VII
Mis brazos y mis pies no podían moverse. Pero en otra dimensión se estaban moviendo, no yacían inmóviles en el suelo de mi cuarto de trabajo, sino que me estaban llevando hacia el bosque. Yo presenciaba imparcialmente ambos procesos, tanto el interno (caminar hacia el bosque) como el externo (yacer en el suelo del cuarto de trabajo), pensando que el único momento en que hasta entonces había tenido una experiencia similar había sido cuando abrí el cofre y miré la fotografía que ella había hecho que fuese colocada sobre mi mesa. Dentro y fuera, el aire poseía una perfumada fragancia. Se habían apagado las luces, y los campos estaban sumidos en la oscuridad. En algún momento de la inconmensurable e incalculable dimensión de tiempo transcurrida desde que me había levantado para ver por qué estaba aterrorizada la yegua, había llegado la noche. Yo atravesaba el oscuro campo en dirección a los chopos; separé la espesa maleza, pisé el herboso montículo de una raíz que emergía del suelo y crucé de un salto el riachuelo. Mi cuerpo era ligero, un cuerpo onírico. No había necesidad de correr. Podía oír el teléfono, lechuzas, grillos. El aire nocturno era suave y fragante, y su aroma parecía quedar prendido en los árboles como si fuera niebla.
Atravesé sin esfuerzo los campos contiguos y penetré en el bosque. Los abedules relucían como muchachas. ¿Quién había apagado las luces? El dedo índice de mi mano derecha registraba la sensación de unas pulidas tablas, pero estaba tocando un espectral arce. Dejándolo atrás, caminé sobre un lecho de hojas. La pendiente empezó a cambiar. Un ciervo se internó más profundamente en el bosque a mi derecha, y me volví en esa dirección. Cuesta arriba. Por entre árboles cada vez más próximos unos a otros, corpulentos robles de corteza rugosa. Toqué el flanco de un arce muerto, atravesado en mi camino como el cadáver de un soldado, y me icé, apoyándome en los brazos para sentarme en él, luego, pasé las piernas por encima y me dejé caer de nuevo sobre el mullido suelo. Mis rodillas absorbieron el choque. Subsistía el problema de la luz, pero yo sabía adonde iba.
Era un claro. Un claro de unos seis metros de diámetro, flanqueado de robles gigantescos y con las cenizas de una fogata en el centro. Ella estaba allí, esperándome.
Mágicamente, supe cómo llegar allí: todo lo que tenía que hacer era dejarme llevar y sería tomado, mis pies me guiarían.
Cuando los árboles se aproximaban demasiado, los apartaba con la mano. Se me enganchaban las ramitas en el pelo y en la chaqueta, estirando de mí como la espinosa zarza que había prendido mi pie delante de la casa soñada. Se movían las hojas en el aire denso y perfumado. Donde se posaban mis pies quedaban luego succionantes agujeros negros. De los troncos de los árboles colgaban relucientes hongos, blancos y rojos. Yo avanzaba trabajosamente a través de heléchos que me llegaban hasta la cintura, manteniendo los brazos levantados como si llevara en ellos un rifle.
Se produjo un oscurecimiento del espíritu. Al acercarme más a donde tenía que ir, vi reflejarse la luz de las estrellas en la brillante corteza de los árboles y empecé a sentir miedo. Cuando pasaba por un hueco, éste parecía cerrarse tras de mí. La palpitante vida del bosque expresaba una inmensidad de fuerza. Hasta el aire se tornaba tenso. Trepé por encima de un tronco fulminado por el rayo. Cosas vivas se enroscaban en torno a mis botas, doradas raíces proliferaban sobre ellas. Pisé un hongo del tamaño de una cabeza de cordero y lo sentí convertirse en gelatina bajo mi peso.
La áspera mano de un árbol me rozó la cara. Sentí que se me desgarraba la piel a lo largo de la mandíbula y se resquebrajaba como una taza de porcelana. Se cerraban las ramas sobre mi cabeza. La única luz que me guiaba era la procedente de las hojas mismas y de los heléchos, la luz que las plantas producen como oxígeno. Otro árbol cayó a mi espalda, cortándome el camino de vuelta. Rascando en el blando y húmedo suelo del bosque, logré pasar bajo la rama inferior del árbol centinela. Mis dedos tocaron hierba y piedras; me arrastré hasta el claro.
Cuando me puse en pie, tenía la camisa de musgo. La venda de mi mano izquierda había desaparecido. Notaba en el pelo ramitas partidas y hojas secas, casi desmenuzadas. Traté de sacudírmelas, pero mis manos no podían moverse, mis brazos no se podían levantar.
Los árboles se apretujaban y susurraban detrás de mí. La negrura estaba bordeada y taladrada por miles de luces plateadas en los bordes de las hojas y en las curvas de los zarcillos. El claro era un círculo oscuro con un círculo más oscuro en su centro. Pude moverme, y avancé. Toqué las cenizas. Estaban calientes. Percibí olor a humo de madera, y era intenso y penetrante. El denso bosque que se extendía delante y detrás de mí pareció tensarse. Me inmovilicé junto a las calientes cenizas, me incliné hacia delante y caí de rodillas en absoluto silencio.
¿Qué ocurrirá cuando ella vuelva?, me había preguntado Rinn, y experimenté un terror más profundo que el de la primera vez que entré en el bosque. Un agudo sonido sibilante, susurrante, llegaba hasta mí desde el lugar en que más intensa era la luz de las hojas, el murmullo de algo en movimiento. Sentí helárseme la piel. El sonido reptaba hacia mí.
Entonces la vi.
Estaba al otro lado del claro, enmarcada entre dos negros abedules. No había cambiado. Si algo hubiera tocado mi fina capa de fría piel, me habría resquebrajado, me habría derrumbado, convertido en un montón de fríos fragmentos blancos. Ella empezó a moverse hacia delante, con un movimiento lento pero imposible de detener. Pronuncié su nombre.
A medida que se acercaba, se iba incrementando el ruido…, aquel agudo y sibilante sonido me desgarraba los oídos. Ella tenía la boca abierta. Vi que sus dientes eran piedras pulimentadas por el agua. Su rostro era un intrincado entrelazamiento de hojas; sus manos eran de rugosa madera erizada de espinos. Estaba hecha de corteza y de hojas.
Eché las manos hacia atrás y toqué suave madera. El aire reposaba en mis pulmones como si fuese agua. Me di cuenta de que estaba gritando sólo cuando lo oí.
—Tiene los ojos abiertos —dijo una voz. Yo estaba mirando hacia la abierta ventana que había sobre mi mesa; ondeaban las cortinas y pequeños papeles se movían impulsados por la cálida brisa. Era de día. El aire poseía su peso normal, sin perfume—. Tiene los ojos completamente abiertos.
Otra voz dijo:
—¿Estás despierto, Miles? ¿Puedes oír?
Intenté hablar, y un chorro de líquido agrio brotó de mi boca. La mujer dijo:
—Vivirá. Gracias a ti.
Me incorporé de pronto. Estaba en la cama. Todavía era de día. Abajo, estaba sonando el teléfono. «No te preocupes de eso», dijo alguien. Me volví para mirar; junto a la puerta, con sus pálidos ojos posados reflexivamente en los míos, el Hombre de Hojalata estaba cerrando un libro. Era uno de los que yo había dado a Zack.
—Ese teléfono ha estado sonando toda la noche y toda la mañana. Es el jefe Hovre. Quiere hablar contigo sobre algo. ¿Fue un accidente?
Su tono cambió al pronunciar la última frase, e inclinó la cabeza. Vi en sus ojos el miedo a una complicada traición.
—¿Qué ha pasado?
—Has tenido suerte de no estar fumando. Si no, a estas horas habría probablemente pedacitos tuyos en lo alto del granero de Korte.
—¿Qué ha pasado?
—¿Dejaste abierto el gas? ¿A propósito?
—¿Qué? ¿Qué gas?
—El gas de la cocina, hombre. Ha estado abierto casi toda la noche. Mrs. Sunderson dice que si todavía vives es porque estabas aquí arriba. Tuve que romper una ventana de la cocina.
