2
Para descansar los ojos y aclarar la mente, Hock se fue a la parte trasera de la tienda, al aire libre. Frente a él, el curso del río Mystic abarcaba todo el aparcamiento: las aguas oscuras bajo nubes cargadas traían a su paso abultados escombros que arrastraba la corriente. Tras una semana de lluvias intensas, los lagos estaban llenos y la torrentera, libre, y el río había crecido en las orillas, tensándose como los músculos de una serpiente hambrienta. El río siempre lo había consolado, y ahora que precisaba algo de consuelo urgente, su movimiento le resultó especialmente reconfortante; el agua y los despojos pasaban por delante de la trasera de la tienda y llegaban a raudales hasta el puerto, para desembocar en el océano, en el mundo, y eso le recordaba a Hock que su teléfono había desaparecido, y que su carcasa se habría ido hundiendo en el mar.
Ese día descubrió a Jerry Frezza moviéndose furtivamente entre los coches estacionados, enjugándose las gotas de la cara. Jerry tenía una sonrisa tirante y avanzaba garboso y neurótico. Incluso bajo la lluvia, Hock podía ver que su amigo tenía algo en mente.
Jerry lo vio y le dijo:
—Te he estado intentando llamar al móvil. ¿Le pasa algo a tu teléfono?
—Ya no tengo móvil.
—Y ¿cómo haces para estar localizable?
—No hago nada —le respondió Hock—. De todos modos puedes llamarme a la tienda.
Iba a añadir que en el plazo de un mes la tienda estaría cerrada, pero se contuvo. No deseaba tratar ese tema, tampoco las muestras de compasión; se ponía enfermo sólo de pensar en esa pregunta tan socorrida: «Y ¿qué vas a hacer ahora?». Así que sonrió y dijo:
—¿Qué tal te va?
—Entiendes de serpientes, ¿no? De tu periodo en África…
En Lower River, en Malabo, Hock había sido el mzungu de América; en la tienda de Medford, era el tipo que había vivido en África. La palabra África, llena de sol, sonaba casi a blasfemia pronunciada en un día lluvioso de noviembre en Medford Square, y eso lo afligió de nuevo.
En los años de su estancia, Lower River era un nido de serpientes. Su falta de miedo ante ellas lo hizo popular; e imponía respeto que se atreviera a cazarlas. Uno de los nombres de Hock en esa aldea perdida en el tiempo era Mwamuna wa Njoka, «Hombre Serpiente».
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—Esa chalada a la que conozco, Teya, de Somerville, tiene de mascota una serpiente descomunal, una pitón o algo así. Agárrate, hasta duerme con ella.
Hock consideró la insensatez de hacer algo así.
—Les gusta el calor. ¿Cómo es de grande?
—Así de grande —respondió Jerry extendiendo bien los brazos—. Casi tan grande como ella. ¿Qué piensas?
—No hay que andarse con mimos. Métela en una jaula. Pero donde tendría que estar es en un bosque ecuatorial. Pregúntale también si hace algún ruido, una especie de soplido.
Poco tiempo después, con Acción de Gracias ya en el horizonte, Jerry volvió a parar por allí y le dijo a Hock:
—Tenías razón. Absorbe el aire y lo suelta como carraspeando.
—Si articula sonidos, se trata de una pitón. Las otras serpientes no emiten ningún ruido.
—Lo que tú digas. Le conté lo que me habías comentado, pero le da pena la serpiente. Esa cosa ni come ya. Le pone la comida, pero ni la toca.
—Probablemente se la comería si la dejaran sola. Pero pueden aguantar meses en ayunas —Hock doblaba mientras los jerséis que un hombre había descartado—. ¿Sigue durmiendo con la serpiente?
Jerry cabeceó afirmativamente.
—Ver para creer, ¿eh?
