I

Ningún relato existe sin su pasado, y el pasado de un relato es lo que permite comprenderlo (creo que quizás ésa es la razón por la que mis clases versan sobre novelas y no sobre poemas, en los que la historia interna puede limitarse a media docena de versos), pero, precisamente porque conozco la influencia que el pasado ejerce sobre mi relato, quiero dejar que vaya trasluciéndose en los momentos oportunos en lugar de presentarlo completo desde el principio. Sé, y aquí habla el maestro de literatura, la especie de profesor de ficción contemporánea, que cada relato, por cargado de historia que esté, es una unidad parlante de presente, un nudo parlante, una gema. Tal vez apreciemos más un diamante si conocemos su historia de asociación con sangrientas contiendas y matrimonios dinásticos frustrados, pero no lo comprendemos mejor. Lo mismo podría decirse del amor, o de los amantes…, la historia de esposas indiferentes o maridos holgazanes, incluso los atavíos de la personalidad, está tendida en el suelo, esperando ser revestida con sus prendas. Así, pues, empiezo este relato, por medio de este desmañado párrafo, conmigo mismo conduciendo mi coche, un «Volkswagen» comprado diez años antes, desde Nueva York a Wisconsin en las últimas semanas de junio. Me encontraba yo en ese limbo que se extiende entre la juventud y la madurez en que es indispensable el cambio, en que nuevas posibilidades deben remplazar a las viejas visiones que se van ya extinguiendo, y llevaba divorciado un año. Divorciado espiritualmente, no legalmente, porque mi mujer había muerto seis meses después de abandonarme. Yo no necesitaría nunca la sentencia formal. (Imposible ocultar la amargura, aun después de la muerte de Joan).

Llevaba día y medio conduciendo mi «Volkswagen» a toda la velocidad que el coche y la patrulla de carreteras permitían, y había pasado la noche anterior en un motel de Ohio de aspecto destartalado, un motel tan anodino que olvidé su nombre y el de la ciudad en cuyas cercanías estaba, nada más enfilar de nuevo la carretera. Había tenido una pesadilla particularmente turbadora y estaba ansioso de libertad, de respirar un aire nuevo. Todas las células y nervios de mi cuerpo estaban agarrotados por la malignidad, por los residuos de gases de gasolina y por la violencia reprimida; yo necesitaba una sosegada paz verde, nuevos días en los que terminar (en realidad, escribirla casi entera) la disertación que me permitiría conservar mi empleo.

Pues, como he dicho, no soy un profesor; a decir verdad, ni siquiera «una especie de» profesor. Soy un instructor. Un instructor de la última hornada.

Los automóviles, especialmente el mío, me producen irritabilidad y me hacen propenso a sufrir cambios de temperamento. Cada hombre se halla solo en su ataúd metálico de dos metros de longitud, y los embotellamientos de tráfico son como ruidosas tumbas. (Yo quizá sea mecánicamente incompetente, pero puedo reducir la muerte a una metáfora…, ¡al día siguiente de haber soñado con ella!). Es probable que yo «vea» cosas, si bien todas mis alucinaciones penetran normalmente a través de otro órgano…, me refiero a mi nariz. (Algunas personas ven cosas, yo las huelo). Una vez, en Massachusetts, en una época en que estaba dando un cursillo sobre Tom Jones, me hallaba yo conduciendo por una carretera rural de las afueras de Boston a altas horas de la noche. La familiar señal iluminada por mis faros indicaba una curva cerrada. Al entrar en ella vi que la carretera comenzaba a ascender pronunciadamente, y pisé con fuerza el acelerador. Me gusta subir las cuestas a la mayor velocidad posible. Cuando ya había pasado la curva por completo y empezado a subir —con el pequeño motor «Schnauzer» ladrando furiosamente—, oí un terrible estruendo procedente de lo alto de la colina. Un segundo después, se me heló la sangre: una diligencia, lanzada a toda velocidad y evidentemente fuera de control, bajaba cuesta abajo. Pude ver los enjaezados caballos al galope, olas parpadeantes lámparas del carruaje, el cochero tirando inútilmente de las riendas. Su rostro se contorsionaba en un gesto de pánico. El alto pescante de madera se abalanzaba hacia mí, cruzando enloquecidamente la carretera. Parecía que aquéllos iban a ser mis últimos instantes sobre la Tierra. Lleno de miedo, empecé a accionar los mandos del coche, sin saber si cambiar de marcha, apagar el motor o arriesgarme a pasar a toda velocidad junto al desbocado carruaje. En el último momento, mi mente comenzó a funcionar, y torcí bruscamente a la derecha. La diligencia pasó velozmente a mi lado, a diez o doce centímetros de distancia de mi coche. Pude oler el sudor de los caballos y oír el crujido del cuero.

Cuando me calmé, continué subiendo la cuesta. Debía de haber sido una travesura de estudiantes o de miembros de algún club, universitarios chiflados de Harvard o B. U. Pero, cuando hube recorrido no más de un cuarto de milla, me di cuenta de que era demasiado tarde para aquella clase de juegos —más de las tres de la mañana—, y que las diligencias no pueden bajar las cuestas a toda velocidad. Se estrellan. Y no tenía la completa seguridad de haber visto realmente todo aquello. Así que di media vuelta y regresé. Recorrí ocho kilómetros a lo largo de la carretera por la que había venido, distancia suficiente para alcanzar a la diligencia y más que suficiente para encontrar sus restos. La carretera estaba desierta. Me fui a casa y olvidé el asunto. Un año después, mientras escuchaba distraídamente en el baño un programa radiofónico sobre fenómenos sobrenaturales, oí a una mujer contar cómo en una ocasión en que conducía su coche a altas horas de la noche por una carretera rural de las afueras de Boston se había encontrado, al remontar una colina, con una diligencia que se precipitaba a toda velocidad sobre ella. Mi asmático corazón me dio un vuelco a consecuencia del sobresalto. Todavía lo recuerdo cuando conduzco. Cuando el otro mundo se presente y me dé una bofetada en la cara, yo estaré en un coche.