—¿Cómo fue abierto?
—Esa es la gran cuestión, desde luego. La señora Sunderson dice que estabas intentando suicidarte. Dice que ella hubiera debido darse cuenta.
Me froté la cara. No presentaba ningún arañazo. La venda continuaba en mi mano izquierda.
—¿Y la luz piloto? —dije.
—Apagada. O estropeada. Las dos cosas. Bueno, tendrías que haber olido esa cocina. Un olor tan dulzón.
—Creo que lo olí aquí arriba —dije—. Estaba sentado a mi mesa, y para cuando quise darme cuenta estaba tendido en el suelo. Fue casi como si abandonara mi cuerpo.
—Bueno, si no lo hiciste tú, debió de ocurrir por sí solo. —Pareció aliviada—. Hay algo raro en esta casa. Hace dos noches, cuando tú llegabas se encendieron todas las luces de la casa.
—¿Tú también lo viste?
—Claro, estaba en mi dormitorio. Y anoche se apagaron todas a la vez. Mi padre dice que el tendido eléctrico nunca fue nada bueno en este caserón.
—¿No se supone que debes mantenerte alejada de mí?
—Dije que me marcharía en cuanto te pusieses bien. Yo fui quien te encontró. El viejo Hovre telefoneó a nuestra casa. Dijo que no contestabas al teléfono. Que tenía noticias importantes para ti. Mi padre estaba dormido, así que vine yo misma. Estaba todo cerrado, a excepción del porche. Así que levanté la ventana del dormitorio de abajo, y fue entonces cuando olí el gas. Di la vuelta hasta la cocina y rompí una ventana. Para dejar entrar aire. Luego, contuve la respiración, entré, fui corriendo hasta el cuarto de estar y levanté la ventana. Poco después, subí aquí. Estabas tendido en el suelo de la otra habitación. Abrí también esa ventana. Creía que me iba a dar algo.
—¿Qué hora era?
—Hacia las seis de esta mañana. Quizás antes.
—¿Estabas todavía levantada a las seis? Volvió a ladear la cabeza.
—Acababa de volver a casa. De una cita. El caso es que esperé a ver si estabas vivo, y entonces apareció Mrs. Sunderson. Se fue derecha al teléfono y llamó a la Policía. Ella pensaba que lo habías hecho deliberadamente. Que habías intentado suicidarte. Dice que volverá mañana. Si quieres que venga hoy, tienes que llamarla. Entretanto, le dije a Hovre que le llamarías en cuanto te sintieras mejor.
—Gracias —dije—. Gracias por salvarme la vida, supongo que quiero decir.
Ella se encogió de hombros y, luego, sonrió.
—Si alguien te la ha salvado, ha sido Hovre. Él fue quien me llamó. Y, si no te hubiera encontrado yo, lo habría hecho Tuta Sunderson. No estabas dispuesto a morir.
Enarqué las cejas.
—Estabas venga moverte. Y haciendo ruidos. Sabías quién era yo.
—¿Qué quieres decir?
—Estabas pronunciando mi nombre. Eso parecía, al menos.
—¿Crees realmente que he intentado suicidarme?
—No, no lo creo. —Parecía sorprendida. Se levantó y se metió el libro bajo el brazo—. Creo que eres demasiado listo como para hacer nada parecido. Oh, casi lo olvido. Zack dice que gracias por los libros. Quiere volver a verte pronto.
Asentí con la cabeza.
—¿Seguro que ya estás bien?
—Seguro, Alison.
Al llegar a la puerta, se detuvo y se volvió hacia mí. Abrió la boca, la cerró y, luego, decidió hablar después de todo.
—Me alegra de veras que estés bien. Empezó a sonar de nuevo el teléfono.
—No te preocupes en contestar —dije—. Tarde o temprano lo cogeré. Oso Polar quiere invitarme a cenar. Y, Alison…, me alegra mucho que estuvieras por aquí.
—Espera a que nos pongamos cómodos antes de empezar a hacer las preguntas serias —dijo Galen Hovre dos noches después, mientras echaba cubitos de hielo en una taza.
Mi intuición había sido al menos parcialmente correcta. Me encontraba sentado en un amplio y cómodo sillón en la sala de estar de Oso Polar, en aquella parte de Arden en que yo había aparcado el «Nash». La de Hovre era una casa familiar sin familia. En una de las sillas se apilaban periódicos de varias semanas, y la tela roja del sofá se había vuelto mugrienta con el tiempo; la mesita de café mostraba una hilera de latas de cerveza vacías. La pistola de Oso Polar colgaba en su funda del brazo de un viejo sillón. La verde alfombra presentaba varias zonas más oscuras en los lugares en que, al parecer, había intentado lavar otras tantas manchas. En sendas mesitas situadas a ambos extremos del sofá, dos grandes lámparas con pies en forma de ave proyectaban una débil y amarillenta luz. Las paredes eran de color marrón oscuro…, la mujer de Hovre, quienquiera que hubiera sido, había procurado ser original. De ellas colgaban dos cuadros que yo apostaría a que no los había elegido ella: una fotografía enmarcada de Oso Polar con camisa a cuadros y sombrero de pescador sosteniendo una ristra de truchas, y una reproducción de girasoles de Van Gogh.
—Generalmente tomo un traguito después de cenar. ¿Quieres whisky, whisky o whisky?
—Estupendo —dije.
—Ayuda a empujar la grasa —dijo, aunque, en realidad, me había sorprendido demostrando ser un buen cocinero. Carne asada, razonablemente bien hecha, acaso no demasiado elegante, pero no era eso lo que yo había esperado de un hombre de 120 kilos de peso y vestido con un arrugado uniforme de policía. Los filetes de venado me habían parecido más propios de él: viriles, pero mal ejecutados. Una de las razones de la invitación había quedado inmediatamente clara: Oso Polar era un hombre solitario, y mantuvo una animada charla durante la cena. Ni una palabra sobre mi supuesto intento de suicidio ni sobre las muertes de las chicas…, había hablado de pesca. Enseres y equipo, cebos, la pesca en el mar y la pesca de agua dulce, comparación entre la pesca antes y la pesca ahora, lanchas y «la gente del lago Michigan asegura que el salmón es un bocado exquisito, pero a mí que me den una trucha de río», y «desde luego que no hay nada como pescar con mosca, pero a veces me gusta coger mi vieja caña de carrete y sentarme en la orilla a ver si pica algo bueno». Era la charla de un hombre privado, por las circunstancias de su profesión, de una conversación social normal y que la echa terriblemente de menos, y yo había estado saboreando varias rodajas de jugosa carne con su guarnición de verduras en espesa salsa mientras él hablaba y hablaba, y se instalaba un ambiente de relajación.
Le oí dejar una pila de platos en la fregadera y dejar correr el agua sobre ellos; un momento después, volvió a la sala de estar llevando una botella de «Wild Turkey» bajo el brazo, un cuenco de porcelana con cubitos de hielo en una mano y dos vasos en la otra.
—Se me acaba de ocurrir una cosa —dije, mientras él se inclinaba con un gruñido sobre la mesa y depositaba en ella los vasos, el hielo y la botella.
—¿El qué?
—Que los cuatro somos hombres solos…, sin mujer. Los cuatro que nos conocíamos de antes. Duane, Paul Kant, tú y yo. Tú has estado casado, ¿no?
Los muebles y las marrones paredes lo mostraban con evidencia, incluso los patos que subían por una de las paredes laterales; pensé que la casa de Oso Polar guardaba una cierta simetría con la de Paul, salvo que la de Oso Polar presentaba las señales del gusto de una mujer más joven, de una esposa, no una madre.
—Sí —respondió, y sirvió whisky sobre el hielo y se recostó en el sofá y puso los pies sobre la mesita del café—. Como tú. Ella se largó hace mucho. Me dejó con un chaval. Nuestro hijo.
—No sabía que tenías un hijo, Oso Polar.
—Oh, sí. Le he educado yo mismo. Vive aquí, en Arden.
—¿Cuántos años tiene?
