27
En el pasado, Hock había intentado imaginar un día así, pero no había sabido cómo lograrlo. Y ahora ese día había llegado: no había dinero en la canasta de las serpientes, tampoco en su cartera, ni en sus bolsillos. Había soltado ese lastre. Comprendía que llegar a Malabo con una bolsa llena de dinero había sido su primer error, el más lamentable; repartir ese dinero después, otro. Muchos años atrás, cuando era profesor, no había tenido nada, y su pobreza lo volvía invisible. Debería haber regresado con las manos vacías: así no habría habido nada que robarle, nada que los tentara o los distrajese. Habría sido un paseante de visita, alguien lejano, en la periferia a la que pertenecían todos los forasteros, únicamente en posesión de la ropa que vestía y de un billete de vuelta. Pero había querido comprometerse… y se había enredado hasta acabar atrapado allí.
La danza de Zizi, cubierta de harina, constituía su único placer, uno casto, porque el polvo era como una armadura. No se atrevía a tocarla. Y para los siguientes capítulos de esa historia, estaba acabado, nada más podía ocurrir. Era la verdad descarnada, en esa aldea inerte, toda costra y migajas bajo un sol nublado. La lluvia nunca llegaba a esos cielos. Hock se sentía cada vez más delgado, como purgado; tan desnudo, hambriento y pobre como cualquiera en Malabo. No le quedaba nada: no tenía dinero, y la mayoría de sus mudas habían desaparecido, también su cinturón, que al haber perdido tanto peso le era más necesario que nunca.
Snowdon rondaba por allí, babeaba ansioso y se rascaba la palma sucia con sus dedos como muñones; era su modo de pedir dinero. Con unas pocas monedas se compraba unos tallos de caña de azúcar que luego mordisqueaba y escupía, tras sorber el dulzor de la médula.
—Nada —dijo Hock, y sintió alivio.
Zizi nunca le pedía dinero y constituía su única alegría, su fuerza; era su única amiga. En contraste con eso, las mujeres de la aldea siempre esperaban algunos billetes de kwacha cuando se aproximaban a él con plátanos o calabazas. Una de las mujeres había ayudado a Zizi con la colada y la había llevado en un montón. Luego Zizi había pasado por el fuego toda la ropa para matar los huevos de la mosca tumbú incrustados en el tejido. Pero había pocas prendas que lavar a esas alturas, porque le habían robado casi todo, y su vestuario se reducía a un bulto de tela deshilachada. Contemplar eso lo llenaba de pena.
—Padre —dijo la mujer de la colada, depositando una camisa doblada y una camiseta harapienta que había conseguido de Zizi con zalamerías, con la esperanza de hacer algo de dinero. Llevaba un bebé a un costado, sujeto en una tela.
—No tengo dinero —dijo Hock. Sintió un placer desmesurado al pronunciar esas palabras.
La mujer gimió y llamó la atención sobre el bebé.
—¡Todo ha volado! —exclamó Hock.
La mujer imploró. Las moscas se posaban sobre la cara del bebé y le chupaban en las comisuras de los párpados y en los labios retraídos.
—Ahora soy como tú —dijo.
Igual que ellos, era una voluta en una humanidad menguante, sin nada en los bolsillos —¡ya era mucho tener bolsillos!—, y se sintió ligero como nunca antes. Sin dinero era insustancial, nadie podría advertir su presencia. En cuanto todos supieran que no poseía nada, dejarían de pedirle dinero, y en ese mismo momento le retirarían la palabra, era lo más probable. Pero la nueva liviandad tenía el contrapeso de la pobreza, que actuaba como un ancla. No podía moverse ni ir a ninguna parte; no tenía fuerzas ni para regatear. Estaba varado también por la ausencia de dinero, y ni siquiera eso le hacía tocar fondo: sentado no hacía sino deslizarse más y más abajo.
