IV
En aquel momento yo me había mostrado escéptico respecto a las probabilidades de que regresara el domingo aceptando la invitación del camarero, pero veintiséis horas después me encontraba en «Freebo’s», no en la barra esta vez, sino en una mesa, y no solo, sino en compañía.
Me di cuenta de que estaba borracho sólo cuando advertí que estaba conduciendo el «VW» en segunda; canturreando por lo bajo, accioné embarulladamente la palanca de cambios, poniendo fin al angustiado aullido del motor, y me dirigí a casa a toda velocidad, sin duda describiendo las mismas eses que Alison Greening había descrito una noche hacía años…, la noche en que yo había sentido por primera vez su boca ardiente sobre la mía y todos mis sentidos habían recibido el impacto de sus varios olores: a perfume, jabón, polvos, cigarrillos de contrabando y agua fresca. Aproximadamente en el momento en que llegaba a la altura del rojo termómetro en el paisaje italiano, comprendí que la muerte de la muchacha Strand había sido la razón de las hostiles miradas que había recibido de los ciudadanos de Arden. Tras enfilar el camino particular de la casa, dejé el coche atravesado en delator ángulo delante del garaje y salí tambaleándome, estando a punto de desplomarme sobre el guardabarros delantero. El sobre y la hoja de papel en blanco, juntamente con varias páginas del libro de Maccabee, me abultaban en el bolsillo. Oí pisadas en el interior de la casa y el ruido de una puerta al cerrarse. Crucé con pasos vacilantes el césped hasta el porche y entré. Me pareció sentir el frío de las tablas del suelo aun a través de los zapatos. La fría casa parecía llena de ruidos. Tuta Sunderson parecía estar en dos o tres habitaciones a la vez.
—Salga —dije—. No le haré daño. Silencio.
—Está bien —insistí—. Incluso puede irse a casa, señora Sunderson. Miré a mi alrededor y pronuncié su nombre en dirección al vicio dormitorio de la planta baja. Los muebles de Duane estaban inmaculadamente limpios y brillantes, pero no había nadie en la habitación. Me encogí de hombros y entré en el baño.
Cuando salí, los ruidos de la vieja casa habían cesado como por arte de magia. Sólo oía el gorgoteo de las tuberías en las paredes. La mujer se había largado nerviosamente; mascullé una maldición, preguntándome qué tendría que hacer para que volviese.
Oí entonces una tos, procedente inequívocamente de mi cuarto de trabajo. El hecho de que aún no hubiera completado una sola frase en ese cuarto triplicaba la gravedad de la violación de su intimidad. Eché a correr escaleras arriba.
Pero cuando irrumpí en la pequeña y fría habitación me detuve en seco. Por la ventana pude ver la rolliza figura de Tuta Sunderson que se alejaba jadeando por la carretera, con el bolso balanceándose al extremo de su correa; y sentada en la silla de mi mesa escritorio, completamente relajada, estaba Alison Updahl.
—Qué… —empecé—. No me gusta…
—Creo que la has asustado. Estaba ya bastante alterada, y tú le has dado la puntilla. Pero no te preocupes, volverá.
Fragmento de la declaración de Tuta Sunderson:
18 de julio
Cuando le vi salir de aquel coche me di cuenta de que estaba borracho perdido, y cuando empezó a gritar de aquella manera pensé que más valía que me largase. Ahora sabemos que volvía de haber estado discutiendo en la calle con el pastor, en Arden. Yo creo que el pastor tenía razón en todo lo que dijo al día siguiente, y podía haber dicho más cosas aún. Para entonces Red había vuelto ya de la Comisaría —completamente alterado por lo que había visto, como es lógico— y dijo, no vuelvas adonde ese loco, mamá, tengo varias ideas acerca de él, pero yo dije, sus cinco dólares son tan buenos como los de cualquiera, ¿no es verdad? Puse esos otros dos dólares bajo una lámpara. Oh, yo pensaba volver, no le quepa duda, no me daba ningún miedo. Quería vigilarle.
Permanecimos en silencio unos momentos…, curiosamente, ella me hacía sentir como si yo fuera el intruso. Me di cuenta de que estaba calibrando mi estado. Para prevenir cualquier comentario, dije:
—No me gusta que haya gente en esta habitación. Tiene que ser privada. La presencia de otras personas echa a perder la atmósfera.
—Ella dijo que no debía entrar aquí. Por eso es por lo que lo he hecho yo. Era el único lugar tranquilo en que esperarte. —Estiró las piernas, enfundadas en vaqueros azules—. No he cogido nada.
—Es cuestión de vibraciones. —Por lo menos, dije «vibras». El alcohol envilece el vocabulario.
—Yo no siento vibraciones de ninguna clase. Por cierto, ¿qué haces aquí?
—Escribir un libro.
—¿Sobre qué?
—No importa. Además, estoy atascado.
—Apuesto a que es un libro sobre otros libros. ¿Por qué no escribes un libro sobre algo fantástico e importante que otras personas no pueden ni siquiera ver? ¿Sobre lo que realmente está pasando?
—¿Querías verme para algo en particular?
—Zack quiere conocerte.
—Estupendo.
