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Los gemidos provenían de la garganta trémula del jinete, y los quejidos de la garganta estremecida de la cabalgadura; los chirridos partían del somier, que no estaba para aquellos trotes.
—Ejem… —tosí delicadamente, llevándome los dedos manicurados hasta la boca.
La pareja dio la vuelta sobre sí misma, poniéndose la hembra de amazona y el hombre de montura, suspirando a coro.
—¡Ejem! ¡Ejem! —tosí, algo más fuerte.
La muchacha se dejó caer de lado, estrechamente abrazada a su pareja, agitándose frenéticamente.
—Ejem. ¡Ejem! ¡¡Ejem!! —volví a toser con toda la fuerza de mis pulmones.
—¡Mierda! —dejó de agitarse la chica, incorporándose sobre las rodillas—. Con estas toses no hay quien joda.
Adiviné que era de la clase alta porque utilizaba el lenguaje soez de la clase baja.
—¡Cielos! ¡Nos han descubierto! —palideció el hombre, tapándose púdicamente hasta la garganta con la sábana.
—¿Es que no puede una echar un polvo tranquila ni en su propia casa? —dijo la chica bajando de la cama y clavando sus ojos en mí, como sendas esmeraldas furiosas.
—No cuando hay un cadáver en el salón —respondí con dureza.
Yo era un hombre helado, enfrentado a una mujer caliente. Mi firmeza la enfrió.
—Venga —dijo, arrastrándome fuera de la habitación—; evitémosle un mal trago a mi compañero. Es tan tímido, el pobre…
Cerró la puerta tras de sí y se puso en jarras tratando de controlar la situación.
—¿Puedo preguntar qué coño pinta aquí?
—Puede preguntarlo.
—De acuerdo: ¿qué coño pinta aquí?
—Buscaba a míster Condon.
—¿Lo ha encontrado?
—Está abajo. Y no respira.
—Hay otras cosas que no hace cuando está muerto.
—¿Por ejemplo?
—Recibir visitas.
—Ya me he dado cuenta.
Su cuerpo desnudo se estremeció por la ira.
—Entonces, ¿por qué no se ha largado en vez de fisgar, mirón del carajo?
—El nombre no es mirón del carajo: el nombre es Flower. —Y le planté mi credencial en el rostro, contraatacando—: ¿Le parece bonito dedicarse a hacer el amor mientras el dueño de la casa está de cuerpo presente?
Era mucho más duro que ella.
Comprendió que debía cambiar de táctica si quería empuñar las riendas de la conversación.
—Creo que me estoy mostrando muy poco hospitalaria, míster Flower. —Quiso dibujar una sonrisa, pero le salió una mueca—. Venga a echar un trago.
Tomándome del brazo me condujo pasillo adelante, hasta el bar ubicado en el extremo de la planta, junto a una gran cristalera que se abría frente a la rumorosa playa. Aprovechó el paseo para frotar como por descuido su cadera desnuda contra mi cadera vestida. Luego pasó detrás del mostrador, manipulando los vasos y el hielo. Señalé su torso desnudo:
—¿No se pone nada?
—Me pondré un whisky. ¿Y a usted, qué le pongo? ¿Gimlet?
—Mejor peppermint.
—Debí haberlo adivinado… —susurró, burlona.
Preparó mi bebida, sirviéndose a sí misma una generosa ración de Old Plantation. Levantó su vaso en mudo brindis y se la echó al coleto sin un pestañeo. Yo hice lo mismo, para que viera que no era ningún niño.
Me recorrió con astuta mirada desde los recién estrenados zapatos en blanco y marrón hasta el sombrero de cincuenta dólares color perla cultivada, pasando por el bien cortado terno crema con finas rayas blancas. Apoyó los codos en el mostrador, depositó el vaso en él, y dejó que los senos le descansaran en la pulida superficie. Preguntó con tono equívoco:
—¿Qué le pongo?
—Nada, gracias.
—Pues creí que le ponía cachondo…
—Usted no es mi tipo, muñeca.
Hizo como si no se hubiera dado cuenta del corte.
—¿Era amigo de Roscoe?
—Supongo que lleno los requisitos.
—Creo que sí —dijo en tono rencoroso—; Roscoe era marica.
—¡Yo soy investigador privado, oiga!
Soltó una carcajada desagradable y burlona, rodeó el mueble bar para estar más cerca, depositó el trasero en una de las banquetas y oprimió intencionadamente su muslo contra el mío. Yo puse una respetuosa distancia entre ambos.
