Persianas metálicas y chapas de doctor

El título… la chapa en la puerta… Este, el sueño de la casa propia y del automóvil particular, constituyen una de las preocupaciones más serias de los hogares bien constituidos. Ahora, si alguien me pregunta en qué consiste un hogar bien constituido, de acuerdo a un criterio estrictamente burgués (me estoy portando bien, no uso términos en lunfardo ni meto la pata hasta el garrón), diré que el hogar bien constituido sería aquel donde la selección de giles (¡ya me bandié!), se hace con un perfecto criterio científico. Este criterio científico impide, por ejemplo, que una chica tenga familia antes de casarse, ni que se escape con un magnífico pelafustán. O que se case con un desarrapado.

Hay casas que involuntariamente le recuerdan a uno lo que puede ser un harén, porque se entra a ellas y no terminan de aparecer mujeres por todos lados. Son casas con desgracia. Fatalmente, el que entra allí tiene que maridar, si no lo llevan al civil de prepotencia. Casas donde, entre chicas y grandes, suman más de media docena de polleras. ¿Se dan cuenta ustedes la tragedia de una madre que debe vigilar media docena de niñas, sublevosas y ariscas? En muchas casas prudentes, para evitar que las niñas se entretengan elaborando pensamientos inconvenientes, conchaban a las más viejas, mientras que las más jóvenes y comestibles se quedan en la casa para trincar al otario (¡ya se me escapó otro término reo!).

Sin embargo, en casi todas las casas con superabundancia de damas, nunca falta un par de pantalones. Los pantalones es frecuentemente un hermano a quien la colectividad femenina hace estudiar de «doctor».

¿Y saben para qué lo hacen estudiar de doctor?

Pues, para que traiga amigos a la casa.

Cuando la familia tiene retintines semiaristocráticos, el hombre en vez de seguir de doctor, sigue la carrera militar. Entonces (¡hay que ver lo que son las parroquias!), eso de que «fulana es hermana del teniente primero X» suena como si dijeran es una Álzaga Unzué o cualquier otra cosa.

Un fenómeno concomitante con el suceso de que el primogénito de la familia se reciba de doctor o subteniente, es que la familia cambia de casa. En la mayoría de los casos, salvo ser gente sensata, pero este ejemplar no abunda mucho.

Sí; si la familia alquilaba una casita módica, con jardincito ramplón con vistas a la rúa, ahora cree que es indigna de su posición social la casa con jardincito a la calle, y alquila una cerrada, con sala y escritorio a la vía, con persianas en los postigos.

Y a pesar de vivir más estrechamente, se respira. No es lo mismo pretender un novio desde una casa con jardín misho, a una vivienda con persianas metálicas y cerradura yale. No; no. Hay diferencia. Hay categorías. Hay algo, es como estar en los prolegómenos de la carrera aristocrática.

La chapa tira bronca de suntuosidad. Hay chapas (las he visto) que casi son tan grandes como carteles de remate judicial. En ellas se anuncia a qué hora el «doctor» atiende y deja de atender; a qué hora consuma sus homicidios; en cuántas partes recibió autorización y se mostró didáctico para trucidar a sus prójimos; y aunque no se le ve nunca, que hasta uno se inclina a creer que se gana la vida en corretajes, las hermanas, a la sombra de la chapa benefactora, avizoran el otario remoto, indagan el horizonte con periscopio y le cobran interrogatorio y manifestación de bienes a cuanto Cristo pasa por allí, y la familia, involuntariamente, inconscientemente, se infla con el título, engorda con el doctor de la chapa… el cual…

El cual, de vez en cuando, invita a sus amigos a la casa. Ya no es la casa con jardín de fulería y con cucarachas atravesándose en el corredor, sino que es casa con persianas, casa que parece batir prepotencia del vento; casa de la que suelen decir ciertas muchachas, al novio, en un arranque de sinceridad:

—¡Ah! Si yo me caso, me quedo con mamá; que aquí sobran las piezas —como si con eso quisieran ayudarlo al desdichado a olvidar el conventillo, las exigencias de fin de mes y la jeta del crosta leche hervida que pasa la cuenta con donaire de mala puñalada.

—Bueno; ahora al menos se puede recibir a la gente, que antes…

Chapa de doctor, chapa engrupidora. Mientras que las nenas se ganan la vida en el taller; mientras que las señoritas más viejas yugan trasijándose en el subte y el ómnibus, y a media digestión para chapar el bondi y llegar a hora al trabajo, la chapa, en la puerta, bate prepotencia de desahogo económico, alcahucilea vida tranquila, mientras que los enfermos auténticos pasan de largo y miran con desconfianza perfectamente visible el cuento de «se atiende de hora tal a cual». La gente del barrio, menos todavía, recurre al médico. Todos queremos ser asesinados, pero en cierto modo con disimulo, de manera que la chapa sólo sirve para que se extasíe la madre mirándola de reojo; la madre del sueño, y la niña que espera el novio. Porque al fin una casa con persianas metálicas queda mejor con chapa de doctor que sin chapa.

Aguafuertes porteñas
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