Ahora lo llamaban más que nunca jefe, gran ministro y padre. Las mujeres se mostraban más sosegadas y menos competitivas que los hombres. Ellas querían comida para los niños, o una cazuela de estaño. Los hombres deseaban motocicletas, un billete de autobús, o tenían un proyecto para vender pescado o para conseguir productos de contrabando desde Mozambique a través del río. Pedían grandes sumas, y se ofuscaban cuando Hock los informaba de que no tenía dinero. Creían que estaba mintiendo. Y así, iban a rebuscar en su casa cuando él salía a andar. Él fomentaba todo esto al publicitar sus largas caminatas. Incluso en varias ocasiones dejaba la puerta entornada.
—Han vuelto a entrar —le informaba Zizi.
Su prioridad era que supieran que se había quedado sin nada. Y tenía la esperanza de que ellos cayeran en la cuenta de que sus actos lo habían llevado a esa situación de penuria. Le habían sustraído su dinero, y todas sus cosas de valor. Y, no obstante, la situación de la aldea no había mejorado.
No eran diabólicos; estaban desesperados. Pero la desesperación los hacía crueles y descarados.
—Mzungu —le dijo un hombre llamado Gilbert, para atraer su atención. Algunos hombres malintencionados le llamaban «hombre blanco» a la cara. Nadie empleaba su nombre. Era como si al perder toda su fortuna también se hubiera quedado sin nombre—. La mujer Gala quiere hablar contigo —dijo Gilbert, y luego, en un tono aún más familiar—: Necesito una scooter.
Muchos seguían convencidos de que aún tenía dinero, y algunos de ésos lo llamaban mzungu, no padre. Gala nunca se habría dirigido a él en esos términos. Podría haberle llamado Ellis, puesto que lo conocía por su nombre de pila, aunque ellos habrían entendido que decía el nombre de Alice.
Zizi caminó con él bajo los mopanis y a través de los arbustos espinosos del caliente sendero que llevaba a la choza de Gala. Él suponía que esa mujer mayor habría intuido ya que su relación con Zizi había tomado otros derroteros. No es que se tratara de algo explícitamente sexual: había algo puro y obstinado en el virginal rostro de Zizi, también en su boca fruncida y en su manera de estar y de moverse. Pero Gala se habría enterado —por los rumores o por sus propias conjeturas— de que él había visto a Zizi desnuda, cubierta de harina blanca, y de que la había poseído con su mirada, lo cual era cierto. Por otro lado, había descartado por completo ir más lejos con ella; no tenía ningún derecho. Y sobre la danza, no tenía en sí nada de escandaloso, porque en realidad no estaba desnuda: la harina era su vestido, su atavío.
Precediéndolo, Zizi desbrozaba el camino, y su paso sólo vaciló cuando llegó al punto en que, un mes antes, él había descubierto una serpiente que cascabeleaba en un revoltijo de hojas secas. Él observó el cuerpo de la joven mientras retiraba unas ramas, y pensó: Una vez que una persona te ha brindado su desnudez, resulta del todo imposible verla de otra manera, sin que importe lo mucho que se cubra. Zizi era tan sinuosa como el sendero, y su piel de terciopelo refulgía, con la cabeza rasurada llena de gotas de sudor y el cuello recorrido por destellos.
Gala los esperaba. Alguien debía de haberlos visto por el camino y había ido a anunciarle la visita. No obstante, parecía impasible, monumental en su corpulencia, con los ojos entrecerrados en ese rostro carnoso.
—Odi, odi —gritó Hock al tiempo que daba unas palmas.
La mujer estaba sentada en la misma silla que la vez anterior, y pisaba con los pies descalzos las tablas gastadas y pulidas de su veranda. Seguía en la misma postura en que la había dejado —¿hacía cuánto tiempo?—, y en esta ocasión también intentó impulsarse desde la quejumbrosa silla, a fin de saludarlos. Para ahorrarle ese trabajo —él veía cuánto le exigía, la secuencia de movimientos en los que se dividía esa acción, en la que los brazos debían luchar y los pies afianzarse muy bien—, Hock ascendió rápidamente por los escalones y le tomó las manos, y ella se rio para disculpar su torpeza.