Ese día de noviembre, con los árboles desnudos bajo un cielo marrón, los dos hombres estaban junto al mostrador de la tienda, y Hock pensó en Malabo, en las serpientes que había recolectado: mambas verdes, mambas negras, cobras escupidoras, la nadadora Helophis schoutedeni, la serpiente lobo comehuevos, la mbobo boomslang, la víbora bufadora y la nsato, la pitón de roca, tal vez la especie a la que pertenecía la mascota de la mujer. Los lugareños temían a las serpientes y las mataban en el acto. Si un viajero se topaba con una al comienzo de su andadura, se volvía por donde había venido. Tanto miedo despertó el interés de Hock que empezó a estudiar las serpientes para diferenciarse del resto, para que dejasen de conocerlo como un simple mzungu. Una de las derivaciones de mzungu era «espíritu», aunque la palabra significaba «hombre blanco». Hock metió unas cuantas serpientes en canastos y las alimentó con lagartos, saltamontes y ratones, y finalmente las liberó en lugares donde no era peligroso que criaran.
Jerry llamó a la tienda al día siguiente. Fue directamente al grano, al único tema que ocupaba últimamente su conversación: la mujer de la serpiente.
—Quiere saber por qué el bicho actúa raro. Sigue sin comer. Se tiende junto a ella, y se desinfla.
—¿Has dicho que se desinfla? —preguntó Hock—. Escucha, llámala ahora. Dile que la meta en una jaula de inmediato.
—¿Por qué me chillas?
Sólo entonces advirtió Hock que había elevado la voz casi hasta el grito. Sin abandonar el tono estridente, dijo:
—La serpiente la está midiendo. ¡Se está preparando para comérsela!
Conocía a las serpientes. La historia de Jerry sobre esa mujer le había hecho añorar África, no tanto el continente, un diamante en bruto enorme e insondable, como su choza en Malabo, en Lower River, Malaui.
Después de colgar, volvió a llamar a Jerry.
—¿Dónde vive? Esa mujer corre peligro —dijo.
Era una casa de madera de tres pisos ubicada en una calle lateral de Somerville, sin nada en su exterior que la distinguiera del resto de las casas del barrio. Pero dentro se vislumbraba una maraña de cortinas y oriflamas de seda con ribetes dorados, de colores vivos, que desprendía una fragancia empalagosa, tal vez a incienso; también podía provenir de las velas que titilaban como luces votivas, cuyo humo tenía el gusto de la pulpa de una fruta y la picazón suntuosa de las especias. El sitio estaba en penumbra, como acondicionado para una especie de ritual, una sesión de espiritismo o unos ejercicios espirituales. Había un altarcito fijado a la pared, atiborrado de cosas, con una bombilla que iluminaba al fondo un icono oscuro, y en primer plano un plato con uvas y ciruelas. En ese día tan frío, caldeaban las habitaciones los efluvios de las migas de un pastel.
Una mujer de cara pálida abrió la puerta, pero la dejó entornada con sólo un resquicio; parecía asustada, hasta que reconoció a Jerry, y entonces sonrió y los dejó pasar. Su pelo moreno estaba despeinado, como si la hubieran arañado y hostigado.
—¿Dónde está? —preguntó Hock.
—¿Éste es tu amigo? —dijo la mujer escudriñando el exterior con una sonrisa flácida.
—Teya, éste es Ellis —los presentó Jerry.
Ella deletreó su exótico nombre.
—Es de los indios nativos. Me habría gustado saber que ibas a venir.
—La serpiente… ¿la tienes a buen recaudo? —dijo Hock.
—¿Te importaría quitarte los zapatos? —le pidió la mujer.
Ella calzaba sandalias, y llevaba anillos plateados en los dedos de los pies. Se cubría los hombros con una bata que Hock constató que era de poliéster y no de seda. Era mayor y un poco más gruesa de lo que esperaba. «Flipada» y «hippie» le habían hecho imaginar a alguien más juvenil, pero esta mujer rondaría la cincuentena. En la muñeca izquierda (en tensión, se estaba mesando una madeja de cabello) llevaba tatuado un dibujo de puntitos.
Cuando Hock dejó en el suelo una jaula de tela metálica, ella dijo:
—Sólo me faltaba otro bicho más.
Pero no estaba molesta en absoluto, y sonrió a la pequeña y olfateante cobaya.