Me llamo Teagarden y no escatimo grandilocuencia.

Estaba sudando y de mal humor. Me encontraba a unas treinta millas de Arden, y mi motor crujía y rechinaba y en el asiento trasero se bamboleaba ruidosamente una caja de libros y papeles. Tenía que escribir ese libro o el Comité de Ascensos y Promociones —siete inflados estudiosos de Long Island— me despediría. Esperaba que mi primo Duane, que vive en la nueva alquería levantada sobre lo que fue la granja de mis abuelos, hubiera recibido mi telegrama y tuviera limpia y preparada la vieja casa de madera para cuando yo llegase. Dada la manera de ser de Duane, esto no era muy probable. Cuando llegué a una ciudad que conocía, llamada Plainview, me detuve en un restaurante, aunque no tenía hambre. El comer es afirmación, la voracidad es vida, el alimento es antídoto. Cuando murió Joan, me situé junto al frigorífico y engullí toda una tarta de nata.

Plainview es el lugar donde mi familia paraba siempre a comer cuando íbamos a la granja, y tuve que dar un amplio rodeo para llegar allí. En aquellos tiempos era una aldea de una sola calle flanqueada de tiendas de comestibles, un hotel, una farmacia «Rexall», una taberna, nuestro restaurante. Vi ahora que la ciudad había crecido y que la segunda tienda de comestibles había sido sustituida por el cine «Roxy», que, por su parte, había quebrado y se leía en su marquesina: CARLTO HESTO IN HUR. ¡Buen trabajo, Carlto! El exterior del restaurante no había experimentado ningún cambio, pero, al entrar, vi que las cabinas de madera, de aire un tanto eclesial, que antes se alineaban a lo largo de la pared, habían dejado paso a bancos nuevos tapizados con ese cuero plástico que siempre tiene un tacto pegajoso. Me senté ante el extremo más lejano del mostrador. La camarera se acercó lentamente, se apoyó en el mostrador, mirándome, y dejó de mascar su chicle unos momentos, mientras yo le hacía el pedido. Pude oler a crema para niños y a dientes podridos, sobre todo a esto último.

Aunque la mujer no olía a ninguna de esas cosas. Como he dicho, padezco alucinaciones olfativas. Huelo a las personas aunque esté hablando por teléfono con ellas. En una novela alemana leí una vez acerca de este fenómeno, y allí parecía una especie de don agradable, casi fascinante. Pero no es ni fascinante ni agradable, es inquietante y turbador. La mayoría de los olores que capto me crispan los nervios.

Se alejó, garrapateando en un bloc, y se reunió con un grupo de hombres que escuchaban una radio al otro extremo del mostrador. Los hombres se hallaban apiñados, sin prestar atención a sus platos de carne picada y a sus humeantes tazas de café. Me di cuenta de que se trataba de un asunto de gran interés local, tanto por las actitudes de los hombres —había ira en aquellos hombres encorvados, ira y frustración— y por las entrecortadas frases que llegaban hasta mí desde la radio. «Ningún progreso en el horrible… descubrimiento de los doce… apenas ocho horas desde que…». Algunos de los hombres me miraron hoscamente, como si no tuviera derecho a oír ni siquiera eso.

Cuando la camarera me trajo mi tazón de chile, pregunté:

—¿Qué diablos ocurre?

Uno de los hombres, un flaco empleado de gafas sin montura, se encasquetó el sombrero en su alargada y sonrosada cabeza y salió del restaurante cerrando de golpe la puerta persiana.

La camarera se le quedó mirando con gesto inexpresivo, y luego bajó la vista hacia su manchado uniforme. Cuando me miró a la cara vi que era más vieja que la chica de escuela superior por la que la había tomado; su cuidado peinado y su brillante carmín de labios desentonaban en su ya maduro rostro.

—Usted no es de por aquí —dijo.

—No —respondí—. ¿Qué ha ocurrido?

—¿De dónde es usted?

—De Nueva York —dije—. ¿Importa algo?

—Sí que importa, amigo —exclamó una voz masculina desde el otro extremo del mostrador. Me volví y vi a un corpulento joven de cara de luna llena, ralos cabellos rubios y frente alta y surcada de arrugas. Los otros se agrupaban detrás de él, fingiendo no oír, pero observé cómo se tensaban sus bíceps en sus camisas de manga corta. El hombre se inclinó hacia delante y apoyó las palmas de las manos en las rodillas, de tal modo que se le marcaron los músculos de los antebrazos.

Tomé lentamente una cucharada de chile. Estaba caliente y blando. La voracidad es vida.

—Está bien —dije—, importa. Soy de Nueva York. Si no quieren contarme lo que está sucediendo, no tienen por qué hacerlo. Puedo oírlo por mí mismo en la radio.

—Ahora preséntele sus excusas a Grace-Ellen.

Quedé estupefacto.

—¿Por qué?

—Por decir obscenidades.

Miré a la camarera. Estaba apoyada contra la pared, al otro lado del mostrador. Pensé que estaba tratando de parecer ofendida.

—Si le he dicho obscenidades, le presento mis excusas —dije.

Los hombres se me quedaron mirando. Notaba que la violencia se iba espesando alrededor de ellos y no estaba seguro de en qué dirección acabaría fluyendo.

—Largo de aquí, listillo —dijo el joven—. Espere. Frank, ve a coger la matrícula del coche de este caballero.

Levantó una manaza enorme en mi dirección, mientras un hombrecillo con tirantes, un lacayo nato, saltaba de su taburete, corría al exterior y se detenía delante de mi coche. A través de la ventana le vi sacar un trozo de papel del bolsillo de la camisa y escribir algo en él.

Mi amigo bajó su manaza.

—Voy a llevarle ese número a la Policía —dijo—. Y ahora, ¿me va a seguir diciendo chorradas o se va a largar de aquí?