—Entra, siéntate —le dijo a Hock, y ordenó a la mujer a la que Zizi llamaba tía—: Trae el té. Ve a echarle una mano, Zizi.
Sin borrar la sonrisa, se aplicó un trapo húmedo sobre la amplia cara, y despachó a los niños.
Como siempre que visitaba chozas como ésa, Hock percibió un olor atosigante a sudor humano, a ropa húmeda, a pies sucios, a cuerpos calientes; una cortina de olor con ondulaciones que era más penetrante durante las horas de más calor.
—Sí, id a ayudar —Gala le hablaba al último de los niños, y, como siempre, mezclando el sena y el inglés.
Cuando se quedaron solos, en la sombra de la veranda, Gala dejó de sonreír. De su cara regordeta y suave se borró ese gesto, y ella se tornó más sombría y grave.
—No me prestaste oídos —dijo con un gruñido.
Él sonrió al oír la frase…, pertenecía a la generación que usaba la retórica del púlpito.
—Incluso ahora no prestas atención.
Otra de esas construcciones…
—Yo… yo siempre te escucho —dijo.
—Ellis, amigo mío. Hace un mes te di mi opinión. Tu venida aquí era un error. Por supuesto, estoy contenta por motivaciones egoístas. Porque el hombre al que apreciaba tanto, incluso podría decir al que amaba, demostró ser una persona recta. Pero no escuchas.
La palabra «amaba» relampagueó en su cabeza.
—Ahora estoy contento de haber venido —dijo.
—Tenían que haber sido unas vacaciones. Pero te has demorado. A veces recibimos la visita de turistas y de cooperantes. Van al parque Mwabvi del boma para contemplar las especies salvajes. O se desorientan y han de preguntar. Pasan aquí unos minutos y luego se van y ya no los volvemos a ver. Eso es lo que tú deberías haber hecho.
—Creo que ya lo mencionaste.
—Por supuesto que lo hice. Pero mis palabras se toparon con unos oídos sordos. Ya sabes lo que decimos, muthu ukulu, etcétera, la cabeza grande se lleva el golpe.
La piel de su cara estaba cuarteada, gastada por los años y por el calor inclemente, y tenía las mejillas llenas de pecas. Los ojos miraban al exterior desde una piel oscura y hundida. Él percibía su preocupación, y eso lo alarmó. El recurso al refrán la hizo parecer una persona simple e ingenua.
—Intenté escapar. Fui río abajo, casi hasta Morrumbala, y me dejaron tirado.
—Fuiste a parar a la aldea de los niños.
—El «sitio para cosas tiradas», así la llaman ellos. ¿Cómo lo sabes?
—Aquí no tenemos secretos. Sabemos que Festus Manyenga te trajo de vuelta. Sabemos que la Agencia te rechazó. Conocemos a esos que se denominan «los hermanos».
—Me asqueó la Agencia. No confío en esa gente.
—Podrían haberte ofrecido una salida segura. Tienen aviones, vehículos…
—Yo me creí que ese muchacho, Aubrey, iba a ayudarme.
—Lo conocemos. Está enfermo.
—Eso pensé. Pero no parecía estar tan mal.
—Toma la droga, como los otros. La cogen de la Agencia. Es tan costosa que sólo se la administran a contadas personas. Las vuelve más fuertes. Las hace también más peligrosas.
Él supuso que hablaba de los antirretrovirales, sobre los que había leído, pero Gala desconocería tales términos.
—Aubrey dijo que me iba a llevar a Blantyre. Manyenga tiene una versión diferente. No sé a cuál de los dos creer.
