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El depósito de cadáveres se hallaba en el extremo de un pasillo largo, pintado de blanco, que nacía detrás del vestíbulo principal del edificio de la municipalidad. El pasillo terminaba en dos puertas, a izquierda y derecha. En una de ellas, sobre el vidrio esmerilado, se leía:

La empujé y entré. Un empleado joven y lampiño, de cutis como los pétalos de rosa, levantó la mirada de las páginas cómicas del diario de la mañana y se lamió los labios.

—Vaya, míster Flower —saludó—. Ha tardado usted en venir por aquí.

—¿Por qué lo dices, Shannon?

Ignoró mi pregunta, ofreciéndome otra a cambio.

—Le trae el tipo que la espichó anoche en The Oasis. ¿Me equivoco?

Sacudí la cabeza para que supiera que no se equivocaba. Shannon abandonó la mesa indicando con un gesto que le siguiera a través de la puerta del fondo hacia una habitación pintada con esmalte blanco y tan brillantemente iluminada como si estuviese a punto de iniciarse el Juicio Final. Contra las paredes había una colección de grandes recipientes con ventanillas de cristal, A través de los cristales se advertían bultos envueltos en sábanas y detrás tuberías cubiertas de escarcha. Tiró de uno de los recipientes y extrajo algo parecido a un interminable fichero. Sobre la plancha descansaba un cuerpo humano Levantó con descuido el extremo de la sábana y me mostró el rostro cerúleo de Hillary Strong. La muerte había afilado sus facciones, pero conservaba su increíble belleza.

—No ha sido identificado. ¿Le conocía, míster Flower?

Asentí. Le dije el nombre y el apellido.

—¿Qué causó su muerte, querido?

—Una sobredosis de droga. Hay bastante misterio en esto… —Encendió un cigarrillo y se rascó la cabeza—. No tiene pinchazos visibles en brazos o piernas. El forense ha estado charlando conmigo y no ha querido decirme si la inhaló o cómo hizo para introducirla en el organismo. Nunca le he visto tan reticente… Y encima, los de Homicidios de Los Ángeles Oeste no han armado demasiado revuelo por el fiambre. No sé si me comprende.

Intenté digerir la información que Lou Shannon me estaba proporcionando.

—Has dicho que he tardado en acercarme por estos andurriales. ¿A qué te referías?

—El difunto es guapo como un cromo. No es el primer guapo que viene aquí con los mismos síntomas.

—Explícate mejor, hermoso.

—Aquí, el muerto, tiene, ¡hum!, pinta de marica. Usted es… ¡hum!, un tipo elegante… Pensé que alguien le había encargado investigar estas muertes.

—¿Cuántas más hay, amor?

—En las tres últimas semanas han visitado el depósito siete preciosidades con ésta, si no llevo mal la cuenta. —Volvió a rascarse la cabeza—. El fiscal no ha montado el escándalo, los periódicos no dicen ni mu… Es curioso.

—Tú lo has dicho, Lou. —Le tendí unos dólares para que se comprara una botella—. Esto huele rarísimo, oye.

Dejé la morgue con la curiosidad comiéndome por dentro cosa mala, porque el asunto era de lo más misterioso. Misteriosa la muerte de Hillary; misterioso el modo en que la droga había acabado con tanta hermosura; misterioso el que en menos de un mes siete presuntos gays hubiesen estirado la pata; misterioso el desinterés de las autoridades, y misteriosísimo el que la prensa mantuviese la boca cerrada. Qué hacía un tipo que se parecía a Cary Grant esperando a Strong en The Oasis tras unos bigotes postizos, era un misterio. Hasta los supositorios del antiguo chófer resultaban un enigma.

Me dediqué a unas gestiones variadas hasta que el día comenzó a declinar y entonces me dirigí al Trocadero, el centro de reunión de la élite cinematográfica, para ver si daba con algo que aclarase tanto misterio.

En la entrada me cerró el paso un paquidermo con uniforme de mariscal y gorra de almirante.

—Hu, hu… —soltó con voz amablemente cavernosa, mientras me obstaculizaba—. Usted no es de la casa, hermano.

—Vengo a charlar con míster Grant.

Levantó una ceja del tamaño del ala de un cuatrimotor.

—¿Míster Grant?

—Cary Grant. A lo mejor lo conoce usted del cine. Creo que en el zoo ponen sus películas para distraer a los rinocerontes.

Sonrió. Se veía que tenía sentido del humor.

—Me parece que el cuidador nos habló una vez de él. No creo que haya venido por el Troc, hermano.

—¿De veras? —le devolví la sonrisa—. ¿Y qué es eso? —Señalé hacia el Cadillac canela, reluciente en la amplia área de aparcamiento en medio de otras joyas de cuatro ruedas tan refulgentes como aquélla—. ¿El patinete de su ayuda de cámara?

—Convénzame de que sus intenciones son honestas y que, no trata de venderle una aspiradora.

Le mostré uno de a cinco.

Lo escamoteé con celeridad que escapaba a la del ojo humano, pero no me dejó pasar; sólo me mostró los sucios dientes.

