22
Hock soportaba mal estar cautivo, vegetando en un terreno plano, y había acabado por detestar la estúpida sabiduría común que esos desarrapados le suministraban a través de los refranes. No quiero volver a oír otro proverbio, pensaba, ni ninguna opinión de alguien tan claramente abocado al desastre. Si había algo verdadero o perdurable en la aldea, radicaba en la danza, pero como tantas otras cosas, esa expresión veraz del pasado se había desnaturalizado irremediablemente. En lugar de penar por su mala estrella, Hock lamentaba la completa aniquilación de la aldea, el hundimiento de los edificios de la escuela, el pozo seco, ese espíritu desaparecido; lamentaba también la pérdida de la esencia de aquel lugar, algo que para él estaba simbolizado en una pátina de polvo amargo, como el derrape o la huella de alguien que se ha esfumado para no volver. Malabo había mutado hasta una versión más primitiva y rebajada de sí mismo, y recordaba a tiempos más básicos y crueles, de fetiches, médicos de las serpientes y rituales con sangre de pollo.
Durante casi cuarenta años había soñado que Lower River era un refugio jubiloso: el dique, con las canoas en la orilla talladas a partir de troncos vetustos y gruesos; la sombreada aldea de barro seco, de fuertes paredes de adobe con interiores frescos, y de patios lisos y bien barridos con gallos jóvenes que se paseaban ufanos y pollos rechonchos; el denso follaje de los árboles jóvenes que creaban parasoles verdes; los angostos caminos; las mujeres medio desnudas y los hombres vestidos con camisas pulcramente remendadas; la coherencia de los jardines despojados de malas hierbas, con mijo, sorgo y calabazas, y el velo suspendido de las redes de pescar colgadas; y por encima de todo, la cordialidad en la bienvenida, los saludos calurosos que no tenían rastro alguno de suspicacia ni amenaza; un algo dorado en el verdor luminoso junto al río, el calor que había alentado su esperanza durante todos esos años…, no quedaba nada, nada.
Durante la convalecencia tras la fuga frustrada, Hock recordaba especialmente cuánto le había costado dejar ese sitio la primera vez, la tristeza que había sentido, no tanto por tener que volver a casa para estar junto a su padre enfermo, sino por desarraigarse de una vida que había llegado a amar, con la pujanza de la escuela, los estudiantes diligentes y optimistas y la autosuficiencia de los aldeanos. De vuelta en Medford, rodeado de anaqueles y expositores de cristal con ropas caras, recordaba que en Malabo la gente remendaba sus camisas, con puntadas pequeñas y escogidas, y zurcía los desgarrones y ponía nuevas rodilleras en los pantalones, o parches resistentes y fibrosos en las coderas. Nada se tiraba, nada se malgastaba. Se había habituado a fumar en pipa. Las latas planas y vacías de tabaco Player’s Navy Cut que había adquirido en Bhagat’s eran codiciadas en la aldea, y luego se reconvertían en utensilios, como las latas con forma de taza que contenían cigarrillos Springbok. Él también vestía ropas remendadas. «Mi abuelo era sastre», le dijo al hombre que manejaba los pedales de la máquina Singer en la veranda de la tienda de Malabo. Estaba orgulloso de sus parches. La gente andaba con la espalda recta, trabajaba duro y agradecía las más sencillas gentilezas. Entonces no pedían nada.
Y todo se había desvanecido y, lo que era peor, no quedaba siquiera la memoria de eso. Los aldeanos nunca habían sido completamente inocentes: había ladronzuelos entre ellos, y en esa primera etapa le habían robado su cuchillo, un bolígrafo, libros, dinero y un despertador, tanto en la escuela como en su choza. Y también habían surgido desavenencias a raíz de su flirteo con Gala, aunque no se habían hecho audibles. Ahora los árboles más grandes habían sido talados para leña, y no había ni una sombra en ese entorno cegador. El baobab era un tocón y un nido de víboras. En el pasado, lo había sorprendido la amabilidad de la gente, también su fuerte vínculo con la tierra y sus métodos para trabajarla. «La tierra es nuestra madre», era habitual que le dijera alguien, de pie en un surco con su azadón. No es que se hubieran corrompido; habían cambiado: perdidas las ilusiones, se habían convertido en seres desastrados, perezosos, dependientes, acusadores y egoístas; nada los distinguía de la mayoría de la gente. No había que cubrir un camino tan largo para sentir esa clase de estupor. Uno podía toparse con personas idénticas en todas partes.
