23
Los días se consumían, y en esos abrasadores atardeceres de asfixiante insipidez, Hock fantaseaba con que, de tener una pistola, haría desfilar a Festus Manyenga hasta el arroyo, y allí, delante de toda la boquiabierta población, lo acribillaría a balazos, y por último arrojaría de una patada su sangrante cadáver al agua. Sentado en su veranda torcida, imaginaba esa escena cruenta, a veces con una sonrisa en el rostro. Incluso en los momentos en los que estaban charlando —amigablemente hasta cierto punto, con los «Nosotros a gusto con usted, padre» y «Me alegro de haber vuelto»—, lo que Hock quería era rodear el cuello de Manyenga con una víbora para ver actuar el garrote de los colmillos en su cara aterrorizada.
En otra de sus fantasías aparecía tras hacerse con una bolsa de tela, como una de las de la Agencia, rebosante de arroz o harina, y entonces decía: «Dinero, tómalo». Luego contemplaba cómo Manyenga agarraba esa bolsa, que contenía, sí, dinero, pero también un nudo de serpientes venenosas. A ver cómo funcionaba entonces la medicina de las serpientes que llevaba en las cicatrices de las muñecas.
La sonrisa de su rostro lo avergonzó e intentó disipar esas maquinaciones indignas de él, fruto de la desesperación. Al carecer de la energía necesaria para acometer otro intento de fuga, se estaba volviendo más frágil. Y aunque trataba de juzgar a los lugareños con indulgencia, no confiaba en ellos. Ninguno lo había ayudado; sabían que estaba indefenso, y eran especialmente crueles con los débiles.
No obstante, Aubrey, recién llegado de Blantyre, con sus contactos en la Agencia —alguien del mundo exterior que iba y venía a su antojo con sus zapatos nuevos—, podía echarle una mano. Manyenga podía resultar enigmático en sus exigencias —era supersticioso, irracional, excitable, oblicuo, un aldeano—, pero Aubrey, con su inglés de muchacho espabilado y su sarcasmo urbano, era un caso diferente. Era avaricioso, predecible.
—El chico que vino ayer —dijo Hock a Zizi a la tarde siguiente, mientras ella rastrillaba la harina sobre la estera para formar montones frágiles de un blanco salino.
—Con los zapatos, con el reloj, con los ojos rojos —ella lo había visto claramente.
—Dile que quiero hablar con él.
Zizi movió las cejas para mostrar que había entendido. Adulta y conspiradora, esta vez no iría a ver al jefe. Era la aliada de Hock.
—Pero susurrad.
Era otra de las palabras inglesas que sabía, a veces casi irreconocibles por su pronunciación aproximativa. Hock pensó en cuánto iba a echarla de menos.
—Mañana —dijo ella.
—Mejor esta noche.
—No se queda en Malabo.
—¿No?
—En Lutwe. Pafoopi.
—¿A cuánto está?
Zizi torció los labios contrariada, dando a entender que no estaba cerca, sino a una distancia inexacta e imposible de medir.
—¿Es eso un problema?
—Noche.
Hock se quedó mirándola con el anuncio de una sonrisa.
—Noche es un problema —dijo ella usando otra palabra para problema, mabvuto, «un aprieto serio».
Ahora la sonrisa de Hock era franca, y buscaba provocar a la chica.
—Noche es peligro —y ella usó una palabra aún más drástica, kufa, que significaba «muerte».
—Porque —Hock se puso a pensar en el equivalente para monstruos, y la única palabra que recordó fue la que designaba a bestias de gran tamaño—. Zirombo —dijo—. Zirombo zambiri —«montones de bestias».
Zizi frunció el ceño sospechando que él le estaba tomando el pelo, pero no cedió, porque estaba segura de lo que decía.
—Hombre —dijo, otra palabra inglesa dentro de su vocabulario. Puso una mueca y se agarró el cuerpo—. Y chico.
—Bestias con dos piernas —dijo Hock en sena, un poco para rebajar la tensión.
Zizi pareció entristecerse. Posiblemente estaba cansada también, tras rastrillar y acumular la nueva harina.
—Hombres —dijo ella— quieren mujeres.
—Te puedes llevar una linterna. La que tengo grande.
—Eso es peor —dijo en su propia lengua—. Con una linterna me verían.
