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Desperté bien entrada la mañana sin que nada hubiera turbado un largo y reparador descanso. El espejo me devolvió una imagen fresca y lozana, y cuando le pregunté: «Dime, espejito mágico: ¿quién es el muchacho más guapo de Los Ángeles?», respondió: «Flower, sin duda alguna».
Tras esa primera inspección me di mi duchita caliente, me enjaboné con una pastilla perfumada de Lux (el jabón que usan nueve de cada diez estrellas, que servidor es una de las nueve), me afeité a navaja, me di masaje de heliotropo, me puse traje cruzado gris con finas rayas blancas, camisa crema y corbata salmón tras desayunar un par de huevos a la plancha con zumo de frutas del jardín de las Hespérides telefoneé a mi cliente.
Le conté que el caso estaba resuelto y míster Grant fuera de peligro; que en esos momentos debían andar desmantelando la organización de traficantes, y su amigo, con una breve cura desintoxicadora, volvería a ser el de siempre.
El auricular me anegó en gratitud. Miss Hepburn estaba agradecidísima. Miss Hepburn no cabía en sí de felicidad. Miss Hepburn se congratulaba una y mil veces por haberme encargado el trabajo. Miss Hepburn me recomendaría a todas sus amistades. Miss Hepburn quería saber si estaría libre a la hora de la cena, para llamar a míster Grant, reunirnos los tres a celebrar el feliz desenlace y entregarme otro cheque como muestra de gratitud. Quedamos en el Trocadero.
Al colgar me di cuenta de que algo había estado hormigueándome el cerebro desde que me levanté. Supe lo que era. Echaba a faltar la llamada de Betty Jo para avisarme que ya estaba Fenweather cargado de cadenas. Era uno de mis tres deseos, y aunque el día estaba avanzando la comunicación no se había producido.
Fui a preguntar a Durkin. Abrí la puerta de la oficina y descubrí que el agente había desaparecido. En ese instante el ascensor se detuvo en la cuarta planta de Sausalito Arms. En vez de salir Durkin de él lo hizo Ginger Rogers. Corrió demudada hacia mí, con un repiqueteo de tacones.
Resplandecía casi tan elegante como yo, que no me duelen prendas a la hora de ser justo. Llevaba un lindo conjunto azul marino a base de una ceñida y corta torera con alamares, amplia falda hasta la rodilla sobre enaguas almidonadas, los cabellos peinados hacia arriba y un sombrerito cilíndrico graciosamente inclinado sobre las cejas.
Sammie, desde el ascensor, se llevó los dedos formando una pifia hacia los labios. A Sammie le pirran las señoras que me visitan.
—¡Estoy muy preocupada, querido! —fue su saludo.
—También yo estoy preocupado, Gin.
—¿Por qué estás preocupado, cielo?
—Porque todavía no me ha telefoneado la sargento Trevillyan. ¿Por qué estás preocupada tú, rubia?
—Porque no te haya telefoneado ésa, no, que es una zorra. Estoy preocupada porque he oído por la radio que el alcalde estaba presidiendo un acto oficial. Si el alcalde está presidiendo un acto oficial, significa que la Policía no ha actuado contra él. Si no ha actuado contra él, significa que estamos en peligro. Si estamos en peligro…
Corté la retahíla tapándole la boca. Podía estar dándole al rollo hasta el día del Juicio. La hice entrar en la oficina, cogí el teléfono y marqué el número de Wilshire, pregunté por Betty Jo, y en lugar de ponerme con ella, me colgaron sin explicaciones. Entonces me volví a Ginger y dije:
—Estoy más preocupado, Gin.
—¿Por qué estás más preocupado, cariño?
—Porque acabo de pedir por la sargento Trevillyan, y en lugar de ponerme con la sargento Trevillyan, me han colgado.
—¡Estoy más preocupada, nene mío!
—¿Por qué estás más preocupada?
—Porque si el alcalde va por ahí tan tranquilo, y te cuelgan cuando preguntas por la persona que debía haberle detenido, eso no quiere decir nada bueno.
—¡Aún queda algo que hacer!
Volví a empuñar el aparato y marqué el número particular de Betty Jo. El timbre sonó quince veces al otro extremo sin que nadie respondiera.
—Estoy muy preocupado, Gin.
—¿Por qué estás muy preocupado, bellísimo?