Era incapaz de explicar cómo se había llegado a eso. Ya no preguntaba apenas, no tenía interés, y su propia indiferencia lo decepcionaba. Sin embargo, no quería mostrar más preocupación que la que mostraban ellos. Detestaba su modo de sacarle dinero poco a poco, también las mentiras que le soltaban, y las mentiras que él a su vez les decía.
Había cubierto una parte del camino río abajo hasta llegar a Morrumbala, esa montaña con rocas apiladas en una cuesta llena de abultamientos, y había visto las aldeas más diminutas y los asentamientos en el terraplén del amplio río, la extraña guarida de niños, la contienda en el campo abierto o la estación militarizada de los cooperantes de L’Agence Anonyme. Tras el fracaso de su fuga, había conocido las tierras interiores que rodeaban Malabo, y eso había hundido su ánimo hasta nuevas simas. No quedaba ni rastro de la exuberancia de Lower River, y todo su verdor se marchitaba como una hoja arrancada. Estaba atrapado en una región putrefacta que él había conocido cuando era prometedora, autónoma y orgullosa. Quería olvidarlo todo, irse, pero ellos abortaban todas sus tentativas de fuga. Nadie le había hecho daño, pero sus miradas hoscas le avisaban de una amenaza más dolorosa. Él ni siquiera sabía qué hacer ni adónde ir. Estaba roto; era parte del caos.
Nada en su trayectoria vital lo había preparado para algo así. Ahora rememoraba un día en particular en el que Roy Junkins se había acercado hasta la tienda. Su amigo había adelgazado, y no estaba pálido pero sí cetrino, casi amarillento, con los ojos hundidos en unas cuencas cenicientas, como si hubiera estado enfermo y se estuviese recuperando. Cuando sonrió, Hock notó que había perdido unos cuantos dientes.
Estaba arreglando las chaquetas de un estante, sacudiéndolas para que cayeran las mangas.
—Royal, hacía tiempo que no te veía.
—He estado fuera —dijo el otro, con una mirada tímida, como si no hubiera nada más que decir. Y entonces empezó a reírse, una risa contenida, con un componente de autodesprecio.
—¿Te sientes bien?
—Estoy de cine —Roy utilizó una de sus expresiones favoritas—. De vuelta en el mundo. ¡Vaya!
Había una nota de alivio en su voz que insinuaba una historia tortuosa tras su repentino buen humor.
—¿Has estado lejos?
—Muy lejos, Ellis —y se puso a reír de nuevo—. En Concord.
Hock sonrió ante la incongruencia: Concord no quedaba lejos. Y entonces comprendió: la prisión de Concord.
—¿Por qué no te pusiste en contacto?
—Necesitaba tiempo para reflexionar sobre cómo había ido a parar allí —contestó Roy—. No había nada que pudieras hacer para ayudarme. Mi hermana me visitó. Pero lo principal dentro es que hay que sacarse las castañas del fuego.
Y entonces Roy había pasado a detallarle, empleando un tono neutro, su experiencia: cómo se habían metido con él por primera vez, robándole en sus narices el plato con la cena, y cómo había tenido que pelear para defenderse. Le habían castigado la cara («un tipo blanco») atizándole con un calcetín que llevaba dentro un pedazo de metal, un candado de acero posiblemente. «Y así se me formó el piano» —los huecos negros en su dentadura—. Después de eso, lo habían acosado de tanto en tanto, pero con el tiempo había hallado la protección de la población negra reclusa.
—Imagínatelo, ¡yo! —porque Roy siempre se había preciado de no secundar ninguna causa, y se enorgullecía de su condición de solitario—. Pero los hermanos me ayudaron —dijo sacudiendo la cabeza al recordarlo—. Fueron majos.
Sus historias abordaban el confinamiento, la inseguridad, la amenaza y la intimidación. Lo habían herido y robado, habían desvalijado su celda. Los internos más jóvenes, débiles y temerosos eran objeto de violaciones.
—¿No podías decir nada a los guardias, a los…?, ¿cómo es?, ¿al alcaide?
—Los guardias no dirigen las prisiones —explicó impostando una voz gruñona—. Los prisioneros dirigen las prisiones. Crean las reglas. Y tienen algunas bien rigurosas. Si te chivas, mueres. Y aprendes otras cosas más.
—¿Como cuáles?
—Aprendes a decir «señor», por ejemplo.
