19

Se aferraba a una empinada pendiente negra que se parecía a Morrumbala. Hundía las puntas de los dedos en las grietas de las rocas desprendidas, y sus brazos se extendían en la postura del crucificado; había trepado por el barranco hasta llegar a un saliente, un mínimo asidero, y abrazaba una bolsa de plástico en la que se abultaba un líquido bebible y amarillento. Esa bolsa llena estaba tan tirante que podía reventar en cualquier momento. Llevaba botas y un arnés, y empujaba para abrir una puerta de acero en la pared de granito, pero entonces se daba cuenta de que en el hueco no cabían la bolsa y él. Tenía además a alguien a su lado, una figura que merodeaba por allí y que se parecía a Roy Junkins, aunque llevaba un traje de tres piezas y parecía dubitativo. Se había hecho a un lado en el saliente, y tenía una expresión irónica.

—No funcionará —le decía Hock al hombre escéptico que tenía cerca.

Bájalo.

Esa palabra lo despertó. El sol le quemaba los ojos doloridos, la misma luz que había coloreado su sueño desesperado.

Bájalo.

Apenas había oído esa palabra cuando vio tras la cabeza del muchacho, aumentada por las sombras, una caliente rama en la que los brotes, algunos de ellos hinchados y a punto de reventar, sobresalían como oscuras puntas de lanza.

—¿Qué estás diciendo?

—Ndege.

—Pájaro —dijo Hock.

El chico intentó repetir la palabra inglesa.

—¿Pasa algo con él?

—Está viniendo.

En la confusión soñolienta de Hock las palabras carecían de sentido. Al darse la vuelta, la estera crujió como un mordisco. Se sentía mejor en su ensoñación sobre una pendiente oscura. Cualquier cosa era preferible a la corrosiva luz solar y la tierra húmeda de la choza en la aldea de los niños, y ansiaba poder volver a dormirse para retornar a su sueño.

Mzungu —dijo el chico.

—¡No me llames mzungu! —su grito lo sorprendió a él mismo, contrariándolo aún más. Su tono rabioso era también una invectiva que dirigía contra la choza, con su peste a ratón, a paja agria fermentada y a charcos de cerveza derramada.

El chico dio un paso atrás, perplejo ante el enérgico bufido de protesta de Hock. No era el más mayor, pero sí pertenecía al trío director, casi perpetuamente hoscos tras sus gafas de sol.

—Ndiri ndi njala! —gritó Hock, más alto que la primera vez, animado por el aparente miedo del chico. Hock se aporreó el estómago y emitió un sonido animal de queja.

—Y yo también tengo hambre —dijo el chico en voz baja.

—Tráeme comida —dijo Hock.

—El ndege traerá comida.

Hock se sonrió al oír la palabra. Le corrigió diciendo «mbalame», porque ése era el término preciso para pájaro en sena, y ndege era…, ¿qué?, ¿swahili?

—Té… con agua caliente —dijo Hock, todavía molesto por que lo hubieran despertado de su sueño. Los sueños eran un refugio, y aunque el miedo no se eliminaba, allí nadie moría ni sentía dolor. Frente a eso, la aldea era un atolladero sin salida ni escapatoria—. No me digas que no tenéis agua —protestó Hock ante el vacilante muchacho—. ¡Bebéis del río!

Sin decir nada más, el chico se alejó de allí, y al cabo de unos diez minutos una niña pequeña llevó una taza de lata con agua caliente y un residuo de hojas de té rotas en el fondo.

Mientras bebía, Hock vio en el centro del claro al chico mayor arengando a un grupo; nunca había visto allí a tantos niños reunidos, eran más que los que lo habían acorralado en la orilla. Algunos rezagados se seguían uniendo a ese grupo que crecía como los feligreses de una iglesia. A Hock todo eso le pareció un conato de orden en un sitio caracterizado por el descontrol y la insuficiencia: niños ociosos y vengativos que vivían como cachorros salvajes en las ruinas de una aldea de adultos, donde ninguna de las canastas-granero contenía mazorcas de maíz y los terrenos abandonados sólo daban unos puñados de mandiocas silvestres. Los niños llevaban sus camisetas sucias y sus pantalones astrosos, y algunas de las niñas mayores se cubrían con chitenjes. Todos escuchaban impávidos ese vehemente discurso.