—Éste parece un lugar sencillo. Pero no, aquí todos mienten, así que no lo conoces en absoluto. La verdad aquí está ausente.
—¿Por qué miente la gente?
—Porque les han enseñado a mentir. La mentira les aporta más que la verdad. Y están hambrientos. Si tienes hambre, harás lo que sea, estarás conforme con cualquier cosa, dirás todo lo necesario. Y además, son perezosos. Es un sitio terrible. ¿Por qué te sonríes?
—Cuando éramos jóvenes, decías: «Ésta es mi casa. Éste es mi país. Podemos mejorarlo».
Ella rio amargamente.
—Si fuéramos jóvenes de nuevo, te diría: «Llévame muy lejos de aquí».
—¿Adónde?
—A cualquier sitio —miró hacia Zizi, que añadía el agua caliente del hervidor a la tetera—. Lo siento por ella. Ella todavía es una namwali. Una doncella.
«Doncella» también era retórica de púlpito, y lo cierto era que la palabra se ajustaba a esa chica delgada que ahora se inclinaba para llenar la tetera con delicadeza. Su postura, tan precisa como equilibrada, parecía una prueba de su inocencia.
—Pero ella es fuerte —dijo Hock.
—Yo era fuerte, y mírame ahora —repuso Gala, y entonces se rio. Decía la verdad: estaba muy estropeada, con la cara abotargada, los ojos tristes y vidriosos de puro agotamiento y los tobillos hinchados—. Y además, está sola.
—Ella me está cuidando.
—Sí, ya lo sé.
¿Qué era lo que sabía? Tal vez le habían hablado de los bailes de Zizi desnuda y de detalles como que se rebozaba en harina para embrujarlo, ejecutando esa danza fantasmal como una sacerdotisa. Hock estaba avergonzado, sentía la necesidad de explicarse, pero no sabía por dónde empezar.
—Por favor, no te preocupes por ella —dijo.
—Estoy preocupada por ti. Esa gente, Festus, Aubrey, y todos los otros, no son merecedores de ninguna confianza.
—No me queda dinero. No tengo nada —dijo frunciendo el ceño ante lo absurdo de la afirmación.
—Entonces corres aún más peligro.
—Quiero irme. Y no sé cómo.
—Tienes que encontrar el medio. Zizi puede ayudarte.
Gala miró hacia Zizi y la otra mujer, que se acercaban a la veranda con los utensilios de la hora del té dispuestos en bandejas de estaño: un plato de pasteles sin forma, la tetera, las tazas descascarilladas, el tarro pequeño y perforado con la leche evaporada, el azucarero. Cuando aún estaban lo suficientemente lejos, Gala dijo:
—Éste fue un sitio seguro antes. Ahora es muy peligroso —las mujeres subían ya por los peldaños, y entonces dijo—: Té de Malaui. ¡De la montaña Mlanje! Por favor, sírvete, amigo mío.
Se tomaron el té allí sentados y hablaron del tiempo y de que, debido a la falta de lluvias, los caminos se habían deteriorado. Y ¿cómo podían repararse?
—Un columpio necesita que lo empujen —dijo Gala, y tocó a Hock en el brazo para atraer su atención—. Significa que solo no puedes hacer nada.
Zizi lo siguió a casa, por el sendero, en silencio.
Ya en la choza, ladeó la cabeza —con cortesía, desviando la mirada— y le dijo dulcemente en sena:
—¿Quiere que baile?
Pero tras ver a Gala, Hock estaba cohibido, se había vuelto más aprensivo, y le dijo que no.
¿Qué había oído Gala? Era obvio que algo, porque al día siguiente, en torno al mediodía, un chico pequeño apareció por la choza de Hock. Zizi le salió al paso y le explicó que el niño le traía un mensaje de Manyenga, quien quería verlo durante la cena.
—No tengo hambre —dijo Hock.
Pero eso no valía como excusa. La comida ofrecida tenía que aceptarse, incluso si esa persona había comido ya.
