8

No paré hasta llegar al establecimiento de Pepper Canyon. Jimmy es un tipo discreto y con sensibilidad, de los que a mí me van. Con un vistazo a mi continente desquiciado se hizo cargo de la situación, sin necesidad de preguntas.

—Tú lo que necesitas es un buen baño turco, cariño —dijo—. Aquí vas a encontrar lo que precisas. Pasa y desembarázate de los miasmas.

Fui a los vestuarios, me despojé de las ropas y enrollé una toalla a mi breve cintura. Cuando me introduje en la atmósfera saturada de caliente humedad fue como si me hundiera en una blanda nube de bienestar que disolvía mis problemas y aflojaba los nervios.

Había media docena de chicos sentados o medio derrumbados sobre los largos bancos de madera. Me examinaron con curiosidad y lo que vieron les gustó. Un rubio de rostro de muñeca me miró coquetonamente y me sacó la lengua. Su vecino, un tío de unos treinta años y pelo pardusco, apoyó las manos en las caderas, se las pasó después por el pecho y tarareó unas estrofas de Estoy metido contigo, cariñito. El rubio se picó, caminó oscilando su ampuloso trasero y vertió agua sobre los encendidos carbones para levantar nubes de vapor, mientras me pestañeaba sugestivamente.

—¿Cómo te llamas, guapo? —preguntó el del pelo pardusco.

—Gay.

—¡Huy, Gay!… —soltó una carcajada—. Eres un encanto, y además, con sentido del humor.

—Mi nombre es Pete, monada —sonó una voz ruda a mi lado. Al mismo tiempo, una mano como una sartén se me apoyó en el muslo.

Pete era un negro tan alto como una torre, de pelo alisado por el uso de cremas desrizadoras, pecho de luchador y planta impresionante: justo lo que necesitaba.

—¿A qué te dedicas? —pregunté.

—Trabajo en el «burger» de aquí al lado. ¿Y tú?

—De momento no te lo diré —contesté, con coquetería—, porque si lo hago me pedirás mi número de teléfono, y todavía no te conozco bien para dártelo.

Esto le hizo gracia, y me apretó el muslo.

Nos pusimos a charlar amigablemente mientras los demás le lanzaban atravesadas miradas de envidia y me criticaban por lo bajo, revelando su psicología racista.

Terminé la sesión y dije adiós a la concurrencia antes de pasar a la ducha. Cuando dejé el negocio de Hill, Pete se me había adelantado. Estaba paseando por la calle arriba y abajo, silbando el último éxito de Armstrong. Llevaba una camiseta color violeta y ajustados pantalones del mismo tono. Las mujeres, al cruzarse con él, se volvían, como unas hambrientas.

—Hola, Gay —sonrió con despreocupación—. ¿Sabes? Tengo el día libre.

—Qué casualidad. También lo tengo yo, Pete. —¿Qué tal si lo pasamos juntos? Así nos conoceremos mejor, y es posible que te decidas a darme tu teléfono.

—Es una buena idea.

—Podríamos almorzar juntos.

—Es una idea mejor.

—Podrías invitarme.

—Esa idea ya no me parece tan buena.

—Podemos ir a medias.

—La idea me parece más aceptable.

—Entonces, O.K., corazón. ¿Has traído pabú?

—Lo tengo en la enfermería.

—Pues yo tengo ahí al lado una Harley Davison. ¿Te mola un paseo hasta Redondo Beach?

—Cantidubi, moreno.

Monté de paquete, agarrándome a la cimbreante cintura. Partimos como una exhalación.

Sin embargo, no funcionó.

La epidermis de Pete me trajo a la memoria la epidermis de Marion, su ancha espalda me llevó a rememorar la recta espalda de la agente. Con horror comprobé que olía a señora, y su cuerpo era un bluff: mucho bulto y todo blando como algodón. Lejos de ayudarme al olvido, me arrastraba al recuerdo. Me obligaba, contra mi voluntad, a recordar a una tía que era más tío que él. Le dije que parase.

Arrimó la máquina contra las primeras dunas.

—¿Qué ocurre, cariño?

—Lo siento, Pete. Esto no va a marchar.

—¿No?

—Es culpa mía. Tengo problemas morales. Me he equivocado contigo.

—¡Hijoputa! —chilló como una histérica—. ¡Una mariquita no me toma el pelo!

Agitó los brazos, largos como aspas de molino, y se precipitó sobre mí. Lo frené con un golpe corto al bazo, que le extravió la mirada. Cuando descargué un gancho contra su oreja se derrumbó sobre la arena como un edificio de esos que los constructores hacen ahora con materiales de mantente mientras cobro.