Me puse en pie. Ellos eran tres, sin contar a Frank. Un helado sudor me corrió por los costados. En Manhattan, una conversación como ésta podría durar unos quince minutos, sabiendo todos los participantes que al final no harían nada más violento que marcharse. Pero el musculoso joven rubio no daba muestras de encontrar el mismo placer que los neoyorquinos en el insulto y en una fingida dureza, y solamente arriesgué una observación más.

—Sólo he hecho una pregunta.

Le odiaba, le odiaba su desconfianza hacia los forasteros y sus aires de matón de pueblo. Y sabía que me odiaría a mí mismo por huir.

Me miró con ojos inexpresivos.

Pasé lentamente por delante de él. Todos los hombres me estaban mirando ahora con rostros desprovistos por completo de expresión. Uno de ellos se apartó desdeñosamente un par de centímetros para que yo pudiese abrir la puerta.

—Tiene que pagar ese chile —dijo Grace-Ellen, volviendo a la vida.

—Cierra el pico —exclamó su defensor—. No necesitamos su maldito dinero.

Vacilé un segundo, preguntándome si me atrevería a tirar un dólar al suelo.

—Sea lo que fuere —dije—, espero que vuelva a suceder. Se lo merecen.

Luego, crucé la puerta, eché la aldabilla que ésta tenía por la parte de fuera y apreté a correr hacia el «Volkswagen». La voz de Grace-Ellen gritaba no rompáis esa puerta cuando puse el motor en marcha y arranqué.

A ocho kilómetros de Plainview, mi mente era un hervidero de fantasías. Imaginaba réplicas ingeniosas y amenazadoras, ataques súbitos y brutales. Veía cien cosas que podría haber hecho, desde discutir razonablemente la cuestión hasta estrellarle en la cara a Frente Arrugada mi tazón de chile. Acabé temblando tan violentamente que tuve que parar el coche y bajarme. Necesitaba relajarme. Cerré la puerta con tanta fuerza que el coche entero vibró; luego corrí a la parte posterior y la emprendí a patadas con uno de los neumáticos traseros hasta que me dolió el pie. Durante un rato, aporreé con los puños el capó del coche, viendo mentalmente la cara de Frente Arrugada. Cuando quedé exhausto, caí a medias sobre el polvo y la hierba de la cuneta. El ardiente sol me abrasaba la cara. Me palpitaban las manos, y advertí finalmente que me había levantado un colgajo triangular de piel en la mano izquierda. Tenía la palma llena de sangre. Me la vendé toscamente con un pañuelo. Al apretarme con fuerza el pañuelo, la herida palpitaba más, pero dolía menos, sensaciones satisfactorias ambas. Me asaltó un recuerdo que empezó a latir al lento compás de mi sangre. Era un recuerdo de discordia conyugal. Un recuerdo de desorden. De hecho, casi todo mi matrimonio fue algo desordenado, y la culpa de ello no era mía ni de Joan, sino que radicaba en la desarmonía de dos temperamentos ampliamente divergentes. Las discrepancias se referían a todas las esferas posibles. Mis películas favoritas tenían gente pegando tiros a diestro y siniestro, las suyas tenían gente que hablaba en francés; a mí me gustaba leer y escuchar discos por la noche, a ella le gustaban las fiestas en que podía alternar con relamidos petimetres de blancas camisas y corbatas a rayas: yo era monógamo por naturaleza, ella era poliándrica. Era una de esas personas para las que, simplemente, la fidelidad sexual no es posible, para las que eso sería algo así como la muerte de la imaginación. Siete meses antes de su muerte, Joan había tenido, que yo supiera, cinco amantes durante nuestro matrimonio, y cada uno de ellos había supuesto una herida para mí: el último había sido un tal Dribble. Joan estaba nadando con él, borracha, cuando se ahogó. Recordé la ocasión en que habíamos ido a cenar a casa de Dribble. Entre los carteles habituales de la época (el icónico rostro del Che, La Guerra es Mala para los Niños y Otros Seres Vivos) y las ediciones baratas de las obras de Edgar Rice Burroughs y Carlos Castañeda, comimos chile y bebimos vino tinto de Almadén. Sólo durante la parte musical de la velada, mientras Joan y Dribble bailaban a los sones de un disco de los Stones, comprendí que se habían hecho amantes. Una vez en casa, me convertí en un Marte de la mesita de café y las cortinas del comedor; yo había creído que nuestras relaciones funcionaban bien, me sentía traicionado. Acusé. Ella negó ardientemente, y luego rehusó ardientemente negar. La abofeteé. Oh, esos errores de un corazón optimista. Ella contuvo una exclamación y, luego, me llamó «cerdo». Dijo que nunca la había querido, que había dejado de querer a nada que no fuese Alison Greening. Era todo lo que se podía decir, era una deliberada incursión en mi territorio sagrado. Ella se fue a buscar a Dribble, yo me dirigí en el coche a la biblioteca de la Universidad, que permanecía abierta toda la noche, y estuve haciendo el payaso con los estudiantes por los pasillos. Mi matrimonio de seis años había terminado.

Fue el recuerdo de aquella desordenada escena el que me asaltó mientras me hallaba sentado entre el polvo, junto a mi coche. Casi sonreí. Tal vez fuera de vergüenza —me hace enrojecer de vergüenza el hecho de haberla pegado—, tal vez fuera en respuesta a una extraña y poderosa sensación que entonces nació en mí. Esta sensación era, fundamentalmente, de libertad: de estar adquiriendo una visión más pura de mí mismo, de ser expulsado para siempre de mi antigua vida. Era una sensación de aire fresco, de frescas y azules aguas.