—Algunos chicos han llegado —dijo Zizi.
—¿Qué chicos?
—Son del otro lado —dijo, queriendo decir la frontera de Mozambique.
—¿Cómo lo sabes?
—La gente habla.
La gente hablaba, pero nunca a él, y eso era lo realmente grave: habitaba una aldea cuya vida continuaba al margen de su persona. Las charlas nunca llegaban a sus oídos, o si lo hacían, él no las entendía. No era sólo un mzungu: era un fantasma, un fantasma ignorante que existía segregado de todos los asuntos y que se limitaba a mirar, apreciando sólo la superficie de las cosas, y que aun intentando escuchar se perdía la mayor parte de lo que allí se decía, porque ignoraba el significado de los gritos o de los tambores. En otros momentos, era más bien una mascota, contorsionándose en la puerta; una criatura que mantenían para hacerle carantoñas y murmurarle cosas, de otra especie, tonta, doméstica y servil. Había quedado reducido a eso. Y el dinero se había agotado, así que ¿cuál era su valor?
Algo después esa tarde, en las inmediaciones del recinto de Manyenga, Hock reconoció de inmediato a esos chicos: eran los hermanos, con sus gafas de sol, uno con la visera con las palabras «Dynamo Dresden». Al igual que en su primer encuentro, le chocó el aspecto tan estadounidense que tenían, con las camisetas, las zapatillas y los pantalones cortos; no las prendas desechadas que la Agencia distribuía como caridad, sino ropas nuevas que les daban a esos chicos un estilo callejero y que transportaban a Hock de vuelta a Medford. Eran los productos de baratillo que habían arruinado su negocio. ¿Quién iba a llevar una camisa de botones y unos pantalones de franela y un blazer si podía salir del paso con una camiseta y unas zapatillas chinas? Miró con resentimiento hacia los chicos y pensó: ¡China viste al mundo entero!
—Padre —lo llamó Manyenga, y al no conseguir que le prestara atención, recurrió al grito—: ¡Jefe!
Pero Hock no podía apartar la vista de los tres chicos, que estaban sentados y cogían comida de las bandejas que les habían dispuesto sobre una estera. El chico de la gorra estaba sentado en una silla cerca de Manyenga, y los otros se acuclillaban en el borde de la estera.
Existía otra regla que ordenaba que nadie comiera hasta que el jefe hubiese tomado el primer bocado. Además, cuando el jefe hacía acto de presencia, o un anciano, los miembros más jóvenes del convite debían ponerse en pie y girarse a un lado, con los ojos bajos, o arrodillarse en señal de respeto.
Pero no se siguió ninguno de esos protocolos. Los jóvenes mostraban una total indiferencia, la misma que Hock había sentido río abajo, en esa aldea improvisada. Eran tan desconsiderados como en el campo de fútbol, donde los había perdido de vista tras la llegada del helicóptero de la Agencia y de esos famosos preparados para tirar comida. Ya habían empezado a comer. Masticaban y se chupaban los dedos, sin una sonrisa, y cuando le echaron un vistazo a Hock, fue una mirada más bien valorativa, como cuando se pondera una mercancía en un puesto del mercado.
Hock notó que esa vez Zizi no lo había seguido, y supuso que habría regresado a la choza. Estaba confundido y no tenía ganas de volver a vérselas con esos chicos. En su aldea no habían mostrado ningún interés por él, ni siquiera cuando estaba a punto de desfallecer por el hambre. Recordaba la familiaridad con la que habían manejado el dinero que él les había entregado, tocándolo con manos expertas. Ahora se hallaban en Malabo y parlamentaban con Manyenga, quien lo había rescatado en el campo, durante esa competición de rapiña, y lo había prevenido contra ellos. Entonces habían parecido sus enemigos, mientras que Manyenga se presentaba como su aliado, pero ahora Hock se veía incapaz de diferenciarlos. No tenía dinero, no tenía amigos. ¿Qué importaba que honrara a Manyenga cenando con él y con sus invitados? La vida iba marcha atrás en ese sitio, y él cada vez era más forastero.
