Casas sin terminar
¡Qué sensación de misterio y de catástrofe inesperada dan esas construcciones no terminadas, donde, sobre los muros a desnivel, se levantan los marcos ennegrecidos por la intemperie y las aberturas exteriores tapadas por chapas de zinc, donde el viento chasquea siniestramente en las noches de invierno!
Esas son las «casas» donde la imaginación infantil localiza los concilábulos de ladrones, las reuniones de asesinos; esas son las «casas» donde, al oscurecer, se ven entrar o salir sombras subrepticias que de ser descubiertas llenarían luego de escándalo al barrio.
Y dan, más aun que el cartel de remate judicial, la idea de catástrofe económica. Sugieren, de pronto, la idea de un pleito monstruoso; los folios innumerables cubriendo la mesa de un juez; los albañiles rechinando los dientes en la antesala de la secretaría, y el misterio… el misterio de vacío que es el que llena sus aberturas tapadas por chapas de zinc.
Todo es singular en la casa interminada. Los muros se levantan desolados, la tierra hace montecillos en los interiores de las habitaciones destechadas; un montón de mezcla se ha solidificado lentamente, el pozo de la cal ha dejado aparecer entre las escoriaciones de la superficie una mata de pasto, las arañas improvisan su albergue en los rincones, y un trapo podrido, seco, negro, cuelga de algún clavo; y todo está como si la tarea de edificación hubiera sido interrumpida inesperadamente por un fenómeno cósmico, por algo superior a las fuerzas del hombre.
Sí, esa es exactamente la impresión que suscita.
Y la gente que pasa no puede menos que volver la cabeza y mirar, intrigada, los muros interminados, rojos; el fondo oscuro de una medianera cerrando un triángulo y los recovecos desnudos, ásperos, como si los hubiera lamido el calor de un terremoto, mientras los ciempiés corren por las chapas de zinc agujereadas.
Y si el corazón del hombre iba cargando una alegría, de pronto, en presencia de la casa maldita, esa alegría se rechaza, desaparece. Y una angustia súbita, un malestar invencible agría el semblante del mirón.
Y es que esa casa, sin techos, sin puertas, sin reboque, es el exponente de un fracaso de ilusiones, la demostración más evidente de que su dueño fue sorprendido por algo terrible cuando menos lo esperaba.
Sin quererlo, se comienza a imaginar qué es lo que pudo haber sucedido. Ya se piensa que el hombre emprendió una construcción con cálculos falsos acerca de los gastos a poder efectuar; otras, en cambio, se plantea una tremolina con los albañiles, una de esas broncas sordas por una cláusula del contrato llevada al revés; otras es un embargo, uno de esos embargos traidores y que parecen llovidos del cielo o brotados del infierno, pues no se soñaba con tal deuda; pero siempre, siempre es lo imprevisto, el diablo de lo imprevisto, porque en la obra, como después de una fuga ante una inundación, queda una gorra, tachos de mezcla endurecida pues ni se tomaron el trabajo de limpiarlos, un tirante atravesado de mala manera ante la puerta para impedir que los vagos penetren, tirante que para nada sirve y que pronto desaparece en la hornalla de una casa vecina.
Y el tiempo que permanecen esas misteriosas casas abandonadas es increíble.
En la calle Laguna (Floresta), al 700, más o menos, hay una edificación de dos pisos en este estado. El trabajo se interrumpió al llegar a la planta alta, y poco después de colocarse los marcos. Hace tres años, por lo menos, que permanece en tal abandono.
¿A quién pertenece? ¿Qué es lo que ha ocurrido allí? ¡Vaya uno a saberlo! Pero no hay chico del barrio que no corra la chapa de zinc para meterse allí a jugar o a hacer travesuras.
En Chivilcoy y Gaona, floresta también, hay otra casita en el mismo estado. Sólo que allí no han colocado ni marcos ni chapas. Los siete muros están de pie vaya a saber hasta cuándo.
En la Avenida San Martín, cerca de Villa del Parque, también había otra en bloques de cemento. O se le terminó la tierra romana al cuidadoso constructor o la Municipalidad no transó con la innovación.
En la misma Avenida San Martín y Añasco, mucho más arriba, o sea en Villa Crespo, durante la guerra había otra casa de tres pisos, en idéntico abandono. Las escaleras eran de tablas, los techos en parte de bovedilla y en otras cubiertos de chapa. Yo conocí mucho esa casa.
Era durante la guerra, en la que la abominable «lista negra» dejó en la calle a muchas familias alemanas. Y en esa ruina, acorralados por la pobreza, se refugió una familia que conocíamos. Pero como ellos no eran los dueños de la catastrófica casa, en otras piezas se refugiaron unos rusos, y luego, como amenazaron venir más, las dos familias tuvieron que coaligarse para impedir que toda la vagancia de Villa Crespo buscara yacija en la casa infernal.
Cuando llovía, allí era casi peor de las bovedillas, y un anciano ruso se fracturó, una noche, una pierna al bajar por un tablón con varillas atravesadas, que era todo lo que constituía la escalera. Sin embargo, esta familia, y la otra familia, vivieron en la barraca como tres años. Jamás fue nadie a preguntarles con qué derecho se habían instalado allí. Lo único que sabían era que una tarde los albañiles se retiraron y no volvió nadie más. Y eso es todo.
Y es así que las casas interminadas, las casas que hacen mirar oblicuamente a los vigilantes, que saben que allí se refugian sujetos turbios y se producen novelas inconfesables, sean las más interesantes, y también las más misteriosas, misteriosas porque contraían el espíritu de todos los tratados de construcción que establecen que una casa, cuando se comienza, se termina…