Engañando al aburrimiento

Entre el pomposo teatro de variedades con letreros al ozono y el barracón atorrante, donde se exhibe la pobrería transcontinental de la variedad bufonesca y ambiente, media toda una gama de antros más o menos calificables e interesantes.

Pero, sin disputa alguna, el más sugestivo de los teatruchos atorrantes es aquel salón equívoco, mezcla de circo y de taberna milagrera, donde se acomodan a las mesas insignes haraganes y desocupados que, por el capital de unas monedas, se dan un baño de arte adecuado a su imaginación.

El teatrucho de mala muerte se caracteriza en nuestra ciudad por estar situado en el centro de la misma, o en una de sus arterias principales.

Un zonzo vestido de hindú toca un bombo con más palancas que una locomotora, mientras que a sus costados, en espejos convexos y cóncavos, los papanatas se contemplan gordos como naranjas o larguiruchos y flexibles como palmeras.

Al otro lado de la barraca, un planchador de sombreros estropea concienzudamente los «fungis» de económicos ciudadanos, mientras que los galopines de un lustrabotas vociferan su sacramental y ensordecedor:

—¡Pase caballero… que no le va a pasar nada! ¡Paseee!…

La pobrería de todas las clases comerciales está allí hermanada del modo más absurdo y pintoresco.

Un exladrón se dedica a fabricar llaves yales en tres minutos, y al mostrador se suelen arrimar insignes escruchantes en busca de llaves para sus oficios y negocios; un grabador rumano y famélico talla en aluminio el nombre de cualquier papanatas que no sabe en qué tirarse diez centavos, mientras que un prodigioso bribón, de nariz al rojo y barba de pescado antártico, reparte el programa del teatrucho de variedades, sonándose las narices con dos dedos de la mano derecha.

El programa es una papa de internacionalismo fraternizado con la urgencia del hambre y del macaneo.

Canta «La Cielito», tonadillera española que cantó ante Sus Majestades y Altezas de Franfrucheli, caballero italiano «que es un derroche de gracia»; bailará La Dolores, «Reina del Jaleo»; luego «La Maleva», acompañada en guitarras por el profesor XX. El profesor XX es un insigne malandrín con cascabeles de asesino y puntas de ladrón, al decir del Quijote. Tiene la cara cruzada de un tajo formidable, y la melena cortándole la frente como un revés de betún.

Luego continúan «los Irlandeses», con canciones típicas; las dos «Hermanas Búlgaras», que cantarán música nacional (de Bulgaria, se entiende), y, por último, «La Palazzini», eximia soprano «napoletana».

Adentro levanta la guardia media docena de agentes de investigaciones. Tienen caras de asesinos, de ladrones y de tahúres. Hacen círculo en torno de las mesas y esperan la llegada de dudosos clientes que son ladrones auténticos y asesinos de verdad. Una campana, el bombo, la Marcha Real Española, el Himno Nacional, y un pasodoble, le hacen el tren al salón casi vacío de concurrencia. Un salón oscuro, donde la patota de pesquisas sugiere un cuadro de novela de Ponson du Terrail.

Uno que otro aburrido va entrando al patio de Monipodio.

Ya es un chofer con el coche en el garage; una mucama en vacaciones; dos porteros que quieren cultivar sus conocimientos estéticos escuchando a «La Cielito» y a la «Reina del Jaleo», luego un napolitano con patente de carrito de verdura y unos baffi como cimitarras. Lo siguen dos vagos que pueden ser cualquier cosa menos personas decentes. Sentados a sus respectivas mesas, tres escolares, con marca de raboneros; un filósofo que busca mujeres a quien regenerar y que se ha equivocado de camino, pues debía entrar en el Ejército de Salvación; más tarde un hombre de pata de palo, que debe esconder cocaína en la extremidad apócrifa; un diariero; un padre de familia con su respetable y gorda cónyuge. El público aumenta, mientras los bergantes de la orquesta insinúan el preludio de un pasodoble, y el de violín adopta posturas sentimentales de genio en desgracia. El mozo hace arabescos y cabriolas para atender las mesas que se van colmando. La patota de «tiras» husmea como los perros atraillados cuando ventean la caza.

A los acordes de la Marcha Real Española, se corre el mugriento telón, y luego, ya jamona, abanicándose, haciendo pamplinas con la jeta, aparece la soprano «napoletana»: una tía excocinera a quien le dio esa chifladura, y que canta desgarrado los tímpanos de ese público hecho a los aullidos más extraordinarios.

El público se ríe y se divierte. La pobre diabla comprende que está haciendo un papelón, pero ¿qué le va a hacer? La laringe no le da para más y tiene que comer.

Desaparecida esta furia, viene «La Maleva» y el profesor de guitarra XX. Cuando el profesor ve la patota de pesquisas se pone verde; luego templa la guitarra; y turbulenta, «chiclana» y fea como un diablo aparece «La Maleva», desgañitándose en un tango feroz. La tribu de los diarieros vocifera de entusiasmo. El profesor de guitarra hace saltar las cuerdas, y la moza, de vestido colorado y vincha verde, se enronquece de entusiasmo.

Finalmente, aparecen «los Irlandeses», que no son irlandeses ni nada, sino pilletes que mascullan con acento catalán, vaya a saber qué jerga infernal, y que se valen de un traje y medio frac para actuar en las tablas como artistas. El público les tira con maníes y los perdularios se van con la jeringoza a otra parte.

Y todo allí es triste y manido. Refugio de la pobrería y del fracaso, el teatrito de variedades del centro, es como el islote de la mala muerte, de la bebida y del mal gusto. Y, sin embargo, la gente va. Va porque allí se aburre pensando que se divierte. Y a todos nos gusta engañarnos, ¡qué embromar!

Aguafuertes porteñas
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