—Alrededor de los veinte. Su madre se largó cuando no era más que un crío. Era un desastre la tía. Mi hijo nunca ha recibido mucha instrucción, pero es listo y trabaja en lo que le sale. A mí me gustaría que ingresara en la Policía, pero él tiene sus propias ideas. Pero es buen chico. Él cree en la Ley, no como algunos jóvenes de ahora.
—¿Por qué no os volvisteis a casar ni tú ni Duane? —Me serví una buena ración de whisky.
—Podrías decir que aprendí la lección. El trabajo de policía es duro para una esposa. En realidad, nunca deja uno de trabajar, si entiendes lo que quiero decir. Y, además, nunca encontré otra mujer en la que pudiera confiar. En cuanto a Duane, no creo que le gustaran realmente nunca las mujeres. Tiene su hija para que le haga la comida y se ocupe de la casa, y supongo que eso es todo lo que necesita.
Me di cuenta de que Oso Polar me estaba haciendo sentir muy relajado, dándome la falsa sensación de que aquello no era más que una desenfadada velada entre dos viejos amigos, y le miré desde mi sillón. La luz plateaba la gruesa carne de su cabeza. Tenía los ojos medio cerrados.
—Creo que tienes razón. Creo que odia a las mujeres. Quizá sea él tu asesino.
Oso Polar se echó a reír con ganas.
—Ah, Miles, Miles. Bueno, no ha odiado siempre a las mujeres. Hubo una que le cameló hace tiempo.
—Aquella chica polaca.
—No exactamente. ¿Por qué crees que le puso a su hija ese nombre que tiene?
Le miré, boquiabierto, y vi que sus entornados ojos me observaban atentamente.
—En efecto —dijo—. Creo que incluso perdió su virgo con aquella pequeña Alison Greening. Tú no estabas por aquí todos los veranos que estaba ella, ya sabes. Lo tenía atontado, completamente atontado. Naturalmente, ella pudo acostarse con él, o hacerlo de pie junto a un pajar más probablemente, pero ella era demasiado joven para que la cosa fuese pública y se burlaba de él casi todo el tiempo. Siempre he pensado que por eso fue por lo que se comprometió con la chica polaca.
La sorpresa retumbaba todavía en mi pecho.
—¿Has dicho que perdió su virginidad con Alison?
—Sí. Él mismo me lo dijo.
—Pero ella no tendría más de trece años.
—Cierto. Dijo que ella sabía del asunto mucho más que él. Me acordé del profesor de arte.
—No lo creo. Estaba mintiendo. Ella solía reírse de él.
—Eso también es cierto. Estaba realmente furioso por la forma en que te prefería a ti siempre que estabas por aquí. Celoso —se inclinó hacia delante sobre su vientre y sirvió más whisky en su vaso, sin molestarse en añadir cubitos de hielo—. O sea que ya comprenderás por qué no debes ir por ahí aireando ese nombre. Duane podría pensar que estabas echándole deliberadamente sal en sus heridas. Por no mencionar el hecho de que debes pensar en protegerte tú mismo. Detesto comportarme como un consejero espiritual, Miles, pero creo que incluso deberías ir a esa iglesia del valle. La gente podría dejar de meterse contigo si te viera portarte como todo el mundo. Siéntate y absorbe un poco de la sabiduría de Bertilsson. Es curioso cómo todos estos noruegos se han sometido a esa pequeña rata sueca. Para mí es pura basura, pero los granjeros le adoran. Me contó una historia acerca de que habías robado en «Zumgo’s». Un libro, dijo.
—Ridículo.
—Eso le dije yo. Por cierto, ¿qué me dices de ese asunto de suicidio, Miles? Supongo que no hay nada de verdad en ello.
—Nada en absoluto. O fue un accidente, o alguien intentaba matarme. O advertirme que abandone.
—Abandonar ¿qué? No estás en nada. Me alegro de que no tuviera nada que ver con nuestra conversación de ayer.
—Oso Polar —dije—, ¿llegó a averiguar tu padre quién le llamo por teléfono la noche en que se ahogó mi prima?
Meneó la cabeza, con aire contristado.
—Quítate eso de la cabeza, Miles. Apártalo de tu sistema. Estamos hablando de ahora, no de hace veinte años.
—Bueno, ¿pero lo averiguó?
—Maldita sea, Miles. —Apuró de un trago lo que quedaba en su vaso y se inclinó hacia delante, gruñendo, para servirse más.
—¿No te he dicho que te olvides de eso? No. Nunca lo averiguó.
¿Conforme? O sea que dices que ese asunto del gas ha sido un accidente, ¿no?
Asentí con la cabeza, preguntándome a qué vendría realmente aquella conversación. Tenía que hablar con Duane.
—Es lo que yo pensaba. Ojalá hubiéramos podido mantener a Tuta Sunderson fuera de esto, porque ella va a andar por ahí diciendo a la gente lo que ella cree, y su versión es un poco dura para ti. Y en estos momentos debemos ocuparnos de ti. ¿No vas a beber más de este excelente whisky?
Mi vaso estaba vacío.
—Acompáñame, anda. Yo tengo que tomar unos cuantos tragos por la noche para poder dormir. Si Lokken te detiene por conducir borracho, yo romperé la denuncia —sonrió.
Eché cuatro dedos de whisky en mi vaso y añadí varios cubitos de hielo. El whisky parecía producirle a Oso Polar tanto efecto como la Coca-Cola.
—Mira —dijo—, estoy haciendo todo lo que puedo para mantenerte libre de líos. Me gusta hablar contigo, Miles. Nos conocemos desde hace mucho. Y no puedo permitir que uno de nuestros buenos ciudadanos de Arden entre y se siente aquí y vea a su jefe de Policía emborracharse, ¿verdad? Yo creo que nos entendemos. Perdóname por el asunto de Larabee, y yo escucharé cualquier cosa que tengas que decirme. Te perdono el que hayas robado un libro en «Zumgo’s». Probablemente tenías un montón de cosas en la cabeza.
—Como el recibir cartas anónimas en blanco.
—Como ésa. Ajá. Muy bueno. Y como la muerte de tu mujer. Y en estos momentos tenemos aquí otro problema. Uno que significa que tienes que procurar no hacerte demasiado visible, muchacho.
—Otro problema.
Tomó un sorbo y deslizó sus ojos hacia los míos por encima del borde del vaso como un jugador de cartas.
—De eso es de lo que estaba tratando de hablarte hace dos noches. Un nuevo caso. ¿Estás empezando a temblar, Miles? ¿Por qué?
—Sigue —dije. Sentía tanto frío como en la vieja cocina de Updahl—. A esto es a lo que querías ir a parar durante toda la noche.
—Eso no es justo, Miles. Sólo soy un policía tratando de resolver un caso. Lo malo es que no cesa de complicarse.
—Hay otra —dije—. Otra chica.
—Tal vez. Tú eres lo bastante listo como para sonsacarme eso, porque estamos tratando de mantenerlo en secreto durante algún tiempo. Este caso no es como los otros. No tenemos un cadáver. Tosió, tapándose la boca con la, mano cerrada, alargando el suspense.
—Ni siquiera sabemos si hay un cadáver. Una chica llamada Candace Michalski, atractiva y de diecisiete años, desapareció la otra noche. Dos o tres horas después de haberte dejado en el «Nash» a un par de manzanas de aquí. Dijo a sus padres que iba a jugar a bolos en la «Bowl-A-Rama», pasamos por allí al salir de la ciudad, ¿recuerdas?, y no volvió más. Nunca llegó a la «Bowl-A-Rama».
—Quizá se escapó. —Me temblaban las manos y me las puse bajo el cuerpo.
—No le va. Era una magnífica estudiante. Miembro de los Futuros Maestros de América. Tenía una beca para estudiar en River Falls el año que viene. Ahora forma parte del sistema universitario del Estado, ya sabes. Yo seguí allí unos cursillos de ampliación sobre ciencia policial hace unos años. Una buena chica, Miles, no de las que se largan.
