10
El cielo nocturno era distinto a todos los demás: una cúpula despejada con manchones y alfilerazos brillantes y, en torno a una luna calva y picada, racimos de estrellas que daban luz suficiente como para leer. Quitando la tregua del sueño, Hock no dejaba de pensar que el mundo que había conocido le quedaba distante e inaccesible, tan remoto como otro planeta. Él estaba inmovilizado, vegetando dentro de una colonia en una de las distantes lunas que tenía ese planeta. En Medford, en la tienda, había considerado a menudo Lower River como un sitio fácilmente accesible, sólo necesitaba tiempo para viajar hasta allí. Era cuestión de comprar el billete, dejar algunas cosas dispuestas, sacar el dinero del banco y partir: primero un taxi hasta el aeropuerto, luego una confusión de vuelos en un asiento estrecho hasta Malaui, y ya allí Blantyre, Nsanje, Malabo. Un salto para ir al otro lado del mundo.
Pero ahora surgía una paradoja: el camino de regreso desde aquel lugar era tan enrevesado que resultaba casi imposible visualizarlo dentro de esas profundidades. Podía imaginar el angosto sendero que salía de la aldea, y la pedregosa carretera de Lutwe, pero después de eso la imaginación le fallaba. Se había puesto en manos de Manyenga; él lo había guiado hasta allí. Se había rendido a la atracción gravitatoria de Lower River, y el resto del mundo se le ocultaba ahora, como si no sólo estuviera en una luna lejana, sino además atrapado en su lado oscuro, en un mundo subterráneo. Había llegado como contorsionándose por una maraña de placas, y finalmente por el embudo que era esa carretera tan lamentable, para aterrizar en un pasadizo de matorral y polvo. No tenía ni idea de cómo salir. No había ninguna escapatoria clara. La ausencia de electricidad deparaba noches tempranas y doce horas de oscuridad ecuatorial, sin acceso a un ordenador, sin Internet ni fax. Hock había pedido estar desconectado, pero eso había sido antes de llegar allí. Ahora se hallaba sepultado en el silencio más absoluto, que como mucho dejaba escapar un «imposible» susurrado. Al comienzo había sido divertido estar ilocalizable. Incluso había ensayado la historia que les contaría a Roy, a Jerry o a Teya: lo apartado que se hallaba, en un sitio recóndito, «otro mundo», «las profundidades». Lo dejaba anonadado que todavía existiera un lugar en el mundo al margen del gran tránsito de información, de la cháchara internacional. Mucho tiempo antes, gran parte de Malaui había sido así: una buena porción del mundo de las sombras. Pero entonces permanecer aislado no representaba nada singular. Y lo había aceptado como un hecho normal.
Ahora, un aislamiento así suponía una novedad, y ésa era también la percepción que tenía él; una noticia que transmitiría en casa: sin teléfono, sin correo, sin luz… Las diferentes aldeas de Lower River estaban incomunicadas entre sí y el boma parecía quedar tan lejano como Blantyre, y no sólo lejano sino también vedado, como la guarida de los depredadores —los cobradores de impuestos, los políticos del partido, los matones—, de los que los aldeanos huían como si fueran serpientes. La piedra bajo la que se agazapaban no la movía nadie.
Hock había enseñado inglés en Malabo, y aunque no era un gran lector, se había puesto al día con los libros del programa: Grandes esperanzas era una de las lecturas, también una novela africana sobre la independencia, los poemas de Wordsworth y una versión corta y simplificada de Julio César. Ahora le pareció algo extraordinario que hubiera hablado con vehemencia sobre aquellas obras en esa escuela desmoronada y sin techo. Sólo había otra persona que hubiera conseguido enseñar allí, Gala, pero ella se había ido a la escuela de Magisterio, en las colinas de las afueras de Blantyre, para sacarse el diploma de enseñanza.
