimular su entusiasmo—, deberías echarle un vistazo a lo que acabo de descubrir.

Su supervisor estudió la reliquia.

—Parece auténtica —dijo Coughlin mientras se mesaba la barba con ademán pensativo—. Pero yo no me haría muchas ilusiones hasta que volvamos a la universidad y hagamos unos análisis exhaustivos.

Seis semanas después, en un encuentro celebrado en el mundialmente famoso museo de la Universidad de Pensilvania, Coughlin anunció el descubrimiento ante una sala atestada de miembros del claustro, periodistas y estudiantes.

—Damas y caballeros —declaró, alimentando el dramatismo del momento—, he hecho un descubrimiento arqueológico trascendental: la estatua de un dios maya desconocido. La reliquia se encuentra en excelente estado y quizá nos aporte algunos indicios sobre el destino de los mayas, puesto que se remonta al periodo inmediatamente anterior a la desaparición de su civilización.

Josh estaba asombrado. Coughlin no había mencionado que Josh había sido el autor del descubrimiento. En aquel momento comprendió que a su departamento le interesaban tanto el escalafón y el poder como la ciencia pura, tal vez más. La idea le puso enfermo.

Al día siguiente Josh se presentó en el despacho de Coughlin.

—Intenté hablar contigo ayer, después de que anunciaras nuestro descubrimiento —dijo—, pero te marchaste enseguida.

Coughlin se hurgó en la oreja derecha.

—¿Qué pasa? Pareces molesto.

—Ayer no mencionaste que yo había descubierto la reliquia. —Josh —repuso el otro con condescendencia—, tú formas parte de un equipo, nada más. Yo soy el líder del equipo. Josh sintió que se le calentaba la sangre.

—Un descubrimiento de esta magnitud no se hace con mucha frecuencia. Fue algo muy importante para mí.

—Bienvenido al mundo real, Cohan. Puede que lo comprendas cuando llegues a mi posición.

—No pienso cruzarme de brazos y aguantarme —prorrumpió Josh, enfurecido—. Acudiré a los medios de comunicación. Yo... Coughlin alzó una mano para detenerlo.

—Me parece que no lo has entendido. Yo tengo décadas de experiencia. Dicha experiencia conlleva mucha influencia. Si haces cualquier cosa para menoscabarme, me encargaré de que no te asignen a otra excavación de importancia durante el resto de tu carrera.

Josh estaba tan furioso que se quedó sin habla. La intuición le aconsejaba que no siguiera adelante, pero él lo hizo de todos modos, cuestionando las falsas afirmaciones de Coughlin. No le sirvió de nada. Cough estaba demasiado bien protegido por sus compinches. Josh sabía que había perturbado el statu quo y desenmascarado a Coughlin ante algunas personas, por lo menos; pero a fin de cuentas aquello no alivió su situación.

Al menos consiguió eludir las desastrosas consecuencias para su carrera con las que lo había amenazado Coughlin. La única acción que se emprendió contra Josh fue prohibirle que trabajase con Coughlin en lo sucesivo, algo que él consideró más que nada una recompensa. Asumió que, aunque no estaba dispuesta a ratificar sus acusaciones contra su superior, la universidad tampoco deseaba castigarlo, a la luz de sus evidentes logros.

No obstante, la experiencia lo había desilusionado bastante. Quizá debería haber escuchado a su intuición y haberse apartado de aquella debacle. El instinto rara vez le había fallado, y debería haber impedido que su ego llevase la voz cantante. En suma, las condiciones de la universidad se hicieron demasiado penosas para soportarlas, de modo que solicitó un año sabático en un lugar con el que sentía una conexión emocional y se marchó a Israel.

Resultaba interesante, reflexionó Josh, que la misma debacle que había pensado que le causaría la ruina hubiese contribuido a llevarlo a aquel lugar. De no haber sido por Coughlin, tal vez nunca hubiese recorrido aquella carretera en concreto, ni hubiera establecido la conexión con su sueño.

Al fin, su labor dio frutos. Josh se puso un par de guantes quirúrgicos y extrajo con gran cuidado una vasija cilíndrica del suelo. Aunque era considerablemente más pequeña, se asemejaba a las tinajas que contuvieron los manuscritos del mar Muerto, hallados a menos de veinte kilómetros al norte de aquella cueva.

Josh se despojó de la camiseta, envolvió delicadamente la vasija y la introdujo con grandes miramientos en la mochila. En su hotel podría inspeccionar la reliquia mucho mejor que allí, en aquella lóbrega caverna.

Estaba a punto de anochecer cuando Josh descendió cautelosamente la colina para regresar a la autopista. Cuando se aproximaba a la carretera, divisó un todoterreno militar de color beis aparcado junto al Land Rover. En las inmediaciones había una pareja de soldados israelíes, altos, fornidos y serios. Y ambos armados con pistolas que le apuntaban directamente.