En sus primeros años en Lower River, una reunión de niños tan nutrida habría llenado de esperanza a Hock: los pequeños mostraban atención, seriedad y lo que él identificaba como su gran baza; incluso hambrientos y cansados, trabajaban y conservaban la alegría. Ahora veía a los niños como seres peligrosos, desafiantes, sin capacidad para la empatía, la sensibilidad o ningún recuerdo. La víspera habían estado a punto de lanzarlo al río, cargando con sus cuerpos menudos y escasos, mientras no dejaban de reír ante su desgracia. En el caso de que Hock hubiera acabado debatiéndose en esas aguas verdes, habrían aullado por entero complacidos.

Aunque el resquemor no se había apagado en Hock, no permitiría dejarse llevar por el odio. Sólo había un pensamiento en su cabeza: Deja que se retuerzan. Y un deseo: alejarse de allí, a cualquier sitio que estuviera lejos.

El muchacho alto de las facciones afiladas siguió hablando de un modo ceremonioso y aguerrido, enarbolando el puño. Hock se preguntó si él sería el objeto del discurso, y aguzó el oído para captar la palabra «mzungu», sin éxito. Se repetía en cambio la palabra «ndege»: pájaro, pero ¿qué pájaro? Únicamente se le ocurrió que podría ser algo relacionado con la comida.

Una chica con una camiseta hecha trizas pasó por delante de la choza de Hock llevando una cesta de plátanos. Hock chasqueó los dedos y, sobresaltada, la chica se paró, se arrodilló en una sumisa genuflexión y le entregó dos plátanos. Sola, la niña parecía amedrentada, pero él la reconoció de la víspera —por su camiseta, concretamente por la leyenda «Minnesota Vikings»—, ya que había formado parte de la vociferante jauría de la orilla.

Hock procedió a pelar un plátano morosamente, para alargar ese momento, usando la punta de los dedos, y comenzó a masticar con calma en la sombra de su choza, sin perder de vista a la distante aglomeración de niños. Estaba impresionado por el silencio y la concentración de los pequeños, y también sentía bastante miedo, al ver que un chico algo mayor podía controlar a un número tan grande de niños.

En la sucesión de frases que pasaban por su cabeza, esa narrativa del infortunio en la que se había embarcado, pensó que lo peor de todo no era ni la suciedad ni el calor ni la sed —aunque todo eso lo laminaba—; ni los insectos ni los niños díscolos. Lo peor era la incertidumbre, no saber por la mañana cómo iba a terminar el día.

Un movimiento en la periferia de su campo de visión cortó esa reflexión: una especie de cuerda se juntaba, hinchaba y alargaba a ras de suelo, a través de las crepitantes hojas muertas; una serpiente azulosa y verde, con la apariencia de una culebra africana.

Saludó a la serpiente como si fuera una amiga, una salvadora, un arma, una criatura que había venido para protegerlo. Era algo que podría tener a su lado, algo que podría comerse. Y sonrió a la sierpe. Ya no estaba solo.

Hock le tiró de la cola, la agitó por los aires y le atizó fuerte para que se desenroscara —aunque podría haberle golpeado la cabeza con una violenta sacudida—. Permitió que la serpiente iniciara el ataque, y cuando ésta dio el salto con el cuerpo totalmente extendido, la inmovilizó por detrás de la cabeza. Mantuvo el brazo en alto, consintiendo que la serpiente se enroscara por todo su antebrazo. Era una culebra africana joven, de un metro de largo como mucho, y la dura punta de esa cola le cosquilleaba en el bíceps.

Terminada la soflama, el chico —que no se había quitado su gorra Dynamo ni las gafas de sol— emprendió el camino hasta la choza de Hock. Algunos niños lo seguían sin despegarse de él, y caminaban con una solemnidad anormal. Al ver que se aproximaban, Hock escondió tras la espalda el brazo recorrido por la serpiente.