—Es curioso —dije—. Es curioso cómo permanece con nosotros el pasado. Hace un momento hablábamos de Alison Greening, que todavía…, de la que aún me acuerdo mucho, y de que tú y Duane y yo la conocíamos, y que la gente está recordando las circunstancias de su muerte…
—Tú y Duane erais mucho más amigos de ella que yo. —Soltó una carcajada—. Pero tienes que quitártela de la cabeza, Miles.
Un estremecimiento sacudió mi cuerpo.
—Y una chica de Arden de nombre polaco abandona la ciudad o desaparece, como aquella novia de Duane…
—Y tú conviertes en un museo la casa de tu abuela —dijo, casi brutalmente—. Sí, pero no sé exactamente adonde nos lleva eso. Te diré lo que pienso. He hablado con los Michalski, que están muy preocupados, naturalmente, y les he dicho que deben guardar silencio. No contarán a nadie lo de Candy. Dirán que ha ido a visitar a su tía a Sparta, o algo parecido. Quiero mantener esto tapado el mayor tiempo posible. Quizá la chica les mande una postal desde una colonia nudista de California. Quizás encontremos su cadáver. Si está muerta, ¡quizá podamos echarle el guante a su asesino antes de que nadie empiece a ponerse histérico! A mí me gustaría una detención sin complicaciones, y supongo que el asesino lo preferiría también. Al menos, con la parte sana de su mente.
Se levantó del sofá, se puso las manos en los ríñones y se estiró. Pareció un oso viejo y fatigado al que acabara de escapársele un pez.
—¿Y por qué tenías que ir a robar a «Zumgo’s»? Eso fue una maldita estupidez. Cualquiera pensaría que estabas pidiendo que te metieran en chirona.
Meneé la cabeza.
—Bertilson se equivoca. No he robado nada.
—Te confesaré que estoy deseando que ese hombre venga a mí y me diga, yo lo hice, acabemos ya con esto. Él quiere hacerlo. El quiere que yo lo coja. Le encantaría estar sentado ahí, donde tu estás, Miles. Está completamente torturado en su interior. Está a punto de estallar. No puede apartarme de su mente. Quizá no mató a esa chica Michalski. Quizá la tiene escondida en alguna parte. Quizá no sabe qué hacer ahora que la tiene. Está en un aprieto. Le compadezco al bastardo, Miles, de veras. Si se produce un suicido, yo diré, ése fue. No lo encontré, maldita sea. Pero tampoco él me encontró a mí. ¿Qué hora es?
Miré mi reloj. Oso Polar se dirigió a la ventana y se apoyó en el cristal, mirando a la noche.
—Las dos.
—Nunca me acuesto antes de las cuatro o las cinco. Estoy casi tan preocupado como él. —El olor a pólvora parecía particularmente intenso, juntamente con el olor a piel no lavada. Me pregunté si Oso Polar se cambiaría alguna vez de uniforme—. ¿Qué tal ese proyecto que me mencionaste? ¿Marcha bien?
—Sí, creo que sí.
—¿Y en qué consiste?
—Investigación histórica.
—Estupendo. Pero sigo necesitando tu ayuda. Espero que te quedarás con nosotros hasta que quede aclarado todo esto.
El estaba mirando mi reflejo en el cristal de la ventana. Yo volví por un instante la vista hacia su revólver, que colgaba en su funda del brazo de un sillón.
Dije:
—¿Qué querías decir el otro día cuando dijiste algo acerca de que el asesino no era un simple violador corriente y que podría ser impotente?
—Bien, consideremos la violación, Miles —dijo Oso Polar, moviéndose pesadamente a través de la estancia para ir a apoyarse en el respaldo del sofá—. Yo puedo comprender la violación. Siempre ha estado con nosotros. Voy a decirte lo que no le podría decir a una mujer. Estos casos no tenían nada que ver con la violación. Estas cosas han sido hechas por alguien que no está bien de la cabeza. Tal como yo lo veo, la violación no es una perversión…, es casi una cosa normal. Una chica le calienta a un fulano hasta un punto en que éste no puede ya controlarse, y va gritando luego que la ha violado. La forma en que van vestidas esas chicas es casi una incitación a la violación. Un tipo puede interpretar mal las intenciones de una chavala que va por ahí ondulando las caderas. Se acaba excitando y luego ya no puede contenerse. ¿La culpa? ¡Los dos! Este no es un punto de vista muy popular últimamente, pero es la verdad. Llevo de policía bastante tiempo como para haber visto cien casos así. Cuestión de poder, dicen. Por supuesto. Toda la vida guarda relación con el poder. Pero estos casos no fueron cometidos por ningún hombre normal. Mira, Miles, esas chicas no fueron objeto de ninguna forma de coito…, el médico encargado de su examen en el hospital estatal de Blundell, el doctor Hampton, no encontró ni rastro de semen. Fueron violadas por otros medios.
—¿Otros medios? —me pregunté, no muy seguro realmente de si quería oír más.
—Una botella. Una botella de «Coca-Cola». Encontramos una rota junto a Gwen Olson y junto a Jenny Strand. Con Strand fue utilizado también otro objeto. Un palo de escoba o algo así. Todavía lo estamos buscando en el campo que hay junto a la 93. Hubo también ciertas maniobras realizadas con un cuchillo. Y ambas habían sido brutalmente apaleadas antes de que empezara la verdadera diversión.
—Cristo —exclamé.
—Así que podría incluso ser una mujer, pero no parece muy probable. En primer lugar, no es fácil que una mujer tenga la fuerza necesaria, y, por otra parte, no resulta propio de una mujer, ¿verdad? —Sonrió desde su posición tras el sofá, inclinándose hacia delante, apoyado en los brazos—. Ahora sabes tanto como nosotros.
—No creerás realmente que Paul Kant hizo esas cosas, ¿verdad? Es imposible.
—¿Qué es imposible, Miles? Quizá lo hice yo. Quizá lo hiciste tú, o Duane. Paul no tiene nada que temer mientras permanezca en casa y no se meta en líos.
Se incorporó y entró en la cocina. Oí un ruido explosivo y gorgoteante, y comprendí que estaba haciendo gárgaras. Cuando volvió a la sala de estar, su uniforme estaba desabrochado, dejando al descubierto una camiseta sin mangas que se tensaba sobre su inmensa barriga.
—Necesitas dormir, Miles. Ten cuidado de no salirte de la carretera mientras regresas a casa. Ha sido una agradable velada. Nos conocemos mejor el uno al otro. Y, ahora, largo.
A través de las grandes lentes de aumento, los ojos de Tuta Sunderson parecían a punto de desorbitarse. Con gesto hosco, metió las manos en los bolsillos de su chaqueta gris de punto. Durante los tres días siguientes a mi conversación nocturna con Oso Polar, había llegado malhumorada cada mañana, moviéndose ruidosamente por la cocina, preparando en silencio mi desayuno, y se había dedicado luego a fregar la cocina y el baño mientras yo experimentaba con la colocación de los muebles. El viejo sofá de bambú y tela fue a la pared del fondo, a la izquierda de los pequeños estantes. La vitrina de cristal (yo la recordaba conteniendo Biblias y novelas de Lloyd C. Douglas) miraba a la habitación desde la pequeña pared existente junto a la puerta del porche; la única cosa parecida a una butaca se hallaba al otro lado de aquella puerta; pero las otras sillas y mesitas parecían demasiado numerosas, imposibles de colocar…, ¿una mesa de patas finas y una rejilla para revistas? ¿Una silla con respaldo de mimbre? No estaba seguro de recordarlas en la habitación, y mucho menos dónde habían estado. Quizás otra media docena de pequeños muebles presentaban el mismo problema. Tuta Sunderson no podía ayudar.
—No estuvo siempre de la misma manera. No hay ninguna manera que sea la correcta.
—Piénselo. Trate de recordar.
—Creo que esa mesita estaba junto al sofá —accedió, no de muy buena gana, a decirme.
—¿Aquí? —La llevé bajo los estantes.
—No. Más afuera.
La empujé hacia delante.
—En el lugar de Duane, yo le habría hecho examinar la cabeza. El se gastó bastante en las rebajas de esos bonitos muebles. Cuando se lo contó a mi hijo, Red fue y me consiguió también varias gangas estupendas.