Hock estaba maravillado ante el modo en que Zizi le daba a conocer sus miedos, ella, la que nunca dudaba en acudir en su socorro. Lo conmovía su seriedad, de pie ante él, con la cabeza rapada, cubierta por una tela fina y descalza. Se estaba resistiendo a sus órdenes por primera vez, y trataba de explicarle algo que para ella era importante. La aversión de los sena a salir de noche era algo que él conocía bien. Los animales merodeaban en las tinieblas; los cocodrilos reptaban desde los bajíos hasta los terraplenes y se metían en la maleza cercana, en busca de cadáveres o de presas abandonadas; los hipopótamos escudriñaban las hierbas altas después de que oscureciera; las hienas brincaban en manada y gruñían mientras escarbaban en las pilas de basura que había en el límite de Malabo, disputándose los huesos. Algunas personas hablaban de las serpientes nocturnas, pero Hock sabía que las serpientes rara vez se aventuraban de noche y nunca cazaban en esas horas; ni siquiera la mbobo boomslang se despegaba de las ramas de los árboles, y evitaba sumergirse en la oscuridad.
—Hipopótamos. Hienas.
Zizi chasqueó la lengua contra los dientes, remarcando su negativa.
—Mfiti —«espíritus».
Zizi arrugó la nariz molesta.
—¿Sólo los hombres?
—El hombre —pronunció la palabra gravemente, y mostró los dientes, como si estuviera nombrando una clase de alimaña.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó él.
Ella se quedó mirándolo, impaciente, como si pensara: ¿a qué vienen preguntas tan tontas?
—Ellos quieren —dijo— lo que todos los hombres.
—Puedes preguntarle al chico durante el día. Dile que lo quiero ver de noche.
Así que Zizi fue hasta Lutwe al día siguiente; dio un rodeo para evitar ser vista y luego se acercó a la choza de Aubrey y le susurró que el mzungu quería verlo cuando estuviera oscuro.
Aubrey acudió al anochecer de ese mismo día. Llegó repentinamente, y penetró en el recinto de Hock con otro chico, más joven y con aspecto de no saber una palabra de inglés, que se arrodilló delante de la choza junto al enano; éste le sonrió al muchacho, que parecía inquieto, y masculló entre salivazos: «Fi-di-dom».
Aubrey se mantuvo a un lado, fuera del alcance de la luz del farol, apenas visible.
Dos cosas perturbaron a Hock en esa segunda visita. Una era la despreocupación con la que Aubrey había atravesado el claro, con las manos en los bolsillos del pantalón. No había respetado la fórmula tradicional de saludo, llamando «Odi, odi» mientras daba palmas para anunciar su llegada, pidiendo permiso para entrar en la propiedad. Esta infracción resultaba brusca, extravagante —hasta Manyenga solía decir «Odi», aunque muchas veces con un deje satírico—. Hock sabía de la importancia de esas cortesías, y se mostraba cauteloso cuando se desobedecían, como en el caso de la aldea de los niños, cuando los muchachos le habían llamado mzungu a la cara. «Eh, hombre blanco» era una insolencia muy grave.
La otra perturbación tuvo un cariz diferente, pero igualmente inquietante. Al encontrarse con Aubrey por primera vez, Hock lo había tomado por un joven flaco aunque sano, sin duda más sano y mejor vestido que cualquiera en Malabo. Pero a la luz vacilante del farol, la piel de Aubrey aparecía gris, sus ojos se inyectaban en sangre y su cara estaba huesuda. Más que flaco era esquelético, y con las mangas recogidas, la piel de sus brazos se veía seca, cubierta con blanquecinos copos de piel muerta. Consciente de que estaba siendo sometido a un examen, el chico se sacó las gafas de sol del bolsillo y se las puso para ocultar sus enrojecidos ojos.
¿Podía responder todo a un efecto de la luz veleidosa que salía de la llama anaranjada y humeante del farol con el pabilo sin cortar? Hock no estaba seguro de nada, y desconfiaba. Desde hacía mucho vivía en un permanente estado de tensión.
—¿Quiere verme?
Aubrey habló en voz baja. Sabía que se trataba de una reunión secreta. Y esa pregunta tan directa desconcertó a Hock, acostumbrado a la artera opacidad de Manyenga y los otros.
—Toma asiento —dijo Hock.
Aubrey llamó la atención de Zizi con dos gestos que indicaban «silla» —apuntando con la mano al taburete— y «tráela» —hendiendo el aire con su delgado dedo.
—No —intervino Hock cuando Zizi se dirigía ya a por el taburete.
Eso sorprendió a Aubrey, y su reacción de perplejidad reveló la flojedad de su rostro, cumpliéndose aquello de que la salud de una persona se manifiesta cuando se realiza un esfuerzo físico.
—Ella no es tu sirviente.
Con una sonrisa, Aubrey le murmuró algo en sena al joven que lo acompañaba. Sólo unas pocas palabras, que hicieron que el chico tomara el taburete y lo desplazase hasta un punto en la sombra próximo a Hock. Mientras se sentaba, Aubrey le echó una ojeada a Zizi.
