15
Apenas eran las siete, y el sol de la mañana se filtraba sesgado a través del enramado, sumergiendo el claro de Malabo en una humedad asfixiante, como una invisible presencia estranguladora que se apretaba contra su cara y le dejaba el cuello pegajoso y el cuerpo endeble. La tierra estaba recocida y seca, entrecruzada por caminos que los pies desnudos habían apisonado. El follaje de los mopanis era de un amarillo marchito, y las acacias espinosas estaban cubiertas de polvo.
Entornando los ojos para observar en la distancia, porque un perro había comenzado un ladrido irritado, Hock distinguió en la calígine un borrón vibrante y espectral que iba hacia él, y que al final se escindió en dos figuras definidas, una grande y la otra pequeña: Manyenga y una chica delgaducha y cargada que lo seguía.
—Buenas, jefe —dijo Hock.
—Pero, eh, usted también es gran hombre, padre —respondió Manyenga.
Y se sonrió al ver a Hock sentado como de costumbre junto a la mesa que tenía en la estrecha veranda, con Zizi acuclillada sobre sus talones cerca de él y el enano agazapado un poco más lejos en el matorral bajo, mordisqueándose los dedos.
El modo en que Manyenga clavaba los ojos en él puso a Hock en guardia. La ansiedad, el cálculo, algo que se aproximaba al miedo, todo eso que había notado en el joven al llegar había desaparecido. Ahora Manyenga lo miraba fijamente, lo repasaba de arriba abajo y escudriñaba sin mostrar vacilación alguna. Parecía cómodo, más amistoso, más familiar, y resultaba mucho menos digno de confianza.
Hock se vio a sí mismo con los ojos de Manyenga: un viejo mzungu atendido por una chica flaca y un enano, un retrato de la inacción, como un jefe arruinado en un trono destartalado. Había dejado de afeitarse y sus ropas tenían manchas. La estampa ilustraba de algún modo su vida en Malabo: nada que ver con lo que había imaginado, pero una existencia tolerable porque no se esperaba nada de él, tan sólo que saludara a los lugareños y no se quejase, y que de vez en cuando les diera algo de dinero. No tenía sentido. Debía irse, partir, aunque fuera a Blantyre, para ordenar sus pensamientos y decidir su siguiente paso.
—Nos estaba viendo en el baile —dijo Manyenga haciendo un gesto a la chica para que depositara la bandeja con gachas y el vaso de té con leche.
—¿Cómo lo sabes?
Era una ruptura de la etiqueta que un forastero presenciara la danza Nyau. Hock no logró indignarse por el interrogatorio de Manyenga. No podía evitar sentirse avergonzado, como si hubiera visto a alguien desnudo en la aldea. No tenía ningún derecho.
Manyenga asentía con un gesto satisfecho y artero: una sonrisa que no era una sonrisa.
—Celebrábamos su persona —dijo—. Le dábamos las gracias, padre. Y estaba con nosotros.
—Un fantasma nunca se pierde un funeral —dijo Hock en sena, era un proverbio que había aprendido hacía tiempo y que solía citar en Medford.
—Usted sabe mucho, padre.
—Pero tengo que marcharme hoy —dijo Hock, y volvió a tomar aliento, porque notaba el pecho tirante por el calor y por el escrutinio de ese hombre más joven y fuerte—. Para ir a Blantyre.
Se había pasado toda la noche sopesando esa posibilidad, incluso practicando la secuencia de palabras. Nada había salido bien. Sabía que lo habían timado con el coste del tejado, también que le cobraban demasiado por la habitación y la comida, y que la escuela nunca escaparía de su ruinoso estado. Los chicos lo habían abandonado: pero eran huérfanos, apenas había esperanza para ellos. No, tal vez aún contaban con él, pero si era así, no había nada que hacer. El hecho de que aguardara a que lo alimentaran, ahogado en el calor mañanero, y tomando aire mediante breves inspiraciones, con la cara brillante de sudor nada más comenzar el día era la mayor prueba de la inutilidad de todo.
—Necesito que me lleven al boma —su plan era enterarse de la hora a la que salían los autobuses hacia Blantyre, y tal vez tomar uno ese mismo día, para alejarse de allí cuanto antes.
