6
Betty Jo Trevillyan se encerró en el despacho con su agente preferida y con Chou Chou LaVerne, intrépida reportera del Weekly Magazine. Se la veía alterada. Las aletas de su fina nariz vibraban. Su respiración era trabajosa. Hubiera jurado que tras los cristales vinosos de las gafas los ojos rojizos lanzaban relámpagos. Sin embargo habló en un tono engañosamente tranquilo:
—Bien, chicas: ¿os habéis divertido?
Su agente favorita se dejó caer en una silla, cruzando las piernas embutidas en mis estrechos pantalones de cuero, dedicándose a mirar el techo. Una mueca ausente flotaba en la boca grande, dando la impresión de hallarse muy lejos de allí. Todavía se encontraba bajo los efectos subsidiarios de la devastadora actividad desplegada en el monoprix. Yo saqué un espejito del bolso y me retoqué la pintura con lápiz labial.
—Repito —insistió la Mantis sin perder la calma—: ¿Ha sido una tarde entretenida?
Como la negra parecía en otro planeta, respondí:
—Se ha hecho lo que se ha podido.
Entonces Betty Jo estalló. De un puñetazo en la mesa hizo bailar el tintero.
—¡Cuatro automóviles destrozados, joder! ¡Siete colisiones en la vía pública! ¡Una decena de muertos, cincuenta heridos graves y doscientos de pronóstico reservado! ¡Unos almacenes arrasados e incendiados! Supongo que me haréis el honor de una explicación…
Fulwider seguía en su dimensión desconocida, con la expresión estólida de quien no se entera de nada. Tan ausente se encontraba que dejaba pasar el tiempo sin dedicarse a realizar una tabla gimnástica a hurtadillas. No tuve más remedio que tomar sobre mí el peso del diálogo.
—Teníamos una misión, ¿no, sargento?
Vino a mí con gesto truculento y agarró la parte delantera del vestido floreado en un puño.
—No pretendas jugar con una experta policía, muchacha o muchacho.
—No pretendo jugar con nadie, señorita u oficial. Cumplí el encargo.
—¡No me digas!
—Sí le digo.
—¿Quieres decir…?
—Lo dicho.
—¿Estás diciendo…?
—Lo que digo.
Saqué el frasco del bolso y lo deposité en el escritorio.
—Misión cumplida.
—¡Carajo! —juró, sin dar crédito a lo que veía. Lo tomó, mirándolo al trasluz—. ¡Es el testículo de cargo!
—Flower siempre corona con éxito sus encargos.
Era un pegote, pero nunca viene mal un poco de publicidad.
Betty Jo lo dejó pasar. Se precipitó hacia la puerta y comenzó a dar órdenes, secas como chasquidos de un látigo de lija. En el hospital de la Policía debían preparar de inmediato a Brotherton para ser intervenido. El testículo se ponía en camino del centro quirúrgico con una escolta armada y motorizada que dejaría tamañita la del presidente Roosevelt los días que salía a la calle con manía persecutoria, de modo que cualquier intentona de nuevo secuestro del testículo no pudiese prosperar. El propio Hamilton Burger, en su condición de fiscal del distrito, habría de situarse a pie de quirófano para que Dave firmase su declaración contra su jefe en cuanto el cirujano terminase de coserle el escroto. Se debían tomar medidas en aeropuertos, estaciones de ferrocarril y autobuses y carreteras para atrapar a Prendehast si trataba de huir, y Jetro debía ser detenido bajo acusación de alterar la paz del vecindario hasta que Burger dictase la orden por asesinato.
Terminada la exhibición de eficiencia volvió con nosotros.
—Bueno; ahora, los detalles.
Le conté la película lo mejor que pude. Betty Jo me escuchó sin interrumpir, esbelta y pensativa.
—Eres sorprendente, Flower… —fue su comentario cuando llegué al rótulo de «fin».
—Es lo que dicen mis clientes.
—Como no te chupas el dedo, reconocerás que el testículo ha sido recuperado por mi gente. Tú no has tenido nada que ver. Ni siquiera anduviste por estos barrios.
—Comprendo. El triunfo es suyo. Se lo regalo.
—Al fin y al cabo, lo de enviar un sarasa a realizar el trabajo fue idea mía.
—Eso es verdad.
—Si no hubiera ido un gay a lo de Jetro, éste no habría soltado la pieza.
—Tiene usted toda la razón.
—¿Te harás el loco si te preguntan los chicos de la prensa?
—He pasado el día tomando el sol en Malibú.