—Aún no me ha convencido, señor.

Algo habíamos avanzado. Ya no era su hermano. Ya era «señor».

Mi paciencia se agotaba. No estaba dispuesto a pagar más. Le planté la copia fotostática de mi credencial en su estuche de celuloide a un palmo del hocico. En aquel momento se detuvo una limousine caoba junto a nosotros. De ella descendieron Fred Astaire y Ginger Rogers; él, de chaqué, con sombrero de copa, y ella con un vaporoso traje rosado, con plumas en los hombros y en el borde de la falda. El rinoceronte se dio una buena ración de vista mientras la Rogers le enseñaba las bragas al bajar.

—¿Algún problema, Joe? —preguntó blandamente Astaire, sin mirarme, empujándose la chistera hacia adelante con el extremo del bastón, de forma que debía creer graciosa. La Rogers permanecía quieta, tiesa y oxigenada, contemplándome con hambre.

—No, míster Astaire. Aquí, el señor, que me está demostrando que es ciudadano de los Estados Unidos.

—Bien, Joe; hasta luego. —Dio un pequeño zapateado que consideraba que era más gracioso todavía, enlazó por la cintura a su acompañante y preguntó—: ¿Vamos, querida?

La rubia se desasió.

—El señor es amigo mío —declaró con imponente cara dura; me envolvió en la profunda mirada de sus ojos claros—. ¿Bailamos?

Me tendió los brazos e hizo que entráramos en el Trocadero girando vertiginosamente mientras Astaire rechinaba los dientes con odio.

En el interior tocaba una orquesta. La Rogers se adaptó automáticamente al compás y seguimos con la danza.

—En este club son algo exclusivos —dijo, moviéndose con gracia etérea—. ¿Me buscabas a mi?… —Giramos como un torbellino—. Hace siglos que no tropiezo con una cosa tan linda como tú. —Se me pegó de modo que notase bien sus curvas—. ¿Cómo te llamas?

—El nombre es Flower. Soy investigador privado y he venido en busca de Cary Grant, miss Rogers.

—Te conseguiré la entrevista a condición de que me des tu domicilio y teléfono. —Y metió su muslo entre mis piernas.

Le di mi tarjeta al terminar la pieza. Una cerrada salva de aplausos premió nuestra actuación. Saludamos y la Rogers me dejó, con un guiño de complicidad.

Alguien me estiraba del codo. Me volví para encontrarme con Marlene Dietrich.

—¿Eres real o estoy soñando? —susurró con voz ronca, contemplándome a través de los párpados entrecerrados—. Ginger no está mal, pero a mí la naturaleza me ha dotado mejor… —Se me restregó como gata en celo—. Anda, olvídate de lo que has venido a hacer y llévame a un motel.

En el Troc se daba cita el todo Hollywood, así que no me extrañó que el propio John Wayne en persona se levantara de una mesa.

—Si lo que buscas es un buen puñetazo, forastero, estoy dispuesto a atizártelo —informó mientras venía a mi encuentro.

Tenía la frente fruncida con las cejas como una uve invertida, mientras caminaba con ademanes truculentos. Debía ser el acompañante de la Dietrich y estaba molesto por mi éxito fulminante.

—El honor me pertenece, Johny —se interpuso Astaire—. Soy el primer ofendido.

—Aparta, alfeñique. No te mezcles en los asuntos de los hombres.

Apoyó su manaza en el pecho del bailarín y lo derribó sobre la mesa más próxima.

—Un momento, sheriff —traté de aplacarle—. Aquí hay una confusión. Yo sólo he venido a charlar con Cary Grant.

Astaire se levantó y saltó sobre Wayne, montando a horcajadas sobre sus espaldas. Le descargaba cómicos papirptazos que no conseguían más efecto que el despeinar a su contrincante, entre la hilaridad de la selecta concurrencia. Ginger Rogers acudió apresurada a librarme de aquella pandilla de botarates.

Mientras en el aire se cruzaban las apuestas sobre los combatientes, la rubia oxigenada me condujo hacia el sótano.

«El tipo que diseñó estas escaleras conocía su oficio», pensé, mientras bajaba.

En la planta inferior había más glorias del celuloide dándole a la botella. Identifiqué a Heddy Lamar con Clark Gable y al duro Bogey que tenía la mirada acuosa del adolescente que vive su primer amor depositada con veneración en una trigueña que podía ser su hija, de boca grande y escéptica y continente que revelaba gran aplomo por su contenido. Las revistas empezaban a hablar de ella. Se apellidaba Bacall, estaban rodando una película juntos y se decía que a Bogart le tenía sorbido el seso.

La Rogers me condujo ante un reservado.

—Ahí dentro tienes a Cary. Le he dicho que te atienda, que eres amigo mío. —Se empinó sobre las puntas de los zapatos y me soltó un beso de tornillo, embadurnándome con lápiz labial—. Llámame o te llamaré, amor. Tengo apetito de hombres tan perfectos como tú.

Luego se alejó bamboleando su bien construida grupa.