5

Ellis Hock añoraba el mundo más simple y tradicional que había conocido como profesor primerizo, un espacio donde aún existía la esperanza, en el que todo estaba por realizarse. Durante esos años de alejamiento, había soñado a menudo con su vuelta a Lower River, a sus fangales y sabanas, aunque con una confianza nula en que eso pudiera llegar a fraguar en algo. No obstante, para Hock el sueño era importante: lo había sosegado a lo largo de esa tremenda digresión del matrimonio y la tienda. Y prácticamente había desechado toda idea sobre retornar de verdad allí.

Pero eso había sido antes del regalo del teléfono nuevo, y de las semanas en las que la ira de Deena se cobró su venganza, y también del cierre de la tienda. Las cosas habían cambiado, y el momento no podía ser más oportuno. El curso de una existencia parece caprichoso, pero las vidas son zarandeadas conforme a un diseño que sólo adquiere sentido en retrospectiva. Hock era un hombre nuevo; mejor dicho, era el hombre que una vez había sido, volviendo sobre sus pasos hasta Malaui. Ahora el país se anunciaba como lugar vacacional, y había resorts en el lago, al norte, e incluso algunas reservas naturales. Se parecía a otros tantos destinos en el mundo en los que la gente pasa hambre y los turistas comen bien y son mimados.

Antes de que el avión aterrizara, Hock supo que había tomado la decisión correcta. Se relajó y sonrió a lo que veía por la ventana: las colinas bajas y calvas, los pliegues verdes en el paisaje que delimitaban el follaje junto a ríos y arroyos, y las aldeas que se hacían visibles gracias al humo que salía de las fogatas. Desde el aire, el sitio se veía igual que hacía casi cuarenta años, cuando lo dejó. ¿De qué otro lugar del planeta podía decirse lo mismo?

El agente de inmigración le preguntó cuáles eran sus motivos para estar en el país.

Hock dijo la frase que se había preparado.

—Ndi kupita ku Nsanje.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué oyen mis oídos? —y extendió el brazo por encima de la mesa para estrechar la mano de Hock—. Y yo nunca he estado allí, señor.

Un vuelo nacional despegaba más tarde ese mismo día hacia Blantyre. Hock lo tomó y pernoctó en el Mount Soche Hotel, impactado por la superpoblada y sucia ciudad. La música atronaba desde los coches que se paseaban llenos de jóvenes, y latía contra el metal. Parecía un indicio de la presencia de bandas. Hock vio a hombres que hablaban por teléfonos móviles, y rogó que los móviles no hubieran llegado a Lower River.

Dando por sentado que pasaría allí unas semanas, se acercó a un Barclays Bank y retiró dinero de su cuenta con la tarjeta de crédito. El cajero, un joven con camisa y corbata, le preguntó si estaba seguro de querer llevarse una suma tan elevada, y cuando Hock respondió afirmativamente, el joven contó los billetes dos veces y formó diez pilas iguales dándoles toquecitos; luego pasó una goma alrededor de cada una de ellas y se sumergió en su cubículo, en busca de una bolsa lo suficientemente grande como para meter todo ese dinero.

—Tenga cuidado, señor —dijo el cajero apretujando los diez abultados sobres para que cupieran por debajo de la ventanilla de cristal grueso.

—Tendré cuidado. He vivido aquí. Estaba cuando la independencia. En Lower River.

—Oh, hace mucho, pues. Tenemos una oficina en Nsanje. Creo que antes las cosas eran diferentes.

—A lo mejor no.

El cajero volvió a hablar, pero su voz apenas resultaba audible tras el cristal.

—¿Ha dicho que hay mucha sangre?

—Hambre, señor —repitió el joven mientras se llevaba los dedos a su boca bien abierta.

Al final de la tarde, caminando por la calle que seguía siendo Victoria Avenue, Hock advirtió una bandera estadounidense que colgaba de un mástil muy torcido; una placa identificaba ese edificio, bastante nuevo, como el consulado de los Estados Unidos. Registró esa ubicación en su cabeza, y de vuelta al hotel pasó por un club, el Starlight. Lanzó una sonrisa a los hombres trajeados y a las mujeres con vestidos radiantes y tacones altos que se congregaban en la puerta. Algunos hombres se apeaban de coches que parecían de alta gama, un Mercedes, un Land Rover blanco. En su época, los hombres habrían llevado unas gastadas zapatillas de lona y las mujeres habrían ido descalzas. Y ningún africano habría tenido un coche, y mucho menos un Mercedes.