Los libros que Hock leía eran, como él decía, «bobadas para el coco». Historias detectivescas, de suspense, «basura», resumía él, desacreditándolos. Pero persistía. Leía ciencia ficción y se consolaba pensando que, aunque esas obras fueran consideradas basura, las redimía estar cimentadas sobre un ejercicio de ciencia especulativa. La ciencia ficción hablaba de un mundo de quizás: quizá se encuentre otro planeta habitable, quizá no estamos solos en el universo, quizá haya otra roca orbitando en lo más oscuro del espacio donde viven criaturas como plantas que brincan y esperan establecer contacto a través de las enormes distancias intergalácticas…
Todas esas páginas eran vanas, frívolas, un autoengaño. No se requería urdir un viaje en cohete a otra galaxia para encontrar extrañas formas de vida, porque mientras los autores de ciencia ficción oteaban el espacio imaginando seres como insectos y pedazos sensibles de materia, o ciudades de cristal y mutantes con ojos verdes almendrados que calzaban botas —todo ello una fantasía—, había gente en Malabo que resultaba más remota, aislada y menos accesible que los marcianos o los selenitas.
Los científicos habían soñado o imaginado el espacio exterior y habían convertido el viaje espacial en una realidad. Pero nadie más en la Tierra había dedicado un solo segundo de su tiempo a pensar en Lower River. Malabo estaba a una distancia mayor que Marte. Tal vez no tan lejano en kilómetros, pero era desconocido, y por eso se situaba en los confines del mundo. Su aislamiento lo hacía absurdo, fantástico, irreal, un retiro para los desnudos y los disformes. Completamente solo en Malabo, Hock concluyó que los lugareños no se parecían a nadie a quien hubiera conocido: eran diferentes también de la gente con la que había convivido tiempo atrás. Habían cambiado, según una brutal regresión que los hundía en su pequeño agujero subterráneo, un mundo surcado por un río tan oscuro como el de cualquier mito clásico. Los habitantes de esta orilla no se parecían a los demás, no pensaban sobre lo que había más lejos, tampoco usaban el lenguaje de una forma normal, y cuando hablaban, lo que decían no tenía sentido. Sus andares los distinguían, y no comían ni bebían como nadie a quien Hock hubiera visto antes. Desde el principio había notado su rareza, pero, lo que resultaba aún más perturbador, ellos habían percibido a su vez que él era diferente, del todo distinto a ellos, un visitante de un lugar remoto, desconocido, del que sólo se murmuraba que estaba imposiblemente lejos, que era inalcanzable desde allí, el inframundo del río donde ellos estaban sepultados.
Por la noche, cuando alzaba la vista, Hock se quedaba encandilado con las masas de estrellas, los planetas parpadeantes, los cometas de estelas largas como rayos y la enorme luna, que a veces parecía hecha de coral blanquecino, y entonces esas estrellas fulgentes y la corteza lunar le resultaban más cercanas que Medford.
El tiempo también parecía dilatado, o más bien descabalado, invertido, circular, como perdido en un rincón del espacio, uno de esos agujeros negros en los que los escritores de ciencia ficción metían a sus exploradores. Hock no recordaba cuándo había llegado. Tampoco llevaba la cuenta de las jornadas que habían transcurrido; hasta los nombres de los días que conformaban la semana habían perdido su significado, puesto que eran indistinguibles. El día de mercado ya no se respetaba, porque no había nada que vender. El domingo no existía en un sitio donde nadie se acercaba a la iglesia, y hasta la propia iglesia se había caído a pedazos. Recordaba punto por punto la progresión de su primera jornada: la siesta, la comida, un sueño profundo. Y se acordó del primer atisbo que tuvo de Zizi, del enano, de la demanda inicial de dinero por parte de Manyenga. Tras eso era amanecer, calor, atardecer, el cielo nocturno, las estrellas, la sugestión de hallarse en otro planeta…, de que estaba perdido.
Algunos días se olvidaba de por qué había venido, y Manyenga aparecía para pedirle dinero, y sólo entonces la idea se le presentaba clara en su cabeza: Tengo que salir de aquí.
Un día, tras el desayuno, Manyenga siguió a Hock.
—¿Qué está mirando, padre? —le preguntó cuando no los oía nadie.
—Nada —respondió Hock, desconcertado por lo ambiguo de la pregunta.
—En la noche, padre. Mirando con los ojos.
¿Cómo habían podido divisarlo a medianoche en la arboleda que había detrás de su casa, cuando se colocaba con la cabeza erguida y los brazos cruzados? Hock recordó que en Malabo se sentía más a gusto durante las horas nocturnas. Nunca usaba linterna, porque cualquier otra luz habría atenuado la de las estrellas. En mitad de la oscuridad, no se movía, sólo escudriñaba boquiabierto el cielo. Y sin embargo, ellos estaban al tanto…, lo sabían todo. Alguien lo había visto, y aquí «alguien» era como decir todo el mundo.