—Le hablé de ti, y quedó interesado. Le dije que eras diferente. Quiere conocer tus ideas. A Zack le interesan mucho las ideas.
—Hoy no voy a ir a ninguna parte.
—Hoy, no. Mañana hacia el mediodía. En Arden. ¿Conoces el bar de Freebo?
—Supongo que podría encontrarlo en un día despejado. ¿Has oído hablar de que hayan matado a otra de tus compañeras?
—Lo están diciendo en todos los noticiarios. ¿No prestas atención a las noticias?
Parpadeó, y vi el miedo bajo su fingida indiferencia.
—¿No la conocías?
—Naturalmente. En Arden se conoce a todo el mundo. Red Sunderson encontró su cadáver. Por eso es por lo que la vieja Tuta estaba tan quisquillosa esta mañana. La vio en un campo próximo a la carretera 93.
—Cristo.
Recordé cómo la había tratado, y noté entonces que me empezaba a arder el rostro.
Así, pues, al día siguiente me encontré entrando en el escenario de mi segunda ignominia en compañía de Alison Updahl. Aunque era menor de edad, franqueó la puerta como si, en el supuesto de que se le opusiera alguna resistencia, estuviera dispuesta a derribarla con un hacha. Para entonces, yo sabía, naturalmente, en qué medida todo aquello era pura fachada, y admiré la perfección con que fingía. Tenía más cosas en común con su tocaya de lo que había pensado. El bar estaba casi vacío. Dos hombres se hallaban sentados en la barra ante sendos vasos medio llenos de cerveza, y un hombre con chaqueta negra estaba sentado en la mesa del fondo. El mismo rechoncho camarero de pelo entrecano del día anterior se apoyaba en la pared, junto a la caja registradora, rodeado de destellantes luces y perpetuas cataratas de anuncios de cerveza. Sus ojos resbalaron sobre Alison, pero me miró a mí y movió afirmativamente la cabeza.
Seguí a Alison hasta la mesa, observando mientras tanto a Zack. Sus ojos iban alternativamente de uno a otro y su boca era una línea estirada. Parecía lleno de entusiasmo. Parecía también muy joven. Reconocí la clase de tipo por mi juventud en Florida…, aquellos jóvenes que se reunían junto a las gasolineras, prestando gran atención a su pelo, recreándose en su propio fracaso aun entonces. Chicos peligrosos a veces. No sabía que este estilo continuase existiendo.
—Éste es él —dijo la hija de mi primo, refiriéndose a mí.
—Freebo —dijo Zack, y movió la cabeza en dirección al camarero.
Al sentarme frente a él, observé que era mayor de lo que al principio me había parecido; tendría veintitantos años, con aquellas arrugas grabadas en la frente y en las comisuras de los ojos. Seguía teniendo aquel aire de desplazado entusiasmo que le daba un aspecto característico. Me producía una cierta turbación.
—¿Lo de siempre, Mr. Teagarden? —preguntó el camarero, que estaba ahora junto a la mesa. Presumiblemente, sabía lo que quería Zack. Evitaba mirar a Alison.
—Una cerveza —dije.
—No me ha vuelto a mirar —dijo el Hombre de Hojalata cuando se hubo alejado el camarero—. Me da risa. Le tiene miedo a Zack. Si no, me echaría a patadas.
No te esfuerces, me dieron ganas de decir.
Zack rió entre dientes, al mejor estilo de James Dean.
Volvió el camarero con tres cervezas. La de Alison y la mía venían en vasos. La de Zack, en una jarra de plata.
—Freebo está pensando en vender este local —dijo el muchacho, dirigiéndome una sonrisa—. Deberías pensar en comprarlo. Es un buen negocio.
Recordaba esto también: la ridícula puesta a prueba. El muchacho olía a papel carbón y a grasa de máquina.
—Que lo coja otro. Yo soy como un canguro para eso de los negocios. El Hombre de Hojalata sonrió: yo estaba resultando como lo que ella había dicho de mí, fuera lo que fuese.
—Estupendo. Escucha. Creo que podríamos hablar.
—¿Por qué?
—Porque somos excepcionales. ¿No crees que las personas excepcionales tienen algo en común? ¿No crees que comparten cosas?
—¿Como Jane Austen y Bob Dylan? Venga ya. ¿Cómo consigues que le sirvan aquí a tu amiga de diecisiete años?
—Por ser quien soy. —Sonrió, como si eso fuese Jane Austen y Bob Dylan a la vez—. Freebo y yo somos amigos. El sabe lo que le interesa. —Me estaba administrando una dosis completa de su entusiasmo—. Pero casi todo el mundo sabe cuál es su interés. El Grande. ¿Verdad? A nosotros nos interesa hablar, que se nos vea juntos, explorar nuestras ideas, ¿no? Yo sé algunas cosas sobre ti, Miles. La gente habla todavía de cuando tú estabas aquí. Quedé sorprendido cuando ella me dijo que habías vuelto. ¿Sigue poniéndote zancadillas la gente?
—No sé qué significa eso. Salvo que sea lo que tú estás haciendo ahora.