—Así me gusta, muchacho —me palmeó el hombro—. Pórtate de un modo inteligente y seremos buenos amigos. En este oficio hay que tener relaciones. Hoy por mí y mañana por ti.
—Me ha quitado las palabras de la boca.
Sacó la billetera, contó cinco de a cinco y me los introdujo en el escote.
—Tus honorarios, encanto. No te puedo dar una gratificación porque salen de mi paga, y el sueldo de la poli ya sabes que es escaso.
—Olvídelo. Lo malo es que mi Ford ha quedado hecho una ruina.
—Lo repararán en nuestro taller. Ahora Marion y yo, como muestra de gratitud, te acompañaremos a casa.
—Puedo hacerlo por mis propios medios.
—No olvides que estarás en peligro hasta que hayamos echado el guante a Jetro. No quiero que te pase nada después de lo que has hecho por mí. Un poco de protección no viene mal.
La examiné con aprensión por si había alguna intención oculta bajo la amable oferta. Su rostro marmóreo resultaba impenetrable. Como llevaba razón en lo del peligro en que me encontraría durante las próximas horas, acepté.
Fulwider se puso al volante de uno de los coches policiales. Nosotros ocupamos los asientos de atrás.
Al principio Betty Jo permaneció quieta y silenciosa, con los brazos cruzados y la vista fija en la nuca de la conductora. Fulwider se limitaba a conducir, sin despegar los labios. Para no estropear el cuadro yo no dije esta boca es mía.
Luego la sargento sacó un frasco de gin, desenroscó el tapón metálico y le dio un tiento.
—Estoy celebrando mi triunfo —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.
Fulwider siguió agarrada al volante. Ni siquiera nos observaba por el retrovisor.
—Tuve una idea genial al elegirte para que te introdujeras en la guarida de Beverly Hills —volvió a hablar con autocomplacencia.
Echó otro trago, se acomodó en el asiento y estiró las blancas piernas.
—Dentro de poco seré propuesta para ascender a teniente. ¡Vaya carrerón que llevo! —continuó con el soliloquio—. ¿Un trago, Flower?
—No, gracias; que si bebo eso, huelo fatal.
Hizo un mohín de indiferencia y le dio tal metido a la botella que la dejó por la mitad. Como en la mañana precedente, el alcohol influyó en su conducta. Pasó a la acción. Primero, un roce fortuito; luego una aproximación casual en apariencia; después, una mano que se posaba en mi regazo.
Fulwider seguía manejando con la vista puesta en la carretera, pero como si un sexto sentido la hubiese advertido de cierto sutil cambio en la silenciosa atmósfera del coche, de tiempo en tiempo se agitaban los aros de sus orejas, volvía la rizada cabeza y nos dedicaba una fugaz ojeada vigilante.
Aparté la mano inquieta.
—Sargento…
Pasó un brazo atrevido por mi espalda.
—¿Te han dicho que eres irresistiblemente bello, Flower? Rosetones de color producidos por el gin manchaban los lechosos pómulos, mientras la boca de la policía dibujaba un rictus vicioso.
—Betty Jo: hicimos un trato. La misión, a cambio de que me dejara en paz.
—¡A la mierda el trato! —rugió. Y se me tiró encima.
—¡Socorro, Fulwider! —chillé, debatiéndome.
—¿Qué coño hacéis? —barbotó la negra, al tiempo que pisaba el freno.
No esperé un segundo. Arrinconado contra un lateral tiré de la manija, se abrió la portezuela y caí en la cuneta mientras perdía la peluca rubia.
Estábamos en la entrada de Laurel Canyon, en una zona despoblada, cubierta de césped y plantas olorosas, bajo un cielo tachonado de estrellas.
Las dos policías echaron pie a tierra con presteza.
—¡No dejes que se escape! —ordenó Betty Jo.
De modo imprevisto Fulwider se interpuso entre la Mantis y yo. Su piel tenía un tinte grisáceo, estaba tensa sobre los pómulos y constelada por finas gotas de transpiración. Había perdido el aire ausente y su expresión resultaba pavorosa. Las pupilas se le movían frenéticas lanzando agudas y breves puñaladas, ora hacia la sargento, ora hacia mí.
—¡Quítate de en medio, Marion! —silbó la albina.
—Nasti —respondió la negra.
—¡Es una orden, Marion! —dijo la blanca, echando mano a la porra de madera.
—¡En estos casos tus órdenes me las paso por el forro de los ovarios, Betty Jo! —contestó la negra. Y le soltó un directo impresionante apuntando a la barbilla.
