II

—Te he traído una caja de cerveza, Duane —dije, tratando equivocadamente de fingir amistad.

Él pareció confuso —realmente, la confusión estaba grabada en todo su amplio e inexpresivo rostro—, pero su mecanismo estaba programado para extender la mano y saludar, y eso fue lo que hizo. Su mano era enorme, una auténtica mano de granjero, y tan áspera que daba la impresión de estar hecha de una sustancia menos vulnerable que la piel. Duane era un hombre bajo y su silueta semejaba la de un barril, pero sus extremidades podrían haber pertenecido a alguien que tuviera un palmo más de estatura. Mientras nos estrechábamos la mano y él me miraba guiñando los ojos, sonriendo a medias, tratando de descubrir mis intenciones con respecto a la cerveza, observé que, evidentemente, regresaba de una mañana de trabajo; llevaba un mono lleno de manchas y mías botas que desaparecían bajo una capa de barro y excremento. Irradiaba todos los olores habituales de la granja, acentuados por el sudor y sobrepuestos a su verdadero olor, su olor interior, que es a pólvora.

Finalmente, me soltó la mano.

—¿Has tenido buen viaje?

—Desde luego —respondí—. Este país no es tan grande como creemos. La gente va continuamente de un lado a otro de él, la fuerza de la costumbre: aunque me llevaba casi diez años, siempre había adoptado yo este tono con Duane.

—Me alegro de que hayas tenido un buen viaje. Quedé sorprendido cuando me dijiste que querías volver aquí.

—Pensabas que me había perdido en la opulencia del Este.

Receló ante la palabra «opulencia», no muy seguro de lo que significaba. Era la segunda vez que le hacía titubear.

—Es sólo que me sorprendió —dijo—. Oye, Miles, siento lo de tu mujer. Quizás es que querías escapar de eso.

—En efecto —dije—. Quería escapar. ¿Has quitado tiempo a tu trabajo por venir a recibirme?

—Bueno, no quería que llegases y no encontraras a nadie en casa. La chica ha salido a alguna parte, y ya sabes cómo son los jóvenes, no puedes contar con ellos para nada. Así que pensé quedarme por aquí después de comer para saludarte. Para darte la bienvenida. Y, de paso, podía escuchar la radio ahí, en el porche, a ver sí había alguna novedad sobre ese horrible asunto. Mi chica conocía a esa Olson.

—¿Me ayudarás a llevar adentro mis cosas? —dije.

—¿Eh? Oh, claro. —Alargó los brazos hacia el interior del coche, inclinándose sobre el asiento, y levantó dos pesadas cajas de libros y notas. Al incorporarse de nuevo, preguntó—: ¿Es para mí esa cerveza que tienes ahí?

—Espero que sea tu marca.

—Es líquida, ¿no? —sonrió—. La pondré en el aljibe cuando te hayas instalado.

Antes de que echáramos a andar hacia el porche, Duane ladeó la cabeza y me miró con una sorprendente expresión de azotamiento en el rostro.

—Oye, Miles, quizá no debiera haber dicho eso de tu mujer. Solamente la vi aquella vez.

—Es igual, tranquilo.

—No. Nunca debería abrir la boca acerca de las dificultades de otro con su mujer.

Sabía que se estaba refiriendo a su propia historia de desastre matrimonial y a otra cosa también. Duane recelaba de las mujeres…, era uno de esos hombres, sexualmente normales en todos los demás aspectos, que sólo se encuentran a gusto en compañía masculina. Yo creo que él tenía una aversión radical a las mujeres. Para él habían sido fundamentalmente fuentes de sufrimiento, a excepción de su madre y su abuela (de su hija no podía yo hablar entonces). Después de su primera decepción, se había casado con una muchacha de una de las granjas de French Valley, y esta muchacha falleció al dar a luz a su hija. Había sufrido una paralizante humillación a manos de una muchacha (humillación no remediada por la evidente satisfacción que le había producido a su abuela), a la que habían seguido cuatro años de estar entre mujeres, de bromas en los bares de Arden acerca de su vida amorosa, once meses de matrimonio luego, y el resto de su vida sin compañía femenina. Yo sospechaba que su recelo hacia las mujeres contenía una buena porción de odio. Para Duane, las mujeres se le habían aproximado y, luego retirado bruscamente, conservando aún cualquier misterioso secreto sexual que hubieran poseído. En los viejos tiempos, cuando la chica polaca le había estado complicando la vida, yo había tenido con frecuencia la impresión de que su actitud hacia Alison Greening estaba impregnada de algo más oscuro que el simple deseo. Creo que la odiaba, la odiaba por suscitar deseo en él y por encontrar ridículo su deseo, carente de importancia o de valor. Alison le había encontrado absurdo.