Esa noche, en su habitación del hotel, la música del club y las luces de la ciudad lo desvelaron. Se calmó pensando que pronto partiría hacia la oscuridad y el silencio de Lower River.

—Me gustaría ver al cónsul —informó Hock al recepcionista a la mañana siguiente.

—¿Lo espera?

—No. Pero soy un estadounidense de viaje por aquí, y creo que debería verlo.

Hock notó que detrás de él había una habitación llena de gente, sobre todo hombres, que probablemente querrían solicitar un visado, y que estarían escuchando, tal vez con resentimiento, al mzungu que pedía que se le franqueara el paso. Sintió la presión de esas miradas en la espalda.

Mientras hablaba, un hombre blanco en mangas de camisa pasó ante el mostrador y cogió una carpeta archivadora de un carro.

—¿Es usted el cónsul? —preguntó Hock.

El hombre achinó los ojos, molesto por que alguien lo hubiera interrumpido en mitad de su faena.

—Soy el encargado de Asuntos Públicos.

—¿Puedo verlo un momento?

El hombre suspiró de un modo que no dejaba margen a la duda; extremó el suspiro, parpadeó exasperado y vaciló.

—No importa —cortó Hock, irritado ante el desaire.

—Ahora salgo a almorzar. Y por la tarde estoy ocupado.

—Almuerce conmigo en mi hotel. Y, por si acaso, no quiero ningún visado. Sólo un poco de información.

—Muy bien, lo veo aquí en un rato.

Ndikubwera posachedwa —dijo Hock.

El hombre sonrió, una sonrisa desvaída, de absoluta incomprensión.

—Vuelvo pronto —tradujo Hock—. Estuve aquí con los Cuerpos de Paz.

—Los Cuerpos de Paz —y el hombre volvió a sonreír, esta vez cordialmente.

El nombre del encargado de Asuntos Públicos era Kent Gilroy; llevaba seis meses en Malaui y estaba claro que el país le gustaba muy poco. Pero como le quedaban dos años más de servicio, según dijo, le resultaba demasiado descorazonador admitir tal cosa. Se impacientó con el camarero y le repitió su comanda: un sándwich club. Hock pidió pescado con patatas fritas, y señaló lo concurrido que estaba el café.

—¿Turistas?

—Todos cooperantes. Organizaciones No Gubernamentales. Una clase superior de turista. Probablemente le serían de más ayuda que yo. Aún me estoy haciendo al lugar.

—Voy a Lower River. A Nsanje.

—Allí no va nunca nadie. No es un núcleo de población.

—Antes tampoco.

—Y los sena —empezó Gilroy, y a continuación tragó saliva en lugar de concluir la frase.

—Atrasados.

—No muy populares.

—Borrados del mapa, como dicen los ingleses. Para mí eso siempre ha sido una virtud. Ya en mis tiempos no tenían muchos visitantes.

—¿Cuándo estuvo aquí?

—Hace casi cuarenta años.

—Dios, ni siquiera había nacido. Lo siento. No pretendo hacer que se sienta viejo.

—No me siento viejo. El otro día, nada más aterrizar aquí, me sentí rejuvenecido, como la primera vez que vine. Es una cosa rara la sensación de poder que un hombre blanco experimenta en África. Debería ser al contrario, como si fueras la excepción. Pero no, se nos atribuye una especie de fuerza.

—Porque usted es rico, un triunfador, y está sano. Puede otorgar favores. Ellos nos dan esa ilusión de poder. Al ocuparme de Asuntos Públicos, trato básicamente con los medios de comunicación y las escuelas, pero aun así se me asocia con el consulado, y eso se traduce en visados y permisos de trabajo. Todo el mundo anda tras un billete de salida.

—Hace años, nadie quería irse de aquí. Era algo impensable.

—Tendría que ver las filas a las que nos enfrentamos ahora, dan tres veces la vuelta al edificio. ¿Cuánto tiempo va a estar en Nsanje?

