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Desde que se inició la selección de jurados la sala estuvo de bote en bote porque la causa era la más sonada de los últimos años. Yo logré entrar porque la Trevillyan, el día en que me trajeron el Ford reparado y pintado, tuvo el detalle de enviarme un pase especial con un ramo de rosas rojas y una amable tarjeta suya.

Conforme se desarrollaban las sesiones el interés fue creciendo porque el joven abogado defensor, Perry Mason era su nombre, no dejaba de sacarse conejos de la manga ante la desesperación del fiscal. Los periódicos agotaban las ediciones especiales y los testigos de la acusación eran reducidos a la nada por el habilidoso letrado.

Jetro asistía con semblante sombrío, guapísimo, un modelo sobrio diferente cada día, y los miembros femeninos del jurado hábilmente aprobados por Mason se lo comían con los ojos, de tan interesante como estaba. Lo mismo hacía Betty Jo desde un rincón en la última fila donde procuraba pasar inadvertida. El modo que tenía de morderse los labios cuando se fijaba en el malhechor me indicaba mucho. Marion era la que no asistía al show. Debía tener trabajo, yendo de patrulla y aporreando infelices, que a ella le iba más el hacer la bestia que presenciar ejercicios en el foro.

Si al principio Mason había logrado sembrar en el ánimo dé todos la simiente de la duda razonable con sus trucos y prestidigitaciones continuados, cuando empezó a mostrar sus testigos, creció la impresión de que podía obtener un veredicto de inculpabilidad y una sentencia absolutoria.

Se veía a Drake, un colega mío que colabora mucho con Mason, realmente exultante; al acusado, que empezaba a despejar sombras del rostro para dar paso a un rictus irónico en sus hermosos labios; y al fiscal al borde de la apoplejía. También las facciones del teniente Tragg resultaban reveladoras. Tragg, perteneciente a Homicidios, era quien más piezas suministraba a Burger y el que Betty Jo hubiese atrapado a Prendehast le tenía soliviantado. Si Mason se salía con la suya le desembarazaría de una futura competidora en su carrera. De ahí que a cada victoria parcial de la defensa le faltara poco para aplaudir. Sólo Trevillyan seguía en su rincón sin perder la moral.

A mí aquello me tenía con el alma en un hilo porque la libertad del jefe del gang significaba que se pondría a buscar quién había sido el travesti que lo metió en el atolladero, con lo cual no ya la ciudad sino el Estado de California se iba a convertir en algo demasiado caliente para mi salud.

Así llegamos al día en que Burger quemó su último cartucho. Hizo comparecer en el estrado de los testigos a Dave Brotherton. Dejando la silla de ruedas que le transportaba fue ayudado a ocupar el lugar correspondiente. Prestó juramento y Burger leyó la declaración que había firmado. Brotherton, pálido y sereno, la ratificó en todos sus extremos. A petición del acusador público amplió detalles como segundo de la banda y testigo presencial del asesinato. Cuando Burger hubo demostrado hasta la saciedad que no cabía la menor duda que Dave era el testigo irrebatible se volvió a Mason con un triunfal. «Su turno».

Entonces el defensor demostró su auténtica talla. Desplegó la espectacular pirotecnia de sus recursos. Acorraló al testigo, lo confundió, le hizo contradecirse una y otra vez, se apoyó en el trauma que significaba la pérdida y posterior recuperación de su testículo, llevó al jurado la idea de que el accidente había perturbado sus recuerdos y facultades generando un odio enfermizo hacia su jefe al que atribuía la paternidad del atentado, y casi me convenció hasta a mí de que su testimonio era la consecuencia de un impulso patológico de desquite.

Los simpatizantes de Jetro, muchas señoras y el teniente Tragg con ellas, prorrumpieron en vítores cuando terminó. El fiscal se hundió en la silla, comprendiendo que la habilidad de Mason le había derrotado. El juez Markham golpeó repetidamente con el mazo anunciando que si los asistentes no se comportaban cómo era debido, haría despejar la sala. Luego el tribunal se dirigió a ambos hombres de leyes, en el sentido de que si no había más testigos podían pasar a elevar sus conclusiones definitivas.