—Nos vamos —dijo el chico.

—¿Adónde?

—No importa —dijo el chico, y mientras hablaba, los niños, anticipando la confrontación, no perdían detalle de la posible reacción de Hock.

—Porque mi amiga quiere saberlo —dijo Hock, y repitió la frase en sena, en un tono más perverso, para que ningún niño dejara de oírla.

Esta vez las gafas de sol no consiguieron encubrir la estupefacción del chico, que se mordió los labios y dobló los dedos.

—¿De qué amiga habla?

Hock sacó el brazo para dejarlo a la vista de todos y lo levantó en el aire, con el refuerzo de la serpiente. Sujetaba con los dedos la cabeza del reptil, cuya lengua verde y rosácea salía disparada de entre los colmillos. El chico reculó y algunos de los más pequeños gritaron: esas voces silenciaron al resto. Y entonces la pálida garganta de la serpiente se infló, porque estaba asustada.

Hock mantuvo a la serpiente como si fuera un guante feroz, un guantelete, una armadura y un arma al mismo tiempo. Aunque el miedo había hecho callar a los niños, sus gritos iniciales habían atraído la atención de otros que habían asistido al discurso. Muy pronto Hock se vio ante cuarenta niños o más, con los muchachos más grandes entre ellos. Nadie se aventuraba más de lo necesario.

—Nos vamos ahora —dijo el chico mayor tratando de no perder el control mientras se desplazaba levemente hacia atrás.

—Dime adónde —dijo Hock, y puso delante la cabeza de la serpiente—. Díselo a ella. Cuéntaselo a mi amiga. Dile todo a la njoka.

—El campo de fútbol.

—Llámame bambo.

—Padre —dijo el chico tartamudeando torpemente por el miedo. Se apartó un poco para hacerle sitio a Hock.

Ninguno de ellos —ni los niños ni los tres cabecillas— dio un paso adelante. Él, la víctima indefensa, que se despreciaba por estar sucio y por haberse metido en la boca del lobo, en un submundo de crueldad, recuperaba ahora el arrojo al sentir la serpiente bajo su poder, y se complacía al ver esas mandíbulas espumosas, los colmillos en curva y la lengua chasqueante. La hizo girar en redondo y con la mano libre agarró el talego, mientras los chiquillos volvían a gritar y se chocaban entre ellos.

La desbandada pasó por delante de él, y los niños, todos ellos descalzos, desaparecieron en el follaje raquítico de las polvorientas acacias amarillas, con sus ramas y tallos sobresaliendo como unas garras. En cabeza, los tres líderes gritaban «Msanga!» —«¡rápido!»—, una orden insólita en la asfixiante vegetación, bajo un sol de justicia. No había ningún sendero diáfano, aunque los arbustos espinosos y los atrofiados mopanis estaban lo suficientemente dispersos como para crear una red de caminos separados que permitía el paso. Y donde el matorral se volvía más espeso, el enjambre de niños se estrechó para formar en fila india, y avanzó bajo el baldaquino poco profundo de las hojas quebradizas, pateando el terreno y levantando una nube de polvo blancuzco.

La serpiente contrajo sus espirales alrededor del brazo de Hock y siguió dilatando su garganta, porque estaba aturdida. Hock se mantenía por detrás, y junto a él algunos niños murmuraban histéricos, atemorizados al ver a ese hombre que sujetaba la sierpe.

El terreno era tan plano y quedaba tan oscurecido por los arbustos bajos que Hock no podía ver más allá. Debido a que era mucho más grande que esos niños, que podían colarse bajo las pinchudas púas de las delgadas ramas, se veía obligado a fintar retorciéndose y andando de lado. Su talla, era algo que comprobaba ahora —el hecho de ser adulto—, no era una ventaja sino un gran inconveniente entre esos niños, tan numerosos e implacables, que se mostraban indiferentes ante su infortunio y rápidos a la hora de aprovecharse de él.