—Quítese la mochila y deposítela en el suelo —le ordenaron—, y ponga las manos detrás de la cabeza.

Josh obedeció.

—Soy un arqueólogo estadounidense de vacaciones en Israel —les dijo con voz temblorosa.

El más pálido de los soldados se dirigió hacia él, bajando la pistola. —¿Cómo se llama?

—Josh Cohan. Soy profesor de la Universidad de Pensilvania.

—¿Dónde está su identificación? —exigió saber el hombre, que iba armado hasta los dientes y ahora solo estaba a medio metro de distancia.

El corazón de Josh empezó a palpitar y su imaginación se desbocó. Si abrían la mochila y encontraban la vasija, la confiscarían en el acto. No podía perder otro hallazgo, especialmente ante dos chavales con exceso de celo que probablemente destruirían la reliquia mientras intentaban descubrir lo que era. Tendría que emplear la labia para salir de aquel atolladero, pero ¿cómo?

Mientras el rifle del otro soldado seguía apuntándole al corazón, Josh sopesó sus opciones y decidió adoptar la postura del extranjero amigable.

—¿Qué les parece el desierto? —bromeó, tratando de mitigar la tensión del ambiente.

Pero los soldados no respondieron. Por el contrario, el rubio se echó el arma a la espalda y dio otro paso hacia delante. Josh percibió su cálido aliento en el lado del cuello.

—Documentación —volvió a exigir, mientras el sudor perlaba los surcos de su frente adusta y resuelta.

—Me temo que está en el coche —repuso Josh, con la esperanza de que su rostro no desvelase aquella mentira.

Advirtió que el otro soldado quitaba el seguro del rifle mientras lo empujaban contra el morro del Land Rover, con las piernas separadas y los brazos extendidos contra el capó. Como no deseaba atraer su atención hacia la mochila, Josh aguardó a que el soldado se hincara de rodillas y le cacheara las pantorrillas y los tobillos para dirigir una mirada furtiva hacia donde esta se encontraba, momentáneamente olvidada.

De pronto percibió una mano en el bolsillo trasero del pantalón y acto seguido, sin mediar explicación, el soldado se apartó. Josh oyó el manoseo del papel y el sonido de la energía estática de un walkie-talkie cuando el soldado llamó por radio a su centro de mando. Había hallado el permiso de conducir de Josh y la fotocopia del pasaporte que llevaba siempre consigo cuando viajaba. Josh se quedó perplejo. Estaba seguro de que estaban en la mochila. Era metódico por encima de todo...

Al término de un silencio prolongado e incómodo, el walkie-talkie volvió a crepitar y al otro lado alguien declaró a modo de respuesta:

—Está limpio.

El soldado de aspecto sefardí bajó el arma por fin.

—¿Puedo recoger la mochila? —preguntó Josh, con toda la ligereza que pudo reunir.

—¿Qué hay dentro?

—Solo objetos personales y algunos suvenires. ¿Quiere inspeccionarla?

Era un riesgo, pero Josh esperaba que diera resultado. Los altos mandos ya lo habían avalado, y apostaba a que los dos chavales estaban tan ansiosos como él por apartarse del calor y ponerse de nuevo en marcha.

El soldado rubio observó la mochila durante unos segundos y finalmente alzó de nuevo la vista hacia Josh.

—No hace falta.

Josh agarró la mochila y se la echó a los hombros. Otro todoterreno militar, que albergaba a otra pareja de soldados israelíes armados, se detuvo.

—¿Va todo bien?

—Sí —respondió el soldado de cabello oscuro. Dirigió un ademán de cabeza a Josh—. Puede irse.

Josh esperaba que su alivio no resultara patente mientras regresaba a su coche. ¿Qué habría sucedido si hubieran descubierto la vasija que había en la mochila? No habría logrado convencerlos de que le permitieran quedársela. Aquella historia de Coughlin no habría sido nada en comparación con la pérdida de aquella reliquia. Josh no era demasiado aficionado a los mensajes del más allá, pero había algo en aquella vasija que lo había estado llamando desde hacía muchos años.

La luna llena resplandecía sobre el desierto mientras Josh se dirigía a Jerusalén. Dentro de menos de una hora, habría vuelto al hotel Perla de Jerusalén. Allí podría inspeccionar al fin su descubrimiento.

Cuando pasaba junto al oasis de Ein Gedi, el peso de las últimas horas se abatió sobre Josh. Su sueño recurrente ya no era solo un sueño. Le había conducido hasta la vasija... ¿a dónde lo llevaría a continuación?