Hock pasó dentro, descalzo, sintiendo el mullido alfombrado en las plantas de los pies, y le costó distinguir algo en esa habitación alumbrada por velas. No obstante, a través del incienso afrutado y lanoso y de la cera ardiente, captó el olor a serpiente: una peste fuerte y distintiva a escamas desprendidas, tan acre como la orina y las cáscaras de huevo aplastadas, un hedor rancio a tierra y calor.
—He estado haciendo un montón de colada —dijo la mujer—. Acabo de venir de Vermont.
—La serpiente está encerrada, ¿no?
—De un campamento de brujas —retomó la mujer. Se inclinó y apretó la cara contra la malla de la jaula, mientras le chasqueaba la lengua sonoramente a la cobaya.
—Un campamento de brujas, ¿qué te decía? —comentó Jerry, satisfecho consigo mismo.
—No he venido a perder el tiempo —cortó Hock—. ¿Dónde tenemos ese peligro?
—Sólo iba a decir que el ritual del barro —hizo una pausa— fue una locura.
Ella se dio la vuelta y arrastró sus sandalias por la habitación rumbo a un cuarto contiguo, con parasoles colgados del techo y las paredes cubiertas de pañuelos, estandartes de bordes dorados y más luces votivas.
—Por aquí.
Él vio una pecera de cristal arrimada a una pared; en un extremo se acumulaban el serrín y las virutas. Dentro había una serpiente que él identificó de inmediato como una pitón africana de roca. Una pesada tabla servía de tapa para la pecera. Y debido a que en esa habitación no hacía tanto calor como en la anterior, la serpiente permanecía enroscada como una maroma en la cubierta de un barco, con la cabeza remetida en la espiral más gruesa.
—Nsato: Python sebae —citó Hock.
—¿Qué te dije? —le comentó Jerry a la mujer.
—Jerry me avisó de que podía ser peligrosa. La metí ahí antes de irme a Vermont.
—¿No le dejaste nada para comer?
—No parecía tener ganas —ella había tomado posesión de la jaula de tela metálica, y la levantó para sonreírle a la cobaya—. Pero a este chiquitín se le ve hambriento.
Hock soltó el gancho de la puertecita de la jaula y metió la mano. Apresó a la cobaya, que se retorcía y corría en el aire con sus cortas patas. En un solo movimiento, levantó la tapa de la pecera y arrojó la cobaya dentro. El roedor echó a correr hacia una esquina, y se lanzó contra el cristal; resbalaba por culpa de las virutas reunidas, y propulsaba torpemente su cuerpo, que parecía demasiado gordo y pesado para sus cortas patas.
La serpiente no se movió, y se mantuvo enroscada. Pero al poco su cabeza en forma de pera hizo un movimiento lateral, y sus ojos amarillos chispearon y se dilataron; dio la impresión de hincharse imperceptiblemente, como una llanta inflada por una bomba de mano, y engordó y se tensó, llenando ese cuerpo cubierto de escamas, como si estuviera haciendo visibles sus pensamientos.
—La he tenido a base de leche —dijo la mujer acercando la mirada a la atemorizada cobaya y a la serpiente expandida.
—Las motiva más una comida animada —respondió Hock.
Ella escudriñaba dentro de la pecera, pestañeando, y su nariz casi tocaba el cristal.
—A lo mejor se hacen amigos.
—¿Cuánto tiempo hace que la tienes?
—Un par de meses.
—Pueden aguantar meses sin comer.
—Después de la leche, se quedó inapetente. Me dejaba cogerla. Es más grande de lo que parece.
—Pueden llegar a los siete metros.
—Como te habrá contado Jerry, se me arrimaba desinflada.
—Porque estaba planeando comerte —dijo Hock—. Calculaba si le cabrías dentro.
—¿Yo? —la mujer se rio y movió su grávido cuerpo, mostrando su grosor, como para probar lo absurdo de lo que Hock acababa de decir.
—Te sorprendería ver lo que una serpiente como ésa es capaz de meterse en la boca.
La mujer sonreía con cierta ansiedad a la cobaya, que se contraía, y a la serpiente, que miraba muy fijamente.
