La muchacha del atado

Todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de buscar costura.

Flacas, angustiosas, sufridas. El polvo de arroz no alcanza a cubrir las gargantas donde se marcan los tendones; y todas caminan con el cuerpo inclinado a un costado: la costumbre de llevar el atado siempre del brazo opuesto.

Y los bultos son macizos, pesados: dan la sensación de contener plomo: de tal manera tensionan la mano.

No se trata de hacer sentimentalismo barato. No. Pero más de una vez me he quedado pensando en estas vidas, casi absolutamente dedicadas al trabajo. Y si no, veamos.

Cuando estas muchachas cumplieron ocho o nueve años, tuvieron que cargar un hermanito en los brazos. Usted, como yo, debe haber visto en el arrabal estas mocosas que cargan un pebetito en el brazo y que se pasean por la vereda rabiando contra el mocoso, y vigiladas por la madre que salpicaba agua en la batea.

Así hasta los catorce años. Luego, el trabajo de ir a buscar costuras; las mañanas y las tardes inclinadas sobre la Neumann o la Singer, haciendo pasar todos los días metros y más metros de tela y terminando a las cuatro de la tarde, para cambiarse, ponerse el vestido de percal, preparar el paquete y salir; salir cargadas y volver lo mismo, con otro bulto que hay que «pasarlo a la máquina». La madre siempre lava la ropa; la ropa de los hijos, la ropa del padre. Y esas son las muchachas que los sábados a la tarde escuchan la voz del hermano, que grita:

—Che, Angelita: apurate a plancharme la camisa, que tengo que salir.

Y Angelita, María o Juana, la tarde del sábado trabajan para los hermanos. Y planchan cantando un tango que aprendieron de memoria en El Alma que Canta; que esto, las novelas por entregas y alguna sección de biógrafo, es la única fiesta de las muchachas de que hablo.

Digo que estas muchachas me dan lástima. Un buen día se ponen de novias, y no por eso dejan de trabajar, sino que el novio (también un muchacho que la yuga todo el día) cae a la noche a la casa a hacerle el amor.

Y como el amor no sirve para pagar la libreta del almacén, trabajan hasta tres días antes de casarse, y el casamiento no es un cambio de vida para la mujer de nuestro ambiente pobre, no; al contrario, es un aumento de trabajo, y a la semana de casados se puede ver a estas mujercitas sobre la máquina. Han vuelto a la costura, y al año hay un pibe en la cuna, y esa muchacha ya está arrugada y escéptica, ahora tiene que trabajar para el hijo, para el marido, para la casa… Cada año un nuevo hijo y siempre más preocupaciones y siempre la misma pobreza; la misma escasez, la misma medida del dinero, el igual problema que existía en la casa de sus padres, se repite en la suya, pero mayor y más arduo.

Y ahora las ve usted a estas mujeres cansadas, flacas, feas, nerviosas, estridentes.

Y todo ello ha sido originado por la miseria, por el trabajo; y de pronto usted asocia los años de vida, hasta la madurez y con asombro, casi mezclado de espanto, se pregunta uno:

—En tantos años de vida, ¿cuántos minutos de felicidad han tenido estas mujeres?

Y usted, con terror, siente que desde adentro le contesta una voz que estas mujeres no fueron nunca felices. ¡Nunca! Nacieron bajo el signo del trabajo y desde los siete o nueve años hasta el día en que se mueren, no han hecho nada más que producir, producir costura e hijos, eso y lo otro, y nada más.

Cansadas o enfermas, trabajaron siempre. ¿Que el marido estaba sin trabajo? ¿Que un hijo se enfermó y había que pagar deudas? ¿Que murieron los viejos y hubo que empeñarse para el entierro? Ya ve usted; nada más que un problema: el dinero, la escasez de dinero. Y junto a esto una espalda encorvada, unos ojos que cada vez van siendo menos brillosos, un rostro que año tras año se va arrugando un poquito más, una voz que pierde a medida que pasa el tiempo todas las inflexiones de su primitiva dulzura, una boca que sólo se abre para pronunciar estas palabras:

—Hay que hacer economía. No se puede gastar.

Si usted no ha leído El sueño de Makar, de Vladimiro Korolenko, trate de leerlo.

El asunto es este. Un campesino que va a ser juzgado por Dios. Pero Dios, que lleva una cuenta de todas las barrabasadas que hacemos nosotros los mortales, le dice al campesino:

—Has sido un pillete. Has mentido. Te has emborrachado. Le has pegado a tu mujer. Le has robado y levantado falso testimonio a tu vecino. —Y la balanza cargada de las culpas de Makar se inclina cada vez más hacia el infierno, y Makar trata de hacerle trampa a Dios pisando el platillo adverso; pero aquel lo descubre, y entonces insiste—: ¿Ves como tengo razón? Eres un tramposo, además. Tratas de engañarme a mí, que soy Dios.

Pero, de pronto, ocurre algo extraño. Makar, el bruto, siente que una indignación se despierta en su pecho, y entonces, olvidándose que está en presencia de Dios, se enoja, y comienza a hablar; cuenta sus sacrificios, sus penas, sus privaciones. Cierto es que le pegaba a su mujer, pero le pegaba porque estaba triste; cierto es que mentía, pero otros que tenían mucho más que él también mentían y robaban. Y Dios se va apiadando de Makar, comprende que Makar ha sido, sobre la tierra, como la organización social lo había moldeado, y súbitamente, las puertas del Paraíso se abren para él, para Makar.

Me acordé del sueño de Makar, pensando que alguien in mente diría que no conocía yo los defectos de la gente que vive siempre en la penuria y en la pena. Ahora sabe usted el porqué de la cita, y lo que quiere decir el «sueño de Makar».

Aguafuertes porteñas
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