Burger ni se movió, tal era su abatimiento. Entonces se levantó una joven de entre el público, llegó hasta Hamilton y le dijo algo. Me costó reconocer en ella a la sargento Trevillyan.

Por primera vez desde que la conocí no iba ataviada con su uniforme; además, se había quitado el aparato que le inmovilizaba el cuello.

Discutieron acaloradamente. El fiscal negaba y ella insistía vehemente, casi con ferocidad. Al fin debió salirse con la suya porque el acusador público se levantó diciendo que aún le quedaba un testigo que presentar: Elizabeth Josephine Trevillyan.

Al ser llamada, Betty Jo caminó con su porte erguido de maniquí hacia el estrado. Hubo silbidos de admiración. Tomó asiento, cruzó las piernas estirando cuidadosamente la falda sobre las rodillas después de decir su nombre, edad, ocupación y domicilio, jurando según la fórmula habitual, y esperó 10 preguntas.

Llevaba un traje de hilo en tonos sangre, a juego con los cristales de sus gafas de sol, que era una maravilla. Cerrado hasta el cuello, con mangas casi inexistentes, lograba un contraste luminoso con su piel blanquísima. Los amplios pliegues de la parte superior parecían hechos para ocultar modestamente el rotundo busto de la chavala, pero la verdad era que conseguían el resultado opuesto. Estaba cortado con una astucia de lo más inteligente.

El peluquero había hecho milagros con la rala melena gris, recogiéndola en la nuca para dejar al descubierto un cuello largo y grácil. Los labios, aun discretamente pintados, eran una llamarada en el rostro de nieve. Los zapatos, de piel de cocodrilo rojiza, remataban su atuendo impecable. Se había acicalado para causar sensación y lo consiguió.

El juez Markham se quedó mirándola con la boca abierta y tardó sus buenos cinco minutos en cerrarla. Pero aún fue más notable el efecto que produjo en el acusado. Jetro era la primera vez que veía a Betty Jo. Con ojos saltando fuera de las órbitas se incorporó de su asiento, y sólo los esfuerzos conjugados del abogado defensor, su secretaria y Paul Drake evitaron que diera el espectáculo.

Quienes asistíamos al juicio pronto nos dimos cuenta de que el testimonio de la Mantis no añadiría algo nuevo. Burger no sabía qué preguntar, limitándose a insistir en aspectos trillados del caso. Betty Jo contestó con su voz rasposa, tranquila y muy dueña de sí misma. Luego la contrainterrogó Mason, más por cubrir el expediente que porque hubiese algo que destruir en favor de su defendido, y a continuación se dirigió al tribunal en el sentido de que estaría dispuesto a hacer su alegato final esa misma mañana si el señor fiscal no tenía más testigos que presentar y realizaba previamente el suyo.

Antes de que Hamilton Burger pudiese hablar lo hizo Betty Jo.

—Con la venia del tribunal —dijo—. Ya sé que no es el procedimiento, pero antes de que los dos abogados pronuncien sus discursos, me atrevo a pedir un receso de quince minutos para hablar privadamente con el acusado.

—¡Protesto! —gritó Mason, poniéndose en pie de un salto—. ¡Un testigo no puede solicitar recesos, que únicamente pueden ser pedidos por la acusación o la defensa! Aun en el caso de que el señor fiscal apoye la petición de la testigo, no es de derecho el que un juicio se interrumpa a estas alturas para que el acusado dialogue privadamente con una testigo hostil. ¡Y añado que en último caso una conversación así debería desarrollarse a puerta cerrada, delante del tribunal, la acusación y la defensa!

—La defensa tiene razón… —convino el juez, mirando significativamente a Burger.

—¡Protesto! —se levantó entonces Prendehast, acalorado—. ¡La testigo ha expresado su deseo de dialogar conmigo a solas, y soy yo quien debo decidir! ¡Tendré mucho gusto en hablar con miss Trevillyan ahora mismo! ¡Si el tribunal se niega, consideraré que se vulneran mis derechos!

