28

Cualquier cosa que aconteciera de noche era tan furtiva y amenazante que, a esas horas, según los habitantes de la aldea, no podía ocurrir nada. En Lower River, la oscuridad caía como un manto que lo cegaba todo, un rápido y repentino apagón, y por la mañana la aldea volvía a su estado del atardecer: el cubo seguía volcado, aunque tenía gotas de rocío; las estrías de unas huellas se habían hundido tanto en la gris arena mojada que podían haber pasado por fósiles; las fibras de la caña de azúcar se esparcían tras haber sido mascadas, como los tallos mordisqueados; las banderolas de las camisas rotas colgaban sin vida de un tendedero; un racimo ennegrecido de plátanos estaba retorcido en una percha oxidada que pendía de la rama de un árbol, lejos del alcance de ratas y hienas. Únicamente la ceremonia de la Nyau, que se celebraba entre tinieblas, tenía lugar de noche, pero la última Nyau se había bailado hacía mucho tiempo, cuando la imagen de Hock, con nariz larga y unos pedazos de trapos blancos y de plástico, había presidido el ritual. En ese momento, él se había creído ungido con un poder. Pero el tiempo le había demostrado que ese poder era tan poco consistente como todos esos trapos.

Durante semanas creyó que podía producirse un milagro. Lo imaginaba de este modo, como en una película: en una bandeja, sobre un escritorio del consulado estadounidense en Blantyre, se acumulaba un montón de cartas de Roy Junkins, con el remite de Medford. Luego se oía una voz: «Esto es raro. Ha venido otra. El tal Ellis Hock no viene a recoger su correo. Quizá deberíamos ir a comprobar que todo marcha bien». El preocupado cónsul actuaría diligentemente. Hock alargaba la escena hasta el momento del dramático rescate, con el rutilante vehículo consular entrando en Malabo, y un estadounidense trajeado que salía para saludarlo y llevárselo de allí en un colofón estimulante. Hock detendría entonces el vehículo y diría: «Hay alguien más», y volvería a por Zizi.

Él recreaba esa secuencia en su cabeza una y otra vez, para consolarse, pero sólo conseguía entristecerse más.

Estaba tan lejos de las esperanzas que había abrigado que comenzaba a pensar que nunca saldría de allí, y que el sufrimiento de esos dos meses se prolongaría sin fin: ya no probaría otra cosa que la nsima hervida con tropezones, el pescado seco, las verduras cocidas y fangosas, el pan y el té, un mango, una tajada de calabaza, maníes hervidos con cáscara… Eso ya no cambiaría. Ahora sabía lo que era sentirse viejo y débil, caer enfermo, andar con dificultad y detestar el sol. Perdería los dientes como Norman Fogwill. Ese humor agrio, propio de un espíritu encogido, ya nunca lo abandonaba, y Hock recordaba la hora que había pasado con Fogwill, ese hombre que no se había emocionado apenas ni se había mostrado muy amistoso con él, y que ni siquiera se había levantado de su silla cuando había comenzado a despedirse.

En algún momento de su aventura, había tenido fuerzas para correr y ponerse a salvo en el boma. En sus primeras semanas allí, se había sentido con ánimo para ello, pero lo había postergado todo, al modo africano. Podría haber tenido suerte. Pero se había debilitado y marchitado. Había llegado a Malabo como un hombre sano, activo para su edad, con el plan de arreglar la escuela y dedicarle un día completo de trabajo al edificio. Se sentía optimista, y se imaginaba dejando una suma jugosa a alguien como Manyenga, para el mantenimiento de la escuela. Podría haber depositado el dinero en el banco del boma, en la cuenta de Malabo.

Demasiado tarde. Había perdido la salud, y casi podía señalar el día en que se había dado cuenta de que no tenía edad para ninguna de esas cosas. Malabo lo había envejecido, lo había empujado hasta casi la senilidad. Necesitaba esas largas noches, el silencio, la oscuridad, no sólo para reponerse mediante el sueño, sino también para alentar la ilusión de que podía soñar cosas buenas, sobre el hogar, los amigos y su salud. Perdonaba a toda la gente a la que había dejado en casa, también a Deena y a Chicky. Ellas no lo habían herido. Deena le había dado la libertad, y Chicky simplemente le había dado la espalda. Pero cuando se despertó en su choza de Malabo, bajo el invariable calor de la mañana, Hock recordó que era un prisionero.