Naturalmente, Duane era físicamente vigoroso, y su celibato debía de constituir en ocasiones un tormento: yo sospechaba, sin embargo, que era la clase de hombre que se siente turbado y horrorizado por sus propias fantasías y sólo se encuentra cómodo con las mujeres cuando éstas están casadas con sus amigos. Había sumergido durante tanto tiempo la sexualidad en el trabajo que esperaba que otros hombres hicieran lo mismo, costumbre que había acabado transformándose en una regla básica, y se servía de su éxito para justificarse. Duane había comprado doscientos acres contiguos y estaba ya en el límite de lo que un hombre podía cultivar por sí solo si trabajaba diez horas al día; como para demostrar la ley física de que a toda reacción se opone una reacción igual, la inanición sexual había engordado su cuenta bancaria.

La evidencia inmediata de su prosperidad se me hizo patente cuando llevamos las cajas y maletas al interior de la vieja casa de mi abuela.

—¡Dios mío, Duane —exclamé—, has comprado muebles nuevos para la casa!

En lugar del austero mobiliario de madera de mi abuela, de su viejo y raído sofá, la habitación contenía lo que supongo que podría llamarse mobiliario cómodo de los años cincuenta: sillas de lapizados profusamente adornados y un sofá a juego, una mesita de café, funcionales lámparas de mesa en lugar de las de queroseno, incluso enmarcadas reproducciones de cuadros mediocres. En el ambiente de la vieja casa, el heterogéneo mobiliario nuevo ponía una nota de mal gusto. El efecto de todo esto en la austera sala de estar de la granja era hacer que pareciera una habitación de un albergue de carretera. Pero había otra semejanza que no identifiqué en ese momento.

—Seguramente te parece absurdo comprar muebles nuevos para una casa vacía, ¿verdad? —me dijo—. La cuestión es que suele parar aquí mucha gente y con más frecuencia de la que te imaginas. En abril estuvieron aquí George y Ethel, y en mayo Nella, de St. Paul, y… Continuó recitando una larga lista de primos que, con sus hijos, se habían hospedado en la casa durante una semana seguida o más.

—A veces, esta casa parece un hotel en toda regla. Supongo que esa gente de la ciudad quiere enseñar a sus hijos cómo es una granja.

Mientras me hablaba, observé que las viejas fotografías de los nietos continuaban aún colgando de las paredes, como habían estado siempre: identifiqué una foto mía cuando tenía nueve años, con el pelo peinado en una especie de tupé, y otra de Duane a los quince, mirando a la cámara con aire receloso y el ceño fruncido como si ésta fuera a decirle algo ofensivo. Debajo de ella había una fotografía de Alison que percibí de reojo, pero sin atreverme a mirarla directamente. La vista de aquel impetuoso y bello rostro me habría dejado sin aliento. Y entonces me di cuenta de que la casa estaba inmaculadamente limpia.

—El caso es —estaba diciendo Duane— que un almacén de Arden lleno de muebles de oficina estaba haciendo liquidación, y se me ocurrió amueblar con ellos la vieja casa, ya que los vendían bastante baratos. Así que cogí la camioneta y me traje todo esto.

Esta era la semejanza que no había podido identificar: la estancia parecía la oficina de una empresa venida a menos.

—Me gusta el aire moderno que tiene —dijo Duane, quizá con un cierto tono defensivo—. Y costó menos que un disco de segunda mano. —Me miró y, luego añadió—: A todo el mundo parece gustarle.

—Es estupendo. A mí también me gusta —dije, distraído por la palpitación y el destello de la fotografía de Alison en la pared.

Conocía bien esa fotografía. Había sido tomada en Los Ángeles hacia el final de su infancia antes de que los Greening se divorciasen y Alison y su madre se trasladasen a San Francisco. Mostraba sólo su rostro. Aun de niña, el rostro de Alison era bello y complicado, mágico, y la fotografía de su padre ponía todo ello de manifiesto, la belleza y las complicaciones mágicas. Parecía como si conociera y abarcara todo. Al pensar en aquella irresistible expresión de su infancia sentí una especie de hormigueo en el estómago, y, para evitar mirar a la fotografía, dije:

—Ojalá hubieras cogido una mesa ya que estabas en ello. Necesito una mesa en la que trabajar.

—Eso no es problema —dijo Duane—. Tengo una puerta vieja y un par de caballetes sobre los que la podemos poner.

—Muy bien —dije, y me volví hacia él—. Eres un buen anfitrión, Duane. Y la casa parece muy limpia.

—Mrs. Sunderson, la que vive carretera abajo, ¿te acuerdas? ¿Tuta Sunderson? Su marido murió hace un par de años, y vive ahora allí con su hijo Red y su mujer. Red es casi tan buen granjero como Jerome. El caso es que le hablé a Tuta, y ella dijo que vendría aquí todos los días para prepararte el desayuno y la comida y hacerte la limpieza. Estuvo aquí ayer. —Hizo una pausa, antes de continuar—: Dijo que serían cinco dólares a la semana y que tendrías que hacerte tú mismo la compra. Ella no puede conducir desde que la operaron de cataratas. ¿Estás de acuerdo?

Respondí que me parecía perfecto.

—Pero pongamos siete dólares —dije—. Si no, me parecería que le estaba robando.

—Como quieras. Pero ella dijo cinco; probablemente te acuerdas de ella. Vamos a poner esa cerveza en el aljibe. —Y se frotó las manos.

