8
Una mano que me zarandeaba por el hombro sin la menor consideración me sacó de un reposo sin sueños, sólido y vacío como la muerte, tratando de introducirme en una actividad sin realidades, liquida y llena como la vida.
Una voz con el timbre marcado por los muchos whiskies que habían pasado por la garganta donde nacía, urgió:
—¡Despierte, señor Flower! ¡Tiene usted un cliente!
Descorrí los párpados, aleteé mis atractivas pestañas con la habitual coquetería y me enfrenté a unos ojos azules en un rostro breve enmarcados por una corona de rizos rubios. Reconocí a mi vecina y exclamé con malhumor:
—Flossie: estoy muerto. Entretenlo hasta que consiga resucitar. —Me di la vuelta sobre un lado y traté de reanudar el sueño.
—Ya lo hice, señor Flower —volvió a zarandearme—. Es un buen elemento. Me ha pagado tarifa doble por un servido sencillo.
Un tipo unió sus graznidos a los de la pequeña prostituta.
—También le abonaré a usted tarifa doble, míster Flower, si me presta una pequeña ayuda.
Me senté en el sofá restregándome los ojos, mientras trataba de adivinar en qué planeta habitaba. Delante de mí tenía a la pequeña Flossie, con una blusa verde, una falda blanca ceñida y un generoso corte por uno de los lados. Junto a ella, un individuo bien trajeado, con aspecto de ejecutivo, lucía un discreto pasador de oro con las iniciales B. M. en la corbata.
—Me llamo Benjamin Morris y pertenezco a la empresa editora de Black Mask.[4] Hemos oído hablar de usted y nos interesa que nos ayude en cierto trabajo.
Me tendió la mano. Su apretón fue firme y afectuoso.
—Llegó hace una hora —explicó Flossie—. Como le oí roncar pensé que estaría muy cansado; así que le entretuve prestándole mis servicios. Pero ya no puede esperar más.
—Es toda una profesional —alabó míster Morris—. Le he prometido visitarla con asiduidad. Pero ahora, míster Flower, es preciso que hablemos de negocios. Mi agenda se encuentra muy apretada.
Flossie me dijo adiós con la mano cuando juzgó que me hallaba lo suficientemente despejado, no sin enviarle a Morris un beso con la punta de los dedos. Su presencia ya no era necesaria y algún cliente madrugador estaba haciendo sonar su timbre.
Ponderé que los tiempos no estaban como para dejar escapar un trabajo bien retribuido, me enfrenté a mi visitante con una sonrisa y pregunté:
—¿En qué puedo serle útil, míster Morris?
—Verá; somos una importante editorial, con escritores contratados full time. Uno de ellos demuestra en los últimos tiempos una alarmante baja de rendimiento.
Siguió explicando que sospechaba que el autor que tenían empleado, en sus horas de descanso en vez de entregarse al reposo debía seguir escribiendo, probablemente una novela larga para ofrecerla a otra editorial y librarse de la servidumbre de componer relatos cortos para su revista. Creía que sus planes consistían en publicarla bajo seudónimo, costumbre bastante extendida entre los de su calaña, y si alcanzaba el éxito descubrir la verdad y liberarse de Black Mask. El escritorzuelo en cuestión se llamaba William Riley Burnett.[5]
—La gestión es sencilla: usted debe arreglárselas para informarnos si trabaja en su casa o no; ¿podrá hacerlo?
Contesté que estaba ocupado en un caso, pero que esperaba dejarlo solucionado aquel mismo día. A partir del siguiente me encargaría de su W. R. Burnett.
Estas palabras le complacieron. Me facilitó los datos pertinentes, me dio veinticinco a cuenta y se marchó silbando Junkle Box, de Miller.
En cuanto quedé solo me duché, me afeité, me preparé un par de huevos fritos con tocino y café en la diminuta cocina que tengo en el dormitorio-biblioteca-sala de estar, todo en una angosta pieza que se comunica con la oficina, y ya limpio y alimentado me dediqué a hacer funcionar la materia gris.
Como le había dicho a Morris, el caso Condon debería quedar resuelto aquel mismo día, so pena de echar a perder mi exigua cuenta corriente. O’Mara y sus hombres podían patear las calles de la ciudad, que para eso cobraban; a mí me correspondía utilizar el cerebro, porque aunque uno sea hombre de acción, la reflexión, en ocasiones, brinda resultados positivos.
Apliqué mi método particular, que nunca falla.
¿Por qué había muerto Roscoe N. Condon?
Porque se atracó de condones.
¿Era voluntario o involuntario el atracón?