—Jo —dijo suavemente Zack—. Eres un tipo agradable. Hacerles trabajar, ¿eh? Ya me doy cuenta. Hacerles trabajar, sí. Eres profundo. Eres realmente profundo. Tengo muchas preguntas para ti. ¿Cuál es tu libro favorito de la Biblia?
—¿La Biblia? —exclamé, riendo—. Eso sí que no me lo esperaba. No sé. ¿Job? ¿Isaías?
—No. Quiero decir, sí, lo entiendo, pero no es ése. Es el Apocalipsis. ¿Comprendes? Ahí es donde se muestra todo.
—¿Qué se muestra y dónde?
—El plan. —Me enseñó la palma de la mano, surcada de cicatrices y con líneas de grasa permanentemente impresas en ella, como si el plan fuese visible allí—. Allí es donde está todo. Los jinetes en sus caballos…, el jinete con el arco, y el jinete con la espada, y el jinete con la balanza, y el jinete pálido. Y las estrellas cayeron y el firmamento desapareció, y todo se vino abajo. Caballos con cabeza de león y cola de serpiente.
Miré a Alison. Estaba escuchando como si fuese un cuento infantil…, lo había oído ya cien veces. Estuve a punto de soltar un gemido; pensaba que ella se merecía algo mucho mejor.
—Es allí donde dice que los cadáveres llenarán las calles, y habrá incendios, terremotos, guerra en el cielo. Guerra en la Tierra también, ¿comprendes? Todas esas grandes bestias del Apocalipsis, ¿recuerdas? La bestia 666, ésa era Aleister Crowley, ya sabes. Ron Hubbard es otra, probablemente, y luego todos esos ángeles que asolan la Tierra. Hasta que hay sangre en una extensión de 1600 estadios. ¿Qué te parece Hitler?
—¿Y a ti?
—Bueno, Hitler metió la pata con todas esas historias germánicas, toda esa mierda de los judíos y la raza superior…, bueno, hay una raza superior, pero no se trata de algo tan tosco como toda una nación. Pero él era una de las bestias del Apocalipsis, ¿verdad? Piensa en ello. Hitler sabía que había sido enviado para prepararnos, era como Juan el Bautista, ¿comprendes?, y nos dio ciertas claves para comprenderle, igual que hizo Crowley. Creo que entiendes todo esto, Miles. Hay como una hermandad de los que entienden todo esto. Hitler era un cabrón, cierto, pero tenía penetración. El sabía que todo tiene que ser destruido antes de que pueda mejorar, que tiene que haber un caos total antes de que pueda haber libertad total, de que tiene que haber muerte para que pueda haber verdadera vida. Él conocía la realidad de la sangre. La pasión tiene que ir más allá de lo personal…, ¿de acuerdo? Mira, para liberar la materia, para hacer libre la materia, tenemos que ir más allá de lo mecánico hasta… el mito quizás, el ritual, el ritual de sangre, hasta la mente física.
—La mente física —dije—. Como la oscura sede de la pasión y la columna de sangre.
Cité desesperadamente estos lugares comunes. El final de la parrafada de Zack me había recordado deprimentemente ideas de las obras de Lawrence.
—Caray —exclamó Alison—. Oh, caray.
La había impresionado. Esta vez estuve a punto de gemir.
—Lo sabía —continuó Zack. Me estaba mirando con ojos resplandecientes—. Tenemos que sostener más conversaciones. Podríamos estarnos siglos enteros hablando. No puedo creer que seas todo un profesor.
—Ni yo tampoco.
Esto le produjo un regocijo tal que le dio a Alison una palmada en la rodilla.
—Lo sabía. La gente solía decir esa clase de cosas acerca de ti; yo no sabía si podía creerlo realmente, acerca de lo que solías hacer… Otra pregunta. Tú tienes pesadillas, ¿verdad?
Creí estar suspendido en aquel horroroso fluido azul.
—Sí.
—Lo sabía. ¿Entiendes de pesadillas? ¿Te muestran las revelaciones? Las pesadillas apartan la mierda para mostrarte lo que realmente está pasando.
—Te muestran lo que realmente está pasando en las pesadillas —dije.
Yo no quería que analizara mis estados oníricos. Había pedido otras dos cervezas mientras él desvariaba, y ahora le pedí a Freebo un «Jack Daniel’s» doble para calmarme los nervios. Zack daba la impresión de que le brotara aceite del cráneo y parecía como si esperase ser o acariciado o apaleado. Su rostro, flaco y turbulento, se hallaba enmarcado por espesas patillas y aquel complicado mechón de pelo. Cuando llegó el whisky, me bebí de un trago la mitad y esperé el efecto.
Zack continuaba hablando. ¿No creía yo que era preciso resolver la situación? ¿No creía yo que la violencia era acción mística? ¿Que era conciencia de la propia personalidad? ¿No creía yo que el Medio Oeste era el lugar en que más tenue era la realidad, esperando que brotara la verdad? ¿No lo demostraban esos dos asesinatos? ¿No podían éstos hacer que la realidad sucediese? Finalmente, me eché a reír.
—Hay en esto algo que me recuerda la casa soñada del padre de Alison —dije.
—¿La casa de mi padre?
—Su casa soñada. La que está detrás de la de Andy.