—Más allá de Nsanje, en una aldea. Una semana o diez días. Pero quiero saborear cada minuto. Me gustaría comprar algunos libros y material para la escuela. Si mando unas cuantas cajas al consulado, ¿podrían hacerlas llegar hasta allí?

—Como le dije, allí nunca va nadie. Podría cargarlas en el autobús nocturno. O llevarlas yo mismo, así tal vez tendría una excusa para visitar el sitio.

—Había un tipo que trabajaba en el consulado, hace mucho tiempo, y que viajaba hasta mi escuela… en Malabo, cerca de Magwero. Se llamaba Norman Fogwill.

—Un inglés —dijo Gilroy sin dejar de masticar—. Vive en algún sitio de las afueras.

—¿Fogwill? ¿Sigue aquí?

—Oh, sí, un tipo ya mayor. Aparece por el consulado cuando hay un conferenciante o una película. Se me presentó él mismo. Conocí a un tipo igual en mi último destino, en Adís.

—¿Ha estado en Etiopía?

—Un año. Me necesitaban aquí para que dirigiera el programa —dijo, y la expresión de su cara era tan neutra que sus palabras adquirieron un retintín de burla.

—¿Y en qué se parecía a Fogwill?

—Era uno de esos tipos que se quedan cuando todos los demás se han ido.

—Me pregunto si aún me recordará.

De la misma manera que no había querido dejar Medford hasta encontrar a alguien a quien decir adiós —Roy Junkins—, alguien que notara su ausencia, Hock supo entonces que lo alegraría encontrarse con alguien de los viejos tiempos, para que lo viera ahora de camino a Lower River.

—Lo he visto alguna vez jugando al ajedrez en Mario’s —dijo Gilroy—. El café. Junto al supermercado Kandodo.

—En el extremo de Victoria Street.

—Aún no me acostumbro a que estas calles tengan nombres de verdad.

—Haile Selassie Road —añadió Hock—. Vi a Haile Selassie desfilar por esa calle en 1964, un hombre diminuto con un uniforme marrón y un montón de medallas. Era fiesta en todo el país. Me monté en el tren desde Nsanje para verlo. La gente decía a su paso: «No es africano. Parece de color», es decir, mestizo.

—Los etíopes estarían de acuerdo. Les tienen ojeriza a los africanos —y Gilroy lanzó una sonrisita cómplice—. El León de Judá en Blantyre. Cuesta creer que algo así pudo suceder.

—Por eso me gusta esto. Me alegro de haber vuelto.

Gilroy lo miró fijamente y le dio un repaso, como valorando su comentario.

—Muy bien —dijo, y le entregó una tarjeta con su nombre escrito en relieve de oro: Kent Gilroy, Consulado de los Estados Unidos de América—. Puede usar esta dirección —garrapateó una calle y un número en el dorso de la tarjeta—. Es curioso —dijo sin dejar de escribir—. Muchos estadounidenses que vienen aquí compran libros, papeles, bolígrafos y cosas así. Le sorprendería saber cuántos. Yo despacho las cajas y es lo último que sé de ellas.

—¿Qué insinúa? ¿Que estoy perdiendo el tiempo?

—No. Está haciendo algo bueno. Pero es un pozo sin fondo. Dinero, medicinas, libros, bolígrafos, hasta ordenadores. ¿Dónde termina todo eso?

—Véngase a Malabo. Se lo mostraré —y pasó a escribir el nombre de la aldea en una de sus propias tarjetas.

—¿Encontraré el sitio?

—Pregunte en el boma. Tras Nsanje, hay que pasar Marka y Magwero. Está junto al río. Y junto a la frontera.

—Final de línea —resumió Gilroy, y le echó una ojeada a la tarjeta—. ¿Su número de móvil?

—No tengo. No quiero. Nunca tuve uno aquí.

Hock lo acompañó al consulado para firmar en el libro de visitas.

—¿Ve lo que le decía? —preguntó Gilroy cuando se aproximaban al edificio.

Había una larga fila de gente: hombres y mujeres, algunos viejos y otros con aspecto de estudiantes, todos africanos salvo unos cuantos indios.