—Porque Betty Jo tampoco contesta en su casa.
—¡Estoy muy preocupada, amor mío!
—¿Por qué estás muy preocupada, estrella?
—Porque si Fenweather sigue libre como el viento, la zorra esa no está en casa, y en la comisaría no contestan, me da mala espina.
—Contra la preocupación no hay más que un camino, muñeca —dije, en plan duro—: ¡la acción!
Y dejamos la oficina. Y nos fuimos a Wilshire. Y convencí a Ginger para que entrase preguntando por la Trevillyan diciendo que era una amiga particular, porque a mí me conocían la jeta. Y entró. Y volvió a salir preocupadísima diciendo que no le habían dado la menor explicación, y que al insistir faltó poco para que la detuvieran.
Repusimos fuerzas en un puesto callejero de hot-dogs. Avanzaba la tarde de aquel día claro, y aunque el día era claro nosotros teníamos el espíritu cargado de nubarrones. Ginger, además, estaba con los ojos rebosantes de lágrimas y los labios rebosantes de mostaza.
—No me puedo librar de la preocupación… —gimió.
—¡A más preocupación, más acción!
—¿Y qué acción nos queda? —hizo pucheros.
—Olvidas una cosa, pequeña. Guardé una copia de la confesión del Dandy. Iremos a la alcaldía y nos enfrentaremos cara a cara con Fenweather.
El asombro le hizo abrir una boca como un buzón. Quiso abrazarme, de alegría. Quiso besarme, de admiración. Hice un gesto displicente, restándole importancia, diciendo que nosotros, los investigadores privados, no dejamos un detalle al azar, teniendo previstas todas las posibilidades. Y me la llevé al municipio para darle un disgusto al mandamás.
No opusieron la menor objeción a que pretendiéramos hablar con el alcalde. Todo fueron amabilidades. Claro que la presencia de Ginger Rogers facilitaba la entrada.
En el vasto despacho adornado con la bandera de las barras y las estrellas, la primera autoridad municipal vino a nuestro encuentro con su mejor sonrisa oficial. Yo conocía a aquel tipo. Montaña de Carne consiguió una aparente flexión de cintura para besar la mano de la star.
—¡Señorita Rogers, cuánto honor! Siempre he admirado su arte y su figura. Usted es una mujer bellísima, señorita Rogers, y es un placer su inesperada visita. A usted sí le aguardaba, Flower. Nos habíamos visto ya, ¿recuerda? La otra noche, en The Oasis, cuando el desdichado óbito de aquel chico.
Nos invitó a tomar asiento, que era un tacaño e invitaba a poco. Me dejé caer en un sillón mientras Gin hacía otro tanto en un mullido diván de cuero. Jumbo Fenweather depositó su pesada humanidad junto a ella. Para llevar la iniciativa desde el principio dije:
—¿Así que sabía que vendría a verle?
—Esta mañana ha entrado en circulación determinado documento que me incriminaba. Como es natural, se me ha puesto al corriente. Y puesto que el investigador privado Gay Flower firmaba como testigo, he supuesto que vendría por aquí.
—¡Está atrapado, Fenweather!
—¿Usted cree? —se burló.
—El documento fue entregado a la sargento Trevillyan, que no es corruptible. Supongo que lo habrá pasado a su capitán, pero ella está en el ajo.
—La señorita Trevillyan puede ser apartada del servicio, Flower…
—Ginger Rogers es el otro testigo de la declaración.
—La señorita Rogers —dijo Jumbo, buscando su rodilla bajo las faldas sin el menor decoro— depende de su carrera, y sabe que una llamada mía a personas influyentes puede hacer imposible su continuidad.
—¡Es usted un indeseable! —estalló Gin, poniendo una respetable distancia entre los dos—. Además, ¡haga el favor de dejarme en paz las ligas!
—Se olvida usted de mí, alcalde —dije—. También soy testigo.
—A cualquier ciudadano puede ocurrirle un accidente. Y a un detective, más —sonrió. Y añadió con volubilidad—: ¿Quién se extrañaría de ello?
—¡Oh, querido! —suspiró Gin—. ¡Lo tiene todo controlado!
—No todo, encanto. Recuerda la copia. Ya sabe, nunca se limita la declaración al original La llevo encima, por si le pasa por las mientes la idea de hacer que me la arrebaten a la fuerza, le aviso que estoy dispuesto a montar un castillo de fuegos artificiales.