—¿Esa casa? ¿Es suya?
—El la construyó. Creía que lo sabías.
Me estaba mirando, boquiabierta. Zack parecía irritado por esta interrupción de su sermón.
—Nunca habló a nadie de ella. ¿Y por qué construyó una casa así?
—Es una vieja historia —respondí, arrepentido ya de haber mencionado aquel lugar—. Yo pensaba que tendría fama de estar encantada.
—No, nadie piensa que esté encantada —dijo ella, mirándome todavía con curiosidad—. Muchos chicos van allí. Nadie le molesta a uno allí. Recordé el revoltijo de mantas y colillas en el estropeado suelo.
—Escucha —dijo Zack—, tengo planes…
—¿Para qué era? ¿Por qué la construyó?
—No lo sé.
—¿Por qué la has llamado su casa soñada?
—No es nada. Olvídalo.
Vi que empezaba a mirar con impaciencia por el bar, como si buscara alguien que le contase todo lo referente a la casa.
—Tienes que conocer mis planes…
—Bueno, lo averiguaré por algún otro.
—He estado haciendo algunas cosas…
—Olvídalo —dije—. Olvida que lo haya mencionado siquiera. Y ahora me voy a casa. Tengo una idea.
El camarero estaba de nuevo junto a nosotros.
—Este es un tipo importante, ¿sabéis? —dijo, poniéndome la mano en el hombro—. Ha escrito un libro. Es una especie de artista.
—Y también —dije—, creo que te voy a dar algunas novelas. Te gustarán.
—Pensaba que podríamos verte hoy en la iglesia.
Duane tenía puesto todavía su traje, el traje cruzado que había estado llevando a la iglesia durante diez años o más. Pero los nuevos aires de informalidad le habían llegado también a él: bajo la chaqueta llevaba una camisa con el cuello abierto y sin corbata, azul y con rayitas de un color azul más claro. Debía de habérsela regalado Alison.
—¿Quieres un poco de esto? Es el día libre de Tuta en tu casa, ¿verdad?
Levantó una voluminosa mano hacia el guiso que Alison había dejado hirviendo en el fogón…, parecía cerdo con guisantes y con demasiada salsa de tomate. Al igual que el desorden general de la cocina, también esto habría enfurecido a su madre, que siempre había preparado gigantescas comidas de carne asada y patatas hervidas durante tanto tiempo que se desmenuzaban como yeso. Cuando negué con la cabeza, dijo:
—Deberías ir a la iglesia, Miles. Sean las que sean tus creencias, el ir te ayudaría a desenvolverte en la comunidad.
—Duane, eso sería la más vergonzosa hipocresía —dije—. ¿Suele ir tu hija?
—A veces. No siempre. Supongo que ya tiene bastante poco tiempo libre entre atenderme y hacer las cosas de casa, así que no le regateo unas horas más de sueño el domingo. O un par de horas con una amiga.
—¿Como ahora?
—Como ahora. Eso dice ella, al menos. Si es que se puede confiar en una mujer. ¿Por qué?
—Por nada.
—Bueno, tiene que salir de vez en cuando con sus amigas. Quienesquiera que sean. De todas maneras, Miles, éste es un día que deberías haber ido.
Oí entonces el énfasis que hubiera debido oír la primera vez.
¿Y no era extraño que Duane continuara llevando su traje una hora después del servicio religioso? ¿Y que estuviese sentado en la cocina en lugar de trabajar una o dos horas antes del almuerzo?
—¿Por qué hoy precisamente?
—¿Qué piensas del pastor Bertilsson?
—Me reservaré mi opinión. ¿Por qué?
Duane estaba cruzando y descruzando las piernas, con aire compungido. Calzaba pesados zapatos negros, inmaculadamente bruñidos.
—Nunca te agradó, ¿verdad? Lo sé. Tal vez se excediera un poco cuando Joan y tú os casasteis. Creo que no tenía derecho a sacar a relucir todas aquellas viejas historias, aunque lo hizo por mi propio bien. Cuando yo me casé, no habló de ninguno de mis viejos errores.
Yo esperaba que su hija olvidase por completo mi alusión a la casa soñada…, había sido una grave traición. Mientras trataba de encontrar la forma de decirle que había revelado su secreto a su hija sin decirle en realidad nada acerca de él, Duane se sobrepuso a su nerviosismo y acabó yendo al grano.
—El caso es que, como te decía, ha dicho unas palabras acerca de ti hoy. En su sermón.
—¿Acerca de mi? —exclamé. Se esfumó mi sentimiento de culpabilidad.
—Espera, Miles. En realidad, no citó tu nombre. Pero todos sabíamos de quién estaba hablando. Después de todo, te hiciste muy conocido por aquí hace años. Así que supongo que todos sabíamos de quién estaba hablando.
—¿Quieres decir que realmente se predican sermones sobre mí? Supongo que es todo un éxito.
