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Los parpadeos del luminoso vertical que ocupaba la fachada del Tapachula Hotel rompían periódicamente las tinieblas del cuartucho, llenándolo de intermitencias rojas. Bañado por aquella luz debía parecer un fotógrafo atareado con los trebejos de su laboratorio, pero no era más que un detective apostado tras los sucios cristales, provisto de potentes prismáticos, dedicado a la paciente y tediosa labor de espiar las idas y venidas del tal W. R. Burnett, inquilino de un apartamento en el edificio frontero, para comprobar por encargo de los editores de Black Mask si una vez concluida su extenuante jornada laboral se dedicaba a componer en secreto una novela larga con el propósito de venderla a la competencia.

Durante cinco días consecutivos no había hecho otra cosa que observar al tal Burnett. Era un tipo aburrido y desaseado que llegaba todas las noches puntualmente a su cueva apenas dejaba el trabajo, escuchaba la radio mientras daba buena cuenta de una botella de whisky barato, luego se metía sin cenar entre las sucias sábanas de su camastro, apagaba la lámpara y se entregaba Dios sabe a qué estúpidos sueños. Ni una mujer, ni una visita, ni una línea extra escrita en todo aquel tiempo. Ésta era mi sexta jornada de observación y Burnett ya se había acostado sin apartarse una pulgada de su rutina habitual. Las sospechas de mi cliente carecían del menor fundamento. Ni sucedía algo digno de anotar en la sórdida habitación, ni ocurría el menor acontecimiento en la calle larga y estrecha, siempre desierta, que me distrajese de la guardia obligada.

Concluida esta noche redactaría el informe para míster Morris, se lo enviaría al despacho con un mensajero y me encontraría con los trescientos pavos ganados con menos riesgo en toda mi carrera. Me dije que el plumífero ya estaría dormido y que no era caso de seguir quemándome la vista. Guardé los prismáticos en la funda.

Justamente en aquel instante la soledad de la calle se quebró por vez primera en seis días. Tres limousines oscuras hicieron acto de presencia sobre el asfalto circulando con la prosopopeya de un desfile. Mantenían entre sí una distancia de veinte yardas y en momento alguno la disminuían o aumentaban. La primera cruzó por debajo de mi observatorio, cinco pisos más abajo, y siguió su camino, pero cuando la segunda llegó al mismo punto fue como si se abriera un volcán delante. El morro desapareció en medio de una llamarada y al mismo tiempo se escuchó una explosión que hizo temblar los vidrios en tres manzanas a la redonda.

Inopinadamente las aceras se llenaron de músicos transportando las fundas de sus instrumentos. Como chicos bien entrenados las abrieron, exhibieron ominosas metralletas Thompson que llevaban allí escondidas y se pusieron a hacerlas funcionar concentrando el fuego sobre el coche destrozado.

Los otros dos automóviles se habían detenido. Parapetados tras las portezuelas, policías de uniforme y de paisano devolvían los disparos con armas automáticas, mientras sus refugios se iban llenando de agujeros como si se estuviese fabricando un queso de Gruyère allá abajo.

Uno de los atacantes trató de acercarse al vehículo semivolado; pero antes de que lo consiguiera abrió los brazos, soltó la metralleta y rodó por el suelo. Otro muchacho, disparando como un demonio, brincó sobre el caído, atrapó algo del suelo y retrocedió haciendo tabletear la Thompson mientras sus compinches le cubrían.

Dos Buicks negros, con las placas embadurnadas de pintura, se materializaron de la nada, abriendo las portezuelas para que la «orquesta» subiera a su interior, y en un santiamén arrancaron entre espectaculares chirridos de neumáticos mientras los «músicos» con medio cuerpo fuera de las ventanillas enviaban unas rociadas de despedida a los polis.

La operación completa no había durado más allá de los tres minutos. La ejecución resultó perfecta. Al cabo de ese tiempo no quedaban en el campo de batalla más que los maltrechos restos de las fuerzas de la bofia.

Allí no había más que ver. Burnett podía irse al diablo. Aparte de que era verano, el barrio se había tornado demasiado caliente para mí. Antes de que los zurrados polis pidiesen refuerzos y comenzasen a acordonar la zona en busca de testigos presenciales recogí los bártulos, me deslicé escaleras abajo y me escabullí por la puerta trasera. No tenía intención de pasarme la noche sudando en una comisaría y respondiendo interrogatorios pelmas. Después de alejarme una distancia prudencial detuve un taxi, le di mis señas y me fui a dormir.