—Es orgullosa —dijo en un tono resentido, porque Zizi había sonreído tras la intervención de Hock.
—Tiene modales.
—Porque trabaja para el mzungu.
—Tengo un nombre —dijo Hock, y antes de que Aubrey pudiera abrir la boca—: Puedes llamarme nduna.
—Está bien, jefe.
El muchacho era rápido, una cualidad aprendida de los extranjeros, como en el caso de Manyenga. Poseía una perspicacia artera, no tanto una destreza como un fintar ágil que se acompañaba de mucha labia.
—Ella no trabaja para mí.
—Como diga —dijo Aubrey ladeando la cabeza.
—Soy su guardián.
Aubrey alzó la cabeza, encarándose a Hock, aunque las gafas de sol borraban su expresión. ¿Lo estaba mirando con sorna?
—Y no quiero que nadie le ponga la mano encima.
Aubrey volvió a ladear la cabeza, como para indicar silenciosamente otro «como diga».
—¿Entiendes?
—Le escucho.
Hock sintió que su enojo iba en aumento de nuevo. No se había percatado hasta entonces de la preocupación que le causaba la virginidad de Zizi. Estaba seguro de que era virgen; la propia Gala se lo había dicho.
—Sé que todavía es una niña —dijo Aubrey—. No ha pasado por la iniciación. La gente la llama kaloka, la cancela pequeña.
Zizi frunció el ceño al oír esa palabra.
—¿Quién tiene la llave? Tal vez usted, bwana.
—Nadie tiene la llave —afirmó Hock, categórico.
—Le escucho —volvió a decir Aubrey, taciturno de pronto. Ése era el patrón que seguía: una jactancia, una chanza y luego una retirada cuando veía que había ido demasiado lejos—. Es especial, ¿sabe? Casi todas las de su edad ya han sido —se encogió de hombros— abiertas. Incluso tienen críos. Pero ella no. De una chica así decimos que conserva todo su rebaño.
Zizi dijo algo entre dientes, un siseo dirigido a Aubrey.
Después de la reacción cortante de la chica, Aubrey compuso una sonrisa forzada, como si lo acabaran de abofetear.
—Está siendo maleducada conmigo —dijo a continuación, y se rio, porque su acompañante también había escuchado esas palabras—. Una serpiente mojada, eso me ha llamado.
—Tal vez es lo que eres.
—En nuestro lenguaje significa otra cosa —volvió a adoptar un semblante adusto, y se enderezó en su asiento, dejando la cara fuera del círculo iluminado—. ¿Quiere algo?
Hock miró con atención las manos grises y crispadas de Aubrey antes de replicar.
—Tengo un trabajo para ti —habló finalmente.
—¿Alguna clase de favor?
—Un trabajo.
—Le costará dinero —dijo Aubrey sin vacilación alguna.
A Hock le alegró el desaire. Era lo que quería, no un trato amistoso ni un favor, cosas que siempre llevaban su penitencia aparejada, sino un trabajo remunerado. Aubrey, con sus groseras maneras de sabelotodo, era la persona que necesitaba.
—No te preocupes. Te cuidaré bien.
La sonrisa que apareció en el delgado rostro de Aubrey era taimada, serpentina, obsequiosa. Sacudió la cabeza para indicar que continuara.
—¿Vas a volver a Blantyre pronto?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De si quiere que vaya.
—Y ¿si quiero?
Aubrey movió los dedos con sutileza, tocándose las yemas, el gesto que en la ciudad significaba dinero.
—Te haré dos pagos: uno ahora, el otro cuando regreses.
—¿Quién le asegura que vaya a volver?
—Vendrás con mi amigo, para mostrarle el camino.
Ahora Aubrey sonreía, y asintió casi imperceptiblemente; había un temblor en su cabeza, al ver una nueva oportunidad en todo eso.
—Vas a llevar algo a Blantyre para mí.
—¿El qué?
—Un mensaje.
—Eso es fácil —dijo Aubrey, y como si se arrepintiera de sus palabras, rectificó—: Puedo hacerlo. Pero tendrá que pagarme en dólares.
—Te daré cincuenta.
Aubrey se encogió de hombros.
—Doscientos como poco.
Hock había tratado de aparentar serenidad, retando al muchacho, pero Aubrey parecía entrever la situación desesperada en que se encontraba como si olfatease su desazón y su ansiedad. Y Hock sabía que Aubrey nunca habría visto a un mzungu en una choza como ésa, sentado y cubierto de andrajos, con una chica flaca y un enano, y una estera con harina machacada en el patio.