Los chicos —los hermanos, como se llamaban a sí mismos— no dejaron la aldea, como él había dado por sentado. Permanecieron allí, apoltronados en una zona en sombra de la propiedad de Manyenga; Hock sabía que debían de contar con el beneplácito de Manyenga para hacer algo así. Los veía charlando con el jefe durante el día, como él había hecho en el pasado, creyendo que era su amigo. Les llevaban hervidores renegridos con agua caliente, y por las noches se sentaban sobre unas esteras, arrimados a la fogata de Manyenga, donde él se había sentado una vez como un invitado de honor. Esos chicos con gafas de sol le habían robado el sitio, y él tenía la sensación de que estaban merodeando, a la espera, pero ¿de qué?

El margen de tolerancia en Malabo para cualquier forastero no sobrepasaba unos pocos días. Pasado ese tiempo, el invitado debía hacer algún trabajo o marcharse. Hock veía que los chicos se demoraban y, por consiguiente, la deuda que contraían no hacía sino crecer. Manyenga era demasiado astuto como para aguantar que esos chicos se comieran su comida, se bebiesen su té y ocuparan su casa, a no ser que ambas partes tuvieran otro asunto entre manos: una negociación prolongada, supuso Hock, semejante a las conversaciones que se mantenían a lo largo de meses para acordar un precio aceptable por una novia.

Los extraños solían provocar cierto alboroto en la aldea: especulaciones, sonrisitas, susurros. Pero la presencia de estos chicos causó un silencio mayor, una vigilancia solemne; los aldeanos se mostraban más cautelosos, menos habladores, andaban con más brío. Y evitaban cruzarse con Hock igual que evitaban cruzarse con cualquiera que estuviese enfermo. Los días eran más tórridos y las chicharras, más ruidosas.

—Nuestros amigos todavía están aquí —le dijo a Gilbert, que le había llamado mzungu antes de pedirle dinero. Gilbert era un pescador, y empujaba su bicicleta por las arenas profundas que había en el límite de Malabo, rumbo a una aldea ribereña cercana al boma. Le ocuparía todo el día recorrer esos cincuenta kilómetros; al día siguiente por la mañana desamarraría su canoa.

Gilbert se quedó mirándolo con una mirada vacía y obtusa. No había captado la ironía. ¿Qué amigos?

—Esos chicos del bosque —dijo Hock—, los que están con Festus.

—No sé —dijo Gilbert en inglés.

Cuando le hablaban en inglés, de algún modo le estaban advirtiendo de que la conversación sería breve, vaga y posiblemente nada sincera.

Nadie le pedía ya dinero ni ninguna otra cosa. Las mujeres pasaban por delante de él sin mirarlo. Sólo los niños parecían mostrar algún interés, aunque no fuese sino para jugar con él; nada los atemorizaba. Y cuando Hock salía a estirar las piernas con el fresco del primer crepúsculo, para rastrear serpientes en los márgenes de la ciénaga o en los dimbas bajos, nadie, ni siquiera los niños, le hacía ningún caso. Parecía errar como un fantasma, falto de toda sustancia.

Sólo era real para Zizi. Ella le llevaba comida, le lavaba la ropa que le quedaba y se acuclillaba cerca de él en la veranda. Y a veces danzaba en secreto para él, su única dicha: una chica desnuda, empolvada de arriba abajo de harina, que danzaba con lentitud bajo la luz de un farol en esa choza sofocante. Paradójicamente, el hecho más real de su existencia y su única esperanza.

—¿Por qué bailas para mí?

—Bailo porque le hace feliz.

Zizi le trajo noticias de los hermanos: continuaban hospedados en el recinto de Manyenga. «Siguen hablando.» Había motivos para pensar lo peor, ante esas señales como poco alarmantes, y ella le dijo que tenían planes para él.

—¿Gala te contó esto?

—Puedo verlos —dijo la chica.

—No me hacen ni caso.

—Eso significa que siempre están pensando en usted. Son arrogantes.

—Si puedo llevar un mensaje al boma, una carta, mis amigos en Blantyre me ayudarán.

Zizi lo miró con los ojos muy abiertos y tragó un poco de saliva, y se le marcaron unos hoyuelos en las mejillas.

—Puedo hacerlo —dijo.

—Te verían.

—No por la noche.

La misma palabra «noche» parecía una maldición.

—Nadie sale de noche. Hay animales por la noche. No es seguro —dijo él.

Hock notó que sus palabras inquietaban a Zizi. Había barajado enviarla, pero era demasiado arriesgado y, de cualquier modo, ella no podía ir a pie tan lejos. Él le explicó todo esto.