Mediada la mañana siguiente redacté el informe sobre Burnett, lo metí en un sobre y lo remití a Benjamin Morris con un recadero. Di un vistazo a la prensa de la mañana sólo para comprobar que no traía ni una línea sobre los sucesos que había presenciado. Una de tres: o los periódicos habían cerrado las ediciones temprano dedicándose a descansar, o no juzgaban el caso merecedor de una breve gacetilla, o la Policía estaba en un aprieto y no quería que se airease el asunto. A mí me importaba un comino. Lo que tenía que hacer era esperar qué tal pintaría la jornada.

Me había puesto un traje ligero color crema tostada que me sienta como un guante, camisa blanca, corbata con dibujos de hierbabuena, calcetines a juego y zapatos de dos tonos, de punta afilada. No me faltaba detalle. Estaba hecho un brazo de mar. En mi oficio la buena presencia es básica y la primera impresión que se causa a un cliente es la que cuenta.

Llamé a mi servicio de recados telefónicos enterándome de que no había novedad; era de esperar.

Puse los pies sobre el escritorio imitación Luis XV y me dediqué a matar el tiempo dándome laca incolora en las uñas con un pincel, que si de algo me precio es de ir con las manos bien hechas por el mundo del hampa. Cuando más ocupado estaba con la media luna del anular izquierdo fue cuando irrumpió la negra en el despacho.

Entró como si fuera la dueña del mundo. De dos zancadas se plantó en medio de la oficina (lo que no tiene mérito pues el despacho es poco más grande que un pañuelo), y se inmovilizó sobre las piernas largas y musculosas, todo lo abiertas que permitía su estrecha falda azul.

—Agente Marion Fulwider, del cuartelillo de Wilshire —dijo, mostrando su placa.

Iba ataviada con el uniforme de la Policía. Bajo la gorra de plato aparecían sus oscuros cabellos, ensortijados y apretados como lana de carnero, cortos sobre la nuca de acuerdo con el reglamento. Llevaba las orejas adornadas con grandes aros dorados, lo que no sabía si sería reglamentario; de lo que podía estar seguro era de que los había adquirido en las rebajas, porque a mí no se me escapan los detalles.

—Te necesitan en el despacho —añadió, tuteándome.

No dejó de extrañarme que una agente femenina, y más de color, compareciese luciendo una falda, cuando sé bien que los mandamases obligan a las patrulleras a vestir uniforme masculino con el fin de humillarlas haciendo que cumplan las ordenanzas igual que los hombres; y sólo se les permite el atuendo de mujer cuando están destinadas a trabajos administrativos. La señorita Fulwider, desde luego, no tenía aspecto de oficinista.

Pero lo que más me sorprendió fue el que no revelara el menor signo de lujuria en el semblante, que es lo primero que se refleja en las facciones de una tía en cuanto se enfrenta a un tipo como yo.

Era una mujer y yo un hombre. Era joven y yo soy guapísimo. Era negra y yo blanco. Pues nada de lujuria: sólo una mirada ausente, perdida en el infinito.

Por eso la miré con más atención de lo que suelo hacer en estos casos.

Tenía la boca enorme, en forma de hocico bajo pómulos salientes, hombros rectos y fuertes, y muñecas de anchura desusada. Parecía una amazona.

Después de la presentación su espíritu parecía haber emigrado a millas de distancia. Pasó las manos detrás de la espalda y percibí que la guerrera se le agitaba levemente sobre el estómago. La cosa me dejó perplejo hasta que comprendí que estaba realizando contracciones abdominales. O sea, que aprovechaba para hacer gimnasia in situ.

Transcurrió un largo minuto antes de que cayese en la cuenta de que no había hecho el menor caso a sus palabras. Entonces volvió a la realidad para decir:

—La sargento Trevillyan requiere tu presencia inmediata en el cuartelillo, mariquita.

—El nombre no es mariquita —puntualicé—. El nombre es Flower, negra. —Y, despectivo, seguí con las uñas.

Lo que acababa de oír no me hizo sentir más dichoso. No conocía a la sargento, pero tenía suficientes referencias sobre su historial como para que me amargara la perspectiva de una entrevista. El caso es que la referencia al cuartelillo de Wilshire debía haberme puesto sobre aviso. Elizabeth Josephine Trevillyan era su máxima figura e imponía su voluntad por encima de la de cualquier oficial de rango superior, incluido el comandante del puesto. Si a ella se le antojaba que las agentes usasen faldas en misiones callejeras, subjefes y jefes agacharían el pico.