—Duane puede volver a llevar todo esto al sótano cuando yo me vaya. Esa mesa no tiene buen aspecto.
—A mí me parece bastante bien.
—Porque no entiende.
—Me parece que hay muchas cosas que no entiendo. No conseguirá escribir nunca su libro si se pasa todo el día haciendo esto.
—¿Por qué no me cambia las sábanas o algo? Si no puede ayudarme, al menos podría quitarse de en medio.
Su rostro pareció llenarse de agua, como un saco.
—Supongo que se ha dejado en Nueva York todos sus buenos modales, Miles.
Con eso, renunció visiblemente a mí por el momento y se volvió hacia la ventana.
—¿Cuánto tardarán en arreglarle el coche en la estación de servicio?
—Iré a ver dentro de unos días.
—¿Se marchará entonces del valle? —inclinó la cabeza, mirando con atención hacia la carretera.
—No. Oso Polar quiere que me quede. Debe de estar aburrido de su compañía habitual.
—¿Son amigos usted y Galen?
—Somos como hermanos.
—Nunca había invitado a nadie a su casa. Galen hace una vida retraída. Es un hombre listo. Tengo entendido que ha ido usted en su coche de la Policía. Eso le dijeron a Red en Arden.
Moví una silla hasta un punto situado junto a la estufa de petróleo, y luego la aproximé a la puerta del dormitorio.
—Parece que no piensa más que en coches hoy.
—Tal vez sea porque acabo de ver a alguien pararse y dejarle algo en el buzón. No el cartero. Era un coche diferente. ¿Por qué no sale ahí afuera que hace calor y mira a ver lo que es?
—Buena idea —dije, y eché a andar hacia el porche.
Salí al sol. Durante los dos últimos días, Tuta Sunderson había dado en llevar jersey mientras trabajaba, en parte para irritarme con la anomalía de una chaqueta de punto en el caluroso tiempo estival, en parte porque la casa era realmente fría y húmeda: era como si penetrara en ella una heladora brisa procedente del bosque. Le oí decir a mi espalda, con voz lo bastante alta para que llegase a mis oídos:
—Otra carta de algún entusiasta.
Y eso es lo que al final resutó ser. Se trataba de una hoja de papel rayado arrancada de un cuaderno escolar en el que se leía, escrito en letras mayúsculas, TE TENEMOS EN NUESTRO PUNTO DE MIRA. Sí, una imagen familiar de las películas; casi sentía la cruz de la mirilla sobre mi pecho. Miré a lo largo de la carretera y, como esperaba, no vi nada. Luego, apoyé los brazos en el buzón, tratando de calmar mi respiración. Por dos veces en los dos últimos días había recibido silenciosas llamadas telefónicas que me llevaban desde mi nuevo proyecto a un sonido de apagada respiración en la que podía oler a cebollas, queso, cerveza. Tuta Sunderson decía que la gente hablaba, y yo podía suponer que circulaban rumores acerca de la desaparición de la muchacha polaca. La propia actitud de Tuta, más abrasiva desde mi «intento de suicidio», mostraba que ella había escuchado esos rumores: cuando, al poco, rechazó mi observación sobre los modales de Red.
Mientras regresaba a la casa, pude verla atisbándome por la ventana. Cerré de golpe la puerta del porche, y ella se apresuró a dirigirse a los armarios y fingió quitar el polvo de los estantes.
—Supongo que no habrá reconocido el coche.
Se bambolearon sus fláccidos brazos; su grupa osciló en comprensivo movimiento.
—No era del valle. Conozco a todos los coches de por aquí.
Me miró por encima del grueso hombro, muerta de ganas por saber qué había encontrado yo en el buzón.
—¿De qué color era?
—Estaba todo lleno de polvo. No pude verlo.
—¿Sabe, Mrs. Sunderson? —dije, hablando con lentitud para que ella no se perdiera ni una sola palabra—. Si fue su hijo o alguno de sus amigos quien vino aquí aquella noche y abrió la llave del gas, se trataba de un intento de asesinato. La ley es inflexible con esa clase de cosas.
Furiosa, desconcertada, se volvió.
—¡Mi hijo no es ningún bribón!
—¿Así es como lo llamaría usted?
Se dio de nuevo la vuelta y empezó a quitar el polvo a los platos tan vigorosamente que los hizo chocar entre sí. Al cabo de unos momentos, se decidió a hablar, aunque no a mirarme a la cara.
—La gente dice que ha ocurrido algo más. Dicen que Galen Hovre va a cogerle pronto. Dicen que está allí sentado en su despacho, sabiendo mucho más de lo que dice. —Volvió fugazmente hacia mí sus desencajados ojos—. Y dicen que Paul Kant se está muriendo de hambre en la casa de su madre. Así que si ocurre de nuevo, la gente sabrá que estaba en casa y que él no lo hizo.
—Menudo día tienen —dije—. Se lo están pasando en grande. Les envidio.
Meneó la cabeza con aire irritado, y a mí me habría encantado seguir en ese plan, pero sonó el teléfono. Ella miró al aparato y, luego, me miró a mí, queriendo indicarme que no pensaba contestarlo.
Dejé la hoja de papel sobre la mesa y cogí el auricular.
—Diga.
Silencio, respiración, los olores a cebollas y a cervezas. No sé si realmente eran ésos los olores de quien llamaba o si eran sólo los que yo esperaba en alguien que hacía llamadas telefónicas anónimas. Tuta Sunderson se abalanzó sobre la hoja de papel.
—Miserable patán —dije al aparato—. Tienes estiércol donde deberías tener imaginación.
El que había llamado colgó; me eché a reír de ello y de la expresión del rostro de Tuta Sunderson. Volvió a dejar la nota sobre la mesa. Estaba sorprendido. Reí de nuevo, notando en la garganta el sabor de algo negro y agrio.
Cuando oí cerrarse la puerta del porche esperé hasta que la vi caminando trabajosamente por la carretera, con la chaqueta de punto al brazo y el bolso balanceándose al extremo de su correa. Al cabo de un rato, desapareció del marco visual que me daba la venntana, forcejeando al sol como un escarabajo blanco. Dejé el lápiz y cerré el diario. De pie en el frío porche, miré hacia el bosque…, todo estaba inmóvil, como si la vida se detuviese cuando el sol estaba tan alto. Un ruido me indicó que no era así: carretera abajo, fuera de mi vista, el tractor de Duane hacía llegar el sonido de su motor desde el lejano campo, los pájaros se decían cosas unos a otros. Bajé por las rodadas del camino, crucé la carretera y salté la cuneta.
Al otro lado del riachuelo, podía oír los grillos y los saltamontes y los minúsculos seres que zumbaban entre la hierba. Subí por la bifurcada colina; se elevaron los cuervos de entre la alfalfa, graznando, sus cuerpos como proyectiles, como cenizas en el aire. Me resbalaba el sudor sobre las cejas, y sentía la camisa adherírseme, pegajosa, a los costados. Bajé la hondonada y luego empecé a subir de nuevo, caminando hacia los árboles.
Aquí era adonde ella me había conducido dos veces. Trinaban los pájaros, volando veloces por entre las altas ramas. La luz se derramaba de esa forma especial con que sólo lo hace en los bosques y en las catedrales. Vi cómo una ardilla gris saltaba a una rama delgada, la doblaba bajo su peso y pasaba luego a otra rama más baja y gruesa como un hombre saliendo de un ascensor. Cuando el suelo empezó a cambiar empezaron a cambiar también los árboles; yo caminaba sobre una esponjosa alfombra gris por entre robles y olmos; bordeaba pinos y coníferas y sentía resbalar finas agujas pardas bajo los pies. Como cuando yacía tendido en el pulimentado suelo, avancé con dificultad por entre altos helechos. Las bayas se estrujaban contra mis pantalones. El tronco de un roble fulminado por el rayo, astillado y hendido, yacía atravesado en mi camino, y salté sobre él, sintiendo la blandura de la madera en putrefacción. Verdes filamentos se enredaron en los ojetes de mis botas.