El éxito me produjo un sabor amargo. Mis dos puñetazos ni siquiera habrían hecho pestañear a Marion, y en cambio el grandullón estaba soñando con los angelitos.

Tendría que idear otro sistema para ahuyentar las obsesiones.

Le dejé una tarjeta en el bolsillo para que supiera dónde podía recoger su motocicleta, monté en la Harley y retorné a mis lares reflexionando que si no me salía pronto un caso liberador iba a verme obligado a recurrir al psicoanalista.

Como si la Providencia se hubiese apiadado de mí, al llegar a la oficina me encontré con un sujeto aguardando en la diminuta sala de espera.

Su aspecto resultaba sorprendente. Tenía la cabeza tan cubierta de vendas como una momia egipcia. Sus manos enguantadas se apoyaban en un bastón. Los ojos se ocultaban tras unas gafas de sol.

—¡Cáspita! —exclamé—. ¡El Hombre Invisible!

Una voz que no me era del todo desconocida se filtró entre las gasas:

—He venido a encargarle una investigación, míster Flower.

En pleno verano, con las manos enguantadas y la cabeza enrollada en vendas de tal modo que no quedaba al aire una pulgada de piel, aquello sólo podía significar dos cosas, si es que en realidad el tipo no era el Hombre Invisible: o que quería mantener la identidad en el anonimato, o que estaba fuertemente contusionado. Entonces se hizo la luz en mi cerebro, pues la voz me resultaba familiar:

—¡Sammie!

—¡Jolín, míster Flower! —dijo la momia—. Ya sabía que era un buen detective. Al identificarme demuestra que es extraordinario.

—¿Cómo te encuentras, chico?

—Pues si pasamos por alto que tengo la cara destrozada, dos costillas rotas, he perdido tres dientes, ando con dificultad, respiro trabajosamente y hablo con algunos problemas, por lo demás no me puedo quejar.

Desde luego hubiera sido injusto. Había tenido un tropiezo con Marion y no estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos como Scott, ni en la morgue, como Elwood.

—¿Qué te trae por aquí, Sammie?

—Me gustaría encargarle un trabajito, míster Flower. Usted es un detective fuera de serie, como acaba de demostrar. Lo que deseo será tarea fácil para usted. Y yo tengo algunos ahorros para pagar el tiempo que le robe.

—Te escucho.

—Quiero un informe sobre la señorita de la Policía que me ha puesto así. Quiero saber su nombre, dónde trabaja, su domicilio, cuáles son sus horarios, qué amistades frecuenta, cuáles son sus aficiones, sus gustos… en fin, todo lo que se refiere a ella.

Le observé de hito en hito para descubrir la razón de su encargo. No me sirvió de nada, por culpa de las vendas y las gafas.

—No me hago cargo del encargo.

—Usted me juzga mal, míster Flower. No ando planeando una venganza.

—Entonces ya me dirás para qué quieres toda la información.

—Estoy enamorado de esa señorita hasta los calcetines —confesó; y se ruborizó de tal modo que los colores atravesaron el vendaje facial—. Quiero saber lo que le he pedido para cortejarla sin un fallo.

—No la investigaré para ti, chico.

Depositó doscientos machacantes sobre el escritorio, farfullando:

—He sacado esto de mi cuenta, señor. Cubrirá con creces su trabajo. Si sobra algo, puede quedárselo.

—La contestación es no, Sammie.

—¡Le juro que digo la verdad, míster Flower! ¡Le juro que no quiero hacer daño a su amiga! ¡Le juro que estoy loco por ella! ¡Le juro que en mi vida había visto una chavala con ese cuerpo! ¡Le juro que jamás he tocado un culo como el suyo y eso que en el ascensor he tocado un montón! ¡Le juro que ninguna chica me ha pegado como ella cuando le he tocado el culo! ¡Le juro que nunca he experimentado las emociones que viví cuando me atizaba por haberle tocado el culo! ¡Estoy enamoradísimo, míster Flower!

—¡Basta, Sammie! —grité. Quería olvidar a Marion y me surgía por todas partes.

Se echó a llorar como una Magdalena. Se quitó las gafas. Los vendajes estaban mojados por las lágrimas.

—Me dolerá gastar el dinero fuera de aquí —hipó—. Si no se encarga de la investigación, buscaré otro detective.

—No lo entiendes, Sammie. Eres una buena persona. Si me niego es por tu bien.

—Antes de que siga, míster Flower, quiero que sepa que aunque mi familia es de Nueva Orleans, no me importa el color de la joven.