—Póngale un precio… —dijo, sombrío. Sospechaba que debía tenerla y por eso nos había recibido.
—Nada de dinero, gordito. Quiero una explicación.
—¡No la entregues, Gay! —gritó la Rogers.
—¡Cállese, estúpida! Diga, Flower: ¿qué desea saber?
—La razón de su montaje. Comprendo el negocio de los supositorios cargados de estupefaciente; lo que no entiendo es por qué sus destinatarios eran los chicos finísimos, oiga.
—Le hacía más inteligente… Aquí somos racistas; no contra los negros o los judíos, sino contra los pederastas. Muchos poderosos los tienen entre cejas. Me di cuenta de que gente muy influyente no vería con malos ojos una cruzada contra ellos y se me ocurrió capitanear la operación.
—¡Qué gracioso, oye! —exclamé, enfadadísimo.
—Así monté lo de los supos, que es un modo selectivo de llevar la droga a un grupo sexualmente concreto. Luego las eliminaciones se han producido por dosis excesivas repartidas con conocimiento de causa. Llegado el momento habrá una eliminación masiva de mariquitas.
—¿Cuál es su objetivo? —preguntó Ginger muy interesada.
—De momento, el puesto de gobernador de California. Después, la Casa Blanca. Los racistas más influyentes me apoyarán en cuanto les demuestre que gay localizado es gay muerto.
—Y entretanto, usted hace que el fiscal y los de Homicidios no armen mucho revuelo…
—Los tengo controlados, sí.
—¿Por qué quiso eliminar a Cary Grant? —volvió a intervenir la rubia.
—Su colega ha ido en lenguas sobre si era o no afeminado. Yo no lo sé; El caso es que, por lo menos, aficionado al supositorio sí resultó. Dándole el pasaporte deslumbraré a mis futuros asociados, porque reconozca que ésa es una demostración de fuerza de mucha categoría. A estas horas debía estar en el cementerio; lo que ocurrió es que la mercancía que le estaba destinada fue utilizada para sí mismo por Hillary Strong, en The Oasis, cuando yo vigilaba la entrega, y después Tom Dockery repitió la estupidez. Pero a la tercera irá la vencida. —Se repantigó, muy satisfecho de sí mismo—. ¿Satisfecho, Flower? ¿Me entrega ahora esa copia?
—¡No lo hagas, Gay! —gritó Ginger. Pero lo saqué del bolsillo y se la di.
Montaña de Carne la leyó atentamente, le aplicó después la llama de su encendedor de oro y la redujo a impalpables cenizas.
—Es usted un idiota, chico —dijo con los michelines agitados por el regocijo—. Acaba de firmar su sentencia de muerte.
—No lo crea, barril de grasa. Por si lo ignora queda a buen recaudo una última copia, en poder de alguien que jamás localizará. Si me sucede algo será entregada a la prensa y toda la nación sabrá quién es Jumbo Fenweather.
Me puse en pie y cogí de la mano a Ginger.
—Sólo soy un detective privado, alcalde, y mi poder es limitado. Comprendo que no puedo luchar contra un grupo tan poderoso como el suyo; pero le aseguro una cosa: si algo le ocurre a míster Grant, o si me entero de que muere un solo gay más y no desmonta inmediatamente su organización, esa copia va a recibir más publicidad que la Coca Cola.
Me sentía importante. No era para menos.
—Cree que tiene todos los ases en la mano, ¿verdad, Flower? —preguntó el gordo, torvamente.
—¿Usted no, Jumbo? —me burlé. Anduve hacia la puerta—. Vamos, Gin.
—Yo no lo creo, Flower —dijo el alcalde, pulsando un timbre.
La madera se descorrió antes de que hubiésemos llegado a ella. En el umbral apareció un uniforme de policía. Al contemplar lo que iba dentro me detuve en seco.
Llenando el uniforme, presionando las costuras con sus abultados paquetes de músculos, apareció el cuerpo impresionante de una tía con ensortijados cabellos cortados a lo garçon, grandes aros de bisutería barata colgando de las orejas y expresión indefinible en semblante de atirantada piel negra.
—La señorita le acompañará —me despidió con sorna Montaña de Carne.
—¡Cuánto tiempo sin vernos, encanto! —saludó, rozando con los dedos la visera de su gorra la agente Marion Fulwider.