Había ingresado sólo dos años atrás en el Cuerpo y en tan corto espacio de tiempo recorrió meteóricamente el escalafón (agente, detective de tercera, detective de segunda, detective de primera) hasta conseguir los galones, exclusivamente por méritos profesionales. En tan sólo veinticuatro meses alcanzó el dudoso prestigio de ser uno de los oficiales de Policía más rudos e inhumanos, pese a su sexo y extremada juventud.

La apodaban la Mantis Religiosa.

Se comentaba que antes de mandar a sus hombres a misiones de las que no tenían la menor posibilidad de salir con vida, para mayor gloria de éxitos de su expediente, copulaba con ellos. Y que hacía otro tanto, en plan ritual, con los delincuentes antes de que los enviaran a la cámara de gas o liquidarlos en un callejón oscuro aplicándoles la ley de fugas, si sospechaba que un abogado hábil podía librarlos de la condena a la pena de muerte. De ahí le venía el sobrenombre.

Sabiendo lo que sabía, el mensaje de mi visitante me llenaba de cualquier cosa menos de júbilo. Era garantía de problemas y de poco o ningún dinero.

A su enviada se le había ido el santo al cielo. Tras descubrir el pesado busto de Wilde, en bronce, que tengo en una rinconera, lo había cogido y lo alzaba y lo bajaba con los brazos estirados, para fortalecerlos. Al cabo de un rato de pesado silencio cayó en la cuenta de que no le hacía el menor caso, devolvió al viejo Oscar a su sitial y perdió el aire distraído que tenía.

—Te estoy esperando… —gruñó.

—Aún no he terminado, oiga.

—¡Trevillyan tiene prisa! —estalló—. ¡Y cuando tiene prisa hay que salir perdiendo el culo!

—¡Qué más quisiera usted! Que yo perdiera el culo…

Me arrebató el pincel de un manotazo y lo estrelló contra el espejo de aguas; agarró el frasco de esmalte y lo volcó sobre la moqueta jaspeada que me acababa de costar a treinta dólares la yarda, instalación aparte; cogió un sombrero de la percha y me lo encasquetó hasta las orejas.

—¡Ése no, que no me entona! —protesté.

No hizo el menor caso. Atrapó el cuello de mi chaqueta y me levantó con tanta facilidad como si la chaqueta estuviese vacía. Me golpeó con la rodilla en el trasero con tal fuerza que me hizo ver las estrellas, y salí como un proyectil hasta dar de bruces contra la puerta encristalada en la que figura mi nombre y profesión en preciosas letras doradas. Si no rompí el cristal fue de puro milagro.

Podía haber respondido a la agresión, si no midiendo mis fuerzas con ella, porque me podía, arañándola con mis afiladas uñas, para que supiera cómo las gasto. Si me abstuve fue porque Flower no se rebaja a reñir con la gente de color. Que quede claro.

Me obligó a recorrer el pasillo hasta el ascensor a base de patadas en las nalgas, siempre provocando aunque yo, ni caso, porque servidor no estaba dispuesto a caer en la celada de una negra.

Luego pulsó el botón de llamada.

—¿Por qué no se ha ahorrado el viaje, agente? —traté de hacerme con el control de la situación—. Un telefonazo y habría acudido a Wilshire.

Se limitó a mostrar los blancos dientes en una mueca sin alegría para que entendiera que no daba el menor crédito a mis palabras. Después se dedicó a ejercicios de presión muscular apoyando un costado contra la pared como si quisiese abrir un boquete empujando.

Cuando llegó Sammie y descorrió la puerta de barras metálicas, dejó de empujar la pared y me empujó a mí, introduciéndome de un empellón en el armatoste. Le indicó al chico con un ademán que nos condujese abajo. Sammie la recorrió con una mirada de experto y comentó, envidioso:

—¡Diablos, míster Flower! ¡Vaya señoras que se gasta en su trabajo! Creo que voy a matricularme en un curso de investigador privado por correspondencia, a ver si tengo la misma suerte que usted.

La negra fingió no haberle oído, miró al techo y se puso a silbar una tonadilla; pero rozó a Sammie con la cadera de modo deliberado. Sammie se fijó en los glúteos de Fulwider que se dibujaban bajo el paño azul y los atrapó con decisión. Fulwider le metió la mano entre las piernas y le hizo lo que en el argot se conoce como «tocar la bocina». El bocinazo enardeció a Sammie, que abandonó los glúteos para buscarle las tetas.