Su única baza era la serpiente, aunque el brazo se le empezaba a cansar y a calentar con el peso, cada vez más pegajoso por el contacto con ese otro cuerpo. La bolsa se columpiaba en su mano libre, golpeándole en la pierna. Pero no le quedaba otra opción salvo seguir andando, y sospechó que se acercaban ya a su destino, porque oyó gritos que venían de más adelante.

Algunos niños cantaban en voz baja mientras pisaban con cuidado, y él pensó en Zizi, en su modo de entonar con la garganta cuando sentía ansiedad. Al oír el canturreo, se puso triste y nostálgico, y se fijó en las piernas polvorientas de los niños y en sus pantalones cortos desgarrados, y tuvo que recordarse que esos mismos niños habían deseado ver su cadáver ahogado.

Justo antes del mediodía, después de dos horas de caminata, llegaron a una concentración de árboles, cuyas ramas y troncos le hicieron cosquillas y le rasparon en la cabeza. Tras dejar atrás esa zona, llegó a los márgenes de un campo abierto en el que los niños habían comenzado a congregarse.

Vio que otro grupo de niños —¿de dónde habían venido?— se había dispuesto en el otro extremo, en una franja de sombra proyectada por unas ramas salientes. Los niños estaban agachados, sentados o de rodillas; allí no había nadie de pie. Todo el diámetro de ese extraordinario y vacío rectángulo de hierba requemada, con la extensión de un campo de fútbol, estaba oscurecido con otros niños que aguardaban.

Hock se acercó al chico de la gorra negra, y se sorprendió cuando éste se tocó atropelladamente sus gafas de sol y se apartó de allí. Hock sonrió sin soltar la cabeza de la serpiente y levantó el brazo, en el que los aros, bien ceñidos, parecían abultados brazaletes.

—¿Dónde estamos?

—Estamos en el campo —dijo el chico sin dejar de retroceder poco a poco. Parecía que el miedo le hacía perder facultades con el inglés, y hablaba a trompicones, con un acento cada vez más marcado—. En el campo de fútbol.

—¿Qué hacéis aquí?

—Algunas veces los desafiamos —cabeceó hacia los niños sentados y arrodillados en el otro lado del campo—. Jugamos al fútbol. Bailamos. Luchamos.

—¿De quién es este campo?

El chico titubeó y Hock volvió a emplear el recurso de alzar la serpiente.

—Depende —dijo haciendo un esfuerzo.

—¿De qué?

—De quién gana.

—Así que es un campo de batalla —apuntó Hock—. Y ¿peleáis con los puños?

—Con manos. Con palos. Con armas —dijo con una pronunciación cada vez más deficiente.

—Me gustaría de veras saber dónde aprendiste a hablar inglés —el chico seguía retirándose con cada paso que daba, en principio reacio a contestar—. Yo enseñaba antes inglés.

—No es difícil saber inglés —dijo el chico, casi con desprecio.

—¿Qué es difícil, pues?

—Tener comida es difícil. Tener medicina. Tener un teléfono móvil. Tener buenas armas.

Al decir esto, clavó la mirada en la serpiente que Hock sostenía por delante de él, a la altura de la cara del chico: una boca sin labios, los ojos sin vida y sin parpadeos, y la lengua móvil.

—Morirá si le muerde —le advirtió el chico.

—O tú —le replicó Hock. Entonces vio que más chicos penetraban en el campo desde uno de los lados más cortos—. ¿Quiénes son ésos?

—Vienen de la gran ciénaga.

Los dos fueron a guarecerse a la sombra del extremo, puesto que el sol apuntaba ya directamente sobre sus cabezas. El campo plano y polvoriento de hierba seca estaba tan caliente que producía espejismos acuosos, con el calor trémulo elevándose desde los tramos ralos y parduscos del centro.

—¿Qué hacemos ahora?

—Esperar —dijo el chico, casi con mansedumbre, retrocediendo más. Finalmente se giró y se marchó con paso ágil.

Hock sintió que había perdido todo contacto con su otra vida, o con cualquier otro lugar, y recordó que ahora existía en otra era, en otro planeta, convertido en un fugitivo vilipendiado; no un habitante de la superficie de ese mundo, sino del río, en un mundo subterráneo de luces tétricas.