Njinga —dijo. El ring-ring del timbre era la palabra usada para nombrar una bicicleta.

—No tienes bicicleta.

—Pero mi amigo —dijo, y volvió a tragar— sí tiene.

Hacía mucho que había superado la fase en la que se permitía abrigar esperanzas sobre cualquier plan. Nada le había funcionado. Estaba a punto de resignarse a vivir allí, a deteriorarse allí, como Gala. Y a morir allí también.

Sin embargo, en las largas horas nocturnas que siguieron a la charla con Zizi, mudas y asfixiantes, él se mantuvo en vela en la penumbra, tumbado de espaldas, y redactó una carta en su cabeza.

«Para el cónsul estadounidense —murmuró bajo la mosquitera—. Ésta es una petición de ayuda urgente. Estoy retenido contra mi voluntad en la aldea de Malabo, en Lower River, distrito de Nsanje. No hay teléfono aquí, en otro caso habría llamado. No puedo llegar al boma. Les mando este mensaje gracias a una aldeana de confianza que se pone así en considerable riesgo, con la esperanza de que les llegue en perfectas condiciones.

»Me he quedado sin dinero. Me lo han sustraído todo. Mis posesiones se reducen a cero, salvo por una muda de ropa y unas pocas cosas más. Vine aquí con la creencia de que podría serle útil a esta gente. Estaba equivocado.

»He protagonizado diversos intentos de fuga, pero siempre he fracasado, y esto ha puesto a los aldeanos en mi contra.

»No estoy bien, he sufrido muchos brotes de fiebre, y los efectos aún perduran. No tengo salud, y temo por mi vida. No tengo aliados aquí, salvo la persona que les entrega esta carta. He agotado mis medicinas.

»Ustedes conocen la aldea de Malabo. Creo que enviaron a alguien desde su consulado para repartir por encargo mío una partida de material escolar, y a esa persona le dijeron que yo me encontraba lejos. Era mentira. Estaba gravemente enfermo.

»Por favor, vengan pronto. Correré con todos los gastos. Estoy absolutamente desesperado, y tengo miedo de que si no me rescatan pronto, me trasladarán de aquí a otra parte, tal vez río abajo hasta Mozambique, para hacerme su rehén y pedir un rescate. En ese caso, alguien tendrá que buscarme.

»No estoy seguro…».

Pero se paró allí, con los ojos empañados, demasiado desolado como para continuar; el miedo lo mantenía despierto, su desventura no le permitía hablar.

Por la mañana, se sentó para escribir el mensaje en una hoja de papel arrancada de un cuaderno, uno de los muchos cuadernos que había comprado para la escuela y que seguían intactos. Hizo letra de imprenta, con mayúsculas, tomándose su tiempo. Cuando hubo terminado, lo releyó todo y comenzó a llorar, y se tapó la boca con la mano para ahogar los sollozos.

Su propia carta le daba pavor, el mismo que había sentido semanas atrás, en la Agencia, cuando vio su cara sobre el lateral abrillantado del tanque de agua y se asustó ante la imagen de esos ojos derrotados, de las mejillas hundidas…, del anciano que le devolvía la mirada.

Hasta entonces nunca había puesto en palabras todas sus vicisitudes, y gracias a eso había sobrevivido, e incluso había llegado a convencerse de que existía una manera de salir de ese atolladero. Los días habían transcurrido con pocas cosas dignas de recuerdo, salvo la amabilidad de Zizi. Sin embargo, pensaba: Algo ocurrirá, alguien ayudará. Evitaba el espejo de su choza, pero la carta era un espejo de sus sentimientos, y un solo vistazo bastaba para ponerle la carne de gallina. Tenía las mejillas sucias por las lágrimas.

No había leído nada, y tampoco había escrito nada en su diario desde hacía un mes, cuando huyó río abajo con Simon y los remeros. Algo en su escritura —el orden de las frases, la voz que brincaba desde la página— le hacía acordarse de su otra vida, del mundo que había dejado; y al constatar su súplica, la presión de la punta de su bolígrafo en esas palabras implorantes, se hundió en la desesperación.

Dobló la carta y la metió en un sobre, no con la intención de enviarla, sino sólo para no verse obligado a mirarla. El sobre tenía polvo, era uno de los muchos que le sobraban del banco y las huellas de unos dedos manchaban con melancolía su solapa.