Volvimos a salir los dos al ardiente sol y a los olores campesinos. El olor a pólvora de Duane era más intenso al aire libre, y, para escapar de él, me adelanté hacia el coche y saqué la caja de cerveza. Él caminó trabajosamente a mi lado y recorrimos el largo sendero, pasando ante el granero y la blanca casa de madera hacia el aljibe situado junto al establo.

—Decías en tu carta que estabas trabajando en un libro.

—Mi tesis.

—¿Sobre qué es?

—Sobre un escritor inglés.

—¿Escribió mucho?

—Mucho —dije, y me eché a reír—. Muchísimo.

Duane rió también.

—¿Por qué elegiste a ése?

—Es una larga historia —respondí—. Espero estar bastante ocupado, pero ¿queda aún por aquí alguien que yo conozca?

Reflexionó mientras pasábamos ante la oscura cicatriz existente en el lugar en que antes estuvo el cenador.

—¿No conociste a Oso Polar Hovre? Ahora es el jefe de Policía de Arden.

Casi se me cae la caja de cerveza.

¿Oso Polar? ¿Aquel salvaje?

Cuando yo tenía diez años y él diecisiete, Oso Polar y yo habíamos estado lanzando bolitas de papel sobre la congregación desde el coro de la iglesia de Getsemaní.

—Ha sentado la cabeza —dijo Duane—. Hace un buen trabajo.

—Debería visitarle. Solíamos divertirnos mucho juntos. Aunque siempre se sintió demasiado atraído, hacia Alison para mi gusto.

Duane me dirigió una extraña y sobresaltada mirada y se limitó a decir:

—Bueno, se mantiene bastante ocupado ahora.

Recordé otra figura de mi pasado…, en realidad el más dulce e inteligente de todos los chicos de Arden que yo había conocido hacía años.

—¿Qué es de Paul Kant? ¿Anda todavía por aquí? Supongo que iría a alguna Universidad y no habrá vuelto más.

—No, puedes ver a Paul. Trabaja en Arden. Trabaja en esos grandes almacenes «Zumgo’s» que hay allí. Eso he oído, al menos.

—No lo creo. ¿El trabajando en unos grandes almacenes? ¿Es gerente o algo así?

—Sólo trabaja allí. Nunca ha hecho gran cosa. —Duane me miró de nuevo, un poco tímidamente esta vez, y dijo—: Es un poco raro. Eso dicen, al menos.

—¿Raro? —exclamé con incredulidad.

—Bueno, ya sabes cómo habla la gente. Supongo que a nadie le importaría si fueses a visitarle.

—Sí, sé cómo habla la gente —dije, acordándome de la mujer de Andy—. Ya han dicho bastantes cosas acerca de mí. Y algunas las siguen diciendo aún.

Estábamos ahora junto al aljibe, y yo me incliné sobre el musgoso borde y empecé a introducir las botellas en el agua verde.

Fragmento de la declaración de Duane Updahl:

16 de julio

No faltaba más, le diré todo lo que quiera saber acerca de Miles. Podría contarle muchas sobre ese tipo. Nunca encajó aquí, incluso cuando no era más que un crío, y me di cuenta en seguida que tampoco iba a encajar ahora. Tenía un aire extraño, creo que podría calificarse así. Hablaba como si tuviera un cangrejo colgándole del culo, al estilo de la ciudad. Como si me estuviera gastando bromas. Cuando dijo que quería ver al jefe Havre, podrían haberme tirado al suelo con una pluma. (Risas). Supongo que cumplió su deseo, ¿no? Estábamos llevando una caja de cervezas para ponerlas en el aljibe que tengo junto al establo, ya sabe, y él dijo eso sobre Oso Polar, quiero decir, Galen, y luego dijo que quería ver a Kant (risas), y yo dije, claro, adelante, ya sabe (risas), y luego él dijo algo, no sé, acerca de que la gente hablaba de él. Luego casi rompe las botellas de cerveza al tirarlas contra el fondo del aljibe. Pero cuando realmente se comportó de forma extraña fue cuando entró mi hija.

La cápsula de una de las últimas botellas se me enganchó en el pañuelo cuando sacaba la mano del aljibe, y la mojada tela se separó de mi mano y cayó encima de las botellas. El agua helada me produjo una sensación de dolor y de hormigueo en la herida, y contuve una exclamación. Empezó a salirme sangre, que ondulaba en el agua como una nubecilla de humo o una bandera…, pensé en tiburones.

—¿Has tropezado con alguien al que no le caías bien? —había insinuado Duane a mi lado, mientras miraba fijamente la sangre que manaba de mi mano en su aljibe.

—Es un poco difícil de explicar.

Saqué la mano de la fría agua, me incliné sobre el aljibe y apoyé la mano contra el otro borde, donde había una capa de musgo de casi dos centímetros de grosor. El dolor y el picor se apaciguaron casi inmediatamente, inhibidos por la aplicación de la mágica sustancia. Si hubiera podido quedarme allí todo el día, apretando la mano contra aquel musgo frío y viscoso, se habría curado, millones de nuevas células se habrían formado cada segundo.

—¿Te mareas? —preguntó Duane.