El golpe hizo impacto en el punto justo. Las gafas de la Trevillyan salieron por los aires, su gorra voló como ave cautiva que hubiese encontrado abierta la puerta de la jaula, giró los ojos rojizos en las órbitas, se levantó unas pulgadas del suelo y cayó despatarrada sobre la hierba, los brazos en cruz y los grises cabellos desparramados, como si la hubiese fulminado un rayo.
—Gracias, camarada… —murmuré, poniéndome a gatas. Pero la agente Marion Fulwider no había venido precisamente en mi ayuda.
Agarrándome por los cabellos me levantó de un tirón, y sin soltarlos me atizó tal puñetazo en el estómago que creí que su brazo pasaba a través de mí, agujereándome como un bloque de mantequilla. Vi millones de lucecitas y me doblé como un libro que se cierra. Oleadas de dolor me anegaron.
Me desdobló tirando de los pelos y me atizó otro golpe con la furia de una coz. El dolor se mezcló con el pánico, al pensar que al fin se había vuelto loca del todo después de la orgía de violencia en los almacenes y trataba de matarme a golpes superando en un solo día el récord que había establecido con Sammie, Scott, Elwood, los gorilas de Prendehast y los gángsters del monoprix.
Me soltó y caí de bruces.
Todo su cuerpo pareció agigantarse cuando se plantó ante mí. Jadeaba y sudaba. Era una mujer grande, dura, con ojos chatos y crueles.
Me alzó por los sobacos, para rodearme la cintura con nervudos brazos. Quise gritar creyendo que intentaba troncharme el espinazo, pero lo impidió aplastando su boca inmensa contra mis labios pintados con Margaret Astor.
Entonces comprendí que había estado «ablandándome» para convertirme en presa fácil de sus apetitos.
Quise rechazarla.
—¡Yo te enseñaré a ser más cariñosa, carajo! —gritó.
Sus ojos parecían más enloquecidos que nunca. Estaban tan desorbitados que se veía el blanco bajo el vívido almendrado del iris. La respiración que escapaba de sus amplias fosas nasales, abrasaba.
Me abofeteó con tal furia que creí que me iba a arrancar la cabeza del cuello. A continuación me abrazó y me abrumó a besos imperativos.
En la semiinconsciencia se operó un cambio en mí. Noté cuán poderosa y virilmente posesiva resultaba aquella figura empapada en sudor resbaladizo, embutida en pantalones masculinos, para mí que estaba vestido con el femenino traje de seda. Tenía la energía de un cargador de muelle de Los Ángeles y me propinaba una rociada de caricias tan toscas y apremiantes como las de un camionero de Lousiana. Olía a hombre como ya quisieran muchos.
Medio desvanecido, molido a puñetazos, me vinieron a la mente imágenes de su cuerpo de ébano cuando había estado ejercitándose en mi oficina, los abultados bíceps, la espalda recta y musculada, la piel lustrosa sobre los duros tendones. Ante tan perentoria masculinidad y aquel deseo arrollador a las pocas horas de la sesión con Prendehast, confieso sin rubor que perdí el decoro. Me gustaría saber cómo habrían reaccionado ustedes de encontrarse en mi corsé.
Un fuego desconocido me recorrió desde la coronilla hasta las plantas de los pies. Le devolví las caricias con mayor frenesí que el suyo.
—¡Tía buena! —jadeaba, apretándome los senos de caucho.
—¡Negro hercúleo! —suspiraba yo, como si los senos de caucho fueran carne de mi carne.
Le mordí la boca y le desabroché la bragueta.
—¡Hazme tuya, negro! —pedí, en el colmo de la pasión.
—¡Pídemelo por favor, blanca!
—¡Te lo suplico, negrazo irresistible!
Me cogió en volandas, llevándome hasta el coche. Me tiró de cara contra el sillón, me levantó las faldas y me bajó las bragas.
—¡Por la Virgen! —dijo con voz ronca—. ¡Por san José y todos los santos! ¡Qué hermosura!
Algo largo, rígido y duro forzó mis nalgas: era la porra de Betty Jo, que empujaba con el pubis. Empezó a apretar con ritmo creciente.
Cuando ya no podía más se lanzó a fondo, penetrándome y desgarrándome entre oleadas de fuego.
—¡Marion! —aullé.
—¡Jesucristo! —berreó aquel hércules de piel oscura.
Alcanzamos el clímax al unísono. Luego se derrumbó sobre mis espaldas, cubriéndome con el cuerpo recio y masculino, chorreante de sudor.
Incapaz de superar tal cúmulo de emociones y sensaciones, fui y me desmayé.