Como habréis observado, la conexión entre estas dos escenas es la ira…, como fue la ira, sólo ahora me doy cuenta, lo que rebotó sobre mí para inyectarme la sensación de una libertad fundamental. La ira no es una sensación característica mía. Generalmente voy por la vida viendo las cosas como todo el mundo. Pero el mes siguiente, ciertamente el más extraño de mi vida, trajo consigo tanta ira como miedo. En mi vida normal, allá en Long Island, yo era tímido y un poco bufón, bufón por timidez. Desde mi adolescencia, parecen haber existido secretos de competencia y de conocimiento de los que yo quedaba excluido. Inocentemente, yo siempre había imaginado que la ira creaba su propia autoridad moral.

Me levanté del polvo y entré de nuevo en el coche, respirando con fuerza. La sangre se había ido filtrando hasta las capas exteriores del pañuelo, y percibía vagamente la presencia de sangre en los zapatos, que me restregué contra las perneras de los pantalones. Resonaron en mi mente los ecos de un sueño, intensos y turbadores. Los ahuyenté tratando de poner en marcha el coche. Mi brusco movimiento debió de ofender al susceptible motor, pues tosió y carraspeó durante largo tiempo y, finalmente, se ahogó. Yo permanecí un rato sentado, respirando ruidosamente, y, luego, lo intenté de nuevo: resopló y volvió a funcionar.

Cuando ya había recorrido aproximadamente la mitad de la distancia que me separaba de Arden, encendí la radio e hice girar el mando hasta sintonizar la emisora de Arden. Descubrí entonces a qué se debía la peculiar escena del restaurante. Mi informado reportero, Michael Moose (o algo parecido) estaba relatando el boletín de noticias de cada hora y cada media hora, con cinco minutos completos de sucesos locales y acontecimientos mundiales. Con su profunda y grave voz de locutor, dijo: «La Policía informa que no se han realizado progresos en las investigaciones que se llevan a cabo para descubrir al autor del crimen más horrible de la historia de Arden, el asesinato sexual de Gwen Olson. El cadáver de la escolar de doce años había sido descubierto a primeras horas de esta mañana por unos pescadores que cruzaban una zona desierta próxima al río Blundell. El comisario Hovre informa que él y sus hombres trabajarán con plena dedicación en este caso hasta que quede resuelto. Apenas ocho horas desde que…». Apagué la radio.

Aunque cualquier habitante de una ciudad americana suele desayunarse casi todos los días con un suceso como éste, no fue la insensibilidad lo que me hizo apagar la radio, sino el aleteo de una penetrante certidumbre, la certidumbre de que iba a ver de nuevo a Alison Greening, de que ella iba a cumplir un pacto que habíamos acordado hacía veinte años. A mi prima, Alison Greening…, no la había visto desde aquella noche en que la consecuencia de habernos bañado desnudos fue nuestra total separación.

No puedo explicar esta súbita semiconvicción de que Alison cumpliría su promesa, pero creo que derivaba de aquella maravillosa y vivida sensación de libertad que había experimentado mientras me restañaba la sangre con el pañuelo. Cuando la conocí y la amé, ella encarnaba para mí la libertad, libertad y fuerza de voluntad…, ella solamente obedecía sus propias reglas. Saboreé unos instantes esta sensación, con la mano aún sobre el mando de la radio, y, luego, la relegué al fondo de mi mente, pensando que lo que tuviera que suceder sucedería. Sabía que el cumplimiento de mi mitad de nuestra promesa constituía una parte igual de mi regreso a Arden.

Finalmente, la carretera remontó una colina que yo conocía y, luego, en brusco descenso, atravesaba un elevado puente metálico que constituía la primera señal característica. Al bajar la colina, mi padre decía: «Vamos a pasarlo volando esta vez», y tiraba del volante mientras aceleraba. Yo gritaba de expectación, y, mientras pasábamos ante las vigas y los remaches del puente, era como si por un momento hubiéramos echado a volar. Desde aquí yo podría haber corrido hasta la granja, aun con mi corazón delicado, mi barriga, las cajas y las maletas, y con ánimo momentáneamente alegre tendí la vista sobre los maizales que se extendían a ambos lados de la carretera.

Pero entre el puente y la granja de mi abuela había muchos más hitos o detalles característicos —me conocía al dedillo los caminos, los escasos edificios, incluso los árboles, desde la época de mi infancia, cuando todos ellos se hallaban bañados por el glorioso resplandor de las vacaciones—, importantes todos ellos, pero tres por lo menos eran vitales. En la primera bifurcación, abandoné la carretera que continuaba, pasando por otro puente metálico, hasta Arden, y tomé la otra carretera, más estrecha, que conducía al valle. En el límite mismo de la entrada al valle, cuando por primera vez percibe uno las boscosas colinas que se elevan desde el extremo más lejano de los campos, estaba la carretera, todavía más estrecha y accidentada, que llevaba hasta la casa de tía Rinn. Me pregunté qué habría sido de aquella pequeña y recia estructura de madera ahora que la anciana estaba, sin duda, muerta. Naturalmente, los niños no suelen tener una idea correcta de la edad de los adultos; para un chiquillo de diez años los cuarenta están a un paso de los setenta. Pero tía Rinn, la hermana de mi abuela, siempre había sido vieja para mí…, ella no era una de las gruesas y expansivas granjeras que destacaban en las excursiones por el valle que se organizaban en la iglesia local, sino que pertenecía al otro tipo físico, flaca y estirada, casi fibrosa desde su juventud. En la vejez, estas mujeres parecen ingrávidas, transparencias unidas por arrugas, aunque muchas de ellas trabajan pequeñas granjas con sólo la ayuda imprescindible. Pero los días de Rinn habían pasado hacía tiempo, estaba seguro de ello: mi abuela había muerto hacía seis años, a los setenta y nueve, y Rinn era más vieja que su hermana.

Rinn había gozado de una considerable reputación de excentricidad en el valle, y visitarla era algo que siempre poseía un cierto matiz de aventura…, aun ahora, sabiendo que su casa estaba probablemente habitada por un joven y rubicundo granjero que resultaría ser primo lejano mío, aun ahora la pequeña carretera que subía hacia su casa poseía un aire fantasmal en su serpenteante subida más allá de los campos, hasta los árboles. Su casa había estado tan densamente rodeada de árboles que poco sol había logrado jamás penetrar por sus ventanas.