—¿Cuánto tiempo estuviste dentro?
—Casi un año —luego se acercó a una vitrina frotándose las manos y dijo, con el tono del que cambia de tema—: Enséñame unas camisas, hombre. Unas que estén bien.
Nunca le comentó a Hock el motivo por el que lo habían encarcelado: un año, probablemente algo relacionado con las drogas, una cantidad pequeña. Pero aquellos detalles se le quedaron grabados a Hock: las historias sobre las intimidaciones, las extorsiones, las amenazas, la soledad, la reclusión, el estar sitiado.
Malabo era una cárcel, y la única fuerza de Hock era un farol. ¿Por qué no mostraba más compasión por sí mismo? Sentía congoja por la aldea desaparecida, como Gala, y pensaba en Chicky, pero no en la mujer joven egoísta que había pedido su parte, tras la consumación del divorcio, diciendo: «Si no recibo el dinero ahora, no lo voy a ver nunca».
Era el rostro de Chicky cuando era más pequeña y dulce lo que veía: todo candor, se reía de una forma especial y charlaba desde un sillón, y los tonos azulados de la televisión le iluminaban la cara mientras se reía de alguna tontería. Para darle gusto —porque Hock esbozaba una sonrisa—, ella empezó a mover los labios al compás de una canción reggae, hundiendo los hombros y canturreando la letra de Dem Get Me Mad, y le dijo que el cantante era alguien llamado Yellow Man. Un día en que Hock echaba de menos a su hija, se puso a pasar las hojas de un cuaderno de la escuela y encontró, garrapateada, la frase «Quiero ser guay», y tuvo que contener las lágrimas. En otro momento, la había espiado a través de una rendija de la puerta de su cuarto, y la descubrió aplicándose pintalabios. No debía de tener más de ocho o nueve años. El pequeño montón ordenado de billetes de autobús, sujetos por una goma, ¿qué impulso en su corazón la había movido a guardarlos? En un paseo por los Fells, cuando tendría unos doce años, ella había visto un petirrojo y había dicho: «Turdus migratorius», parpadeando y frunciendo los labios, en un tono moderadamente pedante. En el mismo paseo había tomado a su padre de la mano, todavía en paz consigo misma, antes de decir: «Cuando crezca quiero vivir en una pequeña casa en el campo».
No había sido una niña solitaria. Exudaba la suficiente confianza en sí misma. Pero Hock la había conocido en toda la ceguera y pureza de la inocencia. Ella no imaginaba lo que estaba por venir, las penurias, el cinismo, las decepciones, y luego su matrimonio, que para él constituyó una triste revelación; y al final esa mujer joven le había exigido su dinero, y eso lo había emponzoñado todo. Hock necesitaba recordar que en un tiempo pasado ella había sido perfecta. Esa niña le producía una honda pena.
No encontraba ningún consuelo en frases como «Todas las cosas suceden para bien», porque era una valoración general y su tormento, algo muy particular. Hock no se atrevía a considerar siquiera el atolladero en el que estaba. Lo principal era recobrar las fuerzas. Oprimido por el calor, la mala comida y su insensato conato de fuga, se sentía aturdido, como si estuviera deshidratado. Conocía los síntomas que lo diezmaban: dolores de cabeza, laxitud, dolores musculares, y algunas veces tenía serias dificultades para hablar.
Zizi permanecía inmutable. Era como Gala, a la que había conocido hacía tantos años: inculta, pero igual de fuerte, como las mujeres originales de los sena. Ella le transmitía esperanza. Con sus facultades mermadas, Zizi lo respaldaba, le llevaba la tetera caliente y le llenaba la palangana para que pudiera lavarse. Una vez de vuelta tras su semana en paradero desconocido, Hock dejó de comer con Manyenga, y también de visitarlo, en un acto de rebeldía. Zizi era la que le llevaba la comida. Aunque Hock le ofrecía compartirla, ella se negaba. Se ponía en cuclillas junto al enano y ambos lo observaban comer, hasta nueva orden. Ella se encargaba de lavar sus ropas y de la muy delicada tarea del planchado, fundamental para él a causa de los huevos de las moscas tumbú. Él ya había pasado por eso en su día. Zizi era paciente, obediente, y lo observaba con unos ojos grandes y oscuros, con las rodillas dobladas y la barbilla descansando sobre ellas, envuelta en su chitenje de tela púrpura. Durante su ausencia, creyendo que se había ido para siempre, lo había llorado al modo tradicional y se había negado a cortarse el pelo —sólo una semana, pero era perceptible—. Con su regreso se había afeitado la cabeza, que levantaba orgullosa ahora.