Avanzando como lo había hecho en sueños aquella noche, pasé ante los gruesos árboles hasta que vi el lugar en que parecían apiñarse como una muchedumbre en torno al escenario de un accidente: me deslicé por una abertura y llegué al claro. La luz del sol, después del filtro de la red de hojas, parecía violentamente amarilla e intensa, leonina, llena de inhumana energía. Las altas hierbas se inclinaban bajo su propio peso. Vibraban los insectos sobre el claro con uniforme sonido rechinante.
En el centro, en el lugar quemado, las cenizas mostraban un núcleo todavía rojo, como las cenizas del viejo fogón de leña de Rinn. Poseía el calor de Alison. Galen Hovre estaba equivocado sobre Duane y mi prima. O Duane había mentido todos aquellos años.
Curiosamente, quizá predeciblemente, cuando yo había soñado que entraba en el bosque, el viaje había tenido una realidad directa, palpable, y cuando realmente estaba allí me daba la impresión de hallarme soñando. Pensé, casi temiéndolo, que experimentaría una mayor proximidad a Alison Greening si me acercaba al claro en que, en mi ensoñación, había visto su terrible aparición; aquel espacio era suyo, y yo pensaba en él como la fuente del frío que penetraba en la vieja granja. Si existe otro mundo, un mundo de Espíritu, ¿quién puede decir que su contacto no puede hacernos estremecer hasta lo más íntimo, que su calor no puede llegar hasta nosotros como el frío del agua de la presa? Pero, aparte de aquella visión de pesadilla de Alison como una criatura hecha de hojas y corteza de árbol, los medios indirectos me acercaban más a ella, la evocaban más satisfactoriamente que una búsqueda directa a través del bosque y el claro. Yo había empezado a escribir una especie de memorias, tarea que ella había motivado (recordaba un día de verano en que subimos a la colina situada al otro lado del valle y, provistos de palas, buscábamos tumbas indias, en que ella me dijo que iba a ser pintora y que yo sería escritor), y eso parecía unirnos más aún, ya que —al nivel más evidente— significaba que pensaba en ella más de lo que en otro caso habría pensado. Ella era el tema de lo que yo escribía. Era como si yo la fuera desgranando frase a frase. Y luego, una mañana, después de soportar un desayuno presidido por una Tuta Sunderson que había aceptado de mí siete billetes de dólar y, luego, me había devuelto en silencio dos de ellos como si representaran una propuesta inmoral, yo había conducido el «Nash» por el puente de la carretera 35 sobre el Mississippi —un maravilloso paisaje americano, esas islas mostrando sus boscosos lomos como verdes búfalos en las pardas aguas del río— hasta Winona, Minnesota, en busca de los discos necesarios para crear el ambiente evocador de Alison. Los álbumes de discos de los años 50 son ejemplares muy raros. Un primer vistazo a las estanterías de una tienda de discos de Winona no reveló ninguno, pero luego vi el letrero que anunciaba el departamento de segunda mano en el piso bajo, y descendí a un sótano iluminado por una sola bombilla para examinar caja tras caja de álbumes de gastadas fundas y arrugados lomos. Rodeados de viejas obras de Perry Como y Roy Acuff y Roger Williams, dos discos resplandecían como el oro, y lancé un gruñido de aprobación tan sonoro que el dueño apareció en lo alto de la escalera para preguntarme si todo iba bien. Uno era un viejo disco de Dave Brubeck que, según recordaba, Alison me había dicho que le encantaba (Jazz en Oberlin) y el otro…, bueno, el otro era un verdadero hallazgo. Era el álbum del cuarteto Gerry Mulligan editado en Pacific que Alison me había instado a que comprase, el que tenía la portada pintada por Keith Finch. Encontrar ese disco era como encontrar un mensaje de ella garrapateado en una página de mi manuscrito. Era el disco que evocaba a Alison por encima de todos los demás, el predilecto de ella. El dueño de la tienda me cobró cinco dólares por los dos discos, pero yo le habría pagado veinte veces más. Al igual que lo que escribía, me acercaban más a Alison.
—¿Qué es eso que estás poniendo continuamente? —preguntó el Hombre de Hojalata. Estaba de pie en el porche el sábado por la noche, atisbando a través de la puerta—. ¿Es jazz?
Dejé el lápiz sobre el manuscrito y lo cerré. Me hallaba sentado en el viejo sofá de la planta baja, y las lámparas de queroseno derramaban un mortecino resplandor anaranjado que suavizaba sus facciones, desdibujadas ya por la malla metálica de la puerta. Llevaba camisa y pantalones de algodón, y bajo aquella suave luz parecía más femenina de lo que yo le había visto nunca.
—Escucha —dijo—. No me importa. Quiero decir que papá está en Arden para no sé qué reunión. Red Sunderson le llamó justo antes de cenar. Todos los hombres están hablando de algo. Probablemente seguirán allí durante horas. El otro día te oí poner también ese disco. ¿Es ésa la clase de música que te gusta? ¿Puedo entrar?
Entró en la habitación y se sentó frente a mí en una mecedora de madera. Sus desnudos pies iban calzados con chanclos.
—Bueno. ¿Y qué es?
—¿Te gusta? —Tenía verdadera curiosidad. Se encogió de hombros.
—¿No suenan todas igual?
—No.
—¿Qué instrumento es el que toca ahora?
—Una guitarra.
—¿Una guitarra? ¿Eso es una guitarra? Venga ya. Eso es…, una especie de trompeta. Un saxofón, ¿no?
—Sí. Es un saxofón barítono.
—Entonces, ¿por qué has dicho que era una guitarra? Luego, sonrió, comprendiendo la broma.
Me encogí de hombros, correspondiendo a su sonrisa.
—Jo, Miles, menudo frío hace aquí.
—Es por la humedad.
—Sí. Oye, Miles, ¿es verdad que has robado en «Zumgo’s»? El pastor Bertilsson anda diciendo a todo el mundo que lo hiciste.
—Entonces, lo habré hecho.
—No lo entiendo.
Paseó la vista por la habitación, meneando la cabeza y mascando chicle.
—Oye, ¿sabes que esta habitación tiene un aire estupendo así? Está igual que antes. Como cuando yo era pequeña y la bisabuela vivía todavía.
—Lo sé.
—Está muy bien —dijo, examinando todavía la habitación—. ¿No había más fotos? ¿Como algunas tuyas y de papá?
Cuando asentí, preguntó:
—¿Y dónde están?
—No las necesitaba.
Hizo sonar el chicle con un chasquido.
—No te entiendo, Miles. Eres realmente superextraño. A veces me recuerdas a Zack, y a veces no dices más que tonterías. ¿Cómo sabías dónde estaba todo?
—He tenido que trabajar en ello.
—Es como una especie de museo, ¿no? Quiero decir que casi parece como si fuera a aparecer la bisabuela.
—Probablemente no le gustaría la música. Soltó una risita.
—Oye, ¿de verdad robaste en «Zumgo’s»?
—¿Roba Zack?
—Claro. —Abrió de par en par sus azules ojos—. Continuamente. Dice que hay que liberar cosas. Y dice que, si puedes arramblar con cosas sin que te cojan, entonces tienes derecho a ellas.
—¿Dónde roba?
—En los sitios en que trabaja. Ya sabes. Cosas de las casas de la gente, de la gasolinera… ¿Quieres decir que tú eres profesor de universidad y todo, y robas cosas?
—Si tú lo dices.
—Ya comprendo por qué le caes bien a Zack. Eso le encantaría. Un tipo importante del sistema desvalijando tiendas. Cree que podría confiar en ti.
—Creo realmente que eres demasiado buena para Zack —dije.
—Te equivocas, Miles. No conoces a Zack. No sabes qué cosas le interesan.
Se inclinó hacia delante, apoyando cada mano en el hombro opuesto. El gesto era sorprendentemente femenino.
—¿Sobre qué es la reunión de Arden? ¿Ésa a la que han ido tu padre y Red?
—¿Y a quién le importa? Escucha, Miles, ¿vas a ir mañana a la iglesia?
—Claro que no. Debo pensar en mi reputación.