Yo creo que la extravagancia de Rinn había sido consecuencia de su soltería, estado un tanto anormal en una comarca campesina en la que la fecundidad es un signo de gracia. Donde mi abuela se había casado con un joven granjero vecino, Binar Updahl, y había prosperado, Rinn había estado tenuemente comprometida con un joven noruego al que nunca conoció. La boda fue concertada por tíos y tías residentes en Noruega. Es la única clase de compromiso que puedo imaginar que aceptara Rinn…, con un hombre situado a miles de millas de distancia, un hombre que no supusiera ningún peligro de intromisión en su vida. La historia, tal como la recuerdo, es que el hombre dejó de amenazar la independencia de Rinn en el momento mismo en que más cerca estuvo de ella: murió a bordo del barco que le llevaba a América. Todos los miembros de la familia, excepto Rinn, consideraron esto una tragedia. Ella se había hecho construir una casa por su cuñado, mi abuelo, e insistió en trasladarse allí. Años después, cuando mi madre era una niña, mi abuela había visitado a Rinn y la había encontrado hablando animadamente en la cocina. ¿Estás hablando sola?, preguntó mi abuela. Claro que no, respondió Rinn, estoy hablando con mi hombre. Yo nunca vi ninguna señal de que sostuviera con los difuntos relaciones de excesiva familiaridad, pero parecía como si fuera capaz de maniobras vedadas a la mayoría de nosotros. Conocí dos versiones de la historia de Rinn y la vaquilla: en la primera, Rinn pasaba por delante de la granja de un vecino, mando miró su ganado, dio media vuelta y subió hasta la casa. Le llevó hasta el camino, señaló una vaquilla que estaba en el corral y dijo que el animal moriría al día siguiente, y así fue. Ésta es la versión predictiva. En la versión causal, el granjero había ofendido a Rinn de alguna manera, y ella le llevó hasta el camino y dijo: esa novilla morirá mañana a menos que dejes de…, ¿qué? ¿Cruzar mis tierras? ¿Desviar mi agua? Fuera lo que fuese, el granjero se rió de ella, y la vaquilla murió. La versión causal era la mía. De niño, me sentía mortalmente asustado ante ella…, sospechaba que una sola mirada de aquellos desvaídos ojos noruegos podría convertirme en un sapo, si era un sapo lo que ella creía que merecía ser.

Hay que imaginarla como una viejecita menuda y encorvada, con los abundantes cabellos sujetos por un pañuelo y vestida con estrambóticas ropas de trabajo, cubiertas a menudo por varios y sorprendentes abrigos, pues criaba gallinas en una inmensa estructura semejante a un granero que se hallaba situada al pie de la colina y vendía huevos a la Cooperativa. Su terreno, demasiado accidentado y boscoso, nunca fue muy bueno para la labranza. Si su hombre hubiera venido no habría podido sacar mucho partido de aquella tierra, y quizás al hablar con él le dijera que estaba mejor dondequiera que estuviese en lugar de intentar plantar maíz o alfalfa en una arbolada ladera.

Conmigo había hablado principalmente de Alison, que no le agradaba. (Pero a pocos adultos les agradaba Alison).

A seis minutos del angosto camino que llevaba a la vieja casa de Rinn, donde la carretera principal describía una curva tras la única tienda del valle, estaba el segundo de los jalones distintivos. Introduje el «VW» en la zona de aparcamiento existente ante la casa de Andy y di la vuelta andando para echarle otro vistazo. Tan cómica y lastimosa como siempre, pero con todas las ventanas rotas y su primitiva inclinación convertida en un derrumbe de toda la estructura, se alzaba entre malezas y altas hierbas al borde de un campo sin cultivar. Veo ahora que estos dos primeros jalones o puntos distintivos guardan ambos relación con matrimonios frustrados, con vidas desviadas y alteradas por la decepción sexual. Y ambos poseen un cierto toque de singularidad, de evidente peculiaridad. Estaba seguro de que durante los quince últimos años la monstruosa casita de Duane había adquirido entre los niños del valle la reputación de estar encantada.

Esta es la casa que Duane construyó —como solía decir jocosamente mi padre, parafraseando una vieja canción infantil—, la casa que había construido él solo para su primer amor, una muchacha polaca de Arden detestada por mi abuela. En aquellos tiempos, los granjeros noruegos y los habitantes polacos de la ciudad se mezclaban muy poco. «La casa soñada de Duane», decían mis padres, en alusión a otra vieja canción infantil, pero solamente entre ellos: los padres de Duane hacían como si no hubiera nada extraño en la casa, y cualquier broma al respecto tropezaba con una ofendida incomprensión. Duane había elaborado los planos en su cabeza, y, evidentemente, se le habían encanijado allí, pues la casa que había construido amorosamente para su prometida venía a tener el tamaño de un pequeño granero…, o de una casa de muñecas grande, una casa de muñecas en la que se podía estar de pie si medía uno menos de 1,70. Tenía dos pisos, cuatro diminutas habitaciones iguales, como si hubiera olvidado que la gente tenía que cocinar, comer y otras necesidades, y toda esta fantástica construcción se inclinaba ahora decididamente hacia la derecha, como si las tablas se estuviesen estirando…, supongo que venía a ser tan sólida como una casa de paja.