—¡Coma! —gritó Manyenga, al advertir que Hock se daba la vuelta y, encorvado, se alejaba cojeando—. ¡Coma!
Hablaba como si se dirigiera a un animal terco, o a un niño, o a un prisionero, y Hock se dio cuenta de que para ellos era esas tres cosas.
Así que retornó a su choza. Quedaba una hora de luz solar, que ahora entraba oblicua y cocía los interiores, y se tumbó en la veranda sobre una estera, cerró los ojos y se compadeció de su suerte por encontrarse allí, a merced de la aldea, teniendo que soportar el desprecio de Manyenga en la cena con esos tres chicos vestidos de raperos. ¿Cómo habían llegado hasta allí desde su remota aldea? Aunque no era tan extraño, él había hecho ese mismo camino.
Luego se quedó dormido; era el torpor de la media tarde, sudoroso, agitado, provocado sólo por el calor y la desesperación.
Hock soñó que estaba en una habitación polvorienta, en la que entraba el sol, y oía voces. Luego supo que no estaba soñando; las voces eran las de los chicos, que le hablaban a Manyenga sobre él, entre murmullos.
—Está enfermo.
—No enfermo, amigo mío. Él es fuerte.
—Viejo también —era otra voz.
—Los hombres blancos pueden ser viejos y tener todavía corazón.
Las primeras palabras lo habían despertado, pero en lugar de incorporarse se quedó quieto, encogido sobre la estera, con los ojos cerrados, mientras escuchaba los susurros.
Era como si estuvieran discutiendo los términos de una venta; Manyenga negociaba con los chicos: él era el vendedor, ellos, los dubitativos compradores.
—Y puede ser insolente.
La palabra era chipongwe: así lo veían.
—Vosotros sois fuertes. Tenéis contactos. Podéis manejarlo.
—Creo que nos está escuchando.
—¿Escuchar qué? No estás diciendo nada.
—Es más viejo que mi padre.
—Tu padre está muerto.
—A eso me refiero.
Algunas semanas antes, en pleno proceso febril, había captado voces similares a ésas postrado en su choza. Sumido en el desconsuelo, incapaz de moverse, con escalofríos y un dolor de cabeza que le partía el cráneo, Hock se había convertido entonces en un espectro espía.
Ahora ocurría lo mismo, aunque la situación era peor, y la imagen que le vino a la cabeza fue la de la mujer de Somerville —¿cómo se llamaba?—, tumbada en la cama con la pitón al lado. La serpiente se había extendido y Hock se había alarmado, pues sabía que su intención era flexionar sus mandíbulas para engullirla.
Cuando se quedaron callados, él abrió los ojos y se dio la vuelta para mirarlos de frente. Pero vio que se alejaban ya. Zizi estaba a su lado, con los ojos fuera de las órbitas.
—Quieren comerme —le dijo lo que pensaba.
—No comer. Comprar —Zizi hizo una larga inspiración—. El gran hombre Festus quiere dinero a cambio.
Exhausto, Hock durmió bien esa noche, y la inquietud sólo volvió cuando se despertó con la luz del día y recordó todo lo ocurrido la noche anterior. Entonces sintió espanto.
Zizi estaba de pie junto a la cama, y parecía otra presencia fantasmal tras la mosquitera.
—Están todavía en la aldea. Esos chicos —dijo.
Hock vio que llevaba el hervidor.
—Deja eso —ella obedeció y se oyó un sonido metálico—. Ven aquí —él retiró la mosquitera y ella pasó adentro, sorteando la tela de la cortina. Se tendió en el catre. Todo su cuerpo parecía una unidad compacta, y miraba para otro lado—. No te preocupes. Sólo quiero hablar.