Yo estaba mirando hacia sus campos, al otro lado del camino. Alfalfa y maíz crecían en bandas alternativas a cada lado del arroyo y de la línea de sauces y chopos; una loma que se extendía más allá quedaba dividida en dos partes iguales por las dos cosechas, Estaban destinadas a forraje; Duane había abandonado hacía tiempo todo lo que no fuera la cría de ganado. A partir de la bifurcada ladera, los bosques ascendían hacia lo alto del valle. Parecían inverosímilmente perfectos, como un bosque de Rousseau. Yo sentía deseos de coger un puñado de musgo e irme a acampar allí, olvidándome por completo de mis clases, y de mi libro, y de Nueva York.

—¿Te mareas?

La sangre rezumaba hasta el agua a través del grueso musgo. Yo estaba todavía mirando la linde del campo, donde comenzaban los árboles. Creí ver una esbelta figura asomar por un momento entre los árboles, mirar hacia nosotros y volver a ocultarse luego como un zorro. Podría haber sido un niño. Para cuando me di plena cuenta de ello, se había desvanecido.

—¿Estás bien? —Había un cierto tono de impaciencia en la voz de Duane.

—Desde luego, perfectamente. ¿Hay muchos chiquillos vagando por ese bosque?

—Es bastante espeso. Nadie suele entrar ahí. ¿Por qué?

—Oh, por nada. Nada, realmente.

—Hay unos cuantos animales allá arriba. Pero no se les puede cazar. A menos que tengas un rifle capaz de disparar alrededor de los árboles.

—Andy tiene algunos de ésos probablemente.

Separé la mano del musgo. Inmediatamente, empezó a picarme y a latir, al privarla de la sustancia mágica.

Fragmento de la declaración de Duane Updahl:

16 de julio

El estaba planeando algo desde el principio, algo que le dominaba, estaba claro. Tendría usted que haberle visto agarrar el borde del aljibe con aquella mano cortada. Yo hubiera debido darme cuenta de que habría complicaciones en aquel bosque por la forma en que lo miraba y las extrañas preguntas que hacía.

Sustancias mágicas son las que poseen un contenido sagrado, calmante y curativo. Cuando Duane dijo: «Vamos a la casa y te vendaré la mano», yo le sorprendí arrancando un puñado del espeso musgo, que dejó al descubierto una parte gris y oxidada del aljibe, y presionó en mi mano herida la verde y viscosa sustancia. La apreté con fuerza, y el punzante dolor aminoró un poco.

—Antes había por aquí una india vieja que te habría hecho eso —dijo Duane, mirándome la mano—. Hacía medicinas con hierbas y cosas así. Como hacía Rinn también. Pero lo que tú tienes corre peligro de ensuciarse. Lavaremos esa mano antes de vendarla. Por cierto, ¿cómo te has hecho una cosa así?

—Oh, fue sólo un arrebato estúpido.

El musgo se había oscurecido a consecuencia de la sangre y, por lo empapado que estaba, resultaba desagradable sujetarlo, así que lo dejé caer sobre la hierba y me volví para regresar a la casa de Duane. Un perro que estaba echado junto al granero miró atentamente el ensangrentado objeto.

—¿Has tenido una pelea?

—En realidad, no. Sólo ha sido un pequeño accidente.

—¿Te acuerdas de la vez en que destrozaste aquel coche en las afueras de Arden?

—No creo que pueda olvidarlo —dije—. Casi me mato.

—¿No fue eso después de aquella vez en la…?

—Sí, sí, en efecto —le interrumpí, no queriendo que pronunciase la palabra «presa».

—Menudo fue aquello —dijo—. Yo iba en mi furgoneta justo detrás de vosotros, pero cuando torcisteis por la 93, yo seguí en la otra dirección hacia Liberty. Di la vuelta, y, al cabo como de una hora…

—Muy bien, ya basta.

—Bueno, ya sabes, iba a…

—Ya basta. Todo eso pertenece al pasado.

Quería que se callase y lamentaba profundamente que hubiéramos abordado ese tema. A unos pasos por detrás de mí, el perro empezó a gruñir y a gemir. Duane se agachó, cogió una piedra y se la tiró al animal; yo continué caminando. Llevaba la mano separada del costado, dejando que la sangre me goteara por los dedos, e imaginé que el acechante animal blanco y negro se arrastraba sigilosamente para lanzarse contra mí. La piedra dio en el blanco; el perro aulló, y pude oír cómo corría a lugar seguro. Volví la vista y vi un reguero de brillantes gotas sobre la hierba.

—¿Vas a visitar hoy a tía Rinn? —Duane había llegado a los peldaños de cemento que conducían a su casa y estaba ahora allí de pie, con la cabeza levantada hacia mí—. Le dije que venías, Miles, y creo que me entendió. Creo que quiere verte.

—¿Rinn? —pregunté, incrédulo—. ¿Vive todavía? Yo pensaba que habría muerto hace años.

Sonrió…, el irritante escepticismo del que está en el secreto de las cosas.

—¿Morir? ¿Ésa? Nada puede matarla.