Y ¿a qué estaba esperando? ¿A alguna clase de espectáculo? Un juego quizá, un acto, porque los niños se habían distribuido como espectadores: solemnes, expectantes, de cara al campo abierto. El terreno no estaba comunicado con ningún camino, sólo había una gran extensión pisoteada con polvo calentado al sol y matas de hierba, un área deliberadamente despejada que, en la simetría de su devastación, dejaba entrever la mano del hombre. Él esperaba que no hubieran venido aquí a pelearse, aunque el cansancio y el hambre los hacían parecer desesperados e impredecibles.

Mareado también por el hambre, Hock tomó asiento y aflojó la presión con la que agarraba la serpiente. Tenerla asida le daba confianza; podía enfrentarse a los chicos sin acobardarse; les podía hacer preguntas. Sin embargo, seguía temiendo la temeridad de los niños, y sabía que a pesar del animal le superaban abrumadoramente en número.

El chico con el que había hablado se situaba de espaldas al campo, frente a los niños de la aldea sentados. Parecía estar dirigiendo a los pequeños en una oración, o al menos tratando de sonsacarles respuestas; el muchacho mayor recitaba una frase y los niños la repetían. Una oración, una promesa, un canto de guerra, una amenaza, un lamento; podía ser cualquier cosa.

Los niños en el otro extremo del campo tan sólo miraban, y los que acababan de incorporarse se ponían cómodos en actitud de espera. Todos iban vestidos igual, con las camisetas americanas y bermudas o pantalones raídos. Con las miradas en el campo vacío, esos niños parecían los miembros de un culto cargo[2].

Su paciencia rayaba con la indiferencia, también con una suerte de desesperación; no había tantas expectativas como desencanto. Cuando los niños del lado de Hock terminaron con sus cánticos, se quedaron en silencio parpadeando para alejar las moscas de sus ojos. Ninguno de ellos se sentó cerca de Hock. La serpiente creaba un cerco alrededor de él.

Al poco, el cuerpo de la serpiente se contrajo en su brazo y la garganta volvió a dilatársele; Hock prestó más atención, porque se diría que esa lengua nerviosa hubiera captado una emoción latente en los niños. Parecía obvio que la tensión aumentaba entre ellos, y el propio grupo se contrajo y reconfiguró a medida que aumentaba su concentración. La serpiente también daba la impresión de estar muy alerta, y sus músculos latían y se comprimían sobre el caliente brazo de Hock.

No había nada en el cielo, y sin embargo un sonido lejano, un yak-yak-yak comenzó a hacerse audible y a ganar en intensidad hasta que, como un insecto gigante, un helicóptero surgió de entre la calima polvorienta y se cernió sobre el campo desde una altura considerable.

Así que ése era el pájaro. Un helicóptero azul y blanco, con un logotipo, un escudo dorado en un lateral, bajo el que se leían las palabras «L’Agence Anonyme». Cada vez era más grande. Lo que al principio había parecido una pequeña nave rechoncha se acercó describiendo círculos y fue creciendo durante su descenso, ampliándose más y más. El movimiento giratorio de las aspas del rotor absorbió una densa columna de humo que salía del suelo y que se convirtió en una gran nube marrón.

Antes incluso de tocar tierra, con el descenso aún no concluido, se abrieron las puertas dobles de un lateral, revelando su interior. Entonces sucedieron dos cosas, ambas sorprendentes. Por un lado, empezó a sonar una música rock muy alta, con un ritmo machacón, bum-bum-daba-bum. Y más tarde, ya bajo el nuevo estruendo, que no dejaba de aumentar, un grupo de personas apareció en la abertura. Los dos de delante, flanqueados por africanos, eran un hombre blanco con un sombrero de vaquero y una mujer con botas altas —rubia, con la cara blanquecina, vestida con un traje negro muy ajustado—. Ambos les hacían gestos a los niños y parecían exultantes.

Bum-bum-daba-bum, ¿dónde estaban los altavoces?

