Amor en el Parque Rivadavia

Si me lo cuentan no me lo creo. En serio, no hubiera creído. Si yo no fuera Roberto Arlt, y leyera esta nota, tampoco crería. Y sin embargo, es cierto.

¿Cómo empezaré? Diciendo que la otra tarde, «una hermosa tarde»… Pero esto sería inexacto porque una «hermosa tarde» no puede ser aquella en que ha llovido. Tampoco era de tarde, sino de noche, bien anochecido, las ocho.

Como contaba, había llovido. Llovió un rato, lo suficiente para lavar los bancos, humedecer la tierra y dejar los caminos de las plazas en estado pastoso.

Más aún: llovió de tal manera que si usted se fijaba en los bancos de las plazas, comprobaba que conservaban frescas manchas de agua. No había banco que no estuviera mojado.

Eran las ocho de la noche y yo cruzaba el Parque Rivadavia. No iba triste ni alegre, sino tranquilo y sereno como un ciudadano virtuoso. Alguna que otra pareja se cruzaba en mi camino y yo aspiraba el olor a los eucaliptos que flotaba en el aire embalsamándolo dulcemente, o mejor dicho acremente, pues el olor de los eucaliptos deriva del alquitrán que contienen, y el olor del alquitrán no es dulzón sino amargo.

Como decía, iba cruzando el parque, hecho un santito. Las manos sumergidas en los bolsillos del perramus, y los ojos atentos.

Y de pronto… (Aquí llegamos y por eso me retardo en llegar). De pronto, en una alameda que corre de este a oeste, y llena de bancos en los que los focos revelaban frescas manchas de agua, vi parejas compuestas de seres humanos de distinto sexo, conversando (esto de conversar es una metáfora) muy liadas. ¿Se dan cuenta ustedes? No sólo no sentían el fresco ambiente, sino que eran hasta insensibles al agua sobre la cual estaban sentados.

Yo me hacía cruces, y me decía: «No, no es posible… ¿Quién va a creer esto? No es posible». Y como un ingenuo acercaba mi nariz a los bancos, los miraba y los veía mojados, mojados a tal punto que, con perramus y todo, yo no me hubiera sentado allí. Y las parejas como si tal cosa… Cualquiera hubiera dicho que en vez de estar diciéndose ternezas sobre una dura madera mojada, reposaban en cojines de Persia rellenos de plumas de grulla rosada.

Y no era una pareja… pareja que de haber sido una, nos hubiera podido hacer exclamar: ¡Una golondrina no hace verano!

No, no era una pareja. Eran muchas, pero muchas parejas, igualmente insensibles a la humedad e igualmente laboriosas en eso de demostrarse que se querían.

Algunas permanecían en un silencio comatoso, otras, cuando yo me acercaba, se apresuraban a gesticular como si discutieron temas de vital interés. En fin, terminé de cruzar el parque, consternado y admirado, pues ignoraba que el amor, como un hidrófugo cualquiera, impermeabiliza las ropas de los que se sentaban en bancos mojados.

La otra noche vuelvo a pasar por el parque Rivadavia. Hecho un santito, con las manos sumergidas en el bolsillo del perramus y los ojos atentos. No llovía, pero había, en cambio, una humedad de mil demonios, si mil demonios pueden ser húmedos. Tanta humedad, que la humedad se distinguía flotando en el aire bajo la forma de neblina. Eran las ocho de la noche, hora en que los ciudadanos virtuosos se dirigen a sus casas para embodegar un plato de sopa bien caliente. Y yo cruzaba el parque pensando que bien me había ganado un plato de sopa y otro de estofado, pues tenía frío y sentía debilidad. A diez metros de distancia apenas distinguía a un cristiano o a una cristiana. Tan espesa era la neblina. Y yo pensaba:

«Héme aquí, en el lugar más adecuado para pescarme una bronconeumonía o, cuando menos, una pulmonía doble. No hablemos de gripe, porque de solo poner las narices por aquí uno se hace acreedor de ella».

Iba entregado a estos pensamientos asépticos o bacilosos, cuando llegué a la alameda que corre de este a oeste. Esa, la misma, la de los bancos.

¿Querrán ustedes?

Desafiando las bronconeumonías, las pulmonías dobles y simples, las gripes, los resfríos, las pleuresías secas y húmedas, y cuanta peste pueda relacionarse con las vías respiratorias, innumerabes parejas de niños y señoritas, jóvenes y caballeros, se arrullaban de dos en dos bajo las ramas de los árboles, que goteaban lagrimones diamantinos.

Juro que sería criminal no confesar que se arrullaban tiernamente. No es necesario que la fuerza pública lo obligue a declarar a uno por la violencia. No. Se arrullaban tiernamente. En la neblina, bajo los árboles goteadores.

«Ya ni en la paz de los sepulcros creo». No creo en los efectos de la lluvia, de la neblina, del viento, del frío ni del diablo. No creo en la paz ni en la soledad de nada.

Siempre y siempre que me he dirigido a un sitio solitario y oscuro, a un paraje que desde afuera hacía pensar en la soledad del desierto, siempre he encontrado allí una muchedumbre. De manera que me inclino a creer que la única soledad posible es aquella que se produce en un agujero de tierra en cuyo fondo dejaron un cajón… ni en esa se puede creer.

De cualquier manera, he aprendido algo: que el que quiere soledad que la busque dentro de sí mismo; y que no importune a las parejas, que por tener la convicción de su amor, se quieren al aire libre y a la luz de una o varias lunas de arco voltaico.

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