—Sus deseos son órdenes, padre —dijo Manyenga, con otro cabeceo y su ambigua media sonrisa—. Pero estaba viendo nuestro baile sin permiso. Eso es propiedad privada. Según la tradición hay que pagar una multa.
—Lo entiendo.
—Una multa de peso. Lo siento, padre.
—En ese caso, necesito sacar algo de dinero del banco. Me he quedado casi sin efectivo.
En lugar de avaricia y complacencia, el rostro de Manyenga traslució frustración, y pareció por un momento desconcertado; pero de inmediato alzó las manos en un gesto obsequioso, como diciendo: «Lo que usted precise». Luego chasqueó la lengua hacia la sirviente.
—Bon appétit —dijo.
Y Hock volvió a acordarse de que ese hombre había trabajado como chófer para una agencia extranjera.
—El boma está lejos. Debemos partir pronto —dijo Manyenga.
Hock se animó cuando vio que ese hombre mantenía su palabra. Salieron en motocicleta algo más tarde esa misma mañana, con Manyenga pilotando. Hock, sentado detrás, llevaba consigo el pasaporte y todos los papeles importantes. Manyenga aceleró con un giro de muñeca, le dijo que se agarrara y arrancó dando un patinazo. Pero no llevaban ni cincuenta metros recorridos cuando, antes incluso de alcanzar la carretera, el piloto viró con brusquedad y gritó:
—Njoka!
Al darse la vuelta para buscar la serpiente, Hock perdió el equilibrio y se cayó, hiriéndose en un costado. Con el aliento entrecortado, se tendió en el polvo pensando que tal vez tendría alguna costilla rota.
—No podemos ir —dijo Manyenga al tiempo que enderezaba la motocicleta para ayudar luego a Hock a levantarse del suelo.
La expresión de Manyenga era severa, y por su cara pasó la sombra del miedo. Hock sabía que estaba prohibido seguir viaje si una serpiente se cruzaba en tu camino. El humor cordial de Manyenga se había tornado en angustia. Parecía tenso, casi enfadado.
—No he visto ninguna serpiente —dijo Hock.
—¡Era tan grande…! Una mamba verde, se confunden con las hojas —dijo Manyenga—. Debemos obedecer.
Hock estaba demasiado baldado como para discutir, aunque le molestó que el otro le describiera una serpiente que él no había visto. Fue cojeando de vuelta a su choza, bajo el sol, y se sentó allí mismo, pensando en una manera de burlar a ese hombre. Sospechaba que todo había sido una treta. Sin embargo, estaba herido. Cuando recordó que se había visto forzado a engañar a Manyenga para llegar al boma, se sintió peor. La mentira indicaba que tenía miedo a decir la verdad: que sólo quería ir a Blantyre para tramar su siguiente movimiento, volver a casa.
Fue a por su talego y tanteó en busca del saquito con su capital. Encontró los sobres abultados y vio que faltaba algo de dinero; se rio, burlándose de su propia necedad. Por eso había reaccionado Manyenga de ese modo. Sabía que Hock no iba al banco a por dinero. Sabía que tenía efectivo, que estaba mintiendo.
Hock levantó la cabeza y vio al enano, que lo miraba fijamente con unos ojos ribeteados de rojo. Se metía un dedo humedecido en la boca.
Dolorido tras la caída de la moto, Hock hizo reposo. A la noche siguiente volvió a bailarse la danza Nyau. La cabeza le palpitaba. El sonido de los tambores hacía eco en su cráneo y le producía un dolor físico, un martilleo interno. Tenía fiebre; conocía la malaria, sus síntomas similares a los de una gripe, el dolor de cabeza. Encontró su botella de cloroquina y, sintiéndose sin fuerzas para buscar la jarra de agua, masticó tres pastillas y se echó en el camastro. Los tambores proseguían su ataque contra sus ojos y oídos, contra su cuerpo doliente, contra su cabeza enferma. La mosquitera paraba cualquier movimiento del aire y atrapaba el calor.