La mayoría de los niños se quedaron sentados en el borde del campo, aunque un puñado de ellos, más excitables, especialmente jóvenes, se metió corriendo en esa nube de polvo cada vez más densa. Los pequeños se retorcieron allí dentro, como si se ahogaran, y muchos de ellos volvieron sobre sus pasos. Mientras tanto, el helicóptero se detuvo del todo, hundiendo los largos patines en la áspera hierba y en la tierra suelta del campo. Las dos personas blancas que estaban en la escotilla de la cabina ondeaban las manos, todavía alborozadas. Justo detrás de ellos había un hombre africano de aspecto imponente, vestido con un traje de explorador impoluto. Era más alto que la mujer y el hombre blancos, y parecía dar órdenes con gestos taxativos.

Los niños sentados y arrodillados en el margen del campo estaban listos para correr hacia el helicóptero, pero antes de que se pusieran en pie, el chico de la gorra negra Dynamo se materializó al lado de Hock.

—Pida ayuda a la Agencia para nosotros —dijo.

Mantenía una distancia prudencial, ladeaba la cabeza y escondía los brazos tras la espalda, como si esperase que la serpiente fuera a desenrollarse en cualquier momento para atacarlo.

—Ayúdame a acercarme, aparta a los niños —dijo Hock, que agarró su mochila y enfiló hacia el helicóptero, emborronado en la emergente nube de polvo.

Hock vio la oportunidad de salvarse: tenía que aproximarse y pedir auxilio. Estaba seguro de que los del helicóptero debían de haber advertido ya su presencia: ¿cómo iba a pasar desapercibido allí un hombre blanco y alto, vestido con una camisa de camuflaje y unos pantalones destrozados, con una bolsa en una mano y que blandía como un arma una gruesa serpiente alrededor del brazo derecho?

El chico de la gorra le marcaba el camino, abriéndose paso a codazos a través de la masa de niños. Las aspas del rotor habían parado y el motor estaba en silencio; el único ruido era el de la música —una música aporreante y jovial—, y los niños que habían permanecido retrasados se precipitaron hacia la nave, dentro de la nube de polvo, levantando más polvo a su vez, rodeando a Hock y haciéndolo casi caer.

—¡Aquí! —llamó al hombre y a la mujer situados en la puerta abierta. Qué limpios se veían, fantásticos en sus ropajes; el hombre con sombrero y botas de vaquero, la mujer rubia con ese traje bien ceñido—. ¡Ayúdenme!

Empezaron a arrojar cajas y bolsas a los niños que se hallaban más próximos a ellos. Al principio les entregaban las cosas, pero al cabo de unos segundos se desataron las riñas entre los pequeños, alterando al hombre del sombrero de vaquero, que comenzó a lanzar las bolsas a diestro y siniestro, a veces sacando las cajas a patadas del helicóptero, como si pretendiera distraer a los niños más descontrolados.

Los pequeños, fuera de sí ante la visión de las bolsas, forcejeaban entre ellos.

—Por favor, ayúdenme —exclamó Hock ondeando su talego. Al relajar el brazo derecho, los niños que intentaban alcanzar las cajas lo apartaron con violencia, asestándole un fuerte golpe a la serpiente. Hock sintió que los anillos del animal se aflojaban —la serpiente estaba cegada por el polvo— y le soltó la cabeza para que aterrizara en el suelo. Los coleteos en zigzag de la sierpe sembraron el pánico entre un puñado de niños, que patalearon y salieron en estampida, aplastándole la cabeza al animal.

Hock empujó con todas sus fuerzas, pero aun así su avance era casi imperceptible; esos cuerpos menudos cerraban filas por delante de él. Algunos de los niños más cercanos al helicóptero habían comenzado a trepar para subirse a bordo. Se agarraban a los patines y se aferraban a las riostras, tratando de colarse por entre las piernas del hombre y la mujer de la puerta.

Hock gritaba, pero ni siquiera él se oía por encima del bum-daba-bum. Entorpecido por los pequeños cuerpos magullados, cayó de rodillas entre esos niños belicosos, con las caras sudorosas pintadas de polvo. Así prosternado, Hock tenía la altura de un niño.