—¿Crees de verdad que van a llevarse bien ahí dentro?
Hock frunció el entrecejo.
—Vamos a dejarles un poco de intimidad para que se hagan amigos, ¿vale?
—¿Os apetece un té de hierbas?
—Háblanos del campamento de brujas —dijo Jerry.
La mujer los precedió a través de la habitación con el incienso, las cortinas y el altar, y llegaron a una pequeña cocina. Ellos dos se sentaron a una mesa, mientras ella ponía a hervir agua y preparaba la infusión estrujando unas diminutas ramitas negras en la tetera.
—Esto te limpia bien por dentro. Te saca a restregones las toxinas de tu organismo y sana las paredes de tu estómago.
Mientras ella les enumeraba los poderes purificadores del té, Hock reparó en el desorden que dominaba la habitación, con las ollas y los platos en el fregadero, las migas sobre la mesa y el brillo mate de la pringosa tostadora, que tenía una película de grasa. Y eso se extendía también a la mujer: cabello oscuro, piel pálida y los ojos cargados de maquillaje —sombra azul—, que se achinaban en una cara abotargada. La mujer lanzó una sonrisa mustia y sacudió la cabeza.
—El ritual del barro, como os decía antes…, una locura total. La gente copulaba por allí. Yo tenía barro en el pelo y la ropa se me puso perdida. Me he pasado dos días poniendo lavadoras.
—¿Copulaba? —le preguntó Jerry dibujando una sonrisa.
—En el barro. Una bacanal. Eso no va conmigo. Algunos allí sólo quieren aprovecharse. ¡Las cosas que se meten en el cuerpo! Uno tiró una cerveza al suelo, y yo me puse a gritarle: «Es la tierra. ¡Tu madre tierra!».
—¿No hace un poco de fresco en Vermont para retozar por el barro? —dijo Jerry, y cabeceó hacia Hock con complicidad.
—Nos habíamos construido un baño de vapor. ¿Sabéis lo que es una sauna india?
—Estáis para que os encierren.
—Pues hubo gente a la que se la llevaron. Evacuación delirante.
—¿Cómo? —dijo Jerry.
—Lo mismo que evacuación médica, pero por estar demasiado puestos, creo que habían tomado hongos.
Hock pensaba en la serpiente: un pobre animal atrapado en ese apartamento, un artefacto más, otro ingrediente de la escena. Y, sin embargo, era un fantástico cable de músculo enrollado que emitía destellos, negro y amarillento en el dorso, con un brillo iridiscente y chillón, azulado, por todas las escamas superiores, y cuya pupila del ojo tenía forma de elipse vertical. En un barrio residencial de Boston, estaba del todo fuera de su elemento.
La mujer le seguía hablando del ritual del barro a Jerry, que no borraba su sonrisita.
—Voy a echarle otro vistazo —dijo Hock.
—¿A Naga?
—¿La llamas así?
—Es hindú. La serpiente Naga.
—Naga es la cobra —corrigió Hock—. Ésta es una nsato. Así las llaman en Lower River.
—Tu amigo es un tipo interesante —afirmó la mujer, en tanto Hock abandonaba la cocina y atravesaba el cuarto del altar con destino a la habitación de atrás, donde la serpiente se enroscaba en una pecera. Ahora había desplegado parte del cuerpo. Tenía la cabeza alzada, y el cuello se le curvaba formando una S tensa y gruesa.
—¿Cómo está mi pequeñita? —preguntó la mujer en un susurro por detrás de él.
Hock levantó la mano pidiendo silencio. Conocía la postura de la serpiente, esa S inclinada hacia atrás significaba que se preparaba para atacar. La pequeña cobaya estaba pegada a un rincón, y se contorsionaba patéticamente.
—¿Estás segura de que quieres contemplar esto? —dijo Hock en voz baja.
Antes de que la mujer pudiera responder, la serpiente proyectó la cabeza hacia delante, con las mandíbulas bien abiertas, y aplastó a la cobaya contra la pared de cristal de la pecera. Luego cerró las mandíbulas, sólo levemente, y de los bordes de la boca le brotó un líquido blancuzco.
