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Los manuscritos del mar Muerto fueron escritos por los esenios, una secta monástica judaica del desierto cuyas actividades se prolongaron desde el siglo I a.e.c. hasta el I e.c., clérigos protestantes y un miembro laico. No se incluyó a ningún arqueólogo judío en el grupo. Peor aún, la mayoría de los arqueólogos clericales eran considerados antisemitas y anti sionistas: un conflicto de intereses que era, sencillamente, la práctica habitual de la época.
En respuesta a este legado de exclusión, Israel llevó a cabo un esfuerzo consciente por implicar regularmente en sus programas arqueológicos a científicos de diversas religiones y nacionalidades. El proceso de selección seguido por la AAI a la hora de constituir un equipo para el manuscrito no había sido una excepción. Aunque estaba liderado y compuesto principalmente por judíos, una vez más los cristianos desempeñaban un importante papel. Uno de esos cristianos, el padre André, se acercó ahora al otro, con el rostro surcado de preocupación.
—Barnaby, acompáñame al pasillo. Tenemos que discutir la primera parte de la traducción.
Barnaby asintió.
Los restantes arqueólogos estaban inmersos en su labor y prestaron escasa atención a los hombres que abandonaban el laboratorio.
André y Barnaby se retiraron a un rincón discreto del pasillo.
El padre André parecía conturbado.
—Me inquieta sobremanera lo que pueda decir el manuscrito. ¿No crees que...?
—Relájate, André —lo interrumpió el estadounidense—. Acabamos de empezar a traducirlo.
—Ya sabes que soy católico conservador.
Barnaby asintió.
—Sí, ¿y?
—Me preocupa que el manuscrito invalide la divinidad y la misión mesiánica de Jesús.
—¿Por qué preocuparse? Ni siquiera sabemos si Jesús escribió ese documento.
—Sí, pero tengo la sensación de que esto no va a salir bien.
—No seas tan pesimista, André. He dedicado mi vida entera a buscar al Jesús histórico. Si Él es el autor del manuscrito, al fin tendremos una confirmación histórica de su existencia.
—Puede que eso sea suficiente para ti, que eres liberal, pero yo no quiero que cuestionen mis creencias.
—Piensa en lo que estás diciendo. Si crees de verdad, nada puede cuestionar tu fe. Además, es casi imposible autentificar que Jesús escribiera el manuscrito.
André aspiró una honda bocanada.
—Tienes razón.
—Pero espero que lo hiciera. El fragmento que he leído me ha acercado a él. Me encanta su humanidad. El autor del manuscrito es un gran hombre y un maestro: un auténtico profeta.
—Eso es propio de ti. Hasta te inspiran simpatía los cristianos que tratan de invalidar algunas enseñanzas y relatos del Nuevo Testamento.
—Amo a Jesús tanto como tú. Si el manuscrito me permite conocerlo mejor y alberga algunas sorpresas, estaré satisfecho.
La expresión de André puso de manifiesto que no compartía aquella opinión.
—¿Has informado al Vaticano de la existencia del manuscrito? —le preguntó Barnaby.
—No, voy a esperar hasta que haya progresado la traducción. Pero sea cual sea el contenido del manuscrito, no dejaré que mine mis creencias.
Barnaby le rodeó los hombros con el brazo.
—Así es como debe ser.
El día transcurrió con rapidez y el equipo arqueológico se dispuso a ultimar las investigaciones de la jornada. Jonathan fue el primero en marcharse, pues había suplicado una reducción de condena que le permitiera prepararse para la cita romántica que le aguardaba aquella noche. Michael se ofreció a llevar a Alón, que residía en las afueras de Jerusalén, y poco después el padre André y Barnaby abandonaron juntos el edificio para separarse en la calle, donde se encaminaron hacia sus respectivos hogares en direcciones opuestas.
El museo distaba de su apartamento poco más de un kilómetro, y el padre André se alegraba de disponer de aire fresco y soledad para cavilar sobre las palabras que había traducido aquel día. Sin embargo, apenas había recorrido unas manzanas cuando se le acercaron dos hombres altos con atuendo clerical.
—Hola, hermano —dijo uno de ellos.
La voz arrancó a André de sus reflexiones. Observó al sacerdote, pero al principio no lo reconoció. Después se percató de que lo había visto antes, pero no recordaba dónde.
—Hola —repuso André—. ¿Te puedo ayudar en algo?
El hombretón se detuvo y el padre André perdió de vista temporalmente a su compañero.
—La verdad es que sí.
André se disponía a preguntarle cómo podía ser de ayuda cuando le apretaron un pañuelo hediondo contra la cara. Comprendiendo solo entonces que estaba en peligro, se debatió con violencia, pero en vano.
Justo antes de perder el conocimiento, André advirtió que un coche negro se detenía a escasos metros de distancia.
Jonathan apenas había recorrido un kilómetro cuando reparó en el coche que lo seguía de cerca. Alarmado, miró por el espejo retrovisor y se calmó al vislumbrar la figura paternal de un sacerdote católico al volante.