Al poco, los días y las noches fueron indistinguibles. Él no supo cuánto tiempo permaneció temblequeando con escalofríos, asfixiado por el calor, con el corazón agitado y la cabeza como una cámara de eco. Oía un alboroto salvaje: chillidos, las insistentes percusiones y el ulular de las mujeres frenéticas. Los ojos le ardían y sentía la piel en carne viva al rozarse con las sábanas. El más ligero contacto de la mosquitera lo desazonaba. Ya no tenía piel, sino un tejido fácilmente desgarrable.
Lo peor llegaba cuando la luz del sol atravesaba las ventanas de la choza e impactaba contra su cara. Por la noche los dientes le castañeteaban. Aunque se arrebujaba bajo un buen montón de sábanas —no había mantas—, no conseguía entrar en calor. Se siguió administrando cloroquina.
—Un edredón —le dijo a Manyenga un día en que la cara del hombre apareció entre las arrugas de la red, pero la palabra no tenía ningún sentido para él.
Se compadecía de sí mismo y estaba siempre al borde del llanto. No le importaba a nadie, y sin embargo le reconfortaba ver a Zizi y al enano en la veranda, al parecer velándolo. Oyó la voz de Manyenga, un murmullo confiado, y envidió a ese hombre por su fuerza. Pero sólo era una voz: no lo veía.
Un día, antes del amanecer, la fiebre cesó y él comenzó a pensar con mayor lucidez, aunque aún tenía vahídos y estaba débil. La enfermedad le dibujaba su situación al desnudo, sin sentimentalismos. Vio claramente la estupidez de su decisión. Había llegado esperando una bienvenida; había querido beneficiar de alguna manera a la aldea o a la zona. Pero nadie estaba interesado. ¿Por qué tenían que sentirse concernidos? Se las habían apañado muy bien sin ninguna clase de servicio. Estaban mucho peor que hacía muchos años, y eran más cínicos y de algún modo más ladinos a consecuencia de ello. El cinismo los había fortalecido.
De joven, había comparado la malaria con la gripe y la había vencido en cuatro días. Más mayor, el mal lo había menoscabado como una enfermedad mortal. Se quedaba en la cama, demasiado débil como para mantenerse de pie, sufría incluso para darse la vuelta, y su falta de apetito lo debilitaba más. Comprendió su extrema fragilidad y el peligro de caer enfermo en esa aldea remota. Sus sueños eran fragmentarios e irracionales, y en ellos aparecían unos feos pájaros picudos, montones de gente ruidosa y un calor aplastante. En un sueño imaginó que lo visitaban. Oía unas voces inquisitivas, estadounidenses; oía un coche, el ruido sordo de un vehículo grande en el recinto, el esfuerzo de las marchas cuando el coche partía. Ésa era la parte de auténtica pesadilla: los visitantes pasaban de largo.
Postrado en su lecho, Hock sintió entonces la mente despejada y una especial determinación. Había cometido un error. En cuanto se encontrara mejor hallaría un modo de escapar de Malabo.
Zizi le llevó el té y los plátanos que había pedido, pero ingerir algo le suponía un esfuerzo. Siguió con su medicina. Se consolaba al ver a la chica y al enano fuera, con sus cabezas silueteadas en la ventana.
Y al fin fue capaz de mantenerse en pie, de comer unas gachas.
—Me voy —dijo, y no estuvo seguro de si había hablado en sena o en inglés. Llamó a Zizi—: Que venga el jefe.
Al poco, Manyenga cruzaba a zancadas el resplandor del claro. Se secó el sudor del rostro, y pareció aliviado al comprobar que Hock estaba recuperado. Éste se situaba de pie en la parte en sombra de la veranda, basculando ligeramente, todavía inestable sobre sus pies. Detrás de Manyenga, esforzándose para que sus piernas más cortas no la retrasaran, una chica cargaba un cubo con unas naranjas pequeñas y verdosas y unos peces secos, envueltos con las páginas arrancadas de una revista ilustrada sudafricana.
—Coma, padre —dijo Manyenga.
—Necesito beber más. Que me traigan un hervidor con agua caliente para hacer té.
Manyenga, de repente ofuscado, ordenó a la chica que fuera a buscar el hervidor. Ya más relajado, se acercó e inclinó la cabeza hacia Zizi.
—Usted le gusta a ella, padre.
—¿De verdad?
—Muy de verdad.