La mujer gimoteaba, y tenía a su espalda a Jerry, que mascullaba juramentos fascinado.
—¿La puedes sacar de ahí?
—Está atrapada, como un pez en un anzuelo. Tienen los dientes en curva, doblados hacia atrás. Cuanto más se revuelve, más clavada se queda. ¿No sería mejor que las dejáramos solas?
—No tengo por qué ver algo así —sentenció la mujer.
—Ha sido impresionante —valoró Jerry—. La serpiente tenía hambre.
—¿Te importa si me paso alguna vez más? —preguntó Hock.
—Dame tu número de móvil. A veces estoy con la puja. Es como una oración.
—No tiene móvil —informó Jerry.
—Eso habla bien de ti. Es un gesto virtuoso.
De vuelta en la tienda, Hock no dejó de pensar en la serpiente, especialmente en cómo se había desenredado y estirado dentro de la pecera para atacar a la cobaya, entre la respiración entrecortada de la mujer y los juramentos mascullados por Jerry.
La llamó al cabo de unos días. La siguiente vez que fue a su casa, llevó en el bolsillo una cajita con un ratón. Las habitaciones estaban más ordenadas, hasta había zonas limpias, y también más velas prendidas. Teya —se acordó del nombre— vestía una especie de largo blusón negro, y se había peinado el pelo hacia atrás, recogiéndoselo en un complicado moño. Tenía aros de oro en las orejas y pulseras en las muñecas.
Hock quería ver a la serpiente, pero ella insistió en que tomaran el té primero. Se la veía más relajada, en una disposición más amable, y sin embargo no apartaba la mirada de él.
—Hock, ¿como la tienda?
—¿Conoces el sitio?
—Solía coger allí el autobús. Mi padre llevaba ropa de ese estilo. Abrigos con cuello de terciopelo.
—Chesterfields.
—Ésos. Y nunca sin sombrero. A veces llevaba también pañuelo. Un irlandés con pretensiones, pero entendía de ropa. Trabajaba de interventor en Raytheon, era un fiera con los números. Ahora está jubilado, pero aún hace trabajos de contabilidad. Tal vez te podría echar un cable.
—Voy a vender el negocio —la cortó Hock.
—¡Vaya!
—Ha cumplido su cometido. Ahora se ha acabado. Su tiempo ha pasado, como el de los chesterfields o los pañuelos de varón —como la mujer no decía nada, él continuó—: Las cosas cambian, se terminan y mueren. Hasta el amor.
—¿Qué vas a hacer con todo el dinero?
—Pregúntale a mi ex.
—El dinero siempre da problemas. ¿Sales con alguien?
Esa expresión siempre lo hacía sonreír.
—Salgo de vez en cuando con mi exmujer.
—Tendrías que probar los masajes, o la depuración de toxinas.
—A lo mejor hago un viaje —dijo Hock, y al pronunciar esas palabras, se dio cuenta de que la idea nunca se le había pasado antes por la cabeza. Estaba verbalizando un retazo de una emoción perdida, un sentimiento soterrado que debía desechar—. ¿Te has fijado en si la serpiente duerme más ahora?
—Claro que sí. Y no hace cosas raras.
—Está digiriendo —precisó Hock—. ¿Vives a gusto aquí?
—Comme ci, comme ça. Rodeada de universidades. Jóvenes por todas partes: Tufts, Harvard, el MIT, jóvenes, licenciados, extranjeros.
—Vienen bien para dar variedad.
—¿Sabes qué? Yo creo que más bien al contrario.
Hock hizo un gesto, girando las manos, para animarla a que se explicara.
—Siempre que te acercas a una universidad, huele a pizza. Son los estudiantes. Las cafeterías con sus jovencitos y sus portátiles. Y tienen una piel terrible. Y la manera en que andan. Los estudiantes tienen una forma prototípica de andar, y todo porque sus padres les dan dinero para no crecer e ir desgarbados. Me tendría que mudar. Tal vez me vaya a Medford.