—Mphanda —dijo Hock—. Me gusta contemplarlo.
En lugar de aplacarlo, la respuesta pareció turbar a Manyenga. Hock había usado el nombre sena para la Cruz del Sur, que en su idioma significaba también el caballete de una casa, por la forma que tomaba desde su perspectiva. Hock se dio cuenta, demasiado tarde, de que debería haber contestado: «No miro a ningún sitio en particular». Pero había sido específico al identificar las estrellas, y sabía que semejante respuesta despertaba suspicacias vinculadas con la brujería, como la invocación mascullada a los elementos en un hechizo dirigido contra la casa de una persona.
—Alguna gente cree que las estrellas pueden controlarnos —dijo Manyenga.
—¿Qué gente?
—Mucha gente. Incluso gente de la Agencia donde yo trabajé. Una señora mzungu con muchos estudios, ella también dijo eso.
—Y ¿tú crees que es cierto?
—Yo soy una persona sencilla —contestó Manyenga, y sus palabras sonaron retorcidas y arteras como nunca—. Yo no sé de esas cosas. Pero usted, padre, es el experto.
Pronunció «expat», de un modo que tanto podía querer decir «experto» como «expatriado».
—Estaba pensando en lo lejos que estamos —dijo Hock.
Manyenga se rio, con una especie de relincho, genuinamente divertido.
—¿Lejos de qué, padre? Estamos aquí, justo en el medio del mundo en nuestro gran río. Y ¿qué no tenemos? Tenemos comida, agua, ujeni, el río. Yo tengo una mujer grande, otra pequeña y los niños —Manyenga dio unos pisotones en el polvo—. ¡Estamos aquí!
—En el centro del universo —dijo Hock.
—Sí. En el medio. Nosotros lo tenemos todo.
—¿Todo? —dijo Hock con una media sonrisa inquisitiva.
—Tenemos mucho —se defendió Manyenga, y le devolvió la misma media sonrisa—. Usted tiene mucho.
Hock no replicó. Sabía lo que Manyenga estaba insinuando: usted nos pertenece.
Manyenga pareció vacilar.
—Me dice que está observando el caballete —dijo finalmente—. Y ¿qué le cuentan las estrellas? —y entonces se rio—. Eso es lo que pregunta la gente. Yo no. Yo sé que usted respira el aire fresco. Pero ellos preguntan: «¿Qué le dicen las estrellas al padre?».
Hock no podía contestar «nada». Nadie le creería. La nada era un concepto incomprensible allí. Cada acto, cada palabra y cada suceso poseían un trasfondo, una causa directa. Si una rama caía, alguien lo había provocado; los animales muertos eran presagios obligados; la enfermedad o la mala suerte eran causadas por alguna persona con la que se había mantenido una rencilla y que tenía el poder de llevar la enfermedad a su víctima, o de gafarla.
Alguien que se quedaba de noche contemplando el cielo estudiaba las alturas, manipulaba la venida de los acontecimientos, conspiraba con las estrellas para llevar la desgracia a un enemigo o deseaba que la destrucción entrara en la casa de otro.
—Tienen miedo —dijo Manyenga.
—¿Miedo de qué?
—El mzungu. El padre.
—A veces no puedo dormir.
—Ellos dicen eso también. El mzungu está despierto cuando nosotros estamos dormidos. Es como la fisi.
Hock rio al oír esa palabra.
—¿Creen que soy una hiena?
—La fisi está despierta por la noche. Ellos también tienen miedo por ese motivo. Un hechicero puede ser cualquier animal. Y ellos suponen que usted está buscando un relámpago en el cielo.
—¿Por qué iba a buscar un relámpago?
—Porque es amigo de las serpientes, y el relámpago es una serpiente del cielo, al igual que el arcoíris es una serpiente de la tierra. Un hechicero puede unirlos, el cielo y la tierra. ¿Cree que somos estúpidos?