—Bueno, habría sido mejor que hubieras estado allí. Verás, en una comunidad de este tamaño…, bueno, una pequeña comunidad como ésta se vuelve más unida si sucede algo malo. Lo que les ha pasado a esas chicas es terrible, Miles. Yo creo que un hombre capaz de hacer algo así debería ser degollado como un cerdo. La cosa es que sabemos que ninguno de nosotros pudo hacerlo. Quizás alguien de Arden, pero ninguno de los de aquí. —Se revolvió en su silla—. Ya que hablo de esto, debería decirte otra cosa. Escucha. Tal vez sea mejor que no vayas por ahí tratando de ver a Paul Kant. Es todo lo que quiero decir sobre eso.
—¿Qué estás diciendo, Duane?
—Sólo lo que he dicho. Paul acaso no tuviera nada de malo cuando era pequeño, pero aun entonces tú no le conocías muy bien. Sólo venías aquí durante los veranos.
—Al diablo con eso. ¿Qué tal si me dices de qué trataba el sermón de Bertilsson?
—Bueno, pues hablaba de cómo algunas personas…
—Refiriéndose a mí.
—… algunas personas se sitúan fuera de las pautas normales. Dijo que eso es peligroso cuando todo el mundo tiene que unirse en épocas de calamidad, como ahora.
—El es más culpable que yo de eso. Y ahora quisiera que me dijeses qué crimen se supone que ha cometido Paul Kant.
Para mi sorpresa, Duane enrojeció. Volvió los ojos hacia el guiso que hervía en el fogón.
—Bueno, no es un crimen exactamente, lo que podríamos llamar un crimen precisamente. Sólo que él no es como el resto de nosotros.
—Se sitúa fuera de las pautas normales. Excelente. Ya somos dos. Insistiré en verle.
Duane volvió a mirarme unos instantes, rebullendo nerviosamente. Parecía hallarse afligido de incertidumbre moral. En una causa dudosa había actuado dubitativamente. Era evidente que deseaba no haber suscitado las cuestiones de Bertilsson y Paul Kant. Recordé la idea que había tenido en el «Freebo’s Bar», una idea sugerida por mi indiscreta mención de la casa soñada.
—¿Cambiamos de tema?
—Diablos, sí. —Duane pareció aliviado—. ¿Te apetece tomar una de esas cervezas?
—Ahora no. Duane, ¿qué hiciste con el resto de las cosas de casa de la abuela? ¿Los viejos cuadros y todos los muebles?
—A ver, déjame pensar. Los muebles los bajé al sótano. No me pareció bien venderlos ni tirarlos. Y es posible que algunos valgan mucho hoy. La mayoría de las viejas fotos las metí en un baúl del dormitorio antiguo.
Ese era el dormitorio de la planta baja, donde habían dormido mis abuelos.
—Está bien, Duane —dije—. No te sorprendas de nada que oigas.
Fragmento de la declaración de Duane Updahl:
17 de julio
Así que eso fue lo que dijo justo antes de que empezara lo realmente extraño. No te sorprendas, algo así. No te sorprendas de nada. Luego salió disparado como una bala hacia la casa vieja. Estaba completamente excitado, y también un poco borracho. Domingo por la mañana o no, el aliento le olía a whisky. Más tarde supe por mi hija que había estado en «Freebo’s». Estuvo allí sentado con Zack, bebiendo como si fuese sábado por la noche. Un poco raro, teniendo en cuenta lo que intentó hacerle más tarde a Zack. Quizás es que estaba tanteándole, poniéndole a prueba, ya sabe. Eso es lo que yo creo al menos. Creo que quizás estaba pensando también en Paul Kant, para ver si podía utilizarle como trató de utilizar a Zack. Vaya elección ¿eh? Pero no sé. No entiendo todo ese asunto de Paul Kant. Supongo que ninguno de nosotros sabrá nunca qué pasó allí.
Encontré inmediatamente el baúl. De hecho, supe dónde estaba en cuanto Duane dijo que se hallaba en el dormitorio antiguo; se trataba de un viejo cofre noruego, no realmente un baúl, sino una caja de madera con refuerzos de metal llevado a América por el padre de Binar Updahl. Había albergado todo cuanto poseía en un espacio justo lo bastante grande como para contener cuatro máquinas de escribir eléctricas. Era un hermoso objeto antiguo…, la madera estaba tallada a mano con filigranas de volutas y hojas.
Pero el hermoso objeto se hallaba también cerrado con candado, y yo estaba demasiado impaciente como para volver a preguntarle a Duane dónde había dejado la llave. Salí al porche y lo recorrí hasta la puerta del fondo. Con sorprendente fogosidad, abrí violentamente las puertas corredizas del garaje y entré. Olía a tumba. La tierra húmeda suele oler a moho y escarabajos. De las paredes colgaban viejas herramientas, tal como yo recordaba. Herrumbrosas sierras de los tiempos de tala de árboles, tres latas de gasolina de cuarenta litros, hachas y martillos suspendidos de clavos hundidos en las paredes. Cogí una palanqueta y regresé a la casa.
