10
Estaba más hermoso que la víspera.
Unos pantalones blancos, estrechísimos, delineaban las piernas fornidas, y una camiseta color frambuesa, sin mangas, se ceñía a su torso de discóbolo. Su epidermis, en la semipenumbra del salón, tenía destellos de cobre viejo. Por un instante experimenté un ramalazo de angustia al pensar que aquella cosita tan linda pudiera estar involucrada en el asesinato.
—Traje el Bentley como pidió, miss Condon… —informó.
—Ha sido una excusa para hacerte venir, querido —dijo Millicent—. Anda, siéntate; voy a formular una declaración y quiero que estés presente.
—Me quedaré, miss Condon, ya que me lo manda; pero le pido que no me llame querido. Que me llamase querido su hermano, que en paz descanse, vale. Pero usted, no, que uno tiene su orgullo.
—¿Por qué ha de estar él aquí? —inquirió O’Mara.
—¡Porque a mí me da la gana! —soltó la Condon.
El chófer se situó en el sofá, a una respetable distancia de su jefa. Entonces ella comenzó su declaración:
—Había empezado a decir que Flower, aquí presente, es un detective imbécil, porque ha deducido que Howard liquidó a Roscoe, cuando quien le dio el pasaporte fue una servidora.
Se cruzó de piernas para que se viera que no estaba mal de extremidades inferiores. Hillary, con fina sensibilidad, se picó y se cruzó de brazos, para que se viera que estaba muy bien de extremidades superiores.
—¡En mi vida contemplé una criatura así, chico! —trompeteó el teniente.
Por mi parte pensé que tampoco en mi vida había contemplado un muchacho como aquél, pero preferí callarlo.
—Le regaló sus asquerosos preservativos tarados a Howard —prosiguió la Condon— haciéndose el simpático, para que me dejara con la barriga y yo no tuviese más ovarios que casarme con él.
Dejó caer una mano sobre las manos del teniente. Hillary se picó más, y permitió que una de sus manos descansara sobre las mías.
—¡Mujeres así sólo aparecen una vez en un siglo, amigo! —gritó O’Mara junto a mi pabellón auditivo.
Pensé que hombres como Hillary, menos todavía, aunque no lo expresé en voz alta.
—Cuando descubrí mi estado me enfrenté a Roscoe, y como tantos amigos de los que se había burlado, le avisé que le haría tragar su puerca mercancía, enviándole al depósito de cadáveres.
Empezó a juguetear entrelazando sus dedos con los del policía. Picadísimo, Hillary se puso a hacer manitas conmigo.
—¡Con una tía así, a mí me da algo, socio! —soltó O’Mara.
Pensé que con un tío como Strong, al que le iba a dar el infarto era a mí, pero no se lo dije al poli.
—Roscoe se rió de mí. Explicó que si él moría me convertiría en la única heredera de las Condon Industries y de la fortuna familiar, siendo la sospechosa número uno de la Policía.
Se humedeció los labios con la punta de la lengua, insinuante, de cara al oficial. Picado, Hillary proyectó su apetitosa boca hacia mí en un gracioso mohín.
—¡Vaya señora, hijo! —se estremeció O’Mara.
Estuve a punto de gritar que vaya señor que era el chófer, pero me aguanté.
—¿Por qué no se sienta a mi lado, teniente, y así me toma mejor la declaración? —ronroneó la Condon.
—¿Por qué no se sienta a mí lado, míster Flower, mientras ellos hablan de sus cosas? —dijo Hillary, dispuesto á no dejarse avasallar.
Ocupamos el sofá entre los cuatro: el teniente y yo en el centro, y la Condon y Strong a los lados. Como era demasiado estrecho para todos, O’Mara rodeó con el brazo los hombros de la dueña de la cabaña; yo hice lo mismo con el chófer.
Me pareció que el teniente jugueteaba con el nudo de la blusa de su pareja, sin enterarse de los detalles que ella le daba sobre cómo había atrapado a su víctima inmovilizándola en aquel mismo diván e introduciéndole los preservativos a puñados en la boca con la ayuda de un atacador. Pero no podía estar muy seguro porque me había puesto a manosear la camiseta de Hillary, diciéndole que le sentaba divina, y que tenía un tejido muy fresco, y que si le había costado muy cara. Creí entender que el teniente hacía caso omiso de los detalles que le daba su compañera, porque ya que la tenía tan cerca se dedicaba a darle mordisquitos en la oreja; pero no podía estar muy seguro, porque tenía muy cerca al chófer y estábamos juntísimos, mirándonos profundamente a los ojos.
—Teniente, que está de servicio… —dijo púdicamente Millicent.
—Hillary, que trabajo en un caso… —avisé, ruboroso.
—¡Al carajo el servicio! —mugió O’Mara.
Tomó a la Condon en brazos y comenzó a subir las escaleras, en busca de uno de los dormitorios de la parte alta.
—¡A la porra tu caso! —soltó Strong.
Me tomó en brazos a su vez y subió detrás del policía, en busca de otro dormitorio en el primer piso, para no quedarse atrás.
El quedo batir de las olas debió arrullarlos hasta que la noche cerró sobre la playa.
Por lo menos a nosotros nos arrulló muchísimo, lo juro.
A la mañana siguiente, de modo gentil y delicado, Hillary me sirvió el desayuno en la cama, como debe ser entre dos personas que han vivido una noche inolvidable.
—¿Dónde andan la Condon y el teniente, cariño? —pregunté con dulzura.