—Se mueren de ganas por salir de aquí —dijo, y se encogió de hombros—. Porque éste es un Estado fallido. Y ¿de quién es la culpa?

Más tarde, Hock vio con claridad aquello que se le había resistido durante el almuerzo: que Gilroy, como el personal de la embajada al que había conocido antaño, era pesimista con respecto al país y conocía muy pocas cosas de él; se creía destinado a un sitio sin solución y tenía que pasar lo mejor posible esa prueba; en un año aproximadamente ya estaría lejos, en otro país. Gilroy era un ser fragmentario, como los abogados y los burócratas, y por ese motivo resultaba imposible catalogarlo; era evasivo, un hombre sin creencias fijas.

Hock no sentía más que gratitud por hallarse en Malaui. Estaba feliz de que el país aún existiera, a su modo soñoliento y destartalado, y le diese la bienvenida. Ese día, de paseo por las calles, personas desconocidas le devolvían la mirada, le sonreían y le decían hola, y chillaban complacidas cuando él se dirigía a ellas en su idioma.

El aire era denso y cálido, una urdimbre de olores, y bastaba una inspiración para traer de vuelta el pasado. Hock caminaba por Hanover rumbo a Henderson, hasta la esquina con Laws, y luego a la librería, donde alcanzó a ver un letrero que decía «Material de oficina». El campo, tan cercano, penetraba en la ciudad. Desde la calle principal no se veía la maleza, pero se olía: el humo de la leña flotaba por delante de las tiendas y se filtraba por entre el ladrillo y el estuco. El peculiar zumbido de los eucaliptos abrasados, el polvillo de las hojas muertas, los campos tajados por azadones oxidados para sacar a la superficie tierra roja y raíces magulladas y filosas, todo con el hedor de la maduración y la podredumbre, y en las aceras siempre reinaba el dulzón olor a pies de la gente y el acre de los harapos. Hock cerró los ojos, inhaló y sonrió, y entonces pensó: No podría estar en otro lugar del mundo más que aquí.

En la librería, Blantyre Printery and Office Supplies, un dependiente joven le salió al paso y Hock preguntó por el encargado.

—Yo soy el encargado —un joven con camisa azul, corbata roja y un lápiz hincado en su tupida mata de pelo.

—Quiero comprar un par de cajas de cartón para llenarlas de material escolar. Libros y otras cosas.

—¿Le vale este envase?

Se trataba de una caja de plástico para archivar documentos, con asas y una tapa con cierres para mantener el polvo fuera.

—Ése, sí, ese mismo.

Seleccionó libros de lectura, cuarenta, otros cuarenta cuadernos, algunos diccionarios, algunos libros con ilustraciones, un surtido de bolígrafos, lápices de colores y reglas, un atlas de gran formato de África y otro del mundo. Eligió con prisa, señalando los anaqueles, porque de todas maneras cualquier cosa que comprara sería útil.

—¿Cuánto es? —preguntó cuando los dos contenedores estuvieron llenos.

—Echaré las cuentas —dijo el joven mirando a Hock de soslayo, y pasó a hacer la factura. Aunque se trató de una operación prolongada que necesitó del concurso de varios blocs y del barajado e intercalado del papel carbón azul, Hock se sentó y observó todo con agrado, apreciando el meticuloso listado de cada artículo y cómo se hundía el bolígrafo en la blandura de las hojas por triplicado, la puesta en práctica de una vieja destreza.

Después de pagar, Hock escribió una dirección en un trozo de papel, y dijo:

—Ésta es la dirección a la que quiero enviar el paquete. El consulado de Estados Unidos, al señor Gilroy —y añadió una rápida nota explicativa en la que decía que se pondría en contacto a su vuelta de Malabo.

El café que Gilroy le había indicado, donde podría encontrar a Norman Fogwill, estaba cerrado cuando Hock pasó por allí ya avanzada la tarde. Se bebió una cerveza en el jardín del hotel, y mientras caía la oscuridad oyó la música del club adyacente, el Starlight, con su nombre resaltado por las luces.