Unos días después de que volviese, un ruido sordo y familiar en el exterior de la choza despertó a Hock con las primeras luces de la mañana; se trataba del golpeteo de una maja sobre un mortero de madera. Vio a Zizi moler maíz para hacer harina, de pie bajo un árbol, en el aire cargado con el calor estático de la quietud mañanera. Ella abrazaba la pesada maja, la levantaba y la dejaba caer, y mientras hacía esto, echando todo el cuerpo hacia atrás, su cabeza se agitaba por el esfuerzo. El color de su piel nunca era tan oscuro como cuando sudaba, y toda su cabeza resplandecía. Irguió los hombros y, haciendo una profunda inspiración, distinguió a Hock en la ventana y le sonrió, para luego cubrirse tímidamente la boca.
Más tarde ese mismo día, vio que Zizi había extendido una gran estera en el suelo, en la parte más soleada del patio; repartía sobre ella la harina recién molida para que la luz la emblanqueciera. En Malabo había una competición no oficial entre las mujeres para ver quién conseguía la harina más blanca. Desde la veranda, él veía a Zizi barriendo la harina a gatas, removiéndola en la estera con un remo, y sintió una punzada en el corazón.
Podría decirle, lo sabía: «Entra en la choza. Quítate el chitenje. Métete en la cama y espérame». Ella había obedecido en la mañana de su huida, deslizándose sin rechistar dentro de la cama. La podía citar en la choza a cualquier hora del día o de la noche.
Pero debido a su propio ascendiente y a la obediencia de ella —debido a que podía pedir y recibir cualquier cosa de ella, cualquier cosa que él quisiera—, Hock se negaba a solicitarle nada. Sólo observaba: los huesos de Zizi, sus delgadas piernas, sus pies grandes, los labios llenos y los ojos brillantes, los vislumbres de sus pequeños pechos, el modo en que se quedaba a veces como una garza, sostenida sobre una pierna. Hock deseaba verla vadear la corriente para bañarse, como había ocurrido en su primer día allí…, el modo en que había danzado, hundiéndose más y más en las aguas, alzando gradualmente la tela pegada a sus piernas. Él quería apostarse tras el mango del terraplén y verla desnudarse y enjabonarse, con la piel negra destellando entre burbujas cremosas. Pero alguien podía descubrirle.
Entra en la choza a lavarte, podía haberle dicho. Ella lo habría hecho. Se habría dado la vuelta, dejando que la observara. Era tímida, pero también complaciente…, demasiado complaciente; no podía pedirle nada.
Y, sin embargo, ella parecía probar veladamente su resistencia con preguntas tan directas como: «¿Hay algo más que quiere que haga?», o usando una sola palabra: «Mbiri?»: ¿más?
Hock negaba con la cabeza y se interrogaba sobre si tal vez la rechazaba porque eso exigía una mayor fuerza de voluntad, y así, al no ceder, reafirmaba su posición de dominio sobre ella. Pero era algo más simple que todo eso. Tenía más de sesenta años, en Malabo era un hombre muy viejo. Únicamente quería comportarse como su benefactor, aunque Lower River fuera un lugar desahuciado.
—Ella le respeta, padre —le dijo Manyenga tras dejarse caer por la choza un día y descubrir a Hock sentado entre una arrodillada Zizi y el enano agazapado en la sombra.
Manyenga sabía que Hock no estaba colaborando. Como pretexto para la visita —o eso parecía—, había llevado con él a un viejo achacoso, al que tenía que sostener de un brazo. El hombre elevaba la cabeza en actitud de escucha. Se mesaba el cabello con la mano libre.
—Está ciego —dijo Manyenga—. Dijo que quería conocer a nuestro invitado. Ha oído hablar del señor Ellis.
Hock le preguntó al hombre cómo se llamaba, pero fue Manyenga quien respondió.
—Se llama Wellington Mwali, de una familia muy importante. Pero no puede ver, así que no tiene una gran posición.
El hombre le murmuró algo a Manyenga.
—Quiere darle la mano.
Hock alargó su mano hasta la que ese hombre le ofrecía a tientas, y se la estrechó, pero entonces el otro no se la soltó. Volvió a decirle algo a Manyenga.
—Dice que sabe que es amigo de las serpientes. Quiere contarle una historia sobre ellas.