—Vaya un investigador privado… —gorjeó cínicamente, suponiendo que me había calado, que había descubierto la fisura de mi coraza y pasaba a mandar en la entrevista—. ¿Puedo preguntarle a qué coño se debe el honor de su visita?
Pese al alcohol tenía ideas fijas.
—Inténtelo.
—O.K. ¿A qué coño se debe el honor de su visita?
En vez de contestar repliqué con una ojeada inquisitiva que iba desde los pies descalzos a la cabeza coronada por cabellos rubios que formaban un áureo marco en torno a una arquitectura de huesos leves y delicados. El cuello era grácil, las piernas esbeltas, las cachas llenas y el vientre más lleno todavía. Su parecido con el cadáver del salón era más que evidente.
—Roscoe tenía una hermana.
—Yo soy esa hermana.
—¿No es esa de la que hablaba siempre?
—Era la única que tenía.
—Millicent era el nombre.
—Yo soy Millicent.
Juzgué que era suficiente diálogo seco y sincopado para dejar claro que estaba capacitado para desenvolverme como el más típico de los detectives privados de Los Ángeles. Además, aunque estas conversaciones son maravillosas, nunca terminan en nada y puede hacerse de noche sin llegar a algo concreto; así que dije:
—Sabía quién era usted. Lo he sabido en cuanto la he visto.
—¿En qué nos parecemos Roscoe y yo?
—En el vientre; los dos lo tienen hinchado.
La mano le tembló y parte del segundo whisky se le derramó por el regazo.
—Ya que me ha identificado, ¿puedo preguntarle por qué coño está aquí?
—Pruébelo de nuevo, a ver si ahora tiene más suerte.
—Vamos a ver: ¿a qué coño ha venido?
—Voy de paso hacia San Francisco —mentí—. Pensé que era una ocasión para saludar a un viejo amigo.
Apuró su bebida y se sirvió más. Indistintos, se escucharon pasos sigilosos por la escalera a la que daba la espalda. Cuando me volví era demasiado tarde para ver nada. Siguió una corta carrera abajo, en el estudio. Poco después, el motor de un coche que arrancaba a todo gas.
El amante de la señorita Condon acababa de tomar las de Villadiego.
Aquello era lo que debía haber estado aguardando. Millicent, entreteniéndome en el bar para darle al otro el tiempo necesario para escabullirse sin ser interrogado, porque de inmediato la tensión que la invadía se evaporó, una expresión satisfecha flotó por su semblante y juzgó oportuno separar las rodillas con impudicia.
—¿Qué le parecen las vistas que se gozan desde esta choza, míster Flower?
—¡Eh! ¡Oiga! —me sobresalté.
—¿Es a mí? —fingió inocencia de modo magistral; y ya es difícil que una joven consiga componer una apariencia inocente cuando está sentada en una banqueta delante de uno y empieza a abrirse de piernas. Por lo tanto, in mente, tomé buena nota de que me enfrentaba a una consumada actriz.
—Sí. A usted…
—¿Quiere comentar las vistas que se gozan desde esta cabaña?
—Quiero comentar que el vello púbico es para mantenerlo en privado. —Y utilizando sólo las puntas de los dedos la obligué a juntar las rodillas.
—A mí el vello púbico me gusta mostrarlo en público… —volvió a separarlas de modo obsceno.
—No sea narcisista, que no tiene el vello bello. Por ese lado no va bien encaminada, encanto —dije, cortante—. Déjese de exhibiciones: quiero saber lo que le ha sucedido a Roscoe.
Se tragó el whisky, cambiando de actitud. Se mesó los cabellos, se retorció los dedos con angustia y los ojos se le llenaron de humedad.
—¡Ayúdeme, míster Flower! ¿Qué debo hacer?
—Lo primero ponerse algo que no sea un whisky.
—Olvídelo. Desnuda me encuentro mejor.
—Entonces contráteme para que averigüe las causas de la muerte de su hermano. Es mi oficio, en estos momentos estoy libre y actualmente los precios son de oferta.
—¡Una leche! —contestó con voz de borracha—. Roscoe era un maricón insoportable. No voy a ser hipócrita: tanto si se ha suicidado como si se trata de un asesinato, por mí, allá películas.
—En ese caso investigaré por mi cuenta. Es lo menos que puedo hacer en memoria de un amigo desaparecido por muerte violenta. —Dejé pasar unos segundos para pillarla por sorpresa y solté—: ¿Qué hacía aquí Howard Deen?