Zizi vio el sobre pero no mencionó nada sobre enviar la carta. Ella conocía los riesgos de salir sola por la noche. Hock no lograba encontrar una manera de formular la petición, así que esa pregunta quedó silenciada.

Durante los días siguientes, Zizi hacía rondas por la choza para alertar a Hock sobre los movimientos de los chicos. Una semana después de su llegada, aún seguían con Manyenga.

—Quieren dinero —dijo Hock.

—O tal vez están esperando un vehículo.

Sí, eso tenía sentido. Su casa estaba a tres días de camino a pie; debían salvar la maleza y rodear la ciénaga, sin despegarse de la ribera. Incluso si tomaban una canoa desde Marka, había una travesía de dos días por el río hasta llegar a su aldea.

—¿Qué vehículo? —preguntó él.

—La Agencia los ayuda. Tal vez Aubrey.

Igual que los otros, añadía sílabas de más al nombre del muchacho, y entonces rimaba con robbery, «robo».

—¿Aún sigue por aquí?

—Está enfermo.

Hock guardaba las distancias con ella hasta que caía la oscuridad; entonces se sentaba a su lado en la veranda, y no encendía el farol. Luego se metía en la choza, dejando la puerta entornada para que ella lo siguiera. Zizi no hablaba nunca. Levantaba la mosquitera y se deslizaba hasta el catre, poniéndose contra él boca arriba, con las manos cruzadas sobre los pechos, y entonces respiraba suavemente por la nariz, y a veces cantaba con la garganta. Olía a jabón, a polvo, a sudor y a flores, un olor familiar para él —nadie tenía ese mismo aroma—. Él le asía una mano y la mantenía así; era dura, delgada, escamosa, como la de un lagarto. Se podía leer su vida entera en esa mano, todos los trabajos que había hecho; era más vieja que la edad que tenía, su mano no era la de una niña, sino la de una mujer, alguien que había conocido fatigas, mucho más dura que su propia mano.

—Pídeme —dijo Zizi mientras él le cogía la mano.

Su cuerpo estaba echado contra él, pero era leve como una pluma. Ella no lo miraba. Tenía la cara vuelta hacia el techo, hacia la parhilera de la choza. Hock percibía su timidez y, sin embargo, su abrupta demanda estaba llena de seriedad.

En un susurro apenas audible, y que le costó un momento traducir, ella dijo:

—Haré cualquier cosa.

Las palabras, musitadas de ese modo, estuvieron a punto de desarmarlo; lo embargó una emoción tan honda que se quedó mudo. Era un momento crucial, uno de los contados momentos cruciales de su vida, cuando se le exigía una respuesta y el porvenir dependía de esa réplica. Tenía que elegir. En una ocasión, Deena le había dicho: «Depende de ti, Ellis. ¿Qué es lo que de verdad quieres? Aclárate». Y así se había dado cuenta de que esa relación estaba finiquitada; pasaría el resto de su vida sin ella. También se acordaba de Chicky diciéndole: «Pero ¿qué pasará cuando te mueras? Si te vuelves a casar, tu nueva familia se quedará con todo y yo me quedaré a dos velas. Si no recibo el dinero ahora, no lo voy a ver nunca».

Hock mantuvo aferrada la mano de Zizi, esa pequeña garra con huesos y callos, y pensó: Se me está ofreciendo, puedo tenerla. Con todos sus devaneos, estaba intentando comunicarle eso. Él le había demostrado que a su lado estaba protegida. Una mujer sena, incluso una casadera como Zizi, no buscaba sexo. La seguridad era lo que importaba por encima de todo, la necesidad de protección, para criar a sus hijos y para que éstos estuvieran a salvo. El hombre podía ser viejo o joven, pero tenía que ser un bastión para su esposa.

Zizi se tendía vestida en el camastro, pero lo que él veía era su cuerpo desnudo bailando, cubierto de harina blanca, en el espacio cerrado de la habitación, con él como único espectador, mientras la chica alzaba y bajaba sus piernas delgadas y se desprendía de la harina a sacudidas, con los labios apretados. La suave canción de su garganta era como el eco de una melodía en su cabeza rasurada.

—Quiero enviar una carta.

—Puedo llevarla.

—Necesita un sello.

—Encontraré uno.

—¿Cómo llegarás hasta el boma?

—La njinga de mi amigo.

—¿Puedes hacerlo?

—Puedo hacer más —dijo dándose la vuelta y rodando hacia el lado contrario, en parte tímida y en parte sumisa, como si le estuviera ofreciendo su cuerpo menudo y recio. Se trataba de una especie de seducción, de una expresión de consentimiento, pero él estaba demasiado triste como para reaccionar.