Diciéndose a sí mismo que sólo iba a dar una vuelta, paseó hasta el club, y su presencia fue saludada al unísono por conductores de taxi, cazaclientes y chicas que hacían tímidas señas desde los umbrales. Se acercó hasta la puerta y se asomó: mucha gente, una banda, sombras y unas pocas luces que perforaban la maraña de humo.

—Bienvenido. Está en su casa. Entre, jefe —le dijo un hombre con gafas de sol.

Hock se abrió paso con cuidado entre los hombres y jóvenes ociosos, y una vez en el interior del club, tenuemente iluminado, se dirigió a una mesa vacía junto a la pared. Las luces de colores parpadeaban sobre la deslumbrante pista de baile. La música estaba tan alta que casi no oyó a la camarera cuando ésta le preguntó qué quería. Pidió una cerveza. Antes de que se la llevasen, una chica le preguntó gesticulando con los dedos si podía unirse a él. Hock le dio unas palmaditas a la silla que tenía al lado.

Era una chica baja, con una espesa madeja de rizos brillantes; guapa de cara, aunque con un algo pícaro, y llevaba una chaqueta negra por encima de la blusa blanca. Sentada, se cimbreaba y reía dejando que sus rodillas chocaran contra las de Hock. Estaba coqueteando. Cuando la botella de cerveza llegó, Hock le indicó a la camarera —de nuevo por gestos, la música era ensordecedora— que le sirviera algo de beber a la chica.

La chica se inclinó buscando más cercanía.

—¿País? —le gritó al oído.

—Estados Unidos.

—Gran país —dijo, todavía a voces.

—Dzina lanu ndani? —preguntó Hock.

—Merry —dijo ella, o al menos sonó así—. Tú sabes mi idioma.

—Kwambiri!

Ella le tocó la pierna. Se volvió a arrimar más, acercándole la boca a la oreja.

—¿Quieres marcha rica?

Hock se quedó estupefacto. La chica notó su reacción y pareció satisfecha, incluso reforzada, mientras cogía su copa de la bandeja de la camarera y rodeaba la pajita con la lengua. Hock tomó aire y se dobló hacia ella.

—¡No ahora! —gritó de manera inconsciente.

—¿Por qué no? Cogemos taxi. Mi casa es aquí cerca.

—Tengo miedo del kudwala.

—Yo no enferma —de pronto pareció indignada, se retrepó en su asiento y lo miró fijamente con los párpados bien abiertos.

—Pero a lo mejor yo estoy enfermo —dijo Hock.

—Vale —dio la impresión de que la última frase la tranquilizaba—. Te doy yo, ¿qué? Masaje, lo que quieras —Hock frunció el ceño—. Vámonos.

La música estaba tan alta que Hock dudó si no habría oído mal. ¿Le decía de verdad con semejante compostura lo que él pensaba? En ese momento, aturdido ya con la música y el humo del tabaco, Hock advirtió que una joven se abalanzaba sobre él desde el otro flanco.

La primera chica, Merry, le dirigió unas palabras nada amigables, y las dos riñeron durante un instante, a chillidos, hasta que Hock, a fin de atemperar los ánimos, le hizo una señal a la camarera para que le sirviese una cerveza a la segunda muchacha.

—¿Qué país? —inquirió la recién llegada.

Era corpulenta y llevaba un vestido ceñido; de cara rechoncha y pelo crespo, cuando se reía, como entonces, mostraba el hueco que había entre sus paletas, tan ancho como el agujero de una cerradura.

—Alessi —dijo extendiendo la mano.

Merry se inclinó hacia Hock.

—Vámonos. Por favor. Necesito dinero. Tengo un niño pequeño.

—Debo hacer una llamada de teléfono —se excusó Hock—. Mirad, tomad esto, para la cerveza —les dio a las chicas algo de dinero—. Vuelvo en un segundo.

Las dos mujeres rezongaron al verlo alejarse, y entonces Hock se dio cuenta de que le había entregado a cada una el equivalente a un dólar en Malaui.

Huyó, sintiendo tanto calor como desesperanza, y se apresuró para cobijarse en la seguridad del hotel. En la habitación, cerró con llave y se sentó a oscuras, respirando con esfuerzo, mientras oía la música que vibraba en las ventanas. La posibilidad de volver a encontrarse con esas chicas en caso de salir le dio miedo.