«Cuna de oro» y «pañales de seda»

Iba el otro día en un tranvía, cuando oigo que un fulano le decía a otro:

—Yo nací en cuna de oro…

El resto de las palabras se perdió en el bochinche del tráfico; pero alcanzándolo a mirar de reojo al sujeto, pensé:

—¡Grandísimo turro! Vos habrás nacido en un corral y en una cuna de alfalfa, no de oro. Cuando con tu estatura, tu jeta adulona, tus ojos grasientos y el bigotito atorrante que has echado, se tiene la audacia de decir que se ha nacido en cuna de oro, es indiscutible que la tal cuna ha sido como un tacho de basura.

Da bronca, en verdad. No he conocido sinvergüenza, malandrín, estafador, pillete, mediocre, imbécil matriculado, ladrón, vivillo, olfa de los jefes, holgazán ni tahúr; no he conocido miserable pretencioso, arruinado con apellidos de aristócrata, ordenanza con humos de patrón, y patrón con sustancia de ordenanza, que no proclamara al cuarto de hora de conversar, con ínfulas de soltera cuando alguien duda de su doncellez:

—Yo me crié en cuna de oro.

¡Qué cosa bárbara! Usted entra a averiguar dónde y en qué consistía la cuna de oro, y lo que de primera intención descubre es que la tal cuna de oro, apenas si fue de madera roñosa —y no de primera mano sino de cuarta— con flecos de arañas y cascabeles de pulgas.

Otro tipo de desgraciado al trote, es aquel que exclama:

—Ciertas cosas se maman en los pañales.

Lo formidable del caso es que siempre y siempre que usted se encuentra en presencia de un sujeto que recurre a tales expresiones pudibundas, es un bandolero redondo, un hipócrita monumental, en síntesis: cualquier tipo de obra maestra dentro del género de los desgraciados.

Estos tipos hablan apresuradamente de los pañales y de la cuna de oro en que no se criaron. Fíjese: si usted tiene algún conocido que estile esta frase, estúdielo. Lo primero que comprobará será que el mengano de la cuna de oro, es solapado, falso, malandrín… Si rotundamente no es malandra, entonces puede afirmar que se encuentra en presencia de un imbécil de primera agua, de un gilastrón de dieciocho quilates.

Casi todos los que emplean dichas expresiones fueron individuos atrozmente humillados. Yo decía que eran pilletes, casi siempre sucede lo contrario: son mentirosos que además de mentirosos adolecen de tal falta de espíritu y carácter que lo único que se les ocurre sobre la tierra es pasar por «bien nacidos». ¡Ah! Esto de «bien nacidos» es otro término de la cáfila de la cuna al montepío. Yo, muchas veces me he preguntado por qué a estos cretinos no se les dará por pasarse por sabios, por hacer creer que son genios ignorados, poetas indescubiertos, psicólogos sin suerte, físicos sin gabinete… nada… Lo único que a casi todo estos turros se les ocurre es largárselas de bien nacidos. Como quien no quiere la cosa hablan de pañales y cuna de oro.

Lo notable es que han nacido tan bravamente mishos como la mayoría de nosotros, que nos ganamos el bullón. Ellos no. ¿Trabajan?, pero por amor al arte. Guardan el dinero porque no es elegante tirarlo.

Y cuando más atorrante es el refugio en que estos zonzos vieron la luz del día o de una lámpara de kerosén, cuanto más pobrete y espurio el rincón donde para desdicha de la gente sensata nacieron, más se pavonean de la cuna, más se entusiasman con los pañales… más…

Es realmente horrible. Y digo que es realmente horrible, porque cierto grado de imbecilidad humana resulta regocijante. Un cretinito no todas las veces nos amarga el día. El zonzo más recalcitrante tiene instantes de lucidez preciosa y de ingenio peregrino. Mas este tipo de bestia, es francamente anonadante. Usted siente que la brutalidad del tipo repercute en sus sesos como el martillo de un titán. Habla, habla de la cuna, de los pañales, de las tías que lo bañaron, de las fundas de seda y de… Y usted escucha, sonríe, dice débilmente que sí: bufa, asiente. El hombre describe un círculo con la mano y reitera la metáfora de llamar la cuna de oro a una yacija indecente; y de pronto usted siente que los agónicos sudores del Cristo le humedecen la frente. El maldito, como un Niágara de estupidez, voltea cascadas y cascadas de gansadas. Usted no sabe si decirle cuatro malas palabras o enternecerse y llorar, y el sujeto no por limpieza de sus pañales, y a medida que la inconmensurable necedad del sujeto se vuelca en sus orejas, usted siente que pierde el discernimiento, se encuentra mareado, transitoriamente cretinizado. Son los efectos de la novela que le cuentan todos los «bien nacidos», los de «hay que mamarlo en los pañales» y los de la «cuna de oro».

Pudiendo clasificar a estos tipos de imbéciles o pillos, cabe preguntarse ¿qué es lo que debe hacerse cuando se acercan a nosotros? Pues es sencillo. Debe preguntárseles, bajando la voz, como si se les solicitara una importantísima confidencia:

—Che, ¿usted por qué es tan inconsciente?

Esta pregunta, por demás ingenua, tiene la virtud de frenarle la lengua al sujeto durante cinco minutos. Al cabo de cinco minutos, el imperio de la estupidez se hace sentir nuevamente. Entonces ya no se pregunta, sino que se afirma con la misma dulzura y el mismo tono de voz, bajo e insinuante:

—¿Sabe que usted es realmente un inconsciente?

Les prevengo que es un sistema maravilloso. Prácticamente de resultados magníficos. El tipo al cual se le hace dos veces esta observación, se detiene en seco, no sabe si contestar mal o bien a su amable reflexión, y de pronto echa la mano al chaleco, mira apresurado el reloj y sale disparando. Haga esta prueba con alguno que lo seca dándose cortes idiotas. Le aseguro que la receta es buena.

Aguafuertes porteñas
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