Hock empezó a frecuentar más esa casa, y la mujer, que al principio había parecido una diana perfecta para las burlas, por su bata, sus anillos y su jerga New Age, adquirió el relieve de una persona. Había pasado por un divorcio y tenía una hija de veintitantos años.
—No quiere ser mi amiga —dijo Teya, con una sonrisa triste.
—Sé de lo que hablas.
—Le daba dinero y ella lo usaba para automedicarse. Drogas.
Teya trabajaba a media jornada como masoterapeuta —corrigió con amabilidad a Hock cuando éste empleó el término «masajista»— y colaboraba como voluntaria en un hospital para enfermos terminales cerca de Davis Square, haciendo fisioterapia, «para recordarles que están vivos».
Hock, en guardia desde hacía décadas en lo referente a la vestimenta de la gente —desde que ponían un pie en la tienda, medía a los clientes y hacía conjeturas sobre lo que comprarían—, siempre atento a los detalles sobre indumentaria, percibió que Teya intentaba mejorar su estilo por él. Eso le hacía sentir raro, pues no podía precisarle que no estaba allí para verla, o para oír las historias sobre su hija, el hospital o sus planes para viajar, sino únicamente porque quería ver a la pitón africana.
Siempre traía algo que la serpiente pudiera comer: un pálido ratón de ojos saltones, una rana tambaleante, un par de crías de cobaya —sin pelo, rosadas y con motas en la piel—. La serpiente solía abalanzarse abriendo al máximo sus mandíbulas, aunque un ratón llegó a sobrevivir alrededor de una semana, haciendo surcos en las virutas de la pecera, creyéndose a salvo.
Teya cocinaba para Hock, sólo platos vegetarianos: lentejas, coliflor al curry, un salteado, y aprovechaba esas comidas para contar historias, siempre en voz baja y en un tono monocorde, sorda frente a cualquier interrupción, ignorando toda reacción o comentario de su invitado. Hock la habría tildado de desesperante de no haber sido por lo insólito de sus relatos.
En uno se rompía un dedo del pie («me lo hice polvo contra un falo de Shiva en la sala para la puja») y le recetaban Vicodin para calmar el dolor. Luego descubría que su hija le estaba robando a escondidas las pastillas, tantas que Teya se quedó con el dolor y sin medicinas, con el mazazo añadido de la traición filial. Hock volvió a mencionar a la suya, pero Teya siguió hablando por encima, como si no oyera, y pasó a hablar de una danza tradicional, la danza Thai, en la que había aprendido a doblar hacia atrás los dedos, al estilo de Siam. Y en su misma calle vivía un estudiante africano que vestía solideo y un rebozo azul y que la acosaba. Era sudanés, le faltaban algunos dientes y tenía cicatrices ornamentales en la cara, y un día dejó un par de zapatos rojos para ella en la entrada de arriba de la casa. ¿Cómo había llegado hasta allí? La policía le quitó gravedad al caso, aunque el africano era alto y tenía un algo amenazante. Teya cultivaba hierbas, entre ellas plantas de marihuana, y le explicó que algunas eran macho y otras, hembra.
Hock sentía gratitud: esas historias le valían de distracción en los últimos meses de la tienda, que echaría el cierre tras las Navidades. Llegó a mencionárselo a Teya. Ella no hizo caso. Jerry tampoco escuchaba. Pero la mujer quería verlo: sonreía agradecida siempre que se presentaba en la puerta. Ella precisaba su atención. Los clientes de la tienda también habían necesitado que los escuchara. Para hacerte amigo de alguien bastaba con estar ahí y escuchar. Hock constató que Teya podía hablar y hablar hasta el infinito, y cuanto más tiempo pasaba él escuchando sin decir nada, mayor era la dependencia que sentía la mujer. Ésta le decía lo buen conversador que era y que le gustaba charlar con él, y Hock no abría la boca.