—Eso te honra. Yo voy por otro lado. Lo que quiero que sepas es que esa chica no nos conviene.

—¿Ha dicho nos, señor?

—También yo he experimentado en mis carnes lo funesta que es.

Saqué la botella de peppermint para mí y la de scotch que guardo para las visitas. Serví dos abundantes raciones en sendos vasos de cartón.

Hacía demasiado calor en el despacho. Se despojó del vendaje. Si se pasaba por alto que su rostro tumefacto estaba irreconocible, no tenía demasiado mal aspecto.

Para demostrarle mi buena voluntad, le revelé el nombre de la agente. Vaciamos nuestros vasos. Le dije dónde prestaba servicios. Echamos otro trago. Añadí que le contaba aquello porque después le convencería de que su compañía era menos recomendable que la de una serpiente venenosa. Bebimos otra vez.

Le expliqué que la única afición conocida de la tipa era el culto al músculo, detallando que en ocasiones le daban repentes y la poseía una locura agresiva contra el macho del todo mortífera. Le ilustré con la peripecia de los dos jóvenes aficionados a violar y cuál había sido el trágico desenlace de la misma. Le conté sus brutalidades de energúmena con los gorilas del Sindicato y en los almacenes donde fuimos a parar. Empezó a beber de la nueva botella de peppermint y yo le metí a la nueva botella de escocés.

Quiso saber cómo había experimentado en mis carnes lo funesta que podía ser. Le conté algo, añadiendo que había llegado a ser una obsesión, a pesar mío. El mezclar las bebidas hizo que nos diera llorona.

Lloró sobre mi hombro y yo empapé el suyo, pero la cogorza resultó liberadora. Expulsamos la pesada losa que gravitaba sobre nuestros espíritus.

—¡No quiero verla nunca más, míster Flower!

—¡Yo menos, Sammie!

—¡Quédese el dinero, míster Flower!

—¡No puedo aceptarlo, Sammie!

—¡Al fin y al cabo me ha proporcionado los informes que deseaba!

—¡Es un regalo de la casa!

—¡Por lo menos quédese los veinticinco de un día!

—¡Los veinticinco, bueno, chico!

—¡Cóbrese también las botellas como gastos!

—¡Las botellas sí son regalo de la casa!

—¡Es usted un amigo, Flower!

—¡Para demostrarte lo que se te aprecia, voy a darte algo!

Fui al dormitorio, abrí el armario y le entregué la blusa naranja usada por Marion. Lloró sobre ella y quiso marcharse. Antes de que se marchara le dije que eran ciento setenta y cinco de la blusa.

Al cabo de media hora sonó el teléfono. Se trataba de Flossie, la putilla de al lado.

—¿Qué pasa con Sammie, míster Flower?

—¿Qué pasa con él, Flossie?

—No sé… Se lo pregunto por si sabe algo. Después de salir de su oficina ha venido a verme. Se ha acostado conmigo pero antes me ha obligado a embadurnarme con betún negro de pies a cabeza y a ponerme una blusa que olía a demonios.

—¿Ha pagado la tarifa, Flossie?

—La de servicios especiales. Lo que quiero saber es si el numerito es una nueva aberración que se va a poner de moda, para proveerme de betún.

El muy sucio me había dicho que los doscientos era todo su capital, y todavía se había guardado un pico para la fulana. No te puedes fiar ni de los ascensoristas.

—Nada de eso, pequeña. Se trata de terapia liberadora en un caso particular.

—Bien; me quita usted un peso de encima, míster Flower. Muchas gracias.

—De nada, Flossie.

He anotado lo que antecede porque la vida de los detectives particulares se encuentra impregnada de violencia, corrupción y sexo. Cuando los que nos dedicamos a este trabajo escribimos nuestras memorias, pormenorizamos la violencia intrínseca de la sociedad actual, nos extendemos con complacencia sobre los matices de lo corrupto y, sin embargo, dejamos de lado los perfiles sexuales que tanto juegan en los destinos de los humanos. Sin una explicitación de la sexualidad, las narraciones de nuestros casos quedan romas. De ahí la justificada crítica que se hace a nuestros escritos. Yo me obligo a la sinceridad, por más que pueda sufrir mi imagen. Es lo menos que puedo hacer si quiero que algún día se pueda comprender lo que ha sido la vida del investigador privado en la sociedad americana del siglo XX.

Después de la borrachera me encontré mejor. Las pesadillas cesaron, los sueños eróticos no se volvieron a repetir, y anduve ocupado en investigaciones comerciales y tareas sin importancia, hasta que comenzó el juicio contra Prendehast.