Lo mismo que su compromiso. La muchacha polaca había hecho honor a las peores expectativas de mi abuela respecto a las personas cuyos padres no trabajaban con las manos y, un día de invierno, se había fugado con un mecánico de un garaje de Arden, «otro polaco haragán sin el seso que Dios le dio», le decía mi abuela a mi madre. «Cuando Einar traficaba en caballos —tu abuelo era un gran traficante en caballos aquí en el valle, Miles, y nunca hubo un hombre perezoso o estúpido que pudiera ver de qué estaba hecho un caballo—, cuando salía para varios días con una reata, siempre solía decir que lo único que un polaco de Arden sabía de caballos era que tenía que mirarles los dientes. Y que si los encontraba no sabía en cuál de los dos extremos buscarlos. Y que no sabía qué era lo que se esperaba que viese. Aquella chica de Duane era igual que las demás, precipitándose en la condenación eterna porque un muchacho tenía un coche precioso».

La muchacha no había visto aún la casa que Duane acababa de construir para ella. Según fui enterándome poco a poco, Duane había querido que la viese por primera vez cuando la llevara a ella después de la ceremonia. ¿Había ido ella con su mecánico a verla una noche y había huido en el acto? La semana anterior a la Navidad de 1955, Duane había ido a visitarla a Arden y había encontrado a sus padres llorosos y hostiles. Al cabo de un rato, éstos habían acabado diciéndole que ella no había regresado a casa la noche anterior…, y le culpaban a él, luterano y noruego y granjero, de la pérdida de su hija. Subió corriendo a su habitación y encontró que todo había desaparecido: todas sus ropas, todo lo que ella había apreciado. Desde allí, corrió a la tienda en que ella trabajaba, donde se enteró de que ella había comunicado al encargado que no iba a volver más. Y desde la tienda fue a la estación de servicio para conocer al muchacho cuya existencia nunca había sido exactamente confirmada. También había desaparecido. «Se largó anoche en ese “Stude” nuevo —dijo el dueño—. Supongo que se habrá ido con tu chavala».

Como un personaje de una parodia de novela gótica, no había vuelto a hablar nunca de la muchacha ni había vuelto a visitar jamás esta terrible casita. Nunca se la mencionaba delante de él: él hacía como si nunca hubiera existido aquel compromiso. Cuatro años después conoció a otra muchacha, hija de un granjero del valle contiguo. Se casó con ella y tuvo una hija, pero también aquello le resultó mal.

La absurda estructura de madera se hallaba ladeada, como si un gigante la hubiera empujado al pasar en su prisa por llegar a otro lugar; hasta los marcos de las ventanas habían adquirido forma trapezoidal. Caminé sobre el polvo y avancé por entre las altas hierbas. Pequeñas semillas y trozos de pelusa se me adherían a los pantalones. Miré a través de las dos ventanas que daban a la parte posterior de la tienda de Andy y a la carretera del valle. La habitación constituía un cuadro de auténtica desolación. Las tablas del suelo se habían arqueado y podrido, de tal modo que las hierbas penetraban en la estancia por varios puntos, y el suelo se hallaba cubierto de excrementos de animales y pájaros…, parecía un ataúd mugriento y vacío. En un rincón había un revoltijo de mantas del que irradiaba un semicírculo de colillas. En las paredes se distinguían los garabatos dejados por plumas diversas. Empecé a sentirme deprimido al contemplar la locura de mi primo y me aparté, enredándome el pie izquierdo en una mata de hierba al volverme. Era como si aquella casa, cual un enano maligno, tratara de retenerme, y me desasí con violencia. Una espina se me clavó en el tobillo tan firmemente como el aguijón de una avispa. Me invadió de pronto un sudor frío, y me alejé de la casita de Duane para dirigirme a la parte delantera de la de Andy.

Ésta, la tercera dé mis señas distintivas, era mucho más confortable, mucho más bendecida con la gracia de la normalidad. Mi familia siempre había hecho una parada ritual en la casa de Andy antes de continuar hasta la granja y allí cargábamos invariablemente botellas de «Dr. Pepper» para mí y una caja de cerveza para mi padre y para tío Gilbert, el padre de Duane. La tienda de Andy era lo que la gente suele llamar un almacén, un lugar en el que podía uno comprar casi cualquier cosa: camisas y pantalones de trabajo, gorras, mangos y hojas de hacha, comida, relojes, jabón, botas, azúcar, mantas, revistas, juguetes, maletas, taladros y punzones, comida para perros, papel, azadas y rastrillos, pienso para las gallinas, latas de gasolina, forrajes compuestos, linternas, pan…, todo esto se alineaba y apilaba en un alargado y blando edificio de madera levantado sobre gruesos soportes de ladrillos. Delante de él, tres blancos surtidores de gasolina daban frente a la carretera. Llegué hasta los escalones, subí y, cruzando la puerta de persiana, entré en el frío y oscuro interior.

Olía como siempre, a una maravillosa mezcla de diversas novedades. Cuando la puerta se cerró de golpe a mi espalda, la mujer de Andy (no podía acordarme de su nombre) levantó la vista hacia mí desde donde estaba sentada tras el mostrador, leyendo un periódico. Frunció el ceño, bajó de nuevo la vista al periódico y, cuando empecé a aproximarme a ella por los pasillos que formaban los objetos amontonados, volvió la cabeza y murmuró algo en dirección a la parte posterior de la tienda. Era una mujer menuda, los cabellos oscuros y aire agresivo, y su aspecto se había tornado más adusto y severo con la edad. Cuando me miró suspicazmente de nuevo, recordé que nunca habíamos sido muy amigos y que yo le había dado motivos para aborrecerme. No pensé, sin embargo, que me reconociera: mi aspecto ha cambiado mucho desde mi primera juventud. La química del momento no era buena, me daba i Lienta de ello; mi exaltación anterior se había esfumado, dejándome abatido y deprimido, y hubiera debido salir de la tienda en aquel mismo momento.

—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó, con el cadencioso acento del valle. Por primera vez, ese acento se me antojó hostil y extraño a mí.

—¿Está Andy? —pregunté, acercándome más al mostrador a través del amontonamiento de olores.