Tamborileando sobre el brazo de la silla, Hock se inclinó para acercarse y dijo:
—Ahora recibes cien y los otros cien cuando te presentes con mi amigo. Eso es mucho dinero.
—Necesito para el billete de autobús. Y mi hermano pequeño —señaló al chico que sólo miraba— también.
—¿Conoces el consulado estadounidense en Blantyre?
—Todo el mundo lo conoce. Siempre hay una gran cola de gente que espera para conseguir el visado.
—Ése es el sitio. Quiero que vayas mañana.
—¿Qué prisa hay?
—No hay prisa. Si quieres hacerlo, irás mañana. De ese modo sabré que eres serio.
Aubrey cabeceó afirmativamente.
—Captado, bwana —y luego—: ¿Dónde está el mensaje?
—Cuando estés listo para partir, te daré el mensaje y el dinero.
Durante su conversación, la luna, creciente y roída, se había elevado en un cielo estrellado y con finos retazos de nubes. Las sombras bullían a su alrededor, sentados en el pequeño círculo de luz que vertía el farol. Normalmente, a esa hora Zizi habría dispuesto una serie de faroles a lo largo de la veranda, porque era temprano para irse a dormir y hacía demasiado calor como para recluirse bajo techo. Pero esa noche, como si comprendiera el carácter clandestino de la reunión, ella no se movió de su asiento, y se quedó con las rodillas dobladas y la barbilla apoyada en las manos entrelazadas, bien envuelta en su manto en señal de modestia.
Hock podía verle el blanco de los ojos, el brillo pálido de su cabeza a la luz de la luna. La emoción le impedía hablar: era la viva imagen de la pureza. El cielo nocturno le infundía esperanzas: estaba espolvoreado por masas de estrellas y vetas grises, conformando una enorme e inmaculada cápsula lumínica, promisoria porque hablaba de un mundo mucho mayor que la sombra plana de Malabo, un cráter con la iluminación de un farol. Las polillas volaban alrededor del tubo con hollín, y chocaban hasta arder allí.
En ese silencio, Hock pensó que Aubrey estaba realmente dispuesto a colaborar: codiciaba el dinero y estaba impaciente por salir hacia Blantyre. Pero ya fuera por orgullo o para no ceder el control de la situación, no dejaba traslucir nada de eso.
—Naciste aquí, ¿no? —le preguntó Hock.
—Sí, pero…
Hock notó el repliegue del joven.
—Pero este sitio no te gusta —completó Hock.
—Eso, no me gusta.
—Y ¿qué es lo que te gusta de Blantyre?
Aubrey hizo una profunda inspiración reflexiva, y luego suspiró. No contestó de inmediato. Hock sabía que estaba tratando de articular una respuesta. Se hallaban sentados entre las sombras arrojadas por la luz del farol, y en esa quietud les llegaba una voz desde el otro lado del claro, y también los humos de las fogatas que llenaban el aire nocturno con chispas flotantes.
—Las luces —dijo finalmente Aubrey.
Había hablado muy rápido y tuvo que repetirlo. Algo más tarde esa noche, después de que Aubrey y el otro chico se hubieran marchado, de que Zizi hubiese vuelto a su choza y de que Snowdon se hubiera parapetado entre la basura y las ramas que había tras la choza de Zizi, Hock se tumbó en su catre y se repitió esas palabras, tan simples y ciertas: «Las luces».
Aubrey volvió antes del alba, bajo la luz tenue de una luna delgada y evanescente. Sabía que el asunto era grave, y también cómo no ser descubierto. Había llamado con suavidad a la puerta mosquitera. Hock se sintió más tranquilo al ver cuánto había madrugado el muchacho, en otra confirmación de su doblez y, muy especialmente, de su avaricia.
Hock tenía preparado su mensaje: la fotocopia de la página del pasaporte que siempre llevaba a mano, en la que aparecían su foto y sus datos, y una nota que había escrito con letra de imprenta antes de irse a la cama: «Estoy en un serio compromiso y posiblemente en peligro. Por favor, ayuda. Este hombre los conducirá hasta mí», y luego la rúbrica bajo su nombre.
Dobló el papel para hacerlo más pequeño y se lo entregó al muchacho junto con los cien dólares en billetes. Aubrey se metió los papeles en el bolsillo y luego levantó la cabeza para mirar a Hock, en actitud desafiante.
—Esto le va a costar un poco más —dijo.
Hock llevaba en esa aldea el tiempo suficiente como para anticipar algo así. Ya tenía dispuesto un billete de veinte, también doblado.
—No dejes que nadie te vea —le advirtió Hock mientras depositaba el billete en la palma del muchacho.