—Me gustaría oírla.
—Es cuentacuentos —dijo Manyenga—. Ésa es su posición.
El hombre parecía comprender lo que se decía allí. Sonrió con orgullo y volvió a hablar con su hilo de voz.
—Está cansado ahora. Dice que otro día. Pero es listo —el viejo seguía hablando en voz baja, en un lenguaje o dialecto que Hock no era capaz de descifrar—. Sabe que hay otra gente, el pequeño y esta encantadora dama.
—No es más que una muchacha —repuso Hock.
—Las muchachas son mejores. Usted puede tomarla como esposa. Puede tener cualquier mujer de la aldea. Puede tener lo que quiera.
—No lobola —dijo Hock refiriéndose al precio de una novia, pues en Lower River era el prometido el que debía pagar una dote.
—Usted tiene más que suficiente.
—Ya te lo he dado casi todo —lanzó Hock—. Y no asalto cunas.
Pero Manyenga no se desalentó.
—Ella ya es grande. Puede darle un hijo. ¡Está haciendo harina blanca para usted!
Zizi sabía que la conversación giraba en torno a ella. Irguió la cabeza, achinó los ojos y respiró profundamente, y al oírla, el anciano ciego trató de tocarla. Ella le apartó la mano sin contemplaciones y él se rio. Siguió riendo por lo bajo mientras Manyenga lo guiaba a través del claro.
Zizi le seguía llevando noticias: habladurías, los rumores sobre enfermedades, los cuchicheos sobre que la motocicleta de Manyenga estaba rota, o sobre que iba a celebrarse un baile. Hock le preguntó por Gala. Zizi le dijo que no sabía nada, pero luego resultó que sí tenía una historia.
Gala estaba muy triste, posiblemente decepcionada. Se había alegrado al oír los rumores sobre que Hock se había marchado por el río, aunque su corazón lo lamentara. Pero las noticias sobre su captura la habían entristecido de nuevo. El motivo era que ella lo había alertado sobre los peligros que corría. Y alguien —quizá la mujer que hacía la colada era la culpable— había oído eso y había ido con el cuento a Festus Manyenga. Luego Gala tuvo una visita en su casa, unos cuantos muchachos. La reprendieron por haberlo avisado. Dijeron que la golpearían si era descarada de nuevo. Ella no debía hablar con Hock nunca más. Ésa era la historia, tal como la contó Zizi.
—Puedo hablar con ella —declaró Hock—. No pueden hacerme daño.
—Pero a Gala…, a ella sí —dijo Zizi—. Es muy mayor.
Más joven que yo, pensó Hock. Pero se mantuvo alejado. En su papel de protectora, Zizi parecía inusualmente receptiva; imaginativa también, revelando una inteligencia y una sutileza desconocidas hasta el momento.
Unos días después de esa conversación, ella le informó de que un muchacho había regresado a la aldea desde Blantyre, donde residía, alguien que pertenecía a la familia de Manyenga, un hermano…, aunque allí todos eran hermanos.
—¿Qué está haciendo en Blantyre?
—Escuela —dijo Zizi en inglés, y luego—: O trabajar.
—Quiero verlo.
Zizi le trasladó el mensaje a Manyenga —habría contravenido el protocolo que ella se hubiera dirigido al chico directamente—. Y el muchacho se acercó a visitarlo al cabo de unas horas, en una indicación del afán que tenía Manyenga por complacer a Hock. Parecía dispuesto a plegarse a cualquier petición, salvo a aquella de verdad importante, su liberación. Déjame ir, quería decir Hock de nuevo, pero ya sabía cuál sería la respuesta. Como no estaba dispuesto a sufrir más desplantes, mentiras ni risas socarronas, ya no preguntaba. Para todo lo demás, sus deseos eran órdenes. Manyenga había dicho: «Puede tener cualquier mujer de la aldea».
Se llamaba Aubrey, y no se trataba de un muchacho: rondaría los veinte años, pero tenía la cara ojerosa de alguien con más edad. Aunque estaba anocheciendo cuando llegó a la choza de Hock, llevaba gafas de sol. Eran nuevas, y había algo amenazante en su moderno diseño. La camisa de manga corta también era nueva, no una sacada de la pila de segunda mano del mercado, esos despojos de Norteamérica que allí llamaban salaula, «rebuscar». Los pantalones también parecían de estreno, y cuando vio que Hock los examinaba, el joven le informó de que eran de Europa, un regalo. Tenía una complexión menuda, una cabeza pequeña y unas piernas cortas, un patrón al que Hock ya se había acostumbrado entre los sena, pero desprendía más seguridad en sí mismo, una especie de intrepidez, y se removía inquieto en el taburete que Hock le había ofrecido, uno de bambú con patas chirriantes.