Jonathan abandonó Jerusalén y se dirigió a Tel Aviv siguiendo la autopista 1. El coche negro todavía estaba tras él. Presintió que algo no iba bien. Desde luego, había más vehículos en la carretera, y seguramente el sacerdote se dirigía a Tel Aviv al igual que él. Pero cuando Jonathan cambiaba de carril, el otro coche también lo hacía. Cuando Jonathan aceleraba, el otro se mantenía a su altura.
Entonces, de improviso, el coche negro desapareció. Jonathan se volvió para mirar por encima del hombro, pero no halló el vehículo en ningún sitio. ¿Cómo había logrado esfumarse tan deprisa? ¿Acaso su imaginación le estaba jugando una mala pasada?
Aspiró una honda bocanada para tranquilizarse y pensó en la mujer con quien estaba citado al cabo de menos de una hora. La otra noche, en el bar, ella le había dejado claro que era mucho más divertida en privado que en público. Jonathan la había invitado a cenar en su casa, pero estaba bastante seguro de que no iban a comer enseguida.
De pronto, un deslumbrante juego de faros reflejado en el espejo retrovisor dirigió de nuevo su atención a la carretera. Jonathan disminuyó la velocidad para confirmar su peor temor: el coche negro había reaparecido y le pisaba los talones. En el ecuador del trayecto hacia Tel Aviv, con la adrenalina bombeando por todo su cuerpo, Jonathan pisó a fondo el acelerador. Serpenteó entre los coches a gran velocidad para eludir a sus perseguidores. Ignoraba lo que deseaba aquella gente, pero no estaba dispuesto a aminorar para averiguarlo.
En cuanto traspuso el término municipal, Jonathan viró con brusquedad demasiado cerca de una mujer que conducía un Mercedes. Advirtió el temor de sus ojos cuando giró con fuerza el volante en dirección opuesta, manteniendo a duras penas el control sobre el coche. Irrumpió en un carril desocupado haciendo trompos, convencido de que sus perseguidores intentaban empujarlo a la muerte..., pero cuando logró enderezar el vehículo, no vio al coche negro por ninguna parte.
—¿Qué te parece la marcha del proyecto? —preguntó Michael mientras conducía.
—De momento bien —musitó Alón.
Michael se rió desdeñosamente.
—Eres la persona menos habladora que he conocido en mi vida. Estamos trabajando en el mayor descubrimiento de nuestra carrera, ¿y lo único que se te ocurre es «bien»?
—Hablando te puedes meter en líos. Cuando menos digas, mejor. El silencio es oro.
—Bueno, eso son tres frases completas. Gracias por abrirte.
Estaban recorriendo una calle secundaria de Jerusalén cuando Michael reparó en un coche negro que parecía tomar las mismas curvas que él. Cuando aminoró ante un semáforo en rojo, el sombrío vehículo se detuvo a escasos centímetros de su coche. Michael se dio la vuelta y a la luz de la intersección comprobó que el conductor era un sacerdote. Qué extraño, pensó, y resolvió que lo mejor sería perderlo de vista, aunque fuera un hombre santo. Pero cuando el semáforo cambió y Michael se alejó a la carrera el sacerdote siguió pegado a él.
—Creo que nos está siguiendo un cura —dijo Michael con voz vacilante.
Alón volvió la cabeza para mirar.
—Me parece que estás paranoico. ¿Qué tiene de raro un cura conduciendo un coche? Hay cientos en esta ciudad.
—Normalmente no te pisan los talones. Este tipo está justo encima de mí.
—¿Es que crees que los curas poseen una especie de habilidad divina para conducir? Son tan negados como cualquiera.
Probablemente Alón estaba en lo cierto y Michael solo estaba paranoico. El proyecto del manuscrito y los desagradables sucesos de los días precedentes lo habían alterado más de lo que pensaba.
Cuando llegaron a otro semáforo, Michael cerró los ojos y se conminó a relajarse. No vio que el coche negro se detenía junto al suyo. Ni la semiautomática que le voló la tapa de los sesos.
El sonido de unos pasos pesados atrajo la atención del reverendo Barnaby. Volvió la cabeza y vio a dos hombres apresurados, con atuendo de sacerdote, que se encaminaban hacia él, ganando terreno a largas zancadas.
Algo le dijo a Barnaby que se alejara, y deprisa. Miró en derredor en busca de un lugar al que pudiera dirigirse para eludirlos, y se tranquilizó al ver a una pareja árabe que se acercaba en dirección opuesta. Barnaby corrió hacia ellos y los saludó efusivamente. Los árabes parecían sorprendidos, pero le devolvieron el saludo con afabilidad. Eso era exactamente lo que necesitaba. Había una cafetería en las proximidades. Quizá quisieran acompañarlo hasta allí.
Sin embargo, por insólito que fuese, los sacerdotes siguieron acercándose. Poniéndose furtivamente a su altura, observaron a los árabes con manifiesta repugnancia y, ante el horror de Barnaby, sacaron sus pistolas.
Mientras los sacerdotes se lo llevaban a rastras, Barnaby contempló el charco que formaba la sangre de los árabes en las grietas de la acera y comprendió que inadvertidamente había causado la muerte de los amables desconocidos. Rezó para que Dios lo perdonase.