Subió la escalera y le seguí al interior de su casa. La puerta daba a un vestíbulo situado ante la cocina, que se encontraba casi igual que en vida de tío Gilbert; linóleo estampado en el suelo, una alargada mesa de fórmica, la misma estufa de porcelana. Pero las paredes estaban amarillentas, y toda la estancia presentaba un aire de suciedad y de abandono sólo parcialmente explicado por las grasientas huellas de manos en el frigorífico y la pila de platos junto a la fregadera. Había polvo hasta en el espejo. Parecía la clase de habitación en que hay un ejército de hormigas y ratones agazapados tras las paredes, esperando a que se apaguen las luces.

Me vio mirar en derredor.

—Se supone que la maldita chavala tiene que mantener limpia la cocina, pero es tan, tan responsable como… —Se encogió de hombros—. Totalmente irresponsable.

—Imagina lo que diría tu madre si pudiera verlo.

—Oh, estoy acostumbrado a esto —dijo, parpadeando—. Además, de nada sirve aferrarse así al pasado.

Pensé que estaba equivocado. Yo siempre me he aferrado al pasado, he pensado que podría y debería repetirse indefinidamente, que era la vida que alienta en el corazón del presente. Pero no podía hablarle de esto a Duane. Dije:

—Háblame de tía Rinn. ¿Insinuabas que está sorda? Fui hasta la fregadera y sostuve sobre ella mi mano goteante.

—Espera así mientras cojo la gasa y la venda —dijo, y se alejó pesadamente en dirección al cuarto de baño.

Cuando regresó, me cogió la mano y la sostuvo bajo el chorro de agua fría del grifo.

—No podría decirse que esté sorda. No podría decirse que éste ciega. A lo que me parece, ve lo que quiere ver y oye lo que quiere oír. Pero no hay que insistir con ella. Si quiere oír, oirá. Es lista. Sabe todo lo que está pasando.

—¿Puede andar por ahí?

—No sale mucho de su casa. Las vecinas le hacen la compra, las pocas cosas que necesita, pero todavía tiene su negocio de huevos. Y alquila su campo a Oscar Johnstad. Creo que le va bien. Pero ya tiene más de ochenta años; no la vemos ni siquiera en la iglesia. Sorprendentemente, Duane era un buen enfermero. Mientras hablaba, me secó rápidamente la mano con una toallita, apretó contra la herida un gran trozo de algodón absorbente y me enrolló en torno a la muñeca una ancha venda, pasándola luego por ambos lados del pulgar.

—Ahora —dijo cuando estaba terminando—, vamos a hacer que parezcas un granjero.

Las granjas son famosas por los accidentes que ocurren en ellas: cabestrillos, vendas y miembros amputados son cosas habituales en las comunidades rurales, lo mismo que los suicidios, la inestabilidad mental y los temperamentos sombríos. En estos tres últimos detalles, pero no en los otros, se parecen a las comunidades académicas. Suele pensarse que ambas constituyen refugios de serenidad. Yo me entretenía con estas reflexiones mientras Duane daba la última vuelta al rollo de venda, la rasgada con sus romos dedos y sujetaba firmemente el extremo suelto en la base de mi mano. Ya parecía un granjero: un buen presagio para la culminación de mi terrible trabajo. Oh, porque era terrible, un insulto al espíritu. Mientras empezaba a sentir un leve hormigueo en los dedos de la mano izquierda, sugiriendo la posibilidad de que Duane me hubiera puesto la venda demasiado apretada, comprendí lo mucho que aborrecía escribir crítica académica. Decidí que una vez que hubiera terminado mi libro y me hubiera asegurado mi puesto, no volvería a escribir ni una palabra más de ello.

—De todos modos —dijo Duane—, podrías hacerle una visita o dejarte caer por allí.

Lo haría. Pensaba ir a su granja uno o dos días después, cuando me hubiera instalado en la vieja granja. Tía Rinn, pensé, estaba penetrada de espíritu, ella era espíritu en una de sus formas, como la chica cuya fotografía hizo petrificarme la lengua. Oí abrirse y cerrarse la puerta a mi espalda.

—Alison —dijo Duane, con tono de naturalidad bajo el que latía un cierto matiz de ira—. Primo Miles se preguntaba dónde estarías.

Me volví, consciente de que mi aspecto no era normal. Mirándome sardónicamente, despreciativamente incluso, aunque con un cierto interés —el desprecio parecía defensivo y automático—, había una muchacha rubia, completamente nórdica y más bien rechoncha, de unos diecisiete o dieciocho años. Su hija. Naturalmente.

—Vaya —dijo. Era la chica que había visto por la mañana agarrada al conductor de la moto—. Parece enfermo. ¿Le has amenazado?

Meneé la cabeza, todavía tembloroso pero empezando a recobrarme. Había sido una estupidez por mi parte no recordar su nombre. De pechos prominentes que se le marcaban bajo la camiseta deportiva, ancha de caderas y de muslos gruesos, era, no obstante, una muchacha atractiva, y comprendí que yo debía construir una extraña figura para ella.

—Ésta es mi hija Alison, Miles. ¿Quieres sentarte?