El borde de la palanqueta encajaba perfectamente entre la tapa y el cuerpo del cofre; ejercí presión sobre la barra y noté que cedía la madera. La segunda vez que accioné la palanqueta, oí el ruido de la madera al astillarse; apoyé todo mi peso en la barra, y la madera que había sobre la cerradura se desprendió de la tapa. Caí de rodillas, sintiendo palpitar la herida de la mano, con la que, sin darme cuenta, había estado agarrando la palanqueta. Con la mano derecha abrí la tapa del cofre. El interior era un desorden de fotografías enmarcadas y sin enmarcar. Tras unos instantes de revolver infructuosamente entre ellas y ver varias versiones del cuadrado rostro de Duane y de mi desaparecido tupé y muchas fotografías de ortodoncia actuando en la sonrisa de Updahl, volqué impacientemente el cofre y tiré las fotos y los marcos sobre la alfombrilla del dormitorio.
Me estaba mirando desde un metro de distancia, ligeramente apartada de las demás fotografías; alguien la había sacado de su marco y aparecía levemente curvada en los extremos. Pero allí estaba, y allí estábamos nosotros, vistos por tío Gilbert tal como debían de vernos todos, fluyendo nuestros espíritus del uno al otro, convertidos en una sola, más que en dos gotas de sangre en una misma corriente sanguínea, rebasada ya la infancia, pero atrapados en la bella crisálida ambarina de la adolescencia, enlazadas las manos y sonrientes nuestros rostros en el verano de 1955.
Si no hubiera estado ya arrodillado, la foto me habría hecho caer de rodillas…, la fuerza de aquel rostro junto al mío me sorbió el aliento. Fue como ser golpeado en el estómago con el mango de un rastrillo. Pues si ambos éramos hermosos, sumidos allí en la ignorancia y en el amor en junio de 1955, ella lo era incomparablemente más. Eliminaba del papel mi rostro de joven e inteligente ladrón, me excluía, estaba en otro plano completamente distinto, donde el espíritu arde incandescente en la carne, estaba en la cúspide del ser, cuerpo y alma unidos. Esta fulguración del espíritu, esta iluminación, me dejaba a mí en la sombra absoluta. Yo parecía casi estar levitando, transportado por las corrientes de magia y complicación del espíritu en aquel rostro que era el suyo. Levitando sobre mis rodillas, mis rodillas que me dolían ya por el contacto con la alfombrilla de unos nudos.
Aquel rostro que era su rostro. Toda nuestra vida habíamos estado en comunicación por telepatía…, toda mi vida había estado yo en contacto con ella.
Comprendí entonces que toda mi vida, desde nuestra última reunión, había sido el proyecto de volver a encontrarla. Su madre se había marchado horrorizada a San Francisco, después de que yo robé un coche y me estrellé con él en un espectacular accidente a menos de diez metros del punto en que el pintado termómetro presidía un paisaje italiano, mis padres me habían metido interno en una escuela de Miami que parecía una prisión. Ella se hallaba en otro estado, en otra situación. Estábamos separados, pero (lo sabía) no separados definitivamente.
Tras un incalculable número de minutos, me dejé rodar sobre la espalda. Tenía las sienes empapadas. Mi nuca reposaba sobre aplastadas fotografías y largas astillas de madera noruega. Sabía que la vería, que ella volvería. Por eso era por lo que estaba allí, en la casa de mi abuela…, el libro había sido una excusa. La madera se me clavaba en la nuca. Yo no había tenido nunca intención de terminar mi tesis. El espíritu no lo permitiría. Desde ese momento hasta que viniese yo me prepararía para su llegada. Hasta la carta en blanco formaba parte de la preparación, parte de la necesaria prueba a que se debía someter el espíritu.
Me encontraba en las últimas fases de la transformación (creía) que había comenzado cuando me herí la mano con la carrocería del «VW» y sentí la libertad que era su libertad invadiéndome y penetrándome. La realidad no era una cosa sola, atravesaba como un puño lo aparentemente real. Era este conocimiento lo que siempre había temblado en su rostro. La realidad no es más que una disposición de moléculas mantenidas juntas por la tensión, una apariencia. ¿No estaba en su rostro el rostro que ella tenía a los seis años? ¿Y también su rostro a los cincuenta? Mientras yacía tendido sobre la alfombra de nudos, entre una confusión de papel y madera astillada, el blanco techo suspendido sobre mí parecía disolverse en un albo firmamento. Pensé fugazmente en Zack y sonreí. Inofensivo. Un chiflado inofensivo. Cuando perdí la conciencia normal, soñé no en que estaba suspendido a la deriva en un distante horror lejano, sino en Alison que nadaba hacia mí.
Esta imagen surcó mi mente flotante. Todo formaba parte de este acceso de sentimiento, mi mano herida, la insignificante incomodidad en mi nuca, hasta la palabrería de Zack sobre que la realidad era más tenue en el Medio Oeste, incluso mi hurto y destrucción del terrible libro de Maccabee. La prueba se produciría el 21 de julio. No habría imposibilidades. Me dormí. (Perdí el conocimiento).
Y desperté lleno de decisión. Cuando le dije a Duane que no se sorprendiera de nada que oyese, tenía un plan que ahora veía que era absolutamente necesario. Debía disponerme a lo que me iba a deparar el día. Tenía unas cuatro semanas. Era tiempo más que suficiente.