—Entonces procura no emborracharte otra vez esta noche, ¿eh? Tenemos un plan. Vamos a llevarte a un sitio.
Fragmento de la declaración de Tuta Sunderson:
18 de julio
Bueno, lo que mi chico pensaba era que había alguna especie de tapadera. Esa es la palabra que utilizó Galen Hovre, le guste o no. Tapadera. Claro que no la había, ahora lo sabemos, pero mira lo que teníamos entonces…, ¡nada! Después de aquellos dos asesinatos, allí está el pobre Paul Kant escondido en la casa de su madre, y allí está Miles revolviendo en casa de su abuela y yendo por ahí en coches de la Policía y quién sabe qué, convirtiendo esa casa en algo que Duane no quería, y la gente pensando que había que hacer algo. Y todos pensábamos que usted nos estaba ocultando algo. ¡Y así era!
El caso es que uno de los amigos de Red tuvo la idea del coche, y Red le dijo, vamos a esperar basta saber con seguridad qué está pasando y vamos a celebrar una reunión general para hablar de ello. Todos los hombres. Estar juntos, ¿comprende? Para ir encajando los rumores.
Así que se reunieron en la parte trasera del «Angler’s». Red dice que eran 34 hombres en total. Todos miraban a Red, porque era él quien había encontrado a Jenny Strand. Bueno, ¿quién ha oído algo?, dice Red. Vamos a contarlo todo para ver lo que sacamos en limpio y dejarnos de chismorreos. Pues resulta que algunos de los hombres habían oído que la Policía estaba encima de alguna pista. Creo que alguno de los agentes le había dicho algo a su novia. Algo así. No digo que fuese eso, ¿eh? Así que uno de los hombres va y dice a ver quién sabía de alguien que se estuviera manteniendo apartado…, sin hacer su vida normal.
Y alguien dice, Román Michalski no ha ido a trabajar esta semana.
¿Enfermo?, preguntan.
No, nadie ha oído que esté enfermo. Está sólo escondido. Él y su mujer.
Y hablando de gente escondida. Yo podría haberles hablado de Miles. Ya lo creo. Se instaló allí después de haber puesto todos los muebles como él quería, como los había tenido su abuela. Y allí estaba metido en aquella vieja y húmeda casa, bebiendo hasta caerse redondo todas las noches y poniendo esos estúpidos discos todo el día. Parecía como si estuviese continuamente en trance o algo así. Un hombrachón como él y parecía que fuera a pegar un bote si se le dirigía la palabra. ¡Y su lenguaje! Oh, él sabía que no iba a conseguir nada.
Cuando descubrí que había tenido una chica en su cama se lo dije inmediatamente a Red.
De todos modos, como sabe, el lunes por la noche algunos de los hombres le hicieron una visita a Román Michalski.
El domingo por la mañana, después de ducharme, subí al piso alto y me ceñí el albornoz mientras examinaba mis ropas. La señora Sunderson había lavado sin decir nada mis embarrados pantalones y mi camisa y los había dejado doblados encima de la cómoda.
Los pantalones tenían un agujero en una pernera; su vista despertó en mí molestos recuerdos de mi recorrido por el bosque; me aliviaba el hecho de haber vuelto al claro y no haber encontrado más que los restos de una fogata de excursionista. Palpé el agujero del pantalón y, luego, retiré la mano. Recordé una parte del consejo que me había dado Oso Polar y me acerqué dubitativo al armario en que había puesto el único traje que había llevado allá. Eran las siete y media; tenía el tiempo justo para vestirme e ir al servicio religioso. Había que hacerlo adecuadamente, debía vestirme correctamente, no podía mostrar nerviosismo, mi actitud debía proclamar mi inocencia. Sólo pensar en ello, mientras miraba el traje guardado en el armario, me puso nervioso. Si no vas, eres como Paul Kant, declaró una voz en mi mente.
Cogí el traje de la percha y empecé a vestirme. Por una razón sin duda estrechamente relacionada con la vanidad, al hacer mi equipaje en Nueva York había metido, juntamente con las prendas apropiadas, para la granja, las prendas más costosas que tenía…, zapatos de ochenta dólares, un traje a rayas de Brooks, varias de las camisas a medida que Joan, irónica ella, había encargado una vez como regalo de Navidad. Ciertamente, yo no había previsto que las llevaría a la iglesia luterana de Getsemaní. Tras anudarme una reluciente corbata y ponerme la chaqueta, me miré en el espejo del dormitorio. Parecía más un abogado de Wall Street que un académico frustrado o un sospechoso de asesinato. Parecía inocente, noble y lisonjero y próspero. Una criatura para la obra del Señor, un hombre que murmuraba distraídamente una oración mientras trataba de lograr un hoyo difícil en el golf.
Al salir de la casa me deslicé en el bolsillo de la chaqueta el ejemplar de Ella: una brizna de Alison como compañía.
Detuve el «Nash» en la zona de aparcamiento existente delante de la iglesia y salí al ardiente sol y empecé a caminar sobre la blanca y rechinante grava en dirección a las escaleras de la iglesia. Como hacían todos los domingos, los hombres permanecían de pie en los anchos escalones superiores y en el piso de cemento, fumando. Los recordaba allí, hablando y fumando, cuando era niño; pero aquellos hombres habían sido los padres y los tíos de éstos, y habían vestido oscuros y mal cortados trajes de sarga y algodón. Como la generación anterior, estos hombres mostraban los emblemas de su profesión, las pesadas manos de enormes y rígidos pulgares y las blancas frentes sobre rostros quemados por el sol, pero el de Duane era el único traje entre ellos. Los demás llevaban camisas deportivas y pantalones cómodos. Caminando hacia ellos, me sentí excesivamente vestido y urbano.
Uno de ellos se fijó en mí, y su cigarrillo se detuvo en medio del arco que describía hacia su boca. Le murmuró algo al hombre que estaba a su lado, y pude leer las tres sílabas de Teagarden en sus labios. Cuando llegué al camino de cemento que conducía a las escaleras de la iglesia, reconocí aquí y allá algún rostro y saludé al primero de ellos.
—Buenos días, Mr. Korte —dije a un hombre rechoncho con cara de bulldog, pelo cortado al rape y gruesas gafas negras. Bud Korte poseía una granja a dos o tres kilómetros de distancia, valle abajo, de la granja Updahl. Él y mi padre habían solido ir a pescar juntos.
—Miles —dijo, y apartó bruscamente los ojos hacia el cigarrillo que sujetaba entre dos dedos del tamaño de unos plátanos pequeños—. ¿Qué tal? —Estaba tan azorado como un obispo al que acabara de saludar confiadamente una prostituta—. Había oído que habías vuelto.
Volvió a apartar los ojos y los posó con alivio en Dave Eberud, otro granjero al que reconocí, que con su camisa a rayas horizontales y sus pantalones a cuadros parecía que su madre le había vestido con demasiada prisa. La cara de tortuga de Eberud, vuelta levemente en nuestra dirección, se proyectó hacia delante.
—Tengo que hablar con Dave —dijo Bud Korte, y me dejó examinando el brillo de mis zapatos.
Duane, con su traje cruzado y la chaqueta desabrochada, lo que dejaba al descubierto unos anchos tirantes rojos, se hallaba hacia la mitad de la escalera de la iglesia; su postura, con un pie agresivamente plantado en un peldaño superior y los hombros echados hacia delante, indicaba con claridad que no quería reconocerme, pero yo me dirigí hacia él, pasando por entre hombres que se apartaban al verme.
Cuando empecé a subir los escalones pude oír su voz.
—… la última subasta. ¿Cómo voy a esperar? Si la carne baja a menos de 27 la libra, estoy perdido. No puedo producir por mí mismo la totalidad de mi propio pienso, ni aun ahora con esa nueva tierra, y ese viejo M se está cayendo a pedazos.
A su lado estaba Red Sunderson, que me miró, sin molestarse siquiera en fingir que escuchaba las lamentaciones de Duane. A la luz del sol Sunderson parecía más joven y más duro de lo que parecía de noche. Su rostro era una masa de quebrados ángulos.