Podía distinguir con toda claridad al hombre y la mujer: las caras gafas de sol del hombre y los labios rojos de la mujer, su maquillaje brillante, y esos dientes insólitamente blancos. Otro hombre se colocaba junto a ellos con una cámara de vídeo, y los grababa a ellos o tomaba vistas del exterior. El hombre con el sombrero de vaquero les lanzaba patadas a los niños y los mantenía a raya con las bolsas de comida, y la mujer trataba de guardar el equilibrio. Tenía la boca abierta, y posiblemente gritaba espantada, pero lo único que Hock oía era el bum-daba-bum. Parecía que llevara un disfraz, embutida en ese traje, al igual que el hombre: los dos vestidos como para ir a un concierto o a una fiesta, en marcado contraste con la masa de niños canijos con camisetas sucias que se arañaban unos a otros.

La música no había dejado de sonar, ritmos enérgicos y machacones que ahogaban el clamor de los niños, el chillido de la mujer y las voces de los hombres en la puerta del helicóptero, que ahora parecían gritarse entre ellos. No se oían sus voces, pero sus bocas abiertas y los ojos febriles permitían deducir una escena de puro pánico dentro de esa nube de polvo cada vez más grande.

Hock aún no había desistido de hacerse notar, y se puso en pie y siguió revolviéndose, pasando por encima de los niños o apartándolos a empellones. Sus esfuerzos poseían la indignidad absurda de los mundos oníricos más irracionales e inverosímiles. Todo parecía provenir de un sueño: la lentitud con la que se movía, su patética indefensión o el modo en que era ignorado y humillado, completamente incapaz de atraer la atención sobre sí.

El hombre del sombrero de vaquero miró a Hock a los ojos y levantó sus gafas de sol para verificar la estampa de ese hombre blanco desquiciado. Pareció inclinarse hacia delante, sorprendido, como si lo que veía le resultara increíble. Le dijo algo al hombre que tenía detrás. Pero su cara era pálida y depravada, y la posición de sus mandíbulas no traslucía ni un atisbo de compasión. Dejó que sus gafas de sol se deslizaran de nuevo sobre sus ojos y se volvió para arrojar más bolsas desde el helicóptero, al mismo tiempo que con los pies intentaba contener a los niños que pretendían trepar. Hock se abalanzó hacia allí.

—¡Ayuda! —gritó. Sintió el desgarro en la garganta, pero no oyó la palabra, porque la música había quedado eclipsada por el rugido del motor y el tableteo de las aspas del rotor. Al girar cada vez más rápido, éstas removían mayores cantidades de polvo, y el polvo engullía a los niños y el campo entero. Hock tenía pegada la bolsa al pecho. Dos niños se soltaron de los patines donde habían estado colgados. Cha-cha-cha-cha-cha. El helicóptero se elevó hacia el sol, que lanzaba un extraño resplandor sobre el polvo; la nave parecía un escarabajo al que tragaba una nube tropical.

El tableteo de las aspas del rotor disminuyó y la música se volvió más tenue, pero los gritos de los niños subieron de volumen mientras se disputaban las bolsas y las cajas esparcidas por el suelo. Al ver que andaban ocupados en la rapiña, Hock se dio la vuelta e intentó apartarse rápido del asfixiante polvo, y desde un margen del campo se adentró en la maleza.

Sin embargo, en cuanto se volvió vio, emergiendo de entre los árboles, quince o veinte motocicletas que embestían hacia el centro del campo como una manada de animales ciclópeos. En línea de formación, las motos se fueron agrupando conforme se acercaban a la turbamulta de chiquillos.

Media hora antes, Hock había estado sentado con las piernas cruzadas a la sombra de las hierbas altas y los arbustos en el límite del campo, con la serpiente enrollada a su brazo, sintiéndose poderoso. Luego había reinado la confusión: el helicóptero, la música alta, los extranjeros en la puerta, las cajas y las bolsas de comida lanzadas, los niños fuera de sí, la propia desesperación de Hock. El remolino ascendente de polvo lo había frenado, y la erupción de niños peleándose por las bolsas y las cajas, sacándose los ojos, lo había conmocionado. El helicóptero había despegado generando más polvo, y sus ruidosos rotores apenas habían desaparecido cuando el estruendo de las motocicletas entró en escena.