Sus historias a veces poseían una nota inquietante. El chico sudanés que le había llevado los zapatos rojos acabó siendo arrestado bajo la acusación de acoso. «Conseguí una orden de alejamiento.» Sus anécdotas dejaban traslucir toda la tristeza de una vida, y puesto que Hock permanecía invariablemente en silencio, limitándose a cabecear mientras la animaba a proseguir, ella lo terminó considerando como alguien fuerte, un apoyo, inasequible al desaliento. A él lo emocionó escuchar que Teya daba dinero a organizaciones que trabajaban con los huérfanos en África.
De vez en cuando, Hock se excusaba y se acercaba a la habitación trasera del olor fuerte, donde estaba la pecera con la pitón. Se sentaba delante en silencio esperando a que abriera un ojo, a que agitase la lengua, mientras admiraba los destellos de su cuerpo, su complicada coloración, con los dibujos que se propagaban por todo el dorso. Entonces se ponía a reflexionar de nuevo sobre la mala suerte de ese animal, confinado en un pequeño espacio; una pitón de casi dos metros que podría moverse con una gracia sinuosa sobre los suelos pedregosos, y que en la pecera no podía estirar su cuerpo ni hasta la mitad, por lo que tenía que permanecer enroscada, adormilada entre las virutas.
Un sábado por la mañana Hock llevó un gatito. Su intención no era alimentar a la pitón con él, pero al verlo, Teya exclamó:
—Oh, no, por Dios —y agarró la mascota y empezó a acariciarla, apretujándola contra su mejilla—. Por favor, no.
Hock había anticipado una reacción así, y contempló cómo le hacía arrumacos a esa criatura maulladora.
—Creo que nuestra amiga necesita una casa nueva —dijo él.
Sin soltar al gatito, Teya lo siguió con la mirada mientras él descorría la pesada tapa de la pecera y procedía a levantar la larga serpiente enredada, presionándole con una mano en la parte de atrás de la cabeza. Luego él zarandeó esas gruesas espirales para que entraran en la bolsa de arpillera que traía consigo.
Ese mismo día llevó la pitón hasta el Stoneham Zoo, en la otra punta de Spot Pond desde Medford, adonde solía ir de niño para ver tras las rejas al oso, a la cabra montesa y al coatí. Había llamado antes para avisar de que tenía una pitón, y le habían dicho que precisamente hacía poco que una de sus pitones había muerto, así que la recibirían con los brazos abiertos.
—Comidas regulares, una buena jaula limpia y abundancia de agua y luz —dijo el guardián del zoo—. Por eso su esperanza de vida se acorta tanto en cautividad.
—Python sebae —dijo Hock.
—¿Eres herpetólogo?
—Sé un poco sobre el tema. Me dedico a vender ropa, aunque antes pasé una temporada en África.
—Allí tendría que estar este bicho. Aquí es un pez fuera del agua.
A partir de ese día, en lugar de pasarse por casa de Teya, Hock acudía al zoo. Teya llamó a la tienda unas cuantas veces y le recordó que era una masoterapeuta con licencia. Pero para entonces la venta de la tienda había entrado en su recta final: una cadena de informática iba a comprarla. Cuando la locura navideña terminó, todos los excedentes sin vender y los contenidos de la tienda se guardaron en un almacén. Cortaron el teléfono. Ahora nadie podría dar con él, ni siquiera Deena.
Hock pasaba buena parte de su tiempo en la «casa de las serpientes» del zoo, siempre entre semana para estar solo: sin familias, sin escolares, sin nadie que repiquetease en el cristal de las jaulas.
La «casa de las serpientes» también alojaba unos pájaros estridentes; la mayoría de los días estaba caliente y húmeda, el aire se cargaba con el tufo a escamas de serpiente y el olor punzante de su orina; también de los cuerpos gordos y enroscados de las serpientes enjauladas; esas vaharadas a reptiles antiquísimos parecían las emanaciones de una tumba vieja. En esos días de diciembre en la sobrecalentada «casa de las serpientes», el sol brillaba a través de las claraboyas, mientras una gruesa serpiente se deslizaba por debajo de un pedrusco para solazarse en la grava caliente de la jaula. Hock cerraba a menudo los ojos, escuchaba a los pájaros e inhalaba los fuertes olores de las serpientes, y entonces imaginaba que estaba de regreso en Malabo.