Empecé arrancando una fotografía del primer marco que me pareció del tamaño adecuado y colocando en él la fotografía en que estábamos Alison y yo. Distraídamente, rasgué la otra fotografía por la mitad, doblé los pedazos y los volví a pegar. Tirando los trozos de satinado papel y dejándolos revolotear hasta el abarrotado suelo, llevé la foto al cuarto de estar y la colgué donde había estado la primera fotografía de Alison.
Luego, paseé la vista por la habitación. Habría que eliminar la mayoría de los muebles. Iba a establecer un medio ambiente propio de Alison: iba a recrear, con la mayor exactitud posible y unos cuantos añadidos, la habitación tal como estaba hacía veinte años. Los muebles de oficina de Duane podían ir al sótano donde se encontraban ahora los viejos muebles de mi abuela. No estaba seguro de poder llevar por mí mismo algunos de los más pesados a lo largo de los empinados escalones del sótano, pero no había otra opción. Era lo que iba a hacer.
Las puertas del sótano estaban emplazadas en el suelo en un ángulo ligeramente elevado, justo al final del porche. Las puertas se levantaban y se dejaban caer luego a ambos lados…, era un sistema de lo más anticuado y rústico, y yo sospechaba que el sótano de Duane, aunque modernizado por la introducción de una escalera que descendía desde el cuerpo de la casa, era originariamente de construcción similar. Con cierto esfuerzo, levanté una de las puertas, lesionándome casi la espalda; el tiempo había acabado pegando las dos puertas.
Los peldaños de tierra tenían un aspecto traicionero, medio desmoronados y muy empinados. Parte de los desperfectos que tenían eran antiguos, pero Duane había destrozado algunos de los peldaños al llevar abajo los muebles viejos. Apoyé el pie en el primero de los escalones y probé a ver si resistía mi peso. La tierra era elástica y firme. Después de tantear varios escalones más, perdí el cuidado y puse el pie sin mirar, y la tierra cedió, haciéndome caer sobre una terraza de tierra desmenuzada. Cuando recuperé el equilibrio, apoyé sólidamente los pies en un grueso escalón, coloqué el hombro contra la puerta y empujé con el cuerpo y las piernas. La puerta giró con un estridente chirrido de los goznes. La luz penetraba ahora en la casi totalidad del sótano. Vi los viejos muebles amontonados allí. Al igual que el garaje, el sótano olía a tumba. Empecé a empujar los muebles de mi abuela para sacarlos del sótano a la luz del día.
Trabajé en esta tarea de reformas hasta que me dolieron los hombros y las piernas y mis ropas quedaron cubiertas de polvo. Había en el sótano más muebles de lo que había pensado, todos ellos esenciales. Necesitaba cada taburete y cada mesa, cada lámpara y cada estante. Demasiado exhausto como para continuar, entré y me preparé unos bocadillos con lo que había comprado el sábado. Después de comerlos, volví a salir con un cubo de agua jabonosa caliente y lavé todo lo que había sacado al césped; finalizado esto, bajé de nuevo por los medio desmoronados escalones y empecé a sacar trabajosamente más cosas. Recordaba dónde había estado cada objeto y podía ver cómo había estado la habitación hacía veinte años y volvería a estarlo ahora. Ella había tocado cada uno de estos muebles.
Para cuando empezó a disminuir la luz, yo había sacado ya todo sobre el césped y lo había limpiado. Las telas estaban gastadas, pero la madera estaba limpia y reluciente. Aun sobre el césped al lado de la blanca casa y a la desfalleciente luz, todo parecía mágicamente apropiado, con la adecuación de las cosas hechas y utilizadas con cuidado. Aquellos bellos y gastados objetos podían hacerle a uno llorar. El pasado estaba conservado en ellos. Simplemente depositados allí en el césped, al anochecer, evocaban la historia entera de mi familia en América. Como ella, eran sólidos y auténticos. A diferencia de los muebles de oficina de Duane, que, simplemente, parecían desnudos y aturdidos y estúpidos cuando los saqué afuera. Eran menos de lo que había parecido. Guardaban una relación negativa con el espíritu.
Cometí el error de bajar primero al sótano las piezas más ligeras, los horribles cuadros, las lámparas y las sillas. Debajo de una de las lámparas encontré dos billetes de dólar pulcramente doblados. En circunstancias diferentes, quizás hubiera admirado el gesto, pero constituía la prueba de lo mal que yo había actuado. Terminé con las cosas ligeras con un exagerado mal humor. Eso me dejó con la tarea de transportar los macizos sofás y las dos sillas más pesadas cuando estaba ya casi demasiado cansado para ello, y en la oscuridad. Tenía solamente la luz del porche y la de la pálida luna, y los maltrechos peldaños de tierra, en muchos lugares desgastados hasta formar una inclinada pendiente, eran visibles sólo en su parte superior. La primera silla bajó con facilidad; la llevé en mis temblorosos brazos y descendí lenta y cautelosamente por los semiderruidos escalones. Pero cuando lo intenté con la segunda silla, perdí pie en un declive de tierra y caí hasta el fondo.