Hock corría el riesgo de ser atrapado por las motocicletas. Algunas tiraban por el suelo a los niños mientras los conductores se hacían con las bolsas, colocándolas sobre los manillares. Se quitaban a los niños de en medio o perseguían a los que daban tumbos con bolsas en los brazos. Hock esquivó una moto que derrapaba y se dirigió a una de las zonas más vacías del campo; en el camino fue capaz de agarrar una bolsa, un abultado saco de tela que imaginó contendría arroz, harina o mijo.

No podía correr. Tras esprintar durante unos metros, tuvo que parar para tomar aire, y luego continuó ya caminando, con la cara mugrosa por la mezcla de sudor y tierra, dando resoplidos en la nube de polvo que se cernía sobre el campo.

Se dio media vuelta para comprobar cuánto se había alejado, y entonces los muchachos sacudieron los brazos y corrieron hacia él sin dejar de gritar. A pesar de toda su resistencia, Hock se sentía viejo y endeble, incapaz de repelerlos, y el miedo lo atenazó al ver sus caras furiosas, que le mostraban los dientes. Uno de los atacantes echó mano al saco de harina de Hock, otro lo agarró de un brazo…, de aquel en el que había estado enroscada la serpiente.

—Esperad, esperad —dijo Hock tratando de calmarlos, porque sabía que carecía de la fuerza necesaria para zafarse—. ¿Qué es lo que queréis?

Eran dos de los muchachos mayores de la aldea de los niños. Ellos lo habían conducido hasta allí enterados de que un helicóptero iba a llegar cargado de… ¿qué?, ¿famosos?, ¿políticos? que distribuirían comida. Uno era el que lo había despertado esa mañana con la palabra «bájalo».

—Espere, usted no ir.

—Soltadme el brazo —ordenó Hock sintiendo aversión hacia esa mano sucia que tenía encima, hacia su huesudo agarre—. Llévate la bolsa de comida…, toda para vosotros.

—Nosotros le queremos aquí —dijo el chico mayor.

A pesar de la larga caminata para llegar allí, de la lucha en el campo y de la confusa persecución, los chicos no se habían desprendido de sus gafas de sol, y uno de ellos aún conservaba la gorra negra que lo identificaba en la aldea.

—Tengo que irme a casa ahora —dijo Hock, y absurdamente, con una insistencia estridente y una formalidad pomposa—: ¿No me entendéis? ¡Tengo compromisos! ¡Asuntos por resolver!

—No hace falta —dijo el chico, sin ceder un ápice.

El otro muchacho tiraba ahora de la camisa de Hock, y sus dedos asieron la correa de su talego. Aunque ninguno de los muchachos tenía la talla o el peso de Hock, lo llevaban de regreso a rastras. El polvo era denso, punteado por la luz sucia del sol, y las altisonantes quejas y gemidos de los niños que reñían en mitad del campo dibujaban un panorama aún más estremecedor: las protestas de los niños, el estrépito de las motocicletas. Hock se sentía menoscabado, desazonado por todo ese griterío y por el calor. No podía articular palabra, tenía arenilla en la boca y se asfixiaba en el aire sucio.

Mientras conducían a la fuerza a Hock, algo impactó contra el chico que tenía a un lado, y en ese mismo instante una moto rugió. El otro muchacho le soltó el brazo y escapó trastabillando.

—Suba, padre —lo llamó con impaciencia el piloto, y luego más alto—: ¡Suba!

Hock pasó la pierna por encima del asiento y se agarró al hombre, que aceleró hacia la muchedumbre. Pasó un minuto antes de que se diera cuenta de que era Manyenga, que parecía reírse, pero no, eran tan sólo los dientes y los labios de una máscara furiosa, que gritaba para que los niños se apartaran.