El próximo adoquinado

Los que no son propietarios, ni tienen la maldita esperanza de serlo, ignoran una de las felicidades del género humano de los propietarios; género que es distinto al de los otros géneros, como ser el género pato, el género escolarizado, el género furbante, etc., etc.

Los propietarios o amarrocadores de vento se pueden dividir en dos categorías: progresistas y mishos.

Los progresistas no quieren saber de grupos, levantan caserones de varios pisos, y no hacen otra cosa que «evolucionar el capital» comprando cosas hoy y vendiéndolas mañana. Participan algo del género de los furbantes, que consiste en pasarle gato por liebre a los desdichados compradores. Este tipo de propietario limita con preferencia con el rematador aficionado, mientras que el otro, que no es progresista sino misho, constituye un espécimen digno de un estudio de Last Reason o Félix Lima.

El propietario misho o «yoramiseria», el propietario de sin grupo, con hipoteca y mensualidades, es una «realidad tangible» en esta ciudad de quinielas y radicalismo.

El propietario micho compró hace diez años un terreno en cualquiera de esas calles que son el infierno de los matungos y el terror de los carreros, pues, cuando un carro se encaja, allí, lo menos que le pasa es partirse por el eje (que «partirse por el eje» es una frase de exactitud matemática y deriva de los carros que entraron desgraciadamente en un andurrial de nuestro arrabal). No hablemos de los matungos.

Así se levantaron barrios y más barrios. Si no, vaya por Villa Ortúzar, por Villa del Parque (todo barrial y nada de parque), por Villa Luro. Calles y más calles sin adoquinar. Usted camina ratos largos sin divisar el salvador adoquín. Hay casas que han envejecido. Chicos que se hicieron grandes allí. No importa. La Municipalidad o el gobierno o el diablo se olvidaron de que en esas calles vivían cristianos y cuando llueve se la regalo. Hay que entrar con zancos o con un hidroavión, pues otra manera no hay caso de comunicarse con los vivientes.

Cierto es que año tras año cualquiera de los propietarios de las covachas le bate a usted esperanzado: «Progresamos. Hoy la Municipalidad dispuso que se adoquinara la calle El Asalto». (La calle El Asalto queda a cinco cuadras de aquella donde vive nuestro héroe barrero). Pero él se alegra. Se alegra porque piensa que de allí a cien años la calle donde habita también será adoquinada, y entonces…

Hay que ver el alegrón que se pega el dueño de una propiedad barrera, el día que se entera que la «estrada» será adoquinada. ¡Hay que verlo! O mejor dicho, ¡hay que verlos!

Casi todos ellos leen diariamente la sección «Municipales» de los periódicos, de manera que simultáneamente se enteran del milagro a ocurrir, es decir del decreto de pavimentación. Este decreto —no falta uno que es amigo del inspector municipal de la zona— es conocido por algunos una semana o quince días antes, pero carece de la legalidad necesaria que para estos semialfabetos adquiere un decreto publicado en un periódico. De manera que la publicación de «Municipales» viene a terminar con la angustia originada por el batimiento del informado sobre la pavimentación, y todos los deseos revientan ahora como los «togobi» de los propietarios, que en el boliche de la esquina o en las puertas de sus casas comentan el decreto con este sacramental:

—Era ya tiempo que se acordaran de nosotros…

—Cierto… y lo bueno es que se valoriza el barrio…

—¿Sabe una cosa?… Que el dueño del terreno de enfrente tenía una oferta de veinte la vara y no lo quiere largar por menos de treinta ahora… (Hay que ver como relucen los ojos cuando apuntan estos datos).

—¡Treinta!… Yo menos de treinta y siete no largo…

Son de oír y no creer los diálogos que se hacen en las puertas, no sólo entre los dueños, sino entre las cónyuges de los fulanos. Véase:

—Así que tenemos adoquinado, señora ¿eh?…

—¿Qué me dice?… ¡Por fin… también… era hora!

—También nos hemos sacrificado.

Y es cierto. Se han sacrificado. Años y años, inviernos y más inviernos, no hay uno de los habitantes de la villa X que no conozca de memoria los senderos arrimados a las tapias que se recorren esquivando el agua que sube a la vereda, no hay uno de ellos que no haya maldecido la ocurrencia de «venirse a enterrar» allí, a siete cuadras del tranvía, calles donde ni los verduleros a vender mercancía quieren entrar.

El adoquinado es una especie de salvación para esta gente. Es las civilización, el progreso, acercando la ciudad a la pampa disfrazada de ciudad, que es nuestra urbe. El adoquinado es la esperanza de línea de tranvía o de ómnibus, es la valorización del terreno y de la casita, el adoquinado es la obligación próxima de la vereda de mosaicos, del cerco con sesenta centímetros de tapia en mampostería, el adoquinado implica el frente revocado, la aparición de comercios… el adoquinado para la crosta suburbana es la mar en coche… ni más ni menos… como suena… la mar en coche.

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