—Zizi debería estar en la escuela.
—Las tasas escolares. Eso es lo peor.
A Hock le faltaba energía para contestar y tuvo que sentarse en una silla con respaldo que había en la veranda. Allí se dobló y respiró con dificultad.
—Debe descansar, padre.
Entonces Hock recordó.
—Oí ruido cuando estaba enfermo —dijo con voz ronca—. ¿Qué era ese ruido?
—Kufafaniza imfa. Un hombre murió. Nosotros cogimos sus posesiones. Destruimos su casa.
—Borrasteis su muerte.
—Usted es tan sabio, padre. Sabe tanto sobre nuestras costumbres, vaya.
—Tengo que irme. Vuelvo a casa —reveló Hock.
—Aquí está su casa, padre.
Hock se estremeció como durante la peor fase de la fiebre. Se abrazó a sí mismo para calentarse y se movió para que le fluyera la sangre, y entonces fue cuando vio los cajones de plástico. Los reconoció: eran los recipientes con el material escolar que había dejado en el consulado estadounidense listos para ser enviados.
—¿Cuándo llegó eso?
—Los americanos lo sacaron de su vehículo.
—¿Les dijiste que me encontraba aquí?
—Estaba tan enfermo. Nosotros no queríamos causar molestias.
—¿Qué les dijiste?
—Ujeni —dijo Manyenga: otro «qué sé yo»—, esto y aquello.
Hock supuso que no les había comentado nada sobre su presencia allí, especialmente nada sobre que se hallaba postrado en la choza con mucha fiebre.
Volvió a sentir frío, y no supo determinar si era una recaída de la fiebre o un brote de terror por sentirse abandonado. Nada de lo que Manyenga había dicho resultaba amenazante, pero Hock estaba tan débil, tan resquebrajado, que sintió que no era rival para él.
—Tengo una gran pregunta que hacer.
—Adelante —dijo Hock—: Pregúntame.
—No ahora. En su momento. Tendremos un ngoma de diez tambores mañana. Entonces… —sonrió y gesticuló con las manos, desplegando los brazos, queriendo decir, al parecer, que todo se aclararía en ese instante.
Una vez se hubo ido Manyenga, Zizi peló unas naranjas y las puso en un cuenco de estaño para servírselas. Él le dio algo al enano, que comía como un bruto, mascando como siempre con la boca bien abierta, gruñendo y pringándose cara y dedos con el jugo.
Zizi comía con una finura remilgada, separando los gajos de la naranja y masticando con la mirada baja.
Gracias a la refrescante fruta, y al haber calmado su dolor de estómago, a Hock lo invadió una sensación de bienestar sentado allí en la sombra. El sol blanqueaba la tierra, calentaba las hojas polvorientas en los matorrales cercanos a la choza y rizaba las hojas muertas del suelo. Una extraña presunción asaltó a Hock mientras se erguía en su silla: que él era un jefe, como decían, con sus criados, la sirviente y el loco, a sus pies.
—Es hora de que me vaya —dijo en inglés—. Aquí no tengo nada pendiente.
El enano gruñó. Tal vez estaba murmurando «fi-di-dom». Haciendo pinza con las uñas rotas de dos finos dedos, Zizi se hurgó la nariz disimuladamente, y Hock se sentó y halló un poco de solaz entre tanto absurdo.
Con el recuerdo del dinero sustraído, al día siguiente regresó a la escuela —el interior caliente, los montones de hojas muertas— e hizo una batida en busca de otra serpiente. Había dejado escapar a la Thelotornis. Encontró una víbora bufadora pequeña y se la llevó a la choza. La metió en una canasta y puso sus sobres con el dinero allí dentro, diciendo «Mphiri» y asegurándose de que Zizi y el enano vieran lo que hacía.
Tras más horas de sueño y más fruta y algo de pan con pescado seco, Hock consiguió restablecerse. Sólo le quedaba recuperar su energía habitual. Vivir allí obligaba a tener un trato íntimo con la muerte todos los días, y él se sentía a esas alturas un cadáver. La fiebre había bajado, dejándolo en los huesos. Podría haber muerto, pensaba, y Malabo era un sitio realmente terrible para morir: solo y bajo el calor, entre extraños.