Pensé que iban a montar el típico número obsceno en el ascensor sin importarles mi presencia, y fui a protestar. Antes de que hubiera logrado articular el menor sonido, Fulwider sonrió con su aire ausente, cerró el puño y descargó un golpe terrorífico haciendo que la cabeza de Sammie chocara estrepitosamente contra la madera y rebotara como una pelota, mientras el rostro se le llenaba de sangre.

Las rodillas de Sammie se aflojaron como si fueran jalea. Fulwider, con gesto delicado, apoyó la palma de la mano izquierda en su pecho, apretándolo contra la pared, para que no cayera; luego, con dos puñetazos tremendos, le destrozó las cejas.

Sentí ganas de vomitar, pero la mirada que me lanzó bajo la visera de su gorra, chata y sádica, hizo que me tragara el buche que tenía en la boca. Dijo:

—Anda, Flower: sé bueno y llévanos a la calle.

Mientras accionaba la palanca la agente siguió aporreando al ascensorista de modo sistemático, desapasionado y eficaz. Creo que si en lugar de vivir en la cuarta planta de Sausalito Arms lo hubiera hecho en el ático, lo habría matado antes de llegar a nuestro destino.

—Fin de viaje, agente —avisé con el más cuidadoso tono de voz que pude.

Fulwider dejó de sostener a su víctima, y Sammie se derrumbó como un pelele.

—Estos muchachos de los ascensores son tan atrevidos… —sonrió con un humor tan negro como el color de su piel—. En el Departamento tenemos órdenes estrictas de disuadirles de cualquier propósito inmoral. —Se encaró con el caído, toda amabilidad—: ¿Qué tal lo has pasado, chico?

—Nunca había… disfrutado tanto… —articuló Sammie entre los tumefactos labios.

—Hasta la vista, cariño —se despidió la policía. Y le soltó un escalofriante puntapié en sus partes.

—¡Gracias, señora! —aulló Sammie. A renglón seguido se desmayó.

Salí a la luz del sol, mareado por el espectáculo de la monumental paliza. Un coche-patrulla estaba aparcado junto a la acera.

—Sube, figurín —dijo mí acompañante.

No me apetecía lo más mínimo encajonarme en un automóvil con aquella fiera, porque no sabía por dónde le podía dar, así que propuse con toda corrección:

—Oiga: si le es lo mismo, me voy en taxi.

—¡Ponte a mi lado y cierra el pico, carajo!

Me precipité en el interior, que no era cosa de contrariarla. Se dejó caer frente al volante y dio la vuelta a la llave del encendido. Al tiempo que nos separábamos del bordillo, un convertible último modelo hizo lo mismo un poco más abajo.

—¿Para qué me quiere la sargento Trevillyan, agente?

—Has visto que me encuentro en plena forma, ¿verdad, encanto? —ignoró la pregunta—. Se lo debo al body building[6].

—Ya. Pero ¿qué quiere Trevillyan de mí?

—El body building puede hacer milagros —siguió como no me hubiera oído—. Hasta con una mujer.

—Sí. ¿Y para qué solicita mi presencia la sargento en el cuartelillo?

—El body building es sensacional. Somos muy pocas las mujeres que lo practicamos, aunque día llegará en que seremos tantas como los hombres.

Lancé una ojeada hacia atrás. El convertible nos estaba siguiendo.

—De acuerdo. De todas formas lo que yo quisiera saber…

—¡Carajo! —descargó su enorme puño sobre el volante—. ¿No te das cuenta de que no me interesa el tema?

—Agente Fulwider —exclamé, muy educado—: ¿por qué no hablamos del body building?

—Eres un chico simpático… Has de saber que lo iniciaron los ingleses a finales del siglo pasado. Pronto tuvo una vertiente comercial cuando sus practicantes comenzaron a exhibir sus cuerpos perfectamente musculados en ferias y circos.

Habíamos doblado dos veces a la izquierda y una a la derecha, pero no por eso perdimos al deportivo, que seguía pegado a nuestra cola. La agente no parecía darse cuenta, dándole a su discurso:

—El body building saltó el Atlántico desde Inglaterra, y pasó a nuestro país. Los certámenes de Míster Músculo lo han hecho famoso. La construcción del cuerpo desarrollando los músculos al máximo produce un gran bienestar, proporciona la felicidad y libera a la mujer de su inferioridad. Fíjate en mi caso: no tengo complejos de sexo o color, gracias a la gimnasia.

Llegamos al cuartelillo. Fulwider aparcó en la puerta. El convertible nos rebasó e hizo lo mismo algunas yardas más adelante.