Ella se levantó de su silla sin pronunciar palabra y desapareció cu la cavernosa trastienda. Una puerta se cerró y, luego, se volvió ha abrir. Vi a Andy que caminaba hacia mí. Había engordado y perdido mucho pelo, y su rechoncho rostro parecía sexualmente indeterminado y permanentemente preocupado. Cuando llegó al mostrador, se detuvo y se apoyó contra él con el vientre.

—¿En qué puedo servirle? —dijo, y el tono alegre de la frase desentonaba con su rostro derrotado y su aire de suspicacia campesina. Vi que casi todo el pelo se le había vuelto gris—. Usted no es uno de los comisionistas. Representantes se llaman ahora.

—Quería venir a saludar —dije—. Solía venir aquí con mis padres. Soy el hijo de Eve Updahl —añadí, utilizando la identificación por la que sería reconocido en el valle.

Me miró fijamente unos instantes y, luego, asintió con la cabeza y dijo:

—Miles. O sea que eres Miles. ¿Vienes a hacernos una visita o estás sólo de paso? —Andy, como su mujer, recordaría mis pequeños errores no juiciosos de hacía veinte años.

—Principalmente a trabajar —respondí—. He pensado que la granja sería un lugar muy tranquilo en el que trabajar.

Una explicación cuando había proyectado no dar ninguna… Andy me estaba poniendo a la defensiva.

—Creo que no recuerdo a qué clase de trabajo te dedicas.

—Soy profesor de Universidad —respondí, y el demonio de la irritación me hizo complacerme en su parpadeo de sorpresa—. Inglés.

—Vaya, siempre se te tuvo por un tío listo —dijo—. Nuestra hija asiste a clase de taquigrafía y mecanografía en la Escuela de Comercio de Winona. Le va muy bien. Supongo que no darás tus clases por aquí cerca.

Le di el nombre de mi Universidad.

—¿Está en el Este?

—En Long Island.

—Eve siempre dijo que temía que acabaras en el Este. ¿Y qué es ese trabajo que tienes que hacer?

—Tengo que escribir un libro…, es decir, estoy escribiendo un libro. Sobre D. H. Lawrence.

—Ya. ¿Y ése quién es?

—Escribió El amante de Lady Chatterley —respondí.

Andy me miró a los ojos con un gesto sorprendentemente picaresco y, al mismo tiempo, un tanto púdico. Parecía como si fuera a lamerse los labios.

—Supongo que es cierto lo que dicen de esos colegas del Este, ¿eh?

Pero la observación no era la invitación a masculinas revelaciones que podría haber sido: había una traviesa malicia en ella.

—Es sólo uno del montón de libros que escribió —dije.

Percibí de nuevo el guiño de picardía.

—Supongo que un libro es lo bastante bueno para mí.

Se volvió a un lado y vio a su mujer acechando en la parte de atrás de la tienda, mirándome.

—Es Miles, el chico de Eve —dijo Andy—. No le conocía. Dice que está escribiendo un libro guarro.

La mujer se adelantó, con gesto ceñudo.

—Duane nos dijo que tú y tu mujer os habéis divorciado.

—Nos separamos —repliqué, con cierta aspereza—. Ahora ella está muerta.

La sorpresa se reflejó por un instante en sus caras.

—No sabíamos —dijo la mujer de Andy—. ¿Querías alguna cosa?

—Llevaré una caja de cervezas para Duane. ¿Qué marca bebe?

—Si es cerveza la beberá —respondió Andy—. ¿«Blatz», «Schlitz», u «Oíd Milwaukee»? Creo que tenemos también algo de «Bud».

—Cualquiera —dije, y Andy regresó a la trastienda, donde guardaba sus cajas de cerveza.

Su mujer y yo nos miramos uno a otro con cierto desasosiego.

Ella fue la primera en apartar la vista, volviendo los ojos hacia el suelo y, luego, hacia donde yo había dejado aparcado mi coche.

—¿Has estado sin meterte en líos?

—Claro.

—Pero él dice que estás escribiendo porquerías.

—Él no ha entendido. He venido aquí para escribir mi tesis. Se encrespó.

—Y tú piensas que Andy es demasiado estúpido para entenderte. Siempre fuiste demasiado bueno para nosotros, ¿verdad? Eras demasiado bueno para la gente corriente…, y demasiado bueno también para cumplir la ley.

—Oh, vamos —exclamé—. Cristo, eso fue hace mucho tiempo.

—Y tan bueno que no te importa pronunciar en vano el nombre del Señor. No has cambiado, Miles. ¿Sabe Duane que vienes?

—Desde luego —respondí—. No seas tan rencorosa. Mira, lo siento. Llevo dos días conduciendo y he tenido un par de curiosas experiencias. —Advertí que me miraba la mano izquierda, envuelta en el pañuelo—. Lo único que quiero es paz y tranquilidad.

—Tú siempre organizas líos —dijo—. Tú y tu prima Alison erais iguales en eso. Me alegro de que ninguno de los dos os criarais en el valle. Tus abuelos eran de los nuestros, Miles, y todos aceptamos a tu padre como si fuese uno de nosotros, pero ahora creo que quizás hemos tenido ya bastantes complicaciones sin necesidad de que estés tú aquí además.

—Santo Dios —exclamé—. ¿Qué ha sido de vuestra hospitalidad? Me fulminó con la mirada.

—Perdiste toda oportunidad de ser bien recibido aquí la primera vez que nos robaste. Le diré a Andy que te lleve la cerveza al coche. Puedes dejar el dinero en el mostrador.