—El tribunal está para encauzar el proceso de acuerdo al procedimiento —dijo el juez Markham, sonriendo gentilmente a Betty Jo—. La petición de la testigo, como bien ha hecho notar el letrado defensor, va contra ese procedimiento; pero como el acusado es aquí la figura más importante y se muestra de acuerdo, no veo ningún mal en acceder a sus deseos. Espero que el receso sirva para aclarar definitivamente el asunto que estamos juzgando. La vista se suspende momentáneamente. Se reanudará dentro de quince minutos. El acusado y la testigo pueden hablar en mi despacho, en la completa seguridad de que nadie los observará ni serán molestados.

Se puso en pie y abandonó la sala. Excepto los periodistas, que salieron de estampía a comunicar a sus redacciones la insólita incidencia que por una vez no había sido provocada por Perry Mason, los demás asistentes permanecimos en nuestros asientos mientras el alguacil conducía a la y al acusado al despacho del juez. Betty Jo iba delante, erguida, pisando con autoridad. Detrás, Jetro se la comía con los ojos. Cerraba la marcha el alguacil, tratando de alzarse por encima del hombro de Prendehast, para no perderse el espectáculo que era su colega.

Fueron quince minutos de alta tensión, con comentarios para todos los gustos. Al finalizar, nos pusimos en pie para recibir a su señoría, que volvía a su puesto.

—Si el acusado ha terminado la entrevista —dijo—, y la acusación y la defensa se hallan dispuestas, reanudaremos la vista.

—¡Mi cliente todavía no ha regresado, señoría! —hizo saber Mason, irritado.

—¿Qué pasa, alguacil?

—Señoría: el acusado permanece encerrado con la testigo y se niega a abrir la puerta.

—¡Conmínele a deponer su actitud! —ordenó el magistrado—. Si es preciso, que se derribe la puerta. Lleve los hombres necesarios por si hubiese tomado a miss Trevillyan como rehén. Adviértale de lo perjudicial que podría ser esa conducta.

No hizo falta recurrir a las fuerzas de asalto. En aquel momento hicieron su entrada los causantes del incidente. Betty Jo, serena, impecable, se encaminó por delante del jurado con leve contoneo y fue a ocupar el asiento libre junto al fiscal. Antes de hacerlo le dedicó un signo de inteligencia, con la mano cerrada y el pulgar hacia arriba. Prendehast, despeinado, la chaqueta arrugada, la corbata floja, un faldón de la camisa colgando fuera del pantalón, y el rostro lleno de las huellas del carmín de la Trevillyan, quedó plantado ante el juez.

—¡Quiero hacer una declaración! —dijo sonoramente.

Y sin esperar más realizó una confesión completa declarándose culpable del delito que se le imputaba, atajando los desesperados intentos de Mason para obligarle a callar, pidiendo para sí mismo un veredicto de culpabilidad y solicitando la clemencia del tribunal.

El resto se desarrolló a la velocidad de un filme rodado a menos imágenes. Jetro Prendehast fue declarado culpable de asesinato en primer grado, con premeditación y alevosía. El juez Markham, en vista de la declaración voluntaria y la solicitud de clemencia, sólo le condenó a una pena de muerte.

Los periodistas se volvieron majaretas retratando a Burger, que extendía los brazos dibujando con los dedos la V de victoria. Al abogado Mason, su secretaria Della Street y Paul Drake hubieron de agarrarle para que no se suicidara allí mismo. Betty Jo aprovechó el tumulto para escabullirse de los curiosos. El teniente Tragg se mesaba los cabellos.

Muchos podrían estar sorprendidos con aquel desenlace imprevisto. Yo, no. Yo, no, porque sabía de tiempo atrás cómo la Trevillyan persuadía a los tíos para que fueran contentos a la muerte tras copular con ella.

En el juicio jugó audazmente la baza psicológica. Conocedora de la debilidad de Jetro hacía las tías macizas, que se lo dije yo, se reservó para un momento crítico, mostrándose en el instante justo e inflamándole la vena azul. Se encerró con el bandido cuando el pobre echaba humo. Le diría, a solas, que ella fornicaba con los condenados a muerte, y que si no había confesión se quedaría sin fornicación. Con Spencer y Wambaugh, en el cuartelillo, el día que los liquidaron cuando lo de la banda de Big Barron, me demostró cómo persuadía a los majaderos.

Prendehast tampoco supo resistirse.

Quedó demostrado que ella sola era capaz de derrotar a Perry Mason[8], y cuán merecido le estaba el apodo de Mantis Religiosa.