Para contemplar esta cabriola digna de una película de Buster Keaton, yo hubiera debido aterrizar en el suelo cómodamente sentado en la silla; pero aterricé de cualquier manera, medio encima y medio debajo de ella y con un dolor que me irradiaba de toda la pierna izquierda, por el tobillo y hasta el muslo. No parecía rota, pero sí lo estaba una de las patas de la silla, que colgaba de la tela como un diente caído. Lanzando una maldición, la arranqué y la tiré a un rincón. Luego, hice lo mismo con la silla.
Después de eso, ya no tuve paciencia con los sofás. No pensaba irlos bajando con cuidado por la cuesta. Empujé el primero hasta el borde del sótano, lo acomodé sobre la abertura y lo solté. Se estrelló contra el fondo. Gruñí de satisfacción y me volvía para hacer lo mismo con el segundo cuando me di cuenta de que una linterna avanzaba, oscilante, hacia mí.
—Dios te maldiga, Miles —dijo Duane. Apuntó la linterna sobre mi cara. En unos instantes había penetrado en la zona de luz que emanaba del porche.
—No necesitas una linterna para ver que soy yo.
—No, aun en una noche oscura sabría que eras tú. —Apagó la linterna y se me acercó más. Su rostro tenía una expresión salvaje—. Maldito seas. Ojalá no hubieras vuelto nunca. ¿En qué infiernos estabas pensando? Bastardo asqueroso.
—Escucha —dije—, sé que parece chusco, pero…
Me di cuenta de que por lo que a la ira se refería yo no era más que un aficionado. El rostro de Duane parecía estar hinchándose.
—¿Es eso lo que piensas? ¿Piensas que parece chusco? Escúchame tú ahora. Si tenías que hablar de esa maldita casa, ¿por qué tenías que hablar de ella con mi hija?
Quedé demasiado aturdido para responder.
Continuó mirándome ferozmente unos momentos y, luego, se volvió y dio un puñetazo contra uno de los postes del porche.
Es entonces cuando hubiera debido empezar a preocuparme…, cuando recibí un trato especial.
—¿No respondes? Eres un cerdo, Miles. Todo el mundo se ha olvidado ya de la casa. Alison nunca se hubiese enterado de nada. De todos modos, la maldita casa no tardaría en derrumbarse. Ella nunca hubiera sabido nada. Y entonces vienes tú y le hablas de mi «casa soñada». Así ella puede acudir a uno de los borrachos y vagos de Arden para que le cuente todo lo referente a la casa, ¿verdad? Supongo que querías que ella se riera de mí, como soliais hacer tú y tu prima.
—Ha sido un error, Duane. Lo siento. Creía que ella ya lo sabía.
—Un carajo, Miles. Mi casa soñada, ¿no es así como la llamaste? Querías que ella se riera de mí. Querías humillarme. Debería molerte a puñetazos.
—Tal vez debieras hacerlo —dije—. Pero, si no lo vas a hacer, escúchame. Fue un accidente. Creía que todo el mundo lo sabía.
—Sí, eso me consuela. Debería aplastarte.
—Si quieres pelear, inténtalo. Pero te estoy presentando mis excusas.
—No puedes excusarte de eso, Miles. Quiero que te mantengas, alejado de mi hija, ¿lo oyes? Mantente alejado de ellas, Miles.
Quizá no se hubiera fijado en los muebles que nos rodeaban si su mano no hubiera tropezado con el sofá. Una expresión de furioso asombro sustituyó a la de cólera.
—¿Qué infiernos estás haciendo? —gritó.
—Estoy volviendo a poner los antiguos muebles —dije, experimentando una sensación de abatimiento al comprender la necesidad de mi proyecto—. Cuando me vaya, puedes cambiarlos otra vez. Tengo que hacerlo, Duane.
—Estás volviendo… Nada es bastante bueno para ti, ¿verdad, Miles? Tienes que echar a perder todo lo que tocas. ¿Sabes una cosa? Creo que estás loco, Miles. Y no soy el único que lo cree por aquí. Creo que eres peligroso. Deberían encerrarte. El pastor Bernlsson tenía razón acerca de ti. —Encendió de nuevo la linterna y me la enfocó a los ojos—. Estamos en paz, Miles. No te voy a echar de la casa, no te voy a moler a golpes, pero ten la seguridad de que no te voy a quitar el ojo de encima. No podrás hacer nada sin que yo lo sepa.
La luz se apartó de mi rostro e iluminó varios de los muebles que aún permanecían en el césped.
—Estás completamente loco. Alguien debería echarte de aquí.
Por un momento, pensé que probablemente tenía razón. Dio media vuelta sin molestarse en mirarme. Tras dar cuatro o cinco pasos, volvió a apuntarme con la linterna, pero esta vez le fue imposible mantener la luz sobre mi cara.
—Y recuerda, Miles —dijo—. Mantente alejado de mi hija. Mantente alejado de ella.
Se parecía demasiado a lo que me había dicho tía Rinn.
Arrastré el otro sofá hasta ponerlo sobre el abismo y lo empujé con violencia. Se estrelló satisfactoriamente contra el que ya estaba abajo. Me pareció oír el ruido de madera al romperse. Cerré las puertas de un par de patadas. Tardé otra media hora en llevar los viejos muebles al interior de la vieja casa. Los dejé allí, tal como fueron quedando. Luego, abrí una botella y la llevé arriba.