A Hock le resultaba imposible discernir si Manyenga le estaba tomando el pelo o no. Había oído la historia del arcoíris como una serpiente que se elevaba desde el río o desde una poza, pero ¿qué era eso del relámpago convertido en la serpiente del cielo? ¿Una novedad? ¿O una creencia resucitada en un pueblo que se sentía arrumbado por la historia? Él venía de otro mundo, y sabía que tenía que conducirse con cuidado: allí era un ignorante. Esa aldea recóndita contaba con reglas estrictas, pensamientos inamovibles y muchas suspicacias. En los cuarenta años transcurridos desde que salió de allí, los lugareños habían sido arrastrados por una deriva, y ahora resultaban más ajenos y sus sombras, más profundas. O ¿se trataba todo, como a veces quería creer, de una patraña?
—¿Qué era esa agencia, la organización para la que trabajaste?
Sólo trataba de cambiar de tema, pero la pregunta silenció a Manyenga, que se quedó mirando a Hock como si su demanda de información estuviera relacionada de algún modo con las estrellas, con esas sospechas de las que Manyenga había dado parte.
—Ellos eran de Europa. Y alguna gente de América.
—¿La organización tenía otro nombre aparte de Agencia?
—¿Por qué quiere saber?
—Tengo amigos que dan dinero a esa gente. Les puedo contar que su dinero está siendo útil.
—El dinero es basura —dictaminó Manyenga—. No lo dan del modo correcto. Ellos me engañaban.
—Sólo te pregunto por el nombre de la organización.
—Y cometieron perjurio —continuó Manyenga.
—¿Vinieron hasta Malabo?
—Eso fue lo peor. Prometieron repartirnos. Pero ellos contaban mentiras con mala intención.
Manyenga se había puesto de un humor agrio, y ahora hablaba disgustado.
Hock se preguntó cómo una sencilla conversación sobre las estrellas había podido desviarse tanto de su curso.
—Es igual —dijo Hock, y se puso a andar.
Manyenga lo siguió pateando el polvoriento camino para reflejar el agravio sufrido.
—Y ellos causaban problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Y trajeron enfermedades mortales —dijo Manyenga pisando con enojo—. Eran falsos amigos —entonces tiró de la manga sin abotonar de la camisa caqui de Hock, que llevaba para protegerse del sol y los insectos—. Pero el padre no es como ellos. No, para nada, es amigo de verdad.
Hock había intentado mantener un gesto serio, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa, y sintió el campanilleo de la carcajada en la garganta, pues sabía lo que iba a venir a continuación.
—Y a todos los que murmuraban cuando lo vieron de noche observar las estrellas del mphanda en el cielo oscuro… ¡no! —Manyenga, histriónico como siempre que quería mostrar indignación, adoptó una pose furibunda, con los ojos desorbitados, arañando el cielo con los dedos—; les dije: «¡Eh! Él es nuestro padre y nuestro amigo. Nunca haría magia contra vosotros —hizo un gesto como si cercenara algo con su manaza cuadrada, y en las comisuras le brillaba una especie de rebaba—, no le tengáis miedo».
—Gracias, Festus —dijo Hock, y no añadió nada más.
—Por favor, padre. No me dé las gracias por decir la verdad. ¿Cómo voy a mentir? Eso no es natural para mí.
—La gente antes sí que me conocía aquí —dijo Hock—. Ahora no me conoce nadie.
—Yo lo conozco, padre —Manyenga se golpeó la mano y chasqueó los dedos para añadir énfasis—. Yo lo conozco demasiado.
—Pero si mis conocidos de entonces, de hace mucho, estuvieran todavía vivos, no tendrías que decirle nada a nadie.
—Algunas personas están vivas.
—¿Quiénes?
—Viejos.
Nombró a algunas familias y se refirió a gente a la que Hock no conseguía identificar. También enumeró a los hombres de las aldeas ribereñas de Marka y Magwero, con los que Hock se había topado el primer día: los hijos y los nietos de los hombres a los que había apreciado.
—Y la profesora, esa mujer mayor.
Hock sacudió la cabeza y entornó los ojos pidiendo más información.
—Gala Mphiri.
Hock lamentó luego no haber velado más su sorpresa: el «¿qué?» se le escapó como un exabrupto. Pero no pudo evitarlo…, era el eco de un nombre que aún no había salido de su cabeza.
Manyenga no sonrió. Se contuvo y se guardó la mueca dentro de la boca. Ya había dicho lo que quería decir. Y acto seguido le pidió dinero.