La mano de Millicent Condon volvió a temblar y el Old Plantation que había vuelto a ponerse le fue a parar encima. Soltó una maldición y se secó con una servilleta. Yo repetí la pregunta.
—Así que sabe su nombre…
—No me minusvalore: soy un profesional.
Decidió que lo mejor era sincerarse.
—Bien; le diré lo que desea saber. Tanto Roscoe como yo estábamos enamorados de Howard, claro que cada uno a su modo. Mi hermano sabía que él vendría a visitarme esta mañana y se dispuso a seducirlo. Ya habrá visto que se había puesto sus mejores galas. Cuando Howard ha llegado yo estaba en el dormitorio, y se ha encontrado a Roscoe convertido en fiambre. Ha gritado y pretendido huir, pero yo le he convencido para que celebráramos su desaparición. Usted nos ha pillado en plena fiesta.
Era una historia plausible, aunque tratándose de una actriz como Millicent bien podía tratarse de una fábula para salir del paso. Desde luego, a los de Homicidios no los iba a convencer fácilmente.
De pronto me agarró por las muñecas con gestos nerviosos, y pidió:
—¡No puedo más! ¡Hágame un favor, Flower!
—De acuerdo; llamaré a la Policía.
—¡Un cuerno! —gritó. De un codazo tiró el teléfono. La respiración se le había hecho entrecortada—. ¡Howard me ha puesto caliente y usted nos ha interrumpido en lo mejor! ¡Es otra clase de favor el que le pido!
—¡Yo no hago esa clase de favores, oiga!
Se lanzó sobre mí antes de que pudiera ponerme en guardia.
—¡Eh! ¡Oiga! —grité.
Con una mano me abrió la chaqueta.
—¡Oiga! ¡Estese quieta! —voceé.
Con otra me desgarró la camisa.
—¡Eh! ¡Aguarde! —chillé.
Con otra me arañó los pectorales.
—¡Usted! ¡Espere! —vociferé.
Con otra intentó quitarme los pantalones.
—¡Oiga! ¡No se confunda! —aullé.
Con los dos brazos libres me rodeó el cuello y empezó a besuquearme abrasándome con su aliento apestoso.
—¡Ah, Flower! ¡Oh, Flower!…
—¡Socorro! —solté un alarido.
Sentí que se me erizaba el cabello de la nuca ante el peligro que corría mi virtud ante las garras de aquella fulana beoda. Su ímpetu me arrojó contra el mostrador y el mueble bar se vino abajo con estrépito, cayendo sobre nosotros las banquetas. Logré zafarme de aquel maremágnum de brazos, piernas y patas de taburete y huí bajando las escaleras entre chirridos de zapatos nuevos, perseguido muy de cerca por la salidísima Condon.
Mi camino hacia la libertad se vio obstaculizado por el sofá en el que yacía el cadáver de Roscoe. Sentía el cálido aliento de su hermana en la parte posterior de mi cuello, pues venía pisándome los talones, así que en lugar de sortear el obstáculo opté por saltarlo ágilmente. Algo falló en el último instante. Tropecé con el respaldo, fui a parar sobre la alfombra y lo volqué. Un cuerpo desnudo se me vino encima. Empecé a descargarle puñetazos desesperados hasta que me percaté de la frialdad de las carnes de mi oponente. Entonces averigüé que lo que estaba sobre mí no era el cuerpo desnudo de Millicent, sino el cuerpo desnudo del muerto.
Solté un chillido más estridente que los anteriores y me deshice a medias de él, sólo para ver cómo nos caía encima el de la maníaca sexual. En un confuso montón rodamos por el suelo Millicent, yo y el muerto.
—¡Amor mío! ¡Precioso! —suspiraba la muchacha, con los ojos cerrados.
En el forcejeo la chica había terminado abrazando el cadáver. Me escurrí sigiloso a un lado, me puse rápidamente en pie y gané la puerta en dos saltos. Millicent seguía metiéndole mano al fiambre sin enterarse de nada.
Corrí bajo el sol deslumbrante de la mañana y no paré hasta llegar al sedán. Cuando después de dar el contacto metía la directa y empezaba a alejarme, me llegó el espeluznante alarido de la señorita Condon. Para entonces debía de darse cuenta de su confusión, pero yo me encontraba ya a salvo.
Había perdido mi sombrero de cincuenta dólares. No me importó. Era un precio barato para librarme de un destino siniestro.
Pisé a fondo y puse la aguja del cuentamillas por encima de ochenta, dirigiéndome hacia la ciudad.