El origen de algunas palabras de nuestro léxico popular

Ensalzaré con esmero el benemérito «fiacún».

Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del «fiacún», a establecer el origen de la «fiaca», y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos sesenta y un años después me levantarán una estatua.

No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:

—Hoy estoy con «fiaca».

O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al jefe, no dijera:

—¡Tengo una «fiaca»!

De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la «fiaca» expresa la intención de «tirarse a muerto», pero ello es un grave error.

Confundir la «fiaca» con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo mismo.

Y sin embargo a primera vista parece que no. Pero es así. Sí, señores, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda.

Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante Alighieri.

La fiaca en el dialecto genovés expresa esto: ‘Desgano físico originado por la falta de alimentación momentánea’. Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años.

Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencionada. Y algunas más.

Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: «Tiene la “fiaca” encima, tiene». Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.

En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión de almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la «bella Italia» y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra «manyar» que es la derivación de la perfectamente italiana mangiar la follia, o sea «darse cuenta».

Curioso es el fenómeno, pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: «Hacer el rosto».

¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir «hacer el rosto»? Pues hacer el rosto, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama el «rosto», es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pasado el peligro.

Volvamos con esmero al benemérito «fiacún».

Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a esos robustos ganapanes de quince años, dos metros de altura, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.

Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta, hasta que un «chico», algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándoles de la función. Bueno, esos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con un gesto huido, estos «largos» que se pasaban la mañana sentados en una esquina o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos «fiacunes». A ellos se aplicó con singular acierto el término.

Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el «fiacún» dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.

Y, hoy, el «fiacún» es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de «squenun», sino que tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda oficina pública o privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma, y un empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta:

—¿Estás con «fiaca»?

Aclaración. No debe confundirse este término con el de «tirarse a muerto», pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la «fiaca» excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los juristas. De modo que el «fiacún» al negarse a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.

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