—Manda la carta —dijo—. Y cuando vuelvas, cuando estemos a salvo, todo será nuestro, todo lo que quieras.

—Como quieras.

En algún momento de la penumbra previa al alba, ella se marchó. Cuando Hock se levantó, Zizi ya no estaba, tampoco el sobre. Imaginó que oía el campanilleo del timbre de una bicicleta, como una risa.

El día siguiente amaneció con una actividad inusual, y ese ajetreo le hizo imaginar a Hock que la aldea entera conocería ya todas las palabras que le había dicho a Zizi, y también todo lo que había hecho, tumbado junto a ella, ahora lo sabían todos. Los chicos madrugaron mucho, y sus voces se oían cada vez más claras mientras deambulaban por cada rincón de la aldea. Con Zizi ausente, él no tenía ningún aliado. Incluso le habían arrebatado a Snowdon, conquistado por la novedad de esos tres hermanos con gafas de sol, inmersos en una inacabable negociación con Manyenga.

Tenían que estar hablando de dinero. Había pasado más de una semana desde que habían aparecido en Malabo, y ya eran un elemento más en la vida cotidiana de la aldea. Aguantaban el calor del día en una de las muchas chozas de Manyenga, y luego salían al final de la tarde, cuando refrescaba, y se paseaban por toda la aldea, mirando de arriba abajo a las chicas más jóvenes y murmurando cosas entre ellos, supuestamente sin prestarle ninguna atención a Hock. Sin embargo, era obvio que buscaban cerrar un trato, uno que lo atañía de pleno.

Para desafiarlos, Hock también salía de casa a esas horas de la tarde, en su caso para cazar serpientes. Esos animales eran su única fuerza. Los adultos de la aldea le evitaban si cargaba el saco y el palo. Los niños lo seguían, entre saltos y gritos, y se retaban para ver quién se le aproximaba más.

Si Hock encontraba una serpiente muy gorda, una mamba negra dormida o una víbora bufadora, la zarandeaba, dejando que se le enroscara alrededor del brazo, y le atenazaba la cabeza por detrás. Luego regresaba a su choza y encerraba la serpiente en una canasta.

El primer día después de que Zizi desapareciera con la carta, Hock continuó su conspicua caza de serpientes y se topó con una víbora. Cruzó la aldea con ella hasta su choza, y los niños lo seguían, gritando: «¡Serpiente!».

Hock aguzaba el oído en busca del campanilleo de la bicicleta, pero no había signo alguno de Zizi. Si todo le hubiera salido bien, ella ya podría estar de vuelta. En el fondo, Hock no creía que fueran a rescatarlo; hasta entonces todos sus intentos habían terminado en fracaso. Pero tampoco podía imaginarse viviendo el resto de sus días en Malabo sin Zizi; no podía concebir la vida sin ella, sin su guardiana. Sin embargo, no había rastro de ella.

Otra noche, otro amanecer, otro día completo de espera. Hock caminó supersticiosamente hasta el límite de la aldea, hasta el punto en el que la había visto por primera vez al llegar a Malabo, cuando ella se había internado con lentitud en el arroyo, alzando la tela por encima de sus muslos conforme el agua la cubría más, hasta llegar a su cintura.

Oyó un susurro por detrás, el roce de unas pisadas sobre la hierba seca del terraplén, y cuando se volvió encontró a Manyenga. Estaba sonriendo —un indicio inequívoco de que ese hombre ocultaba algo—. El hermano mayor, el de la gorra, también se acercó; él no sonreía, y parecía contrariado.

—Tiempo de hablar —dijo Manyenga.

Como si no reconociera a ninguno de esos dos hombres, Hock avanzó por delante de ellos y bajó por el sendero para cruzar el claro que conducía a su choza.

—Espere, padre —le gritó Manyenga.

Hock siguió andando, y su sombra se fue alargando.

—Se va con estos chicos —Manyenga se colocó a su altura, sin aliento, tragando aire—. Le ayudarán.

—¿Cuánto dinero te han pagado por mí?

—Está bromeando, padre.

—Nada de eso —dijo Hock, y entonces llegó a su choza. Soltó el gancho de la tapa de la cesta, que tenía en la veranda, metió las manos dentro y sacó dos puñados de víboras negras. Cubierto de serpientes, bloqueaba su entrada—. Nos quedamos aquí.