—Debieron marcharse a última hora, aunque no los oí salir; pero lee, lee, amor.
Sobre la bandeja, junto al café bien cargado, el vaso con el zumo de naranja y las tostadas al lado de la mantequilla y una servilleta plegada, aparecía un ejemplar del Clarion doblado por la mitad. Los grandes titulares a toda página podrían haber sido leídos por un miope desde una milla de distancia.
EL MISTERIO DE LA MUERTE DE ROSCOE N. CONDON, RESUELTO.
UN BRILLANTE TRABAJO DEL TENIENTE O’MARA, DE LA BRIGADA DE HOMICIDIOS
La fotografía de O’Mara, con una sonrisa de oreja a oreja, se llevaba tres columnas. La letra pequeña explicaba la solución del caso.
Las eficaces y calladas pesquisas del Departamento, bajo la eficiente batuta del teniente, en menos de cuarenta y ocho horas había clarificado un enigma que al principio se presentaba muy complejo, amenazando con implicar a varios de los más preclaros miembros de la comunidad. Roscoe Condon era un pervertido homosexual lleno de odio y rencor hacia sus amigos más íntimos que urdió su suicidio de manera que pareciese un asesinato, para poner en marcha un escándalo de dimensiones colosales.
Sólo la agudeza del teniente, su trabajo incansable y sus indiscutibles dotes de observación daban al traste con la maquiavélica maniobra. Roscoe Condon se había quitado la vida tragándose gomas higiénicas hasta morirse. La falta de la habitual carta del suicida hizo pensar, en principio, en un crimen, pero después la ausencia de signos de violencia en el cuerpo, según el informe forense, despertó las sospechas del oficial encargado de la investigación.
Una exhaustiva pesquisa de los posibles sospechosos sirvió para demostrar que todos eran inocentes cual blancas palomas. Los incansables interrogatorios de la Policía habían servido para obtener un retrato fiel del muerto: vicioso, mariquita y víctima de un rencor neurótico hacia los miembros sanos de la sociedad.
La declaración de Millicent Condon, hermana del fallecido, resultó decisiva para desmontar la intriga del suicida. Le había hablado en un par de ocasiones de su propósito de quitarse la vida de forma que culpase a sus más allegados. Miss Condon había sido obligada a jurar que jamás revelaría esta confesión, pero acorralada a preguntas por el teniente O’Mara, con alto espíritu cívico hizo una declaración completa, prefiriendo un baldón sobre su apellido a que cualquier inocente resultase inculpado. De este modo las fundadas sospechas abrigadas desde el principio por O’Mara de que se tratase de un suicidio disfrazado de asesinato se confirmaron. El reportaje terminaba con un canto a la honestidad de Millicent Condon y una sarta de abominables elogios al talento del teniente.
Bebí un trago de café, notando que una gran amargura me llenaba la boca.
Agité el periódico.
—¿Lo has leído?
Sentado a los pies de la cama, Hillary afirmó con la cabeza.
—¡Nos ha utilizado! —grité—. ¡Ha utilizado a O’Mara para escabullirse y te ha utilizado a ti para utilizarme a mí y que yo no pudiera evitar el que se escabullera!
La maniobra de Millicent se me aparecía tan transparente como el cristal. Se confesó la asesina para facilitar la retirada de Howard Deen, quedándose frente a O’Mara, a quien podía manejar con facilidad. Hizo venir a Hillary porque sabía que su encanto me pondría fuera de circulación. Había sido tan inteligente como astuta.
De nuevo la corrupción se alzaba victoriosa en un asunto intrincado y turbio. La corrupción había alcanzado al Departamento de Homicidios, donde el frustrado de O’Mara se había vendido por un revolcón con la hermana de la víctima.
Ahora todo estaba en orden, dentro de la corrupción: el pobre Roscoe eliminado, y las personalidades de la más alta clase social libres para seguir con sus conductas depravadas.
¿Y yo? ¿En qué situación quedaba Flower?
Flower resultaba burlado, sin saber si en verdad fue Millicent Condon como ella decía, Howard Deen como pensaba yo, o cualquier otro de los cuarenta sospechosos quien terminó cargándose al fabricante de gomas higiénicas.
Podía seguir trabajando por mi cuenta.
Podía continuar meses y aun años en el caso, en pos de la verdad definitiva. Pero era un hombre solo contra el sistema. Y nadie iba a correr con los gastos.
Necesitaba dinero que podía aportar el encargo de Benjamin Morris. Se trataba, pues, de prioridad absoluta.
Yo había hecho una promesa ante el cadáver de un amigo: conseguir la confesión de un culpable. De una u otra forma la promesa estaba cumplida; el resto era responsabilidad de los vigilantes y celosos guardianes del cumplimiento de la Ley en la ciudad. Moralmente mi compromiso con Roscoe estaba saldado, ¿no les parece? No obstante, un sabor amargo me llenaba la boca.
Se lo dije a Hillary.
Me preguntó si podía hacer algo por quitarme el sabor amargo de la boca.
Adiviné la indirecta.
Le dije que no, que quería estar a solas con mi amargura. Agachó la cabeza comprensivo, y salió del dormitorio y de mi vida. Un poco más tarde le oí marcharse en el Bentley.
A solas con mi amargura, bebí otro sorbo de la taza.
Y entonces, de repente, un rayo de luz se hizo en mi cerebro; entonces fue cuando me di cuenta que tanta amargura no se debía al desenlace del caso Condon: aquella amargura insoportable se debía a que el tontísimo de Hillary se había olvidado de ponerme azúcar en el café.