—No —respondí—. Estoy bien, gracias.

—¿Dónde estabas? —preguntó Duane.

—¿A ti qué te importa? —exclamó aquel rechoncho guerrero de pelo rubio y lacio—. He salido.

—¿Sola?

—Bueno, si quieres saberlo, estaba con Zack. —De nuevo aquella fulgurante mirada—. Le hemos adelantado en la carretera. Probablemente te lo diría él de todos modos, así que también puedo hacerlo yo.

—No he oído la moto.

—Cristo —gimió, con un horrible gesto de desdén—. Está bien. Paró junto a la otra casa para que tú no lo oyeses. He venido andando desde allí. ¿Satisfecho? ¿Sí?

Su rostro se crispó, y vi que lo que había tomado por desdén era sólo azoramiento. Era ese torturante azoramiento de la adolescencia, y la agresión era su arma para atacarlo.

—No me gusta que salgas con él.

—A ver si intentas impedírmelo.

Pasó a grandes zancadas por delante de nosotros y entró en otra parte de la casa. Un momento después se encendió un aparato de televisión; luego, se oyó su voz, procedente de otra habitación.

—De todos modos, deberías estar trabajando ahora.

—Tiene razón —dijo Duane—. ¿Qué quieres hacer? Tienes el aspecto un poco raro.

—Sólo es que me sentía algo débil. ¿Qué hay de malo con Zack? Tu hija… —Aún no me encontraba preparado para llamar Alison a aquel áspero guerrero; en mi imaginación, parecía estar recorriendo turbulentamente un bosque, derribando árboles a sus pies—. Parece que sabe lo que quiere.

—Sí. —Forzó una sonrisa—. Eso es lo único que realmente sabe. Pero es una buena chica. Tan buena, por lo menos, como se puede esperar de nada que tenga forma de mujer.

—Seguro —asentí, aunque la especificación me hizo sentir incómodo—. ¿Qué pasa con Zack?

—No es trigo limpio. Es un tipo excéntrico. Escucha, Alison tiene razón, debería estar trabajando, pero aún tenemos que preparar tu mesa. O también podría decirte dónde está todo, y podrías instalártela tú mismo. No es mucho trabajo.

Levantando la voz por encima del ruido que llegaba del televisor, Duane me dijo dónde encontrar la puerta y los caballetes en el sótano de la casa y, luego, dijo:

—Ponte cómodo.

Salió, y, por las ventanas laterales de la cocina, vi cómo se dirigía pesadamente hacia el granero y emergía de él en lo alto de un tractor gigantesco. Parecía encontrarse completamente a gusto, como algunos hombres parecen naturales a lomos de un caballo. En alguna parte había adquirido una picuda gorra que yo podía ver cuando el tractor le hubo llevado detrás de las altas filas de maíz, en la parte más lejana del campo.

El sonido de la televisión me atrajo hacia la inesperada habitación en que había entrado Alison Updahl. Cuando yo era niño, esta habitación había estado revestida de losetas de linóleo como la cocina y ocupada principalmente por un destartalado sofá y un defectuoso televisor. Evidentemente, Duane la había reconstruido; su destreza había aumentado mucho desde los tiempos de la «casa soñada». Ahora era tres veces más grande, tenía gruesas y lujosas alfombras y se hallaba amueblada de una forma que sugería la realización de un gran gasto. La hija de mi primo, tumbada indolentemente en un diván oscuro y contemplando un televisor en color, parecía, con su camiseta deportiva, sus vaqueros y sus pies descalzos, una adolescente de un rico suburbio de Chicago o de Detroit. No levantó la vista cuando yo entré. Sabiéndose observada, se había puesto rígida.

—Qué habitación tan bonita —dijo—. No la había visto antes.

—Apesta.

Continuaba mirando al televisor, donde Fred Astaire se hallaba sentado al volante de un veloz automóvil. Al cabo de unos momentos, vi que el coche estaba en un garaje cerrado.

—Quizás es sólo que huele a nuevo —dije, y me gané una mirada fugaz. Pero nada más.

Alison resopló y volvió a centrar su atención en la pantalla.

—¿Qué película es?

Sin molestarse en apartar de nuevo la vista, dijo:

La hora final. Es formidable. —Agitó la mano para espantar a una mosca que se le había posado en la pierna—. ¿Qué tal si pruebas a dejarme que la vea?

—Como quieras.

Me dirigí a un confortable sillón que había en un lado de la habitación y me senté. La contemplé durante uno o dos minutos, sin que ninguno de los dos dijéramos nada. Alison empezó a sacudir rítmicamente el pie de arriba abajo y, luego, a acariciarse la cara. Al cabo de un rato, habló.

—Es acerca del fin del mundo. Me parece una idea bastante buena. Zack dijo que debía verla. Él ya la ha visto. ¿Vives en Nueva York?

—En Long Island.

—Eso es Nueva York. Me gustaría ir allí. Allí es donde está todo.

—¿Oh?