Involuntario, porque los condones no estaban aliñados, que hubiera sido la forma lógica de ingerirlos. Ergo mi amigo había sido asesinado.
¿Por qué le habían dado muerte?
Porque regalaba «paracaídas» defectuosos.
¿Quién asesinó a Condon?
Un sospechoso.
¿Quiénes eran los sospechosos?
Macintosh. Y el almirante. Y Burman. Y el doctor Grayce… Y los otros dieciséis nombres que ellos me proporcionaron. Y los cuatro sospechosos de O’Mara. Y los otros dieciséis sospechosos que señalaron los cuatro sospechosos a los hombres del teniente.
Callejón sin salida. No era ése el camino.
Probé en otra dirección.
¿Tenían coartada mis primeros cuatro sospechosos?
Ellos decían que sí.
¿Estaban comprobadas sus coartadas?
Negativo.
Lo que significaba que podían ser tan inocentes como niños o tan culpables como la madre que los parió.
Otro camino cegado.
No me desanimé. En este oficio, o tienes una moral de hierro o más vale que cierres la tienda y te dediques a buscar un trabajo vulgar en una agencia de colocaciones.
Ensayé en otra dirección.
¿Por qué había tantos sospechosos?
Porque la víctima había inundado, a posta, la ciudad de Los Ángeles con gomas averiadas.
¿Por qué había inundado la ciudad de Los Ángeles con gomas defectuosas?
Porque Condon era un cachondo.
¿Por qué cada sospechoso nombraba cuatro nuevos sospechosos?
Porque había tomate. Podía tratarse de una espeluznante confabulación colectiva.
Aquí podía haber algo concreto. El dato afloraba del caos de los otros datos, precisamente tras la conversación con el doctor Grayce, en el internado para señoritas díscolas y difíciles. Dos puntos concretos se constituían en sendos focos en torno a los cuales describían movimientos elípticos los dramatis personae: sexo y dinero; el sexo de las orgías dominicales y el dinero de los papás de las crías. Y dentro del área delimitada por la elipse, la corrupción.
Me serví una generosa ración de peppermint.
La corrupción es la consecuencia lógica de una sociedad capitalista que pone el ápice de sus aspiraciones en el goce de los cuerpos y del confort, sin importarle a quién tenga que pisotear para conseguirlo. Si alguien se pone molesto, se le quita de en medio y se sigue con la fiesta.
Un jefe de Policía, un fiscal del Estado, dos jueces, abogados y hasta un famoso detective estaban pringados. Podía haber muchos más en aquel montaje edificado a base de pasarse por la piedra a adolescentes ansiosas y que tenía ahora como fondo un rentable negocio basado en la trata de recién nacidos.
No podía descartarse la posibilidad de que tal mafia se hubiese conchabado en lo de proporcionarse coartadas mutuas e inventado lo de los cuartetos sucesivos de nuevos sospechosos para enfrentar la eventualidad de que algún chiflado como O’Mara o Gaylor R. Flower tuviese la ocurrencia de meter las narices en el asunto. Me olía al típico ingenio de Marlowe.
Si esto era así, ni en años desenredaría la madeja. Y yo tenía prisa. Había un nuevo trabajo en perspectiva y la necesidad imperiosa de dedicarle mi tiempo, para remontar mi deficitaria economía. Debía descubrir al criminal inmediatamente.
¿Quién es el asesino?
El asesino es el mayordomo.
De nuevo me encontraba atrapado. Condon tenía valet, pero no mayordomo. De mayordomo, nada.
Un intento más, antes de tirar la esponja.
¿Quién es el asesino?
El menos sospechoso.
¿Quién podía resultar el menos sospechoso?
Repasé mentalmente la lista de los sospechosos.
Repasé mentalmente la lista de los sospechosos señalados por los sospechosos.
Repasé mentalmente la lista de los no sospechosos.
Comparé las tres listas y en ese momento sonó un timbre.
Descolgué el teléfono y dije:
—¿Diga?
Pero el timbre no era el del teléfono. El timbre había sonado en mi cerebro. Un nombre acababa de saltar a la luz como consecuencia de la comparación de las tres listas.
No cabía duda: aquél era el asesino.
Tranquilamente sentado en mi oficina de Yucca Avenue, yo, Flower, acababa de deshacer la maraña más enmarañada de la historia del crimen: un caso que podía haber llevado de cabeza a la Brigada de Homicidios durante dos o tres años como poco.
Cogí otra vez el teléfono, no porque creyera que había sonado, sino porque quería llamar. Marqué el número de la comisaría y pregunté por O’Mara.