Fragmento de la declaración de Margaret Kastad:

16 de julio

Me di cuenta de que era Miles Teagarden en cuanto puso el pie en nuestra tienda, aunque Andy dice que él no lo supo hasta que dijo que era el hijo de Eve. Tenía el mismo aspecto que siempre había tenido, como si ocultara en su mente algún mal secreto. Yo solía compadecer a Eve, que siempre fue muy recta, y supongo que nunca sabe una (qué acabará siendo de sus hijos si los lleva a sitios extraños. Pero no hay que culpar a Eve por ese Miles. Ahora que lo sabemos todo acerca de él, me alegro de que Eve falleciese antes de que pudiera ver en qué clase de mal bicho se había convertido. Aquel primer día, yo le eché de la tienda. Le dije, no vas a engañarnos a ninguno, Miles. Te conocemos. Te vas a largar ahora mismo de la tienda. Andy te llevará esa cerveza al coche. Me di cuenta de que había participado en una pelea o algo así…, parecía débil o asustado, y la mano le estaba sangrando todavía. Se lo dije y se lo volveré a decir otra vez. Nunca sirvió para nada, pese a todo lo listo que decían que era. Era un tipo extraño. Si fuese un perro o un caballo, uno lo habría encerrado o le habría pegado un tiro. En el acto. El y ese aire mezquino y el pañuelo alrededor de la mano…

Contemplé en silencio cómo introducía Andy la caja de cerveza en el asiento trasero del «Volkswagen» y la colocaba junto a las cajas de cartón llenas de notas y de libros.

—Duele el brazo, ¿eh? Dice mi mujer que te han atizado. Bueno, dale recuerdos a Duane y espero que mejores.

Se separó del coche, frotándose las manos contra los pantalones como si se las hubiera manchado, y yo me senté al volante sin decir palabra.

—Bueno, adiós —dijo.

Yo me limité a mirarle, puse el coche en marcha y me alejé. Por el espejo retrovisor le vi encogerse de hombros. Cuando la curva de la carretera junto al acantilado de roja piedra arenisca lo ocultó a mi vista, encendí la radio, esperando oír música, pero Michael Moose estaba disertando monótonamente otra vez acerca de la muerte de Gwen Olson y apagué la radio con gesto de impaciencia.

Cuando llegué a lo largo del valle hasta lo que quedaba de la escuela en que mi abuela había enseñado los ocho grados, detuve el coche y traté de relajarme. Existe un especial estado de ánimo que representa la creación de ondas alfa, y procuré conciliarlo. Esta vez fracasé, y me limité a permanecer sentado en el coche, mirando alternativamente a la carretera, al campo de maíz que se extendía a mi derecha y a la vacía estructura de la escuela. Empecé a oír el zumbido de una motocicleta, y pronto la vi que avanzaba velozmente hacia mí a lo largo de la carretera, aumentando de tamaño desde las dimensiones de una mosca hasta que pude ver al conductor, con casco y cazadora negra, y a la rubia pasajera que iba detrás, sujetándole con los gruesos muslos y flotando al viento sus cabellos. En la curva existente junto al acantilado de arenisca el ruido varió y, luego, se extinguió por completo.

¿Por qué habría de llevar uno sus viejos pecados permanentemente prendidos en la ropa? ¿Para que todos los leyeran en voz alta? Yo haría mis compras en Arden, pese al inconveniente de tener que realizar un viaje de diez millas, siempre que quisiera algo. Esta decisión contribuyó a aplacarme el ánimo, y, al cabo de uno o dos minutos de reflexión, empecé a sentir como si pudiera producir una, por lo menos leve, tranquilidad.

¿Dónde estaba, podríais preguntar, el payaso, el recalcitrante guasón que yo mismo he proclamado ser? Mi propia causticidad me sorprendía. Una mujer como la de Andy consideraría escandalosa la palabra «perra» aplicada a cualquier esfera distinta de la canina. Era una mañana emocional. ¡Mis antiguos robos! Sin embargo, suponía que era demasiado esperar que alguien los hubiera olvidado.

Cien metros más allá de la desierta escuela estaba la iglesia: la iglesia luterana de Getsemaní es un edificio de ladrillo rojo con un aire sólido, pomposo y pacífico que probablemente le conferían las columnas paladianas existentes en lo alto de las escaleras. En atención a mi abuela, que ya estaba muy débil, Joan y yo nos habíamos casado en esta iglesia. (Idea de mi madre).

Después de la iglesia la tierra parece hacerse accesible y el maíz lo invade todo. Pasé ante la granja de Sunderson —dos furgonetas aparcadas en herbosa ladera, un gallo pavoneándose en el rojo polvo del camino— y vi un hombre corpulento, vestido con mono y tocado con una gorra, que salía en aquel momento de la casa. Se me quedó mirando y, luego, decidió saludarme con la mano, pero yo no había generado suficientes ondas alfa como para corresponder a su saludo.

Media milla más allá de la granja Sunderson, pude ver la vieja casa de mi abuela y el terreno de Updahl. La fila de nogales que crecían en el borde del césped se habían desarrollado notablemente y ahora parecían una hilera de robustos granjeros de pie al sol.

Conduje el coche por la parte delantera de la finca y enfilé el camino que llevaba a su puerta principal, pasando ante los árboles y sintiendo el traqueteo del coche en las rodadas. Esperaba sentir un acceso de intensa emoción al contemplar de nuevo la blanca y alargada casa, pero mis emociones parecían embotadas. Se trataba solamente de una casa de dos pisos con un porche cubierto, una alquería corriente. Sin embargo, cuando bajé del coche percibí todos los viejos olores de la granja, una exuberante mezcla de vacas y caballos y abonos y leche y sol. Esto lo penetra todo: cuando las personas de la granja visitaban a mi familia en Fort Lauerdale se hallaba adherido a sus ropas, sus manos y sus zapatos. El volver a oler todo esto me hizo sentir por un momento como si tuviera trece años, y levanté la cabeza, relajando los agarrotados músculos del cuello y la espalda, y vi una pesada silueta que se movía por el porche. Su forma de andar me hizo comprender que se trataba de Duane, que había permanecido sentado invisible en un rincón del porche, igual que como había estado aquella terrible noche de hacía veinte años. Cuando Duane salió del porche a la zona soleada, traté de sonreírle. Al ver a mi primo había recordado cuánta hostilidad hubo siempre entre nosotros, cuánto nos habíamos aborrecido mutuamente. Esperaba que ahora sería diferente.