—Tú deberías saberlo. Zack dice que todo se va a acabar dentro de poco, quizá con gente lanzando bombas, quizá con terremotos, eso es lo de menos, y que todo el mundo piensa que ocurrirá primero en Nueva York. Pero no será así. Ocurrirá primero aquí. Zack dice que habrá cadáveres por todo el Medio Oeste.

Dije que parecía como si Zack estuviera deseando que sucediese. Alison se incorporó, como un luchador en apuros y apartó por un momento su atención de la pantalla. Sus ojos habían perdido el brillo.

—¿Sabes lo que encontraron hace un par de años en el vertedero de basuras de Arden? ¿Justo cuando yo estaba empezando la escuela superior? Dos cabezas en bolsas de papel. Cabezas de mujer. Jamás se averiguó quiénes eran. Zack dice que era una señal.

—¿Una señal de qué?

—De que está empezando. Muy pronto no habrá escuelas, ni Gobierno, ni ejércitos. No habrá nada de toda esa mierda. Sólo habrá muerte. Durante mucho tiempo. Como con Hitler.

Vi que quería sorprender.

—Creo que comprendo por qué no le agrada Zack a tu padre.

Me dirigió una feroz mirada y, luego, se volvió de nuevo con gesto huraño hacia la pantalla.

—Debías de conocer a esa chica que han asesinado. Parpadeó.

—Claro que la conocía. Ha sido terrible.

—Supongo que eso ayuda a demostrar tus teorías.

—No seas rastrero. —Otra mirada desvaída y hosca del pequeño guerrero.

—Me gusta tu nombre.

De verdad, y pese a sus malos modales, estaba empezando a caerme bien. Carecía de su aplomo, no tenía nada del terrible encanto de su tocaya, pero tenía su energía.

—Ugh.

—¿Te pusieron el nombre de alguien?

—Pues mira, ni lo sé ni me importa, ¿comprendes?

Nuestra conversación parecía haber terminado. Con un aire que sugería que iba a permanecer en esa posición el resto de su vida, Alison se había vuelto de nuevo hacia el televisor. Gregory Peck y Ava Gardner paseaban por un campo cogidos del brazo, con aspecto de considerar que el fin del mundo era una buena idea. Antes de que pudiera levantarme y salir de la habitación, ella habló de nuevo.

—No estás casado, ¿verdad?

—No.

—¿No te casaste? ¿No estabas casado antes?

Le recordé que ella había estado en mi boda. Estaba mirándome otra vez ahora, ignorando la crispada mandíbula de Gregory Peck y los temblorosos pechos de Ava Gardner.

—¿Te has divorciado? ¿Por qué? —Mi mujer murió.

—Santo cielo, ¿murió? ¿Lo sentiste? ¿Fue suicidio?

—Murió en accidente —respondí—. Sí, lo sentí, pero no por las razones que imaginas. Llevábamos algún tiempo sin vivir juntos. Yo sentí que otro ser humano, con el que tan íntima relación había tenido, hubiera muerto absurdamente.

Alison estaba reaccionando hacia mí con intensidad, de forma casi sexual…, casi podía ver subir su temperatura, y me pareció que podía oler a sangre.

—¿Le abandonaste tú, o te abandonó ella a ti?

Había doblado una pierna bajo el cuerpo y había erguido la espalda en el diván, de tal modo que estaba ahora incorporada y mirándome con aquellos ojos color agua de mar. Yo era mejor que la película.

—No estoy seguro de que eso te importe. Y tampoco estoy seguro de que eso sea cosa tuya.

—Ella te abandonó —dijo, con acento en ambos pronombres.

—Quizá nos abandonamos mutuamente.

—¿Pensaste que obtuvo lo que se merecía?

—Claro que no —respondí.

—Mi padre sí lo pensaría. Él pensaría eso.

Ahora comprendía el porqué de aquellas extrañas preguntas y experimenté una inesperada punzada de compasión hacia ella. Había vivido toda su vida dentro del recelo de su padre hacia las mujeres.

—Y también Zack.

—Bueno, la gente puede sorprenderle a uno a veces.

—Ja —gruñó.

Era un adecuado rechazo de mi cliché; se volvió de nuevo, saltando casi en el diván, para contemplar otra vez la película. Mi audiencia había terminado, y aquella complicada reina guerrera me estaba ordenando que me fuese.

—No hace falta que te molestes en enseñarme la salida —dije, y abandoné la estancia.

Al otro lado de la cocina, en el pequeño vestíbulo existente ante la puerta, se hallaba la entrada al sótano. Abrí esta segunda puerta y busqué a tientas el interruptor de la luz. Cuando lo encontré y lo accioné, la bombilla iluminó solamente la escalera de madera y un trozo de tierra aplastada al pie. Empecé a bajar con cuidado.

Todavía me pregunto por qué no acudí a Duane para comentarle las estrambóticas teorías de su hija. Pero he oído cosas más grotescas a mis alumnos…, muchos de ellos mujeres. Y, mientras navegaba por el sótano de Duane, encorvado y con las manos extendidas, yendo hacia lo que esperaba que fuese la pared oeste, pensé que seguramente le había oído ya todo esto a su hija: él había dicho que aquel Zack era un tipo excéntrico, y me sentía inclinado a darle la razón. Presumiblemente, habíamos juzgado a partir de la misma base. Y sus problemas familiares eran secundarios para mí o terciarios, o cuaternarios, si contaba a Alison Greening, mi trabajo y mi bienestar como mis prioridades entrelazadas. Mea culpa. Además, yo no le habría creado a Alison Updahl más problemas de los que creaba su condición de hija.