Aubrey tenía un modo curioso de mantener la cabeza gacha como si fuera a embestir, con la boca entreabierta, igual que si presagiara combate. Detrás de los labios, el interior de su boca era rosado. La boca separada le hacía parecer hambriento e impaciente a la vez, respiraba con esfuerzo y, por algún motivo que Hock no podía explicar, la boca abierta poseía un elemento satírico, como si el joven estuviera a punto de echarse a reír.
—¿Cuántos años tienes?
—Ésa es buena —dijo Aubrey.
—No es más que una pregunta corriente.
—Veintidós —dijo, y se estremeció en la silla, revelando el teléfono móvil que tenía guardado en una pistolera del cinturón.
—Quiero hacer una llamada con tu teléfono —dijo sin dudar Hock.
La boca se abrió entonces un poco más.
—No hay cobertura. Estamos en el culo del mundo —dijo riendo Aubrey.
Desde el principio, Hock había reconocido su acento estadounidense, afectado, nasal y como si arrastrara las palabras al pronunciar; una dejadez deliberada, una rapidez gratuita. ¿El culo del mundo?
—¿Dónde has aprendido expresiones así?
—Mi profesor de inglés era un tipo estadounidense. Malaui está lleno de estadounidenses. Mírese usted mismo. ¿Qué hace por aquí?
—Ésa es buena —dijo Hock.
—Eh, no es más que una pregunta corriente. Pero conozco la respuesta. A los estadounidenses les gusta venirse al bosque. Incluso a los más famosos y a la gente rica. Están en Monkey Bay, Mzuzu, en el lago. En Karonga, y arriba en la meseta.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Los veo. Me muevo por mi trabajo.
—Pensaba que estabas estudiando.
—Lo dejé. Era una pérdida de tiempo. Es de risa el sueldo que le pagan a un profesor aquí. Dentro de la Agencia estoy en relaciones con la comunidad.
—L’Agence Anonyme, ¿es ésa?
—Sí. El jefe me consiguió el trabajo. Él les hacía de chófer.
—Pero se fue… o ¿lo despidieron?
—Eso tendrá que preguntárselo usted, bwana.
Aubrey era rápido, su inglés, excelente, pero pareció agotado tras ese breve intercambio. Sudaba copiosamente, algo raro en un sena cobijado en la sombra del atardecer. Era como si responder le exigiera un esfuerzo físico.
—¿Cuánto tiempo vas a permanecer aquí en Malabo?
—Voy día a día —dijo Aubrey.
Nadie hablaba bien el inglés en Malabo. El de Manyenga era bastante correcto y controlaba los modismos, pero su acento hacía que a Hock le costara entenderlo a veces. El tal Aubrey manejaba el inglés de un modo que resultaba difícil de calificar. Hablaba casi demasiado bien, y era evasivo, veloz para desviarse del asunto, y tanta fluidez casi le hacía parecer un charlatán.
—Tal vez nos volvamos a ver.
—Cualquier cosa.
—Relaciones con la comunidad parece algo importante.
—No tanto. Los mzungus se asustan en las aldeas. Yo me ocupo de las interferencias. A veces hago control de daños.
Hock asintió, al principio impresionado por sus atinadas respuestas, y luego a la defensiva por esa jerga que ya le había inquietado en el caso de Manyenga.
—La Agencia son casi todos europeos. Creen que somos gente sucia y peligrosa —Aubrey se carcajeó—. Algunas aldeas están cochinas, pero no son peligrosas. Les encanta la comida que cae.
—¿Comida que cae?
—Ya lo sabe, un helicóptero vuela hasta un punto concertado y descarga.
—¿En Lower River? —preguntó Hock fingiendo ignorancia.
—Por todas partes.
—Me gustaría verlo alguna vez.
—Eso acaba normalmente en un guirigay.
—¿Por qué?
—Comida gratis y gente hambrienta. Haga la cuenta.
Hock empezaba a detestar a ese chico, pero antes de que pudiera decir nada más, Aubrey miró su reloj, que colgaba algo flojo, como un brazalete holgado, en su delgada muñeca.
—Me tengo que ir. Tal vez le vea luego.