Dijo:
—Estamos muy elegantes hoy, Miles.
Duane me miró con aire irritado y movió la pierna que tenía levantada sobre el escalón superior. La parte de su rostro quemado por el sol tenía un color extrañamente rojo.
—Pensaba que podríamos verte aquí alguna vez. Pero ya es demasiado tarde, decía su tono.
—He dicho que estamos muy elegantes hoy.
—Es todo lo que he traído, aparte de los vaqueros —dije.
—Madre dice que ya has terminado de jugar con esos muebles viejos. Duane chasqueó los labios con disgusto. Detrás de mí, un hombre hizo una sibilante inspiración, como una risa secreta.
—¿Qué es un viejo M? —pregunté.
El rostro de Duane adquirió una tonalidad más intensa de rojo.
—Un maldito tractor, un maldito tractor con una caja de cambios hecha polvo, si quieres saberlo. Y ya que estás destrozando mis muebles, quizá quieras encargarte también de mis tractores, ¿eh?
—¿Has estado en el bosque últimamente, Teagarden? —preguntó Red Sunderson—. ¿Ha estado cogiendo algo en el bosque?
—¿Qué es eso del bosque? —preguntó mi primo.
Red continuó mirándome desde su anguloso rostro incongruentemente coronado por la redonda nariz de su madre. Alguna señal tribal estaba atrayendo a los hombres hacia los escalones; al principio, pensé que venían hacía mí, pero cuando el primero se ladeó ligeramente y pasó de largo ante mí sin mirarme, comprendí que iban a empezar los servicios religiosos y que había que reunirse con las mujeres. Red se volvió como si no pudiera soportar seguir mirándome, y quedé con Duane, que tenía el rostro congestionado de ira.
—Tengo que hablar contigo sobre algo —dije—. Sobre Alison Greening.
Soltó una exclamación y dijo:
—No te sientes conmigo, Miles. —Y subió los escalones con sus amigos.
Pude oírles cuchichear cuando les seguí al interior de la iglesia. Ya fuera por comunicación directa o por telepatía, todos sabían que yo iba a ser el último en entrar en el edificio, y todas las mujeres estaban torciendo el cuello para mirarme. En varios de sus vulgares rostros campesinos divisé expresiones de horror. Duane tomó por el pasillo de la derecha. Yo fui por el de la izquierda, sudando ya dentro de mi traje.
Hacia la mitad de la nave, me deslicé en un banco y me senté. Podía sentir sus rostros señalándome, blancos y rojos, y examiné el familiar interior. Blanco y abovedado techo de madera, blancas paredes, cuatro vidrieras emplomadas a ambos lados con nombres noruegos al pie: a la memoria de Gunnar y Joron Gunderson, a la memoria de Einar y Florence Weverstad, a la memoria de Emma Jahr. Arriba, en el santuario de Bertilsson tras el altar, un enorme y sentimental cuadro de Jesús ungiendo a san Juan. Un ave blanca, como una de las palomas del Ayuntamiento, revoloteaba sobre el pálido y simétrico rostro.
Cuando Bertilsson apareció por su puerta como la figura de un reloj alemán en la parte delantera de la iglesia, miró directamente hacia mí primero. La telepatía le había llegado a él también. Después, mucho levantarse y sentarse, muchas lecturas de respuestas, muchos cantos. Una mustia mujer de vestido púrpura proporcionaba un áspero y nada musical acompañamiento en un pequeño órgano. Bertilsson continuaba mirándome con expresión untuosa: parecía rebosar de una emoción generalizada. Sus orejas estaban muy rojas. Las otras cuatro o cinco personas de mi banco se habían ido alejando más y más de mí, aprovechando los movimientos de levantarse y sentarse para irse apartando unos centímetros cada vez.
Notaba la camisa como si fuera de papel y estuviera a punto de deshacerse; una mosca zumbaba airadamente, obsesivamente en algún lugar cerca del techo; cuando me recostaba, me sentía pegado a la madera del banco. Por encima de la madera del banco que tenía delante asomaba la estoica cara de un niño, mirándome con ojos apagados y la boca abierta. Una gota de saliva le colgaba del labio inferior.
Después de «Oh, Dios, ayuda nuestra en los tiempos pasados», Bertilsson nos hizo señas de que nos sentáramos, utilizando el gesto con el que su autor silencia los aplausos, y se dirigió al púlpito. Una vez allí, se sacó lentamente un pañuelo de la manga, se lo pasó por la reluciente frente y lo volvió a guardar. Dedicó también un rato a extraer de entre sus amplias vestiduras su fajo de notas. Durante todo este tiempo, me estuvo mirando directamente.
El texto de hoy —dijo, con voz relajada y confidencial— es Santiago, II, versículos 1 a 5: «Hermanos míos, no entre la acepción de personas en la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado. Supongamos que entra en vuestra asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido, y entra también un hombre con un vestido sucio…».
Prescindí de sus palabras y dejé caer la cabeza hacia delante, deseando no haber seguido el consejo de Oso Polar. ¿Podía salir algo bueno de esto? Me asaltó entonces la consciencia de que Oso Polar me había dicho algo mucho más importante…, un hecho que se relacionaba con otro hecho. Era como una espina en mi costado, acosándome. Traté de pasar mentalmente revista a las conversaciones que había tenido con Hovre, pero el sermón de Bertilsson turbaba mis reflexiones.
Se las había arreglado para meter al Buen Samaritano en Santiago, II, según observé, una verdadera hazaña incluso para alguien tan locuaz como Bertilsson. Al parecer, el samaritano no hacía acepción de personas.
—Pero esto funciona a la inversa, amigos míos.
Levanté la vista hacia su odiosa y reluciente cara de luna llena y gemí en silencio. Continuaba con los ojos fijos en mí.
—Sí, amigos míos, no debemos condenar al samaritano a no ver más que una sola cara de la moneda. Cerré los ojos.
Bertilsson continuó hablando inexorablemente, y sólo sus pausas cuando trataba de encontrar la palabra adecuada me indicaban que estaba improvisando. Levanté la vista y le vi doblar sus notas, alineándolas inconscientemente en pulcros paquetes cuadrados de afilados bordes. El niño que estaba delante de mí dejó caer más aún su barbilla.
Comprendí entonces lo que Bertilsson iba a hacer y lo hizo mientras yo veía la malignidad fluir de los relucientes ojos y la vibrante voz.
—¿No hay entre nosotros uno de espléndido vestido, uno que no puede ocultar su angustia bajo sus ricos ropajes? ¿No hay entre nosotros uno que se halla necesitado del toque del samaritano? ¿Un hombre sufriente? Hermanos, tenemos con nosotros a un hombre dolorosamente turbado, que imagina que la vida no es un don de Dios, como nosotros sabemos que es. La vida de un gorrión, la vida de un niño, todas son preciosas para él. Hablo de un hombre cuya alma entera es un grito de dolor, un grito a Dios en súplica de liberación. Un hombre enfermo, hermanos míos, un hombre dolorosamente enfermo. Amigos míos, un hombre necesitado de nuestro amor cristiano…
Era insoportable. La mosca continuaba zumbando irritadamente contra el techo, queriendo salir. Me puse en pie, salí del banco y volví la espalda a Bertilsson. Podía oír la alegría latente en su voz, muy por debajo del mensaje de amor. Quería estar en el bosque, con las manos extendidas sobre el calor de unas brasas. Una mujer empezó a parlotear como un pájaro. Sentía la sacudida de sorpresa que bulló entre las blancas paredes. Bertilsson continuaba hablando, pidiendo mi sangre. Avancé por el pasillo lateral con la mayor rapidez que me fue posible. Al llegar a la gran puerta, la abrí y salí al exterior. Notaba cómo todos torcían el cuello, mirándome. Una visión de pez.
Crucé de nuevo sobre la grava hasta el pequeño y feo coche y emprendí el regreso bajo el ardiente sol. Me quité la chaqueta y la tiré en el asiento trasero. Quería estar desnudo, quería sentir las hojas y las agujas de pino bajo los pies. A la mitad del camino por la carretera del valle, empecé a gritar.