El almohadillado de mi vendaje tropezó con una superficie lisa y la hizo oscilar. Alargué la mano derecha para detenerla y agarré por casualidad un largo y suave mango de madera. Estaba oscilando también. El objeto, según advertí tras unos momentos de tantear, era un hacha. Comprendí que podía haberla hecho caer del clavo que la sujetaba y haberme cortado un pie. Solté un juramento y tanteé cuidadosamente en derredor en busca de más hachas en el aire. Mi mano rozó otro largo mango colgante, luego otro y después un cuarto. Para entonces, mis ojos habían empezado a acostumbrarse a la oscuridad del sótano, y pude distinguir los cuatro oscuros mangos colgando en fila de uno de los soportes del techo; junto a ellos colgaban rastrillos y azadas. Avancé sorteándolos, pasando por entre sacos de cemento y «Qwick-Ferm». Pasé por encima de un montón de catálogos de material. Más allá, se apoyaban en la pared una hilera de alargados objetos que semejaban momias en miniatura. Tras unos instantes, me di cuenta de que eran rifles y escopetas guardados en sus fundas. A un extremo de la fila se amontonaban cajas de munición. Como la mayoría de los granjeros, Duane no consideraba necesario hacer ostentación de sus armas. Luego, vi lo que estaba buscando. Apoyada contra la pared, tal como Duane la había descrito, había una vieja puerta blanca, una superficie lisa perfecta para mesa. Tenía unos extraños pomos, pero se podían quitar con facilidad. Quizá los quisiera Duane…, mientras me acercaba a la puerta vi que los pomos eran de cristal tallado. Junto a la puerta dos caballetes se hallaban amontonados como insectos en el acto de la copulación. Y a su lado había una caja de botellas de «Coca-Cola» vacías de la vieja variedad de ocho onzas. La tapa había sido arrancada, y se veían las abiertas bocas de las botellas.

Pensé en pedirle ayuda a Alison Updahl, pero decidí no hacerlo. Había sido una mañana de errores, y no quería cometer otro y turbar la delicada paz existente entre nosotros. Así que subí primero los caballetes y los dejé sobre la hierba, delante de la puerta trasera, y volví a bajar para sacar lo que habría de ser la superficie de mi mesa. El largo y pesado rectángulo de madera era mucho más difícil de manejar, pero logré llevarla escaleras arriba sin tirar una escopeta, ni hacer caer un hacha, ni romper las viejas botellas de «Coca-Cola». Después de haberla subido por los escalones de madera, sentí no haberle pedido ayuda a Alison, pues el pecho me saltaba y golpeaba como si una trucha estuviera muriéndose en su interior. Me dolía la herida de la mano. Deslicé la puerta a lo largo del linóleo, arrugando varias pequeñas alfombrillas y, luego, abrí con el codo la puerta-persiana y saqué trabajosamente al exterior la puerta y la bajé por los peldaños de cemento. Estaba sudando y jadeando. Me sequé la frente con la manga, apoyé la puerta contra los caballetes y la contemplé con desaliento. Telarañas, polvo e insectos trazaban sus diseños sobre la blanca pintura.

La solución, una manguera de jardín, yacía en el suelo a mis pies. Hice girar la llave de la base de la manguera y dirigí ésta sobre la puerta hasta que el agua se hubo llevado toda la suciedad. Me dieron ganas de dirigirla también sobre mí mismo. Tenía las manos negras, la camisa estaba echada a perder y me corría el sudor por la cabeza. Pero me limité a poner las manos, una tras otra, en el chorro de agua fría, procurando mojarme lo menos posible la venda. Aplicación de sustancia mágica.

¡Agua fría!

Dejé caer la todavía borboteante manguera y crucé el césped de Duane en dirección al establo. Al mirar a la derecha, podía ver la cabeza y el busto de mi primo que se movía en lo alto del invisible tractor, como si lo impulsara un viento perverso y constante. Me dirigí hacia la grava y el polvo del camino. El perro empezó a maldecirme con sonoras y arrogantes maldiciones. Llegué hasta el aljibe, introduje la mano buena en la verdosa agua y la cerré sobre una botella de cerveza a la que había adherido mi ensangrentado pañuelo. Tiré el pañuelo a la hierba y extraje la goteante botella. Acababa de quitar la cápsula y empezado a beber el burbujeante líquido, cuando vi el rostro, enmarcado en rubio, del Hombre de Hojalata que me miraba desde la ventana de la cocina. Ella guiñó un ojo. De pronto, nos estábamos sonriendo uno a otro y sentí el espasmo de emoción que el día había empezado a debilitar en mí. Era como si hubiese encontrado un aliado. Realmente, no podía haber sido fácil para una muchacha animosa tener por padre a mi primo Duane.