VIII

Mientras cruzaba el césped en dirección a la casa oí sonar el tocadiscos. Alguien había puesto la canción Estoy empezando a ver la luz del disco de Gerry Mulligan. Mi ira contra la inspiración de Bertilsson me abandonó en seguida: me sentía cansado, sudoroso, desorientado. El olor a tocino asado llegó hasta mí juntamente con el sonido de la trompeta de Chet Baker. Subí al porche y me sentí súbitamente más frío.

Alison Updahl, masticando algo y vestida con su uniforme, apareció en la puerta de la cocina. Su camiseta deportiva era de color azul pálido.

—¿Dónde estabas, Miles?

Pasé de largo ante ella. Cuando llegué al viejo sofá de bambú, me dejé caer en él, haciendo crujir sus juntas.

—¿Te importa que apague la música? No creo que pueda escucharla ahora.

—No te importará que yo…

Señaló hacia el tocadiscos y se encogió de hombros.

—No tiene importancia —respondí. Me incliné y levanté con dedos temblorosos el brazo del tocadiscos.

Eh, has estado en la iglesia —dijo ella, sonriendo. Había reparado en mi corbata y en mis rayados pantalones—. Me gustas con esa ropa. Te da un aire distinguido y anticuado. ¿Pero no es pronto para que haya terminado el servicio?

—Sí.

—¿Y para qué has ido allá? No creo que quieran verte allí. Asentí con la cabeza.

—Piensan que intentaste suicidarte.

—No es eso todo lo que piensan.

—No les dejes que te fastidien. Tú y el viejo Hovre estáis en buenas relaciones, ¿verdad? ¿No te invitó a su casa?

El telégrafo de la selva.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo he dicho yo?

—Todo el mundo lo sabe, Miles —volví a recostarme en el sofá—. Eh, eso no significa nada. No realmente. Es sólo que hablan. —Estaba tratando de animarme—. No significa absolutamente nada.

—Está bien —dije—. Gracias por el pensamiento positivo. ¿Has venido sólo para darme los discos?

—Ibas a reunirte conmigo, ¿recuerdas?

Echó hacia atrás los hombros, sonriéndome, y se puso las manos en los riñones. Si el vestido que llevaba tenía costuras, se estaba estirando. Su olor a sangre permanecía suspendido entre nosotros, sin aumentar ni disminuir.

—Ven. Vamos a una aventura. Zack quiere hablar contigo.

—Las mujeres harían grandes generales —dije, y la seguí afuera. Minutos después, pasábamos en el coche por delante de la iglesia. Llegaba hasta la carretera el sonido de los cantos. Ella miró los coches aparcados, miró a la iglesia y, luego, se volvió hacia mí, con una expresión de verdadero asombro.

—¿Te has salido antes de terminar? ¿Te has marchado?

—¿Tú qué crees?

—¿Delante de todo el mundo? ¿Te han visto?

—Todos y cada uno de ellos. —Me aflojé el nudo de la corbata. Ella se echó a reír.

—Eres un verdadero cowboy, Miles.

Rió de nuevo. Era un sonido agradable, humano.

—Vuestro pastor parece pensar que soy un asesino sexual. Estaba clamando por que me apresaran.

Su buen humor se extinguió pronto.

—No, tú no —dijo, casi en un susurro.

Recogió las piernas bajo el cuerpo y permaneció un largo rato en silencio.

—¿Adónde vamos?

—A uno de nuestros sitios —su voz era inexpresiva—. No deberías haberte marchado. Eso sólo les hace pensar que estás intentando engañarles de alguna manera.

Era mejor consejo que el de Oso Polar, pero era demasiado tarde. Se dejó resbalar en el asiento hasta apoyar la cabeza sobre mi hombro. Yo había experimentado demasiadas y rápidas variaciones de sentimientos y de emociones, y este gesto casi me hizo llorar. Su cabeza permaneció apoyada en mi hombro mientras rodábamos hacia Arden a través de las empinadas colinas calcinadas por el sol. Yo estaba deseando verla entrar en «Freebo’s» como si bajo sus pies, calzados con sandalias, no hubiera tablas de madera, sino una alfombra roja. Esta vez, pensé, ambos necesitaríamos una misteriosa protección de «quien era Zack» para entrar en «Freebo’s».

Pero no era a «Freebo’s» adonde me llevaba. A un poco menos de dos kilómetros de Arden, nos aproximamos al punto en que arrancaba un camino de tierra aplastada en el que yo no había querido fijarme, y ella se enderezó y dijo:

—Frena.

La miré. Tenía la cabeza vuelta, mostrando un romo perfil bajo el rubio mechón de pelo.

—Para aquí.

Detuve el «Nash».

—¿Por qué aquí?

—Porque aquí nunca viene nadie. ¿Qué tiene de malo este sitio? Lo tenía todo de malo. Era el peor sitio del mundo.

—Yo no voy a subir ahí —dije.

—¿Por qué? Es sólo la vieja presa Pohlson. No tiene nada de particular.

Me miró, con cara de concentración.

—Oh, ya sé por qué. Porque ahí es donde murió mi tía Alison. Aquella cuyo nombre me pusieron después.

Yo estaba sudando.

—Son de ella esas fotos que tienes en tu cuarto de trabajo, ¿verdad?

¿Crees que yo me parezco a ella?

—No —dije en voz baja—. No realmente.

—Era mala, ¿verdad?

Percibí de nuevo su acaloramiento, exhalando aquel olor. Detuve el coche. Alison dijo:

—Ella era como tú. Era demasiado rara para la gente de por aqui.

—Supongo.

Yo estaba reflexionando.

—¿Estás en trance o algo? —Me dio un golpecito en el hombro—. Despierta. Tuerce por el camino.

—Quiero hacer una prueba. Un experimento. Le dije lo que quería que hiciese.

—¿Prometes subir después? ¿No te largarás? ¿No es un truco?

—Prometo subir después —dije—. Te daré cinco minutos.

Me incliné y abrí la portezuela de su lado. Ella cruzó la desierta carretera y empezó a subir por el camino de la presa.

Durante dos o tres minutos esperé en el calor del coche, mirando sin ver a lo largo de la carretera. Entró una avispa por la ventanilla y se golpeó varias veces contra el parabrisas antes de enfurecerse y acabar saliendo por casualidad por la ventanilla del otro lado. A mucha distancia carretera abajo, una granja de pollos ocupaba los campos a la izquierda, y blancas motitas, que eran los pollos, se movían a sacudidas sobre la verde extensión, bajo el sol. Levanté la vista hacia un liso cielo azul. Sólo se oía el trinar de un pájaro.

Cuando salí del coche y quedé de pie sobre el pegajoso asfalto de la carretera me pareció oír una débil voz llamando; si era una voz, parecía indistinguible del paisaje, procedente de ningún punto en particular; podría haber sido un soplo de brisa. Monté de nuevo en el coche y subí por el camino hasta la presa.

El día en que volví a la granja Updahl había esperado experimentar una viva emoción, pero no había sido así; en cambio, el acto de salir al terrible calor de la herbosa zona próxima a la presa me causó un impacto sólo a medias anticipado. Me afiancé en el presente, apoyando la palma de la mano en el achicharrante metal del techo del «Nash». Todo parecía casi igual. La hierba era más oscura, debido al seco calor del verano, y las dispersas rocas que asomaban en el suelo parecían más dentadas y prominentes. Vi el mismo espacio liso y gris donde habían estado los barracones de los obreros. La cortina de matorrales sobre la propia presa se había tornado menos tupida, las pequeñas hojas semejaban breves pinceladas secas y oscuras. Entre ellos y mi coche se hallaba detenida una polvorienta furgoneta negra. Retiré la mano del ardiente metal del coche y caminé por el sendero que llevaba entre los matorrales hasta los rocosos escalones que bajaban hacia el borde de la presa.

Estaban los dos allí. Alison se hallaba sentada con los pies en el agua, mirándome con expectante curiosidad. Zack, con un signo de exclamación blanco en su traje de baño negro, sonreía, chasqueando los dedos.

—Es el hombre —dijo—. Es mi principal hombre.

—¿Has gritado?

Zack soltó una risita.

—Puf —exclamó con un chasquear de dedos.

—¿Qué si he gritado? ¡Con toda mi alma!

—¿Cuánto tiempo?

—Un par de minutos. ¿No me has oído?

—Creo que no —respondí—. ¿Has gritado todo lo fuerte que podías?

—Estoy prácticamente ronca —contestó ella—. Si hubiera seguido gritando, me habría roto algo.

Zack dobló las piernas y se sentó sobre el negro montón de su ropa.

—Es la verdad. Ha vociferado realmente. ¿Y a qué viene todo esto?

¿Qué te propones?

—Solamente descubrir una vieja mentira —dije.

—Estás demasiado aferrado al pasado, Miles. —Su sonrisa se hizo más intensa—. Cristo, vaya ropa que traes. ¿Qué clase de ropa es ésa para ir a nadar?

—No sabía que iba a nadar.

—¿Qué otra cosa se hace en una presa?

Me senté con las piernas por delante sobre la caliente roca. Miré hacia los matorrales, por encima de mí. Allí habrían estado escondidos, esperando a saltar. Allí era donde habían estado. Sentía deseos de estar en cualquier otro lugar que no fuera aquél. Podía oler el agua, y era el olor de Alison.

—Llevo veinte años fuera de aquí —dije—. No sé qué hacéis aquí.

—Es un sitio estupendo para madurar ideas —dijo Zack, tendido al sol.

Las costillas se le marcaban como varillas bajo la piel, y sus brazos y piernas eran flacos y cubiertos de un poco tupido vello negro. Su cuerpo parecía obsceno, delgado. Bajo la negra franja del traje de baño resaltaba un prominente bulto sexual.

—He pensado que había llegado el momento de que nos volviéramos a ver —hablaba como un general llamando a su ayudante—. Tenía que darte las gracias por los libros.

—Me parece muy bien —dije.

Me quité la corbata y la tiré, así como la chaqueta que había llevado al brazo. Luego, me saqué la camisa de los pantalones y me la desabroché hasta la mitad para dejar entrar el aire.

—Miles ha ido a la iglesia —dijo Alison desde el borde de la presa—. El viejo Bertilsson ha vuelto a predicar sobre él.

—¡Ja, ja, ja! —rió estrepitosamente Zack—. Ese viejo imbécil. Debería estar haciendo florecitas de papel, ¿verdad? Odio a ese gruñón. O sea que piensa que eres el Merodeador Enmascarado, ¿eh?

—¿Has traído toallas? —preguntó Alison.

—¿Eh? Claro que he traído toallas. No se puede ir a nadar sin toallas. He traído tres.

Zack rodó sobre su vientre y me examinó.

—¿Es verdad? ¿No tengo razón?

—Más o menos.

Hacía demasiado calor para mis pesados zapatos, me desabroché y me los quité.

El Hombre de Hojalata dijo:

—Bueno, si has traído toallas, yo me voy a bañar. Me duele la garganta de tanto gritar.

Miró por encima del hombro a Zack, que agitó indulgentemente la mano en un gesto de «haz lo que quieras».

—Voy a hacerlo a pelo —dijo ella, y me miró.

Aún no había superado sus deseos de sorprender.

—No puedes asustarle, es el Merodeador Enmascarado —dijo Zack. Ella se puso en pie, enojada, dejando en la piedra las oscuras huellas de sus arqueados pies, y se sacó por la cabeza la camisa azul. Sus senos colgaban, grandes y sonrosados, contra su pecho.

Se quitó con movimientos bruscos los pantalones, dejando al descubierto la totalidad de su menudo y bien moldeado cuerpo.

—Si eres el Merodeador Enmascarado, ¿no has estado muy ocupado últimamente? —preguntó Zack.

Miré a Alison, que se dirigió al borde de la presa y se detuvo allí, juzgando el agua unos momentos. Quería apartarse de nosotros.

—Eso no tiene ninguna gracia —dije.

Ella levantó los brazos y, luego, utilizó los músculos de las piernas para saltar al agua en limpia zambullida. Cuando su cabeza rompió la superficie del agua, empezó a nadar a braza a través de la presa.

—Bueno, ¿y qué te parece ese tipo?

—¿Qué tipo? —Se me tornó confusa la mente por un momento, y pensé que se refería a Alison Updahl.

—El asesino.

Estaba echado de costado, con una expresión alegre. Parecía rebosante de entusiasmo, como si borbotearan numerosos secretos en su interior. Sus ojos, muy grandes ya, parecían ser todo pupilas.

—Me encanta el tío. Ha hecho algo más, ¿sabes?, algo que la mayoría de la gente no sabe todavía.

—¿Eh?

Si eso era conocido por mucha gente, había fracasado la estrategia de Oso Polar.

—¿No aprecias la belleza de eso? Hombre, ese D.H. Lawrence sí la habría apreciado. El tipo que escribió esos libros. Hay mucho en ellos.

—No creo que Lawrence simpatizara jamás con asesinos sexuales.

—¿Estás seguro? ¿Estás realmente seguro? ¿Y si un asesino estuviese del lado de la vida? ¿Eh? Le he echado un vistazo a ese libro Mujeres enamoradas,… no lo he leído todo, sólo las partes que tienes subrayadas. Quería conocerte mejor.

—Oh, sí. —Era una idea terrible.

—¿No habla de escarabajos? Dice que algunas personas son escarabajos. ¿Quién debe morir? Tienes que vivir conforme a tus ideas, ¿no? Mira la idea del dolor. El dolor es un instrumento. El dolor es un instrumento para la liberación.

—¿Por qué no dejáis de hablar y venís a nadar? —llamó Alison desde el centro de la presa. Yo tenía el rostro cubierto de sudor.

Los negros ojos de Zack me miraban fijamente, sin parpadear.

—Quítate la camisa —dijo.

—Creo que lo voy a hacer —dije, terminé de desabrochármela y la dejé caer encima de mi chaqueta.

—¿No crees que se debe matar a los individuos que no son más que estúpidos escarabajos? Por eso es por lo que admiro a ese tipo. El va y lo hace.

Habíamos dejado a Lawrence muy atrás, pero yo sólo quería dejarle divagar para que terminase antes.

—¿Ha habido otro? ¿Otro asesinato?

—No lo sé, pero dime una cosa. ¿Por qué iba a parar?

Asentí con la cabeza. De pronto, todo lo que quería era estar en el agua, sentir de nuevo a mi alrededor las frías aguas de la presa.

—Quizá mi parte favorita del libro es lo de la hermandad de sangre —dijo Zack—. Me encanta esa parte de la lucha entre dos hombres desnudos. Tú la tienes subrayada casi entera.

—Es posible —dije, pero él había cambiado de nuevo.

—El es libre, ¿sabes?, quienquiera que sea ese tipo es totalmente libre. Nadie le va a parar. Él ha abandonado todas las viejas represiones. Y si pensara que alguien se iba a interponer en su camino, bang, se desharía de él.

Esta conversación me estaba recordando penosamente la tarde que había pasado con Paul Kant; era incluso peor. Donde Paul Kant se había mostrado apagado y reprimido, este flaco muchacho se manifestaba vibrante de convicción.

—Como le hizo Hitler a Roehm. Roehm se interpuso en su camino, y él le aplastó, simplemente, con el pie. La noche de los Cuchillos Largos. Bang. Otro escarabajo muerto. ¿No ves la belleza que hay en eso?

—No —dije—. No hay ninguna.

Tenía que alejarme de él, y cuando Alison volvió a gritarnos, dije:

—Hace demasiado calor para esto. Creo que voy a nadar un poco.

—¿Vas a bañarte a pelo? —Sus vehementes ojos me miraban despreciativamente.

—¿Por qué no? —dije irritado, y me despojé del resto de mis ropas. Zack se puso en pie cuando lo hice y se quitó su escueto traje de baño negro. Nos lanzamos juntos al agua. Yo sentía, más que veía, al Hombre de Hojalata mirándonos desde el centro de la presa.

El agua me golpeó como una sacudida eléctrica. El recuerdo de la última vez que había estado en la presa me golpeó también, con mucha más fuerza, y me pareció verla tal como la había visto entonces, fulgurantes sus manos y sus pies. Luego, me di cuenta de que no era mi Alison, sino la hija de mi primo, una forma femenina más adulta. Bajo el agua, moví vigorosamente las piernas, deseando experimentar el acceso de emoción lejos de los otros dos. Era como una tenaza en torno a mi pecho, y por un momento, huyendo de las piernas que colgaban en el agua, creí morir de emoción. Me latió violentamente el corazón, agité las piernas unos momentos más y, luego, emergí a la superficie, respirando ruidosamente.

El sonriente rostro de Zack estaba a un metro de distancia, con aire absurdamente joven bajo los chorreantes cabellos negros. Sus ojos parecían no tener esclerótica. Dijo algo inaudible, con voz estrangulada por su propio placer.

Luego lo repitió.

—Aquí es donde sucedió, ¿verdad, Miles? —exudaba un desbocado júbilo.

—¿Qué? —dije, con una helada sensación en el estómago.

—Tú y tía Alison. ¿Eh? —Sus labios se curvaron en una extraña sonrisa.

Di media vuelta y empecé a nadar con todas mis fuerzas hacia el borde de la presa. Su voz estaba llamando, pero no a mí.

El agua estaba siendo agitada detrás de mí. Ahora me estaba llamando.

—¿No hablas, eh? ¿No hablas, eh? Su voz era estridente y brutal.

A un par de metros de la orilla, sentí que una mano me agarraba del tobillo. Cuando traté de liberarme golpeando por la pierna libre, otra mano me agarró de la pantorrilla, y fui estirado hacia atrás y hacia abajo. Mientras dos manos me agarraban las piernas, otras dos manos presionaban sobre mis hombros, y sentí un pesado cuerpo montado sobre mi espalda que empezaba a oprimirme el pecho. El cuerpo de arriba se inclinó hacia delante para rodearme el cuello con los brazos y unos blandos pechos se apretaron contra mí. Arqueé el cuerpo bajo el agua, pero ella me apretó con más fuerza, expulsando el resto del aire de mis pulmones. Juegos, pensé, y di unas brazadas, pensando que mi aliento duraría más que el de ella. Zack continuaba agarrado a mis tobillos. Agité displicentemente las piernas, decidido a no darles la satisfacción de una lucha. Luego me di cuenta de que ella estaba lo bastante cerca de la superficie del agua como para sacar la cabeza y respirar, y un acceso de miedo me hizo luchar.

Me revolví violentamente, pero ella me obligó a sumergirme más profundamente en el túnel de agua. Las manos que me sujetaban las piernas soltaron su presa, y comprendí que también Zack estaba subiendo para respirar. Mi pecho pugnaba por inhalar aire. Apareció Zack ante mí bajo el agua, y levantó los brazos hacia mis hombros. Le lancé un puñetazo, pero el golpe quedó ridículamente amortiguado por el agua. El me clavó los dedos en los hombros y me sostuvo boca abajo en el agua. A caballo sobre mí, el Hombre de Hojalata apretaba y apretaba.

Si hubiera estado solamente con el Hombre de Hojalata, podría haberme desasido de ella, pero mientras Zack me sujetase los brazos no podía hacer más que forcejear, agravando mi problema de aire. Al irme debilitando, Zack se acercó más y me puso las manos en la cintura, haciéndome descender más aún. Me di cuenta, con sorpresa y horror, de que él estaba en erección cuando una carnosa porra me golpeó en la cadera.

Aspiré entonces una bocanada de agua ardiente, y comprendí que iban a matarme.

Luego, sus manos y sus brazos se apartaron, el peso de Alison se desplazó de mi espalda, y fui elevado a la superficie.

Agarré el borde rocoso de la presa, tosiendo penosamente. Un chorro de agua brotó de mi boca, como vomitada. Era imposible salir de la presa; me sostuve con mis débiles manos e incliné la cabeza sobre el hombro. Al cabo de un momento, pude izarme lo suficiente para que mis antebrazos reposaran sobre la ardiente piedra y apoyé en ellos la cabeza. Por entre los entornados ojos, sin reconocer realmente lo que veía, advertí que Zack emergía del agua y se dirigía a la roca con la flexibilidad de movimientos de una anguila. Luego, se inclinó para coger del brazo a la desnuda muchacha. Ese bastardo casi me mata, y eso le ha excitado sexualmente, pensé, y una emoción que era una mezcla de miedo y de ira me dio la energía para subir al reborde de piedra. Permanecí tendidO al sol, estremeciéndome, notando en la piel la quemadura de la caliente roca.

Se sentó a mi lado. Vi sólo un delgado flanco con finos pelos negros sobre la blanca piel.

—Eh, Miles. ¿Estás bien?

Rodé sobre mí mismo, alejándome de él. La ardiente piedra me abrasaba. Cerré los ojos, tosiendo todavía. Cuando abrí los ojos, ambos estaban de pie ante mí, tapándome el sol. Sus siluetas se recortaban negras sobre el azul del cielo. Alison se arrodilló para cogerme la cabeza entre las manos.

—Déjame en paz —dije, y me aparté—. ¿Habíais planeado esto?

—Ha sido una broma, Miles —dijo él—. Estábamos jugando.

—El pobre Miles casi se ahoga —dijo con tono mimoso Alison, y se acercó y volvió a apretarse contra mí.

Me sentí envuelto en una fría y húmeda piel. Involuntariamente, miré a Zack.

—Lo siento, hombre —dijo, mientras se manipulaba distraídamente los testículos.

Aparté los ojos, y me encontré mirando los suaves pechos y el firme vientre de Alison.

—Dame una toalla —ordené, y Zack se dirigió hacia el montón de ropa.

Alison acercó más su rostro al mío.

—Es aquí donde sucedió, ¿verdad? Puedes contárselo a Zack. Podrías contarle cualquier cosa. Por eso es por lo que quería reunirse contigo aquí. Oyó hablar del asunto en «Freebo’s». Por eso es por lo que sabe que le comprendes. Quiere que seáis hermanos. ¿No has oído lo que decía?

Luché por incorporarme, y al cabo de un momento ella me soltó. Zack se acercaba hacia mí con una toalla rosa en una mano. La otra mano sostenía una navaja abierta. Retrocedí.

Cuando Zack vio la expresión de mi cara, me echó la toalla dijo:

—Eh, hombre. Quiero quitarte la venda. Ya no te sirve del nada.

Tras anudarme la toalla en torno a la cintura, me miré la mano izquierda. Estaba envuelta en un empapado y flojo amasijo de gasa medio separada ya de la palma. Zack cogió mi mano en suya y, antes de que yo tuviera tiempo de retirarla, cortó limpiamente el montón de gasa y, luego, hizo lo mismo con la venda en un rápido movimiento.

Sobre la base de mi dedo pulgar había un rojizo triángulo de piel nueva, definido por una fina línea roja en los tres lados. Me lo toqué cautelosamente con rígidos dedos. La piel era muy fina, pero había curado. Zack tiró a los matorrales el empapado envoltorio de gasa y venda. Le miré, y sus ojos estaban entusiasmados y jubilosos. Su rostro era muy joven, enmarcado por su larga y suave cabellera de indio.

—Eres mi mejor amigo —dijo.

Extendió la palma de la mano izquierda, y se intensificó en mi mente la imagen de él como un indio flaco y de blanca tez. Estaba allí, huesudo, marcándosele las costillas bajo la piel, chorreando, moviéndose a un lado y a otro, resplandeciente. Sus caninos ojos estaban llenos de brillante luz.

—Te lo voy a demostrar, Miles. Podemos ser hermanos.

Levantó la navaja como un escalpelo y se dio deliberadamente un tajo en la palma de la mano izquierda. Luego, dejó caer la navaja y continuó con la palma extendida hacia mí, invitándome a que oprimiera la mía contra ella. Alison lanzó un grito cuando levantó la vista al oír el ruido de la navaja contra la piedra y vio gotear la sangre sobre la roca.

—¡Miles! —chilló—. ¡Ve a la furgoneta! ¡Trae las vendas! ¡Corre!

El rostro de Zack no varió lo más mínimo; continuaba envuelto en su resplandeciente luz.

—Tu lo hiciste —dije, empezando a comprender las dimensiones de lo que había visto—. Eres tú.

Zack permanecía mirándome con expresión radiante y una leve sonrisa. Para escapar a la luz de la sonrisa, eché a correr por delante de él, por delante del Hombre de Hojalata que se dirigía apresuradamente hacia Zack, y me precipité, descalzo y con la toalla aleteando, hacia la negra furgoneta.

Cuando estiré de la manilla de las puertas traseras y las abrí, algo que había estado apoyado contra una de ellas cayó sobre el polvo. Miré hacia abajo y vi una forma familiar que terminaba de rodar. Era una de las viejas botellas de «Coca-Cola».

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó ella, todavía desnuda y evaporada ya toda el agua que antes mojaba su cuerpo, a excepción de sus oscuros cabellos, mientras el ejemplar de Ella comenzaba a hundirse en el agua de la presa.

Yo notaba la presencia de Zack detrás de nosotros, de pie junto a su navaja sobre la caliente piedra, y me daba cuenta de que tenía demasiadas razones como para poder englobarlas en una sola respuesta. Yo estaba enviando una parte de Alison al lugar en que ella había muerto; me sentía furioso con cos dos y conmigo mismo por no saber cómo habérmelas con lo que había sospechado, pues la vista de la botella de «Coca-Cola» me había traído con toda claridad a la mente lo que me había contado Oso Polar Hovre; simplemente, me sentía lleno de ira y disgusto, y arrojar algo que yo estimaba era la forma más sencilla de expresar que había mirado al rostro de la condenación. Cuando subí a la trasera de la furgoneta, vi, brillando entre el revoltijo de piezas de repuesto, uno de los tallados pomos que yo había quitado de mi mesa.

—Apártate de él —dijo Zack—. Ally, lárgate de ahí echando leches.

—¿Por qué?

—No lo comprendes. Nadie lo comprende.

—Hazme caso, por favor —dije, muy consciente, pese a todo, del escultural cuerpo de la desnuda muchacha hacia la que me estaba inclinando.

Aquella noche y la siguiente soñé en que volvía al flotante horror azul, suspendido, muerto, más allá de toda posibilidad de ayuda o perdón. Era la presa, la implacable y profunda agua de la presa, el más grande pecado de mi vida, aquel ante el que más desvalido me había sentido, y el crimen mayor que conocía. El crimen por el que ella nunca podría perdonarme. Aun en sueños, creo que lloré y rechiné los dientes. Ellos habían estado allí, y yo no había sido capaz de expulsarlos, aquellos asesinos de su vida y de la mía. Era una culpa insondable. Solamente con su regreso quedaría yo liberado. Dos veces me había sumergido en las frías aguas de la presa, dos veces había respirado en ellas y ambas veces había emergido vivo: también eso era un crimen ya que ella no lo logró.

El domingo por la noche desperté con angustia hacia las dos de la madrugada, olfateé el aire como un animal del bosque y bajé las escaleras a tiempo para cerrar las llaves del gas y de la cocina. La repetición demostraba que la causa era un simple fallo mecánico, aunque se trataba de un fallo capaz de provocar fatales resultados. Lo que me había despertado, y por lo tanto me había salvado, era el timbre del teléfono. Le había dicho una vez a Alison que si recibía de noche una de «esas» llamadas no la contestaría. Pero después de cerrar las llaves del gas y abrir una ventana para dejar que entrase el fresco aire del campo, me encontraba en el estado de ánimo perfecto para ocuparme de Aliento de Cebolla.

—Apestosa y reptante comadreja —exclamé al teléfono—. Serpiente lisiada y repugnante que te arrastras cobardemente.

Incapaz de sintaxis, pero con una buena provisión de adjetivos, continué hablando hasta que él (ella) colgó. No podía volver a la cama y a aquella dominante pesadilla. Hacía mucho frío en la cocina, agité unos periódicos para disipar el gas y cerré la ventana. TraS echarme sobre los hombros una manta que cogí del dormitorio de la planta baja, regresé a la cocina, encendí una lámpara de queroseno y un cigarrillo y combiné varios elementos más propios de Alison, ginebra, vermut, cascara de limón, hielo. Su bebida, que yo había estado bebiendo todas las noches. Envuelto en la manta, tomé el martini y me senté en una de las sillas de la cocina junto al teléfono. Yo quería otra llamada.

Media hora después, cuando la persona podría haber considerado que yo había vuelto a dormirme (pensé), volvió a sonar el teléfono. Lo dejé sonar tres veces, luego cuatro, luego dos más, escuchando cómo se extendía por la fría casa el sonido de la campanilla. Finalmente, levanté el brazo, descolgué el aparato y me lo acerqué a la boca para hablar en él. Pero, en lugar de respiración oí lo que había oído antes una vez, un ruido de palpitantes susurros, inhumano, como el de alas batiendo el aire, y el auricular estaba tan frío como el sudoroso vaso de mi martini, y fui incapaz de pronunciar una sola palabra; no podía mover la lengua. Dejé caer el helado auricular, me envolví más fuertemente en la manta y subí a acostarme de nuevo. La noche siguiente, como he dicho, después del día que fue el primer punto de inflexión, entré en el mismo sueño flotante y surcado de culpabilidad, pero no recibí ninguna llamada anónima, ni de vivos ni de muertos.

El día —lunes— que señaló mi paso al conocimiento y que fue el interregno entre estas dos terribles noches, bajé a comer y pregunté a una impasible Tuta Sunderson cómo se cortaba el gas antes de que llegase a la cocina. Con expresión más desaprobadora aún, se inclinó sobre el fogón y señaló con un obeso dedo a la tubería que bajaba por la pared.

—Está en esa tubería. ¿Por qué?

—Para poder cerrarla de noche.

—No me venga con cuentos —murmuró, o así me lo pareció, mientras se volvía y metía las manos en los bolsillos de su chaqueta de punto. Más audiblemente, dijo—: Armó un buen alboroto ayer en la iglesia.

—Yo no estaba allí para verlo. Confío en que las cosas fueran bien sin mí.

Mordí una hamburguesa y descubrí que no tenía apetito. Mi relación con Tuta Sunderson había degenerado en una parodia de mi matrimonio.

—¿Tenía miedo a lo que estaba diciendo el pastor?

—Por lo que recuerdo, hizo un comentario muy agradable sobre mí traje —dije.

Cuando empezó a dirigirse hacia la puerta, dije:

—Espere. ¿Qué sabe de un chico llamado Zack? Creo que vive en alguna parte de Arden. Alto y delgado, con peinado a lo Elvis Presley. Amigo de Alison. El la llama «Ally».

—No conozco a ese chico. Si va a desperdiciar una buena comida, salga de la cocina para que yo pueda trabajar.

—Santo Dios —exclamé, y me levanté de la mesa y salí al porche. Aquel frío hálito de espíritu que sólo podía sentirse en aquellos veinte metros cuadrados se hallaba intensamente presente, y comprendí con una certidumbre plena, por una vez no de alegría sino de resignación, que Alison aparecería el día que ella había fijado veinte años antes. Su liberación sería la mía, me dije. Solo más tarde me di cuenta de que cuando Tuta Sunderson decía que no conocía a aquel chico, quería decir no que el chico fuese un desconocido para ella, sino que le conocía bien y que le detestaba.

Sin embargo, si mi liberación debía ser total, había cosas que yo necesitaba saber, y una serie de golpes y martillazos procedentes del alargado rectángulo de aluminio del cobertizo me sugirió una oportunidad de averiguarlas. Dejé tras de mí la quejumbrosa voz de Tuta Sunderson, salí del porche y empecé a caminar bajo el sol hacia el sendero.

Los ruidos fueron aumentando mientras me acercaba, y finalmente se unió a ellos el sonido de los gruñidos de esfuerzo de Duane. Pasé por entre el amontonamiento de piezas oxidadas y material abandonado que había ante la puerta delantera del cobertizo y avancé sobre su polvoriento suelo. Bajo el alto techo de metal, Duane estaba trabajando en la semioscuridad, golpeando con una vieja llave inglesa en la base de la caja de cambios de un tractor. Se había quitado antes su picudo gorro, que yacía en el polvo junto a sus botas.

—Duane —dije.

No me oyó. La sordera puede que fuera tanto interna como causada por el terrible estruendo que estaba produciendo, pues en su rostro se hallaba tallada la iracunda y frustrada máscara común a los hombres entregados total e impacientemente a algún trabajo de reparación.

Le llamé de nuevo, y su cabeza se volvió hacia mí. Al avanzar hacia él, apartó la vista y volvió a martillear la base de la caja de cambios.

—Duane, tengo que hablar contigo.

—Lárgate de aquí. Vete al diablo.

Seguía sin mirarme. El martilleo con la llave inglesa adquirió un ritmo más frenético.

Continué avanzando hacia él. Su brazo era una mancha borroa, y el ruido reverberaba contra las paredes de metal.

—Maldita sea —jadeó cuando hube avanzado media docena de pasos—. Ya salió la jodida de ella.

—¿Qué es lo que va mal? —pregunté.

La maldita caja de cambios, si es que quieres saberlo —dijo, mirándome con el ceño fruncido. Su camisa se encontraba manchada irregularmente de sudor, y un negro tizón de grasa dividía su frente en la línea blanca en que encajaba su gorro—. En primer lugar, está atascada y en estos viejos M hay que ir desde aquí arriba y deslizar un par de planchas alrededor para alinear las ranuras…, pero ¿a santo de qué te estoy contando esto? Tú no reconocerías una caja de cambios si la vieses fuera de Shakespeare.

—Probablemente no.

—De todos modos, en ésta tengo que quitar el mecanismo entero, porque está todo lleno de herrumbre, pero, para hacerlo, hay que sacar primero las tuercas, ¿comprendes?

—Creo que sí.

—Y luego me encontraré probablemente con que la batería está agotada, y tengo quemados los cables de empalme de la última vez que los utilicé en la furgoneta y el plástico se fundió en las terminales, de modo que probablemente no funcionará.

—Pero, al menos, has sacado las tuercas.

—Sí. Así que, ¿por qué no te vas a romper unos cuantos muebles o algo y me dejas trabajar?

Subió al costado del tractor y empezó a calibrar la llave inglesa para ajustarla al tamaño de la tuerca.

—Tengo que hablar contigo de ciertas cosas.

—No tenemos nada de que hablar. Después de lo que hiciste en la iglesia, nadie de por aquí tiene nada de que hablar contigo —me dirigió una mirada feroz—. Al menos, no por el momento.

Me quedé mirando cómo quitaba la tuerca, la dejaba caer sobre una grasienta hoja de periódico junto a las ruedas traseras del tractor y, gruñendo en el asiento, levantaba las palancas de cambio y la plancha a que se hallaban unidas. Luego, se agachó y se arrodilló delante del asiento.

—Mierda.

—¿Qué pasa?

—Que está todo lleno de grasa y no puedo ver las ranuras, eso es lo que pasa. —Su rechocho rostro giró de nuevo hacia mí—. Y cuando arreglé este maldito cacharro, volverá a ocurrir lo mismo la semana que viene, y tendré que volver a hacerlo todo otra vez.

Empezó a rascar con la punta de un largo destornillador la grasienta suciedad.

—No debería haber tanta grasa aquí.

Sacó impacientemente un trapo del bolsillo posterior de su mono y empezó a pasarlo por el agujero que había abierto.

—Quiero preguntarte sobre…

Iba a decir sobre Zack, pero él me interrumpió.

—De lo que dijiste en la iglesia, no. No hay nada que decir sobre eso.

—¿Alison Greening?

Se endureció su semblante.

—Nunca te acostaste con ella, ¿verdad? —Viéndole allí arrodillado como un sucio y rechoncho sapo en el tractor, aquello parecía una imposibilidad. Empezó a frotar con más fuerza—. ¿Verdad?

—Sí. Está bien —sacó el trapo y lo tiró—. ¿Y qué si lo hice? No causé daño a nadie. Excepto a mí mismo, supongo. Aquella putilla me trataba como si yo fuese una novela cómica o algo así. Y sólo lo hizo una vez. Siempre que yo quería hacerlo después, se reía de mí —me miró de hito en hito—. Tú eras el favorito. ¿Qué te importa? Me hacía sentir como basura. Le gustaba hacer que me sintiera como una basura.

—Entonces, ¿por qué le pusiste su nombre a tu hija?

Empezó a estirar de algo en el interior del tractor. Estaba temblando. Naturalmente. Lo había comprendido el día anterior, cuando levanté la vista hacia los matorrales y vi una blanca camisa pasando fugazmente en el recuerdo entre ellos.

—Tú nos seguiste hasta la presa, ¿verdad? Sé que aquella historia del conductor que oyó gritos era mentira. He comprobado que desde la carretera no se pueden oír gritos lanzados allí arriba.

Su rostro, incluso las partes blancas, se estaba volviendo rojo.

—De modo que había allí alguien, alguien nos sorprendió. Fuiste tú. Luego, fuiste y llamaste a la Policía cuando viste que estaba muerta.

—No. No. —Golpeó con los puños el asiento del tractor, haciendo sonar un millón de pequeñas piezas de metal—. Maldito seas, tenías que volver aquí, ¿no? Tú y tus historias.

—Hace veinte años, alguien contó una historia, cierto. Y ha estado contándola desde entonces.

—Espera. —Me miró, con el rostro congestionado—. ¿Quién te ha hablado de mí y de Alison?

No respondí, y vi en su rostro una furiosa luz de comprensión.

—Tú sabes quién me lo ha dicho. La única persona a la que le hablaste tú. Oso Polar.

—¿Qué más dijo Hovre?

—Que la odiabas. Pero eso ya lo sabía yo. Sólo que no comprendía la razón.

Y entonces dijo demasiado.

—¿Habló Hovre de ella?

No realmente —dije—. Sólo dejó caer que…

Miré el rostro de Duane, lleno de preguntas taimadas y de preguntas temerosas, y comprendí. Comprendí al menos una parte de ello. Oí la tos en un lado de la presa, el silbido en la otra.

—Intenta demostrar algo —dijo Duane—. No puedes demostrar nada.

Oso Polar estaba contigo —dije, resistiéndome casi a creerlo—. Fuistéis los dos a la presa. Y saltasteis los dos sobre nosotros. Los dos la deseabais. Recuerdo que Oso Polar venía todos los días, no le quitaba el ojo de encima…

—Tengo que arreglar el tractor. Lárgate de aquí.

—Y todo el mundo cree que fui yo. Hasta mi mujer creía que fuí yo. Duane volvió a colocar estoicamente las palancas de cambios y la placa y empezó a apretar las tuercas. Parecía turbado y rehuía mirarme a los ojos.

—Será mejor que hables con Hovre —dijo—. No pienso decir nada más.

En el sombrío y polvoriento interior del cobertizo sentí lo mismo que había sentido cuando el Hombre de Hojalata y Zack me habían sujetado bajo el agua, y me dirigí hacia un barril de petróleo antes de que se me doblasen las piernas. Duane no era lo bastante inteligente como para saber mentir, y su estúpida negativa a hablar era tan buena como una confesión.

—Cristo —musité, y oí temblar mi voz.

Duane había levantado la tapa del motor del tractor. Estaba de espaldas a mí y tenía las orejas teñidas de un vivo color rojo. Como en el restaurante de Plainview, noté que se iba acumulando violencia entre nosotros. Al mismo tiempo, me di cuenta de la fuerza con que las impresiones sensoriales se amontonaban en mi mente y me aferré a ellas para conservar la cordura: el amplio y sombrío espacio abierto por ambos extremos, la espesa capa de oscuro polvo en el suelo, las dispersas piezas de maquinaria, discos y traíllas y cosas que no podía identificar, la mayoría de ellas necesitadas de una buena mano de pintura y con bordes herrumbrosos; en un rincón, el alto tractor; el rápido vuelo de un gorrión mientras me sentaba en el barril de petróleo; la opresión en mi garganta y el temblor de mis manos y la inflamación de mi pecho; las abrasadas paredes de metal y el alto espacio sobre nosotros, como si estuviera reservado para un jurado de observadores; el hombre delante de mí, golpeando algo en las interioridades del tractor más pequeño que el que le había ocupado antes, manchada de sudor la camisa, cubierto el mono de grasa y suciedad y con el olor a pólvora sobreponiéndose a todos los demás olores. El conocimiento de que estaba mirando al asesino de Alison.

—Es absurdo —dije—. Ni siquiera he venido aquí para hablarte de esto. No realmente.

Dejó caer la llave inglesa y se inclinó hacia delante sobre la caja del motor, apoyándose en los brazos.

—Y ya no importa —dije—. Pronto, ya no importará en absoluto. Él no se movió.

—Es extraño —dije—. En realidad vine aquí para hablarte de Zack. Al suscitar tú la otra cuestión se me ha ocurrido preguntar qué había dicho Oso Polar

Bajó del tractor, y, durante unos tensos instantes, pensé que se iba a lanzar contra mí. Pero se dirigió a un lado del cobertizo y regresó con un martillo. Y empezó a golpear salvajemente, como si no le importase dónde golpeaba o viese bajo el martillo algo además del tractor.

Desde el sendero de casa de mi abuela, oí débilmente el ruido de la puerta del porche al cerrarse. Tuta Sunderson se iba a casa.

Duane lo oyó también, y el sonido pareció relajarle.

—Está bien, hijo de puta, pregúntame acerca de Zack, ¿eh? Pregúntame acerca de él. —Y asestó al tractor un violento y resonante golpe con el martillo.

Volvió por fin su rostro hacia mí, levantando con los pies una nubecilla de polvo. Tenía la cara congestionada.

—¿Qué quieres saber acerca de ese bastardo inútil? Está tan loco como tú.

Oí las llamadas y los silbidos de aquella terrible noche, vi la blanca camisa ondeando fugazmente tras los matorrales, oí la tos de un muchacho escondido detrás de esos matorrales. Mientras miraban con el hambre de una virilidad de veinte años a la desnuda muchacha que refulgía como una estrella en el agua negra. El rápido y silencioso despojarse de la ropa, el salto sobre ella y el muchacho. Luego, dejarle a éste sin conocimiento antes de que viese siquiera lo que había sucedido e izarle hasta el saliente de la roca antes de volverse hacia la chica.

—¿Quieres saber lo que tiene de gracioso la gente como tú, Miles? —dijo Duane, casi gritando—. Siempre pensáis que los temas de que queréis hablar son importantes. Pensáis que lo que queréis decir es como una especie de regalo para tipos como yo, ¿verdad? Creéis que los tipos como yo son unos imbéciles rematados, ¿verdad, Miles? Escupió en el polvo y asestó otro resonante golpe al tractor.

—Yo odio a los malditos profesores, Miles. A vosotros, jodidos escritores, con vuestras palabras a cincuenta centavos y vuestro «Lo que realmente quería decir era esto, no esto».

Se volvió furiosamente y sacó del interior del tractor un tubo con una abrazadera. Luego, golpeó dos veces con el martillo, y comprendí que algo se había desprendido de la abrazadera. Revolvió los pies con creciente frustración, levantando más polvo.

—Tengo media docena de punzones por aquí, ¿y crees que puedo encontrar uno solo de ellos?

Duane se dirigió a grandes zancadas a la parte más oscura del cobertiZO y rebuscó en un montón de herramientas.

—De modo que quieres saber cosas acerca de Zack, ¿eh? ¿Quieres saber cosas acerca de él? ¿De cuando se atrincheró en su casa y tuvieron que entrar con hachas para sacarlo? Eso fue cuando tenía nueve años. ¿De cuando apaleó a una vieja en Arden porque le miró de forma extraña? Eso fue a los trece años. ¿De todos sus robos? Están luego los incendios a los que solía ir, sí, iba tanto que a veces no esperaba a que otras personas los empezasen…

Se echó de pronto hacia delante, como una garza tras una rana y dijo:

—Ya he encontrado uno, maldita sea. Y está luego Hitler. Yo pensaba que ganamos aquella guerra y que todo había terminado, pero no, supongo que si uno es listo, más listo por lo menos que un patán como yo, sabe que Hitler era el bueno y que realmente ganó porque proporcionó esto y aquello, no sé. Y está el asistente social que dijo que porque no tenía madre crecía y se volvía tan ruin como una serpiente…

Se estaba acercando ahora de nuevo al tractor, cogiendo el tubo…

… tosiendo, detrás de los matorrales, desabrochándose impacientemente la blanca camisa y soltándose los cordones de las botas, oyendo el silbido que indicaba que ahora, dentro de dos minutos, de cinco minutos saltarían sobre la muchacha y pondrían fin a su desprecio de la forma más sencilla que conocían, oyendo su voz decir ¿Tosen los pájaros?.

Le oí emitir un sonido gutural. Cesaron los golpes. Cayó al suelo el martillo y saltó hacia atrás el tubo. Duane bajó de un salto del tractor, agarrándose la mano izquierda con la derecha, y, con sorprendente rapidez, pasó por delante de mí y salió al sol. Le seguí; su cuerpo parecía comprimido por una fuerza de gravedad súbitamente acrecentada. Estaba de pie, con las piernas abiertas, junto a los herrumbrosos ganchos y rollos de metal, examinándose la mano por todos los lados. Se había cortado la piel de la base del pulgar.

—Es sólo un rasguño —dijo, y se apretó la herida contra el mono.

No sabía entonces por qué elegí aquel momento para decir: «Anoche volvió a escaparse el gas», pero ahora comprendo que su accidente me recordó el mío.

—Todo está hecho cisco en esa casa —dijo, apretándose con fuerza la mano contra el sucio mono—. Debería derribarla.

—Alguien me dijo que podría ser un aviso.

—Está dispuesto a recibir todos los avisos que puedas imaginar —dijo, y echó a andar hacia su casa, tras haberme dado otro tan inútil como los demás.

Volví a la casa de mi abuela y llamé a la comisaría de Policía de Arden. Lo que quería no era acusar a Oso Polar o buscar una vana venganza maldiciéndole, sino, simplemente, volver a oír su voz teniendo presente mientras la escuchaba lo que ahora sabía o creía saber. Me sentía tan insondable como se decía que era la presa, tan carente de rumbo como la inmóvil agua, y no creo que sintiera ira en absoluto. Podía recordar a Oso Polar golpeando con furia el volante y recriminándome el hecho de que utilizara el nombre de Greening cuando él trataba de impedir que volviera a salir a la luz todo aquello. Eso era trabajo de Larabee, mantener ocultas las cosas, diría, utilizando su faceta de Larabee como había hecho cuando lo defendía, por mi propio bien. Pero Hovre no estaba en su despacho, y Dave Lokken me saludó con una frialdad que justamente le permitió decirme que informaría de mi llamada al jefe.

Arriba, mi cuarto de trabajo presentaba un aspecto muy distinto del día en que lo organicé. Los libros antes apilados en el suelo o se habían caído o permanecían en un rincón, cubriéndose de polvo. La máquina de escribir estaba en el suelo dentro de su estuche, y había prescindido de todos los adminículos del mecanógrafo. Estaba escribiendo mi memoria a lápiz, ya que era demasiado torpe con la máquina como para poder escribir a la velocidad necesaria. Hacía semana y media que había quemado todas las carpetas repletas de notas y borradores, juntamente con mis laboriosamente compilados bloques de fichas. Había leído en alguna parte que los pájaros cagan antes de volar, y yo me hallaba entregado a un proceso paralelo, despojándome de todo para el despegue, haciéndome más ligero.

Yo trabajaba a menudo hasta quedarme dormido en la mesa. Eso fue lo que hice el lunes por la noche, y debí de despertarme hacia la hora en que los hombres de Arden y del valle se dirigieron a la casa de Román Michalski y echaron a perder los planes de Galen Hovre, confirmando los rumores que todos habían oído. Me ardían los ojos, y sentía el estómago como si hubiera estado tragando cigarros, sensación igualmente reproducida en la boca. La habitación estaba helada, y tenía los dedos fríos y rígidos. Me levanté y fui a la ventana. Me di cuenta de que Oso Polar no había llamado. En la media luz, la yegua agitaba la cabeza en el campo. Cuando tendí la vista hacia lo lejos, volví a verla, en su vulpina postura, sin molestarse en protegerse entre los árboles y mirando directamente a la casa. Yo no podía apartar los ojos de ella, y permanecí de pie en medio de una ráfaga helada de aire, sintiendo su